27. Ojos galácticos

Escondí las pastillas que le quité a Timmy en la boca del venado embalsamado que hay en el cobertizo.

Mi primer instinto fue tirarlas a la basura, pero algo me detuvo. Me digo a mí misma que lo hice porque sus padres gastaron dinero en ellas y sería un desperdicio, o porque alguna persona que vive en las calles podría encontrarlas y tener una sobredosis. Sin embargo, en ese caso podría haberlas lanzado por el retrete.

Me asusta pensar que alguna parte de mí está tentada a probarlas y por eso las conservé.

Niego con la cabeza para alejar el pensamiento y noto que perdí la cuenta. Suspiro y me dejo caer otra vez en las pequeñas alfombras persas apiladas que uso a modo de colchoneta. El sudor hace que se me pegue la camiseta entre los omóplatos y la parte baja de la espalda. Al frente, tengo empapado el borde inferior de mi sujetador —que apenas tiene algo que sujetar luego de tantos meses— y siento la piel entre los pechos tan resbaladiza como la nuca. Mi rostro está caliente.

Llevo tres horas y veintitrés minutos sin darle descanso a mi cuerpo. Desde que volví de la librería donde trabaja Charlie no puedo parar. Repito las mismas series de ejercicios en el intento de que no sean sus palabras las que se repitan en mi cabeza.

Uno, dos, diez, veinte, treinta, cincuenta… «Nunca te eligieron, te eligen o te van a elegir». 

Los músculos de mi abdomen se tensan cuando vuelvo a subir, con la mirada puesta en la boca del venado.

«Las personas jamás van a sentir lo que tú por ellas, no te pueden querer por lo que eres. Mírate, mírate, mírate».

Estoy mareada.

«Eres un personaje secundario».

—¡Gretha, ¿estás aquí?! Vine por Camello.

Me sobresalto al oír que tocan la puerta e intentar entrar. Cerré con llave, así que no pueden pasar, pero me apresuro empujar las alfombras apiladas bajo el sofá y alcanzar mi sudadera. No dejo de observar las cortinas de maíces. Aunque están cerradas, la tela desgastada podría dejar entrever lo que ocurre si se asoma por la ventana.

—¿Quién tiene el placer de interrumpir mi tarde de limpieza?  —digo al abrir la puerta.

Desde que dejé el equipo de porristas me da vergüenza que alguien me vea hacer ejercicio, pero también miedo. Sé que estoy enrojecida, sudorosa y que mi respiración no volvió a la normalidad. Mover muebles pesados por mi cuenta para limpiar de forma exhaustiva es una buena excusa.

—El mejor interruptor del mundo —contesta Sawyer.

Doy un paso fuera antes de que él quiera darlo hacia adentro y percatarse de que todo sigue en su lugar y no hay ni una escoba a la vista. Cierro la puerta.

—Acompáñame, debo ir por el trapeador —pido con el corazón acelerado por la mentira. Odio esta parte—. Por cierto, no creo que la palabra que buscas sea interruptor. ¿Eso no sería algo como una palanca, que hace a otra cosa encenderse y apagarse según hacia dónde la muevas?

Me sigue a través del patio alumbrado por el farol de 1900 que papá compró y restauró cuando era pequeña. De niña me gustaba dar vueltas a su alrededor, cantando canciones —solo podía memorizar los estribillos— que escuchaba en la radio por la mañana, cuando me llevaban a la escuela. El hierro del farol estaba muy caliente en verano, así que mamá encendía los aspersores para que no me quemara las manos y giraba conmigo. Al marearnos, nos tumbábamos en el césped fresco y buscábamos formas de animales en las nubes. Papá solía sonreírnos a través de la ventana del cobertizo, mientras escribía y bebía té helado. Nos negaba el acceso a su santuario porque decía que apestábamos a perro mojado.

Tenía razón.

—Suena como la descripción de un pene —dice Sawyer, y me trae de regreso al presente—. Creo que es bastante parecido a un interruptor o una palanca. Lo mueves hacia arriba o hacia abajo y solo necesitas un poco de electricidad para que...

Mi risa lo interrumpe mientras subimos los escalones. Eso dispersa mis nervios y le abro la puerta trasera de la cocina para invitarlo a pasar. Charlie y el ejercicio se trasladan al fondo de mi mente al verlo apoyarse de espaldas contra la mesada de la cocina, con los codos sobre el granito y la cabeza ladeada con una sonrisa torcida. Me parece curioso que su presencia encaje en todos lados. No sé si es algo innato o lo ha practicado. La confianza, o la imagen de esta, es poderosa.

Hasta parece más cómodo en esta casa que yo, y he vivido aquí durante casi toda mi vida. Es como si su alma le perteneciera al mundo, no a un solo sitio. Me hace preguntarme a dónde pertenece la mía.

—No deberías hablar de ese amigo en particular con la hermanastra de tu novia. —Cierro la puerta del patio.

—La hermanastra de mi ex novia —corrige.

Recuerdo a Cora decir que debía dejarlo. Puede que me haya ido a buscar luego de eso, lo cual implicaría que acaban de romperle el corazón hace menos de diez minutos.

Me acerco y entrelazo mis manos sobre mi abdomen. Busco dolor en sus ojos porque creo que tiene que haberlo. Sin embargo, puede que me equivoque, o al menos no lo veo.

No entiendo mucho sobre relaciones. Ni las familiares ni las amistosas y mucho menos las románticas. Nunca lo hice, tal vez por eso me gusta analizarlas tanto. Mi fascinación con las cosas que no comprendo deriva de esta filosofía de vida que me mueve desde que tengo memoria: estamos aquí para intentar. Solo eso. Intentar cosas. Intentar comprender a otros. Intentar comprendernos. A veces lo logramos luego de un intento, otras llegamos a hacerlo después de cien. En algunas anécdotas contamos que nos quedamos a mitad de camino; en algunas ocasiones, ni siquiera nos damos cuenta que hay algo por comprender. Sin embargo, la gracia, el arte, el chiste y el propósito de estar vivo se reduce al proceso de intentarlo siendo consciente de que, incluso si entendemos algo, habrá otra cosa más para comprender tras esta. Son infinitas, como los números.

Así que lo intento con todos, incluido él.

—Lo siento mucho, ¿quieres hablar? —ofrezco—. O puedo cocinarte algo, ¿quieres ahogar penas en pastel de manzana?

Niega con la cabeza, con gratitud en el gesto.

—Es tarde, no te haré cocinar, pero guardaré el cupón de pastel-de-penas-y-manzanas para algún momento —asegura.

Asiento. Me gustaría saber qué necesita, pero no dice nada. Solo me mira y comienzo a ponerme incómoda cuando recorre mi rostro. ¿Sigo sudando? ¿Está reflexionando sobre lo que pasó con Cora o ve a través de la mentira de la limpieza?

Serpenteo entre los taburetes y alcanzó el pomo de la puerta del armario de limpieza. Debo mover el equipo de golf del señor Brown para acceder al trapeador, pero oigo los pasos de Sawyer y luego veo su sombra proyectarse en la pared, tras las mía. Se recarga en el marco y siento el peso de sus ojos. Tiro del dobladillo de mi sudadera hacia abajo para asegurarme que no hay rastro de la piel de mi espalda a la vista.

—Aunque duela, a veces necesitas estar un tiempo con la persona equivocada para reconocer y apreciar cuál es la indicada el día que tu corazón abra otra vez esa puerta —dice.

Me agacho y recojo un par de pelotas para guardarlas dentro del bolso.

—Tal vez solo te topaste con la versión incorrecta. Puede que exista una versión de esa persona con la que podrías sentirte en el espacio.

—¿Sentirme en el espacio?

Me giro y lo encuentro de brazos cruzados. Abro los míos y mis palmas presionan las paredes de este dedal al que mamá le gusta llamar cuarto de las porquerías por la cantidad de objetos que almacenamos aquí y deberían estar en otro lugar, como mis juegos de mesa, los rollers de Cora y las decoraciones de Halloween.

—Creo que todos tenemos una versión de nosotros mismos capaz de hacernos sentir, y también a las personas indicadas, como si fuéramos astronautas. Reales porque son de carne y hueso, pero mágicos porque pueden flotar. —Bueno, en realidad, no flotan, pero es una linda palabra para usar—. Privilegiados porque acceden a algo que casi nadie puede y, por esa misma razón, especiales. —Muevo una pierna de atrás para adelante, pensativa—. Creo que eso es el amor. Ser mortal pero sentirse inmortal un rato, ser real pero sentirte ficticio a veces, como si fueras uno de los protagonistas de un libro. Ser privilegiado y especial por poder crearlo, aunque a veces lo olvides.

Me gusta cómo me mira. Es lindo saber que alguien te escucha y se interesa incluso cuando hablas sobre tontas teorías. Es lo que quiero que sienta la gente cuando habla conmigo.

Si pudiera, haría sentir a todos como astronautas.

—¿Crees que el amor se crea? —insiste.

—¿Hay algo que no lo haga?

Esta vez fui yo quien hizo un jaque-mate.

—Tal vez no te topaste con la versión correcta de Cora, pero puede que en el futuro… —explico.

—Tal vez ella no se topó con mi mejor versión —sugiere—. O puede que ninguna de nuestras versiones fuera la correcta para el otro.

Me encojo de hombros y alcanzo el trapeador.

—Bueno, tienes suerte. Todo se crea, así que podrían crearlas juntos algún día.

Intento salir, pero se interpone en el camino.

—¿Y si creamos un pedido de pizza y cenamos en el cobertizo tú y yo?

Quiero decir que sí. Quiero hacerles preguntas extrañas y saber qué piensa sobre mis teorías. Quiero comer. Quiero dejar de pensar en lo que dijo Charlie. Quiero dejar de hacer ejercicio. Quiero estar con un amigo.

—Yo… —Lo rodeo para salir del dedal—. Debería ir a ver cómo está Cora.

Dudo que quiera mi compañía, pero debería ofrecérsela. Siento que nos acercamos un poco luego de nuestra última charla. Aunque quiero asegurarme que Sawyer está bien, no quiero molestarla, que malinterprete la situación o sienta que la dejo de lado.

—Me pidió que la llevara a casa de su madre y te lo dijera para que transmitieras el mensaje a su papá. Sabe que estoy aquí y está bien con eso, Gretha. Así que… —Levanta su teléfono, listo para marcar—. ¿Cena?

Parece bastante animado para alguien que acaba de terminar su novia. Me pregunto si solo finge o de verdad no le importa tanto. Luego, se me ocurre que tal vez es como yo: evita pensar en cosas que lo lastiman al entretenerse con algo o alguien más.

—Y sé que no estabas limpiando.

De forma automática abro la boca para mentir, pero señala con el pulgar el cuarto de las porquerías.

—Primero se pasa la escoba para sacar el polvo, luego el trapeador, y tu escoba está aquí, no en el cobertizo —explica.

Cierro la boca. Espero que me pregunte qué estaba haciendo y por qué me inventé que limpiaba, pero no dice nada. En su lugar, envuelve su mano alrededor de la mía y con suavidad me quita el trapeador para devolverlo a su lugar.

—Dúchate tranquila. La pizza llega en veinte minutos.

Adoro el queso derretido.

No solo porque es delicioso, sino porque se parece mucho a una persona: se estira y se estira, hasta que se rompe.

Estamos en el cobertizo, meciéndonos suavemente en la hamaca paraguaya de Sawyer, frente a la mesa ratona donde apenas quedan unas porciones de pizza. Encendimos el televisor que está sobre Henrrieta. Es viejo, de esos que parecen una caja. No tiene Netflix, así que hemos estado mirando un documental sobre huracanes. Me recuerda a una frase de Mario Benedetti, un escritor que le gusta a papá y que escribió: «Te va a destruir de la manera más bella y, cuando se vaya, finalmente entenderás por qué los huracanes tienen nombres de personas».

Observo su perfil mientras pasan los créditos. ¿Cora es el nombre de uno de sus huracanes? No le pregunté al respecto porque no parece querer hablar, pero la duda hace que apriete la lengua contra los dientes. ¿A qué se refirió mi hermanastra al decir que le había hecho cosas malas a este chico?

Su muslo presionado contra el mío me distrae un poco. La calidez que irradia su cuerpo me recuerda al verano y, aunque no me gusta la estación porque el calor conlleva usar poca ropa, lo disfruto. Me siento mal por hacerlo debido a las circunstancias, pero me gusta la idea de concentrarme en una sensación linda en lugar de estar sumida en pensamientos hirientes.

Adoro saborear la comida sin culpa, no calcular cuántas calorías tiene cada bocado que me llevo a la boca, cuánto ejercicio deberé hacer para quemarlas o pensar en cómo se verá mi estómago si voy al baño y me levanto la camiseta frente al espejo.

Hasta ahora, no pensé en nada de eso. En su lugar, reí cuando dijo que de niño creía posible montar un huracán con una tabla de surf.

—¿Cómo eras de pequeño? —Me limpio las migajas de corteza de las comisuras y arrojo la servilleta sobre el lado de la caja de cartón donde apilamos las usadas.

Lo medita un segundo mientras recorre sus dientes con la lengua para deshacerse de algún pedazo de pepperoni que quedó estancado.

—Solía parecerme mucho a ustedes. —Sonríe al aire, donde un recuerdo se materializa para él—. Era introvertido, pero feliz. Barbie era la sociable y aventurera de la relación. Aunque era más pequeña, solía ordenar comida para los dos. —Hace un ademán con la cabeza hacia la cena—. Por su voz de infantil algunos creían que era un broma, así que colgaban.

Me imagino a una niña tirando de la mano de su hermano en el parque. El chico clava los talones porque le da vergüenza interactuar con los otros niños, pero ella lo convence y logran hacer esos “amigos por un día” que las crías crean entre ellas. Luego, se queman la parte trasera de las piernas o se electrifican al deslizarse por el tobogán de metal.

—Cuando ella se marchó, dejé de sentir felicidad y supuse que extroversión me la devolvería —confiesa.

Creo que se sentía solo y no quería lidiar con la pérdida, así que llenó el silencio con ruido e intentó volver a ser parte de algo, de cualquier tipo de conexión. A veces estamos con las personas porque las disfrutamos y otras veces porque no nos disfrutamos a nosotros mismos. Hay una diferencia.

—Al principio no funcionó —continúa—. Durante el día podía mantener mi mente ocupada, pero la mayoría de las noches regresaba a ese lugar tan…

No puede terminar, pero imagino que dice: «Ese lugar lleno de preguntas pero aún vacío, doloroso y triste pero insensible de a ratos. Era un ciclo de emociones y otro de quietud, donde el cuerpo funcionaba en piloto automático, sin motivo».

Tendemos evitar algunas cosas, sea romperle el corazón a una persona al expresar lo que pensamos —a un familiar, a un amigo, a alguien que te gusta— o rompérnoslo a nosotros mismos. Evitamos enfrentarnos a cosas que nos generan confusión porque estamos cansados de sentirnos fuera de control, y aparentamos tenerlo al ocupar nuestra mente con otras actividades. Intentamos no llegar al dolor que conlleva estar cara a cara frente a un trauma o una situación difícil porque sabemos que el resultado no es algo momentáneo, sino que deberemos acarrear con el peso de una respuesta o la falta de una en un proceso extenso. Así existe la posibilidad de caer en la depresión, en la desmotivación, en un llanto incesante o en un desinterés constante. Sin embargo, también podemos caer en el proceso de sanación. La mayoría de las veces este trae consigo todo lo anterior, pero mejora a largo plazo.

Es cuestión de abrir esa puerta y dejar salir todo lo que contiene en lugar de hacer todo lo posible para mantenerla cerrada, aunque esté a punto de explotar.

—Algún día podrás estar contigo mismo otra vez —aseguro.

Gira su torso hacia mí. Levanta una pierna y me agacho antes de que me decapite. La pasa sobre mi cabeza y la presiona contra mi espalda baja. Se echa hacia atrás para hundirse en la tela. Con la punta de su otra zapatilla golpea la alfombra, sin dejar de mecernos. Estoy por hacer un chiste sobre que está abierto de piernas para mí cuando extiende ambas manos hacia mí.

—¿Cómo estás tan segura de que no lo estoy ahora?

Las tomo y les doy un apretón.

—Porque siempre estás aquí o merodeando alrededor de otra gente. Parece que todavía no puedes enfrentarte al Sawyer interior.

Ríe y tira de mí. Me recuesto contra él, con las manos apiladas en su pecho y el mentón apoyado sobre ellas para mirarlo. La presión de los cuerpos, sus brazos a mi alrededor y sus dedos jugando con las puntas de mi cabello me genera un escalofrío.

—¿El Sawyer interior? Suena a algo que diría un buda o un instructor de yoga.

Reímos los dos esta vez.

—Entonces, ¿qué crees que necesitas para estar bien con tu Sawyer interior?

Todavía sonríe, pero tengo la corazonada de que sus labios no son los únicos que se curvan. Hay algo dentro de él que se retuerce y podría quebrarse. Es como un pescador que intenta sacar un tiburón con una caña hecha de bambú; se partirá, es cuestión de tener paciencia y el que animal de un tirón lo suficientemente fuerte.

—Pedir perdón —susurra—. Mi hermana me odia desde donde sea que esté.

Frunzo el ceño y estoy por decirle que lo que sea que cree haberle hecho es perdonable, pero una de sus manos asciende por mi brazo, recorre mi hombro y acomoda un mechón de mi cabello tras mi oreja. La idea de que mis orejas y mi cuello puedan verse me haría tensar en cualquier otra situación, y me reacomodaría para volver a cubrirlos. Sin embargo, estoy tan absorta en procesar que cree que alguien puede odiarlo que no me importa.

Es absurdo. Sawyer siempre mira a las personas con suavidad. Gente como él solo se puede amar.

—¿Puedo decirte algo? —pregunta antes de que sea capaz de hablar.

—Cualquier cosa. Siempre.

—De acuerdo, acércate un poco más.

Dejo de apoyar mi mentón sobre mis manos y escalo sobre él, hasta que mis antebrazos se presionan contra su pecho, mis dedos le rozan el cuello y estamos a la misma altura.

—Dispara —digo.

Y lo hace, como una bala:

—Jamás serás suficiente para la versión rota de ti misma, pero hay otra versión para la que sí lo eres, y es la sana. No debes cambiar cómo luces, sino a través de qué ojos te ves.

El aire que aspiro me quema y me deshace los pulmones. Mi vista se empaña de forma automática y suspiro con un temblor. Sus brazos se ajustan a mí alrededor, como si creyera posible mantener todas las piezas juntas con solo abrazarlas.

Es raro y extraordinario poder hablar de algo sin hablarlo. A veces dos personas saben cosas una de la otra por solo caminar juntos durante un tramo de la vida. Dichas cosas no se pueden ocultar, pero tampoco te sientes preparado para pronunciarlas, así que se convierten en secretos implícitos entre quien te presta la suficiente atención y tú, hasta que alguno tiene la suficiente valentía como para mencionarlas.

Creo que la mentira de la limpieza no es la primera que nota.

—Veo cosas en tus ojos —dice, y siento que quiere decir más que eso.

«Veo todo, Gretha».

Una lágrima se despide de mi mejilla y cae en la suya. No se inmuta.

—¿Qué clase de cosas?

—Cosas que me gustan.

No debo preguntar, no debo preguntar, no debo...

—¿Y qué cosas te gustan?

Mierda. Pregunté.

—Las brillantes, pero también las oscuras.

Nos quedamos un rato en silencio. Trazo su mandíbula con las yemas de mis dedos.

—Si tuvieras que elegir, ¿te quedarías con mis cosas brillantes o las oscuras?

—Todo existe por oposición. Sin oscuridad no hay nada que logre brillar, así que no puedes intentar dividir en partes lo que es un todo. No… No te puedes dividir, Gretha. —Su corazón late contra el mío y me percato de la dulce fragilidad que eso representa. Ojalá no tuviera que romperse. Ojalá ninguno de nosotros tuviera que romperse tantas veces antes de quebrarse para siempre, como Barbie, pero así es la vida—. Eres tú o no es nada. Así que… Te elegiría a ti, al todo.

Las palabras de Charlie sobre que nadie podría escogerme regresan como una vieja canción que te hartaste de escuchar y que no ves la hora de cambiar.

—Veo cosas en tus ojos —digo conmovida.

—¿Qué clase de cosas?

—Galaxias.

Su sonrisa es pequeña en el exterior e inmensa en el interior. Lo noto en cómo rutilan sus pupilas, que me recuerdan a las joyas de ónix que mamá usa para ir a lugares elegantes.

—¿Crees que llevo miles de millones de estrellas y planetas en los ojos?

Lo que dije es científicamente tonto y metafóricamente hermoso, pero se queda con la segunda parte.

—Creo que llevas miles de millones de sentimientos y pensamientos excepcionales en los ojos. Me dan ganas de explorarlos todos.

Silencio. Tensión. Calor.

—Pues explóralos —susurra al fin.

Sus galaxias se cierran y sus labios crean estrellas cuando rozan los míos.

¡Hola, paragüitas preciosos! 🥰 ¿Cómo los trata la vida? ¿Se sienten mejor, igual o peor desde la última vez que pregunté?

1. ¿Se esperaban ese final? ¿Qué sienten? ¿Qué piensan? ¿Qué creen que pasará?

2. ¿Alguna vez fueron al psicólogo? ¿Les gustaría ir?

3. ¿Por qué creen que Sawyer se mostró tan tranquilo tras que Cora rompió con él? ¿Fue lógica esa reacción? ¿Creen que ella le dijo que lo engañaba o le mintió?

Con amor cibernético y demás, S. ❤️

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