23. Segundo paraguas roto: Timmy

Nadie te enseña a ser padre.

Puedes leer una decena de libros y escuchar la experiencia y los consejos de miles de personas, pero, como todo en la vida, no puedes comprender la magnitud e intensidad de los desafíos o prever cómo van a presentarse hasta que llegan.

Una de las cosas que más representa a los papás es que tienen miedo.

«¿Y si no puedo darle la vida que merece? ¿Y si ni siquiera soy capaz de darle lo que necesita? ¿Y si le ocurre algo? ¿Y si lo lastiman? ¿Y si lo lastimo sin percatarme? ¿Y si no puedo ayudarlo? ¿Y si ni siquiera sé lo que le pasa? ¿Y si soy un papá terrible, me odia, se larga y no vuelve a hablarme en la vida?».

Creo que el miedo de los padres jamás se marcha, aunque se entierra en una parte de sus mentes y deja solo las migajas de la preocupación a la vista. Ante ciertas situaciones, este miedo excava para salir a la superficie porque los hijos son como el sol y ellos como una planta; puedes cortarla, pero la lluvia —el peligro, sea del grado que sea— los obligará a crecer otra vez hacia la luz.

Hay que tener en cuenta que cuando riegan en exceso una planta, muere. Me parece que a mis padres les llovió tanto trabajo encima, cosa que no creían peligrosa aunque sí lo era, que el lugar donde estaban esas raíces que los dejaban crecer y llegar a nosotros se inundaron. Según la botánica, la falta de oxígeno debilita a la planta de a poco, hasta su muerte.

Y siento que mi relación con ellos podría morir si no rompen la superficie de boletas en la que se están ahogando.

—¿El vecino es tu novio? —Papá gira las llaves del coche en el índice mientras sube las escaleras y me da una palmada en el hombro que casi me tira al suelo—. Felicitaciones, hijo. Me gusta su cabello. Es del color del kétchup.

Mamá deposita un rápido beso en mi mejilla al pasar.

—Usen protección.

Me quedo quieto en el porche. Gina se quita el abrigo y lo cuelga en el perchero mientras se quita los tacones sin usar las manos. Harry se sirve una copa de vino y se afloja la corbata. Hablan de una casa en venta en la calle de Liv a pesar de que acaban de atravesar el umbral de la puerta. Traen el trabajo consigo siempre. Ni siquiera me preguntan por las trillizas o van a saludarlas luego de no haberlas visto desde ayer, porque se quedaron a dormir en la oficina.

—¿Cómo se llama? —interrumpo.

El vino queda a medio camino de la boca de mi progenitor. Mi madre frunce el ceño mientras se sirve su propia copa.

—¿Cómo se llama quién, cielo?

Inhalo hondo. Entro y cierro la puerta. Dejo los ojos clavados en el picaporte porque no quiero verlos a los ojos cuando vuelvo a hablar.

—El vecino. ¿Cómo se llama?

La mínima esperanza que llevo conmigo respecto a que sepan su nombre desaparece con su silencio. Estoy seguro que comparte una mirada a mis espaldas antes que Gina deje salir una risita para disipar la tensión.

—Nosotros deberíamos preguntarte el nombre a ti. Es tu novio después de tood, ¿no?

Echo la cabeza hacia atrás.

—No tendrían que preguntármelo si nos prestaran atención.

Más silencio.

Cuando los enfrento no me siento furioso. Creí que llegado el momento les recriminaría con enojo su ausencia. Sin embargo, estoy exhausto. Hay personas que acumulan cosas y explotan, pero otras invierten tanta energía en no hacer «boom», que cuando llegan a su límite no hay explosión. La decepción y el cansancio actúan como un sedante y sienten que ya nada les importa.

—¿Saben cómo es la dinámica familiar en otras casas? Los padres les preguntan a sus hijos adolescentes cómo están y ellos responden con monosílabos. No quieren hablar. —Me agarro la nuca con ambas manos cuando me giro—. Y yo siento que podría morir por una conversación de cinco minutos con cualquiera de los dos. 

Es injusto que el resto tenga y no valore lo que otros podríamos rezar para tener.

Mamá deja la copa en la mesada con una mirada seria mientras papá la rodea para acercarse. Me mira confundido. Su bigote se tuerce hacia un lado cuando me regala una sonrisa inocente, lo que evidencia que no ve mi punto.

—Pero tú eres tan callado... —recuerda con voz calmada.

Mis ojos se cristalizan.

—No soy callado porque me gusta —susurro con un hilo de voz—. Me callo porque me hacen sentir invisible e inaudible cuando me paro frente a ustedes e intento contarles algo.

Su sonrisa se deshace como un nudo flojo al darse cuenta que este es un planteo más profundo de lo que esperaba. Pone una mano en mis costillas y hace un ademán con la cabeza al sofá. Me siento con los codos sobre las rodillas.

—En lugar de trabajar para vivir, viven para trabajar.

Con esa frase es suficiente. No tengo que dar más explicaciones para que entiendan cuál es el problema. Sé que lo hacen por la forma en que ninguno habla hasta que él suspira.

—Convertirse en adulto es como subir a la rueda de un hámster, hijo. No puedes parar de correr porque si lo haces, no hay más ingresos. El dinero tiene que mantenerse en movimiento para sobrevivir. Sobre todo cuando tienes bocas que alimentar. Entiendes eso, ¿no?

—Hasta los hámster necesitan parar. ¿Por qué no pueden trabajar menos? O al menos estar presentes cuando llegan aquí.

—Porque el sistema está diseñado así. —Mamá me observa desde la cocina con empatía—. Entiendo que nos echen de menos, pero ¿cuál es la alternativa? Necesitan comida y conservar el techo sobre sus cabezas. Precisan útiles escolares, ropa y decenas de cosas que parecen gratis aunque no lo sean. No queremos que su nivel de vida baje ni un poco. Ya se acostumbraron a él. Aunque no lo creas, sentirás la caída de un nivel a otro.

Niego con la cabeza.

A veces estás tan enfocado en bajarle la luna a alguien —porque eso desea la mayoría— que olvidas preguntarle a la persona si la quiere en primer lugar. Algunos solo desean al astronauta para tener con quién mirarla. 

O a quién mirar.

¿Y qué importa si hay que comer arroz más de una vez a la semana? ¿Qué si hay que restringirse algunas cosas? ¿Qué importan esas cosas si lo que necesitamos no son precisamente cosas, sino personas? Sé que trabajan para darnos todo y cuando se bajan de la rueda están demasiado cansados para algo más que dormir y recuperar fuerzas porque al día siguiente deben seguir, pero es un círculo vicioso que los mata en vida aunque no lo sientan así.

—Timmy… —intenta seguir, pero la interrumpo.

—Valencia me preguntó de qué color eran tus ojos el martes, mientras hacía un dibujo, porque no los recordaba. —Aprieto mis manos—. Un dibujo que te entregó a ti y luego encontré tirado en la basura cuando fui a sacarla.

Mamá mira el gabinete tras el cual se encuentra el cesto como si intentara recordarlo, porque evidentemente no lo hizo a propósito. Aprovecho para volverme hacia el hombre.

—Viena le dice «papá» al cartero a veces, porque lo ve todos los días en la calle y él se toma un minuto para preguntarle cómo está y qué hará en el día, y Venecia escucha audiolibros antes de dormir y finge que son ustedes quienes los narran; una noche cada uno, por turnos.

Las niñas adoran mirar Bob Esponja y tienen la teoría de que los padres de Bob trabajan mucho, como los nuestros, porque nunca salen en el programa. Necesitan tanta conexión que llegaron al punto de identificarse con un dibujo animado.

Me restriego los ojos enrojecidos con las palmas y siento la mano de papá subir y bajar por mi espalda en una caricia.

—Sé que no es fácil, pero intentar estar presentes tampoco puede ser tan difícil...

Amar a las personas es más que sentir ese amor. Hay que demostrarlo, sino, ¿de qué sirve?

Escucho los pasos de mi madre antes de que se ponga en cuclillas frente a mí y me tome con cuidado por las mejillas.

—Nos esforzamos en darte todo lo que necesitas, cariño.

—Necesito a mis papás, y ni siquiera tienen que esforzarse para eso, solo deben estar... Deben parar. Frenen un segundo el mundo, por favor. Háganlo por Viena. Por Valencia. Por Venecia. Por mí.

Harry mira hacia otro lado para secarse una lágrima. A Gina parece que le acaban de sacar el corazón del pecho y, por la forma en que su agarre se refuerza, trata de recuperarlo con desesperación.

Todos creen que las personas que deben pedir ayuda no lo hacen porque no son capaces de aceptar que necesitan una mano. En mi caso, siempre estuve dispuesto a pedirla. 

Si no lo hice fue porque temí que no me la dieran.

Damos por sentado que, si alzas la voz, te oirán. Por eso alentamos a la gente a contar sus problemas, aunque en muchas ocasiones no pensamos qué supondría que alguien hablara y fuera ignorado. Podemos creer que, una vez que lo hizo, lo hará otra vez. Que le será más fácil. Sin embargo, muchos no ven la existencia de múltiples puertas. Creen que si abrieron una y se encontraron con una pared, con el resto sucederá lo mismo porque todas son iguales por fuera.

A veces preferimos no gritar con tal de conservar la voz, porque para algunos es preferible tener algo guardado e intacto que usarlo y estropearlo o perderlo para siempre en vano.

Espero que este pedido de ayuda no sea olvidado, sino tratado.

—La mayoría del tiempo me ocupo por completo de ellas hasta el punto donde me olvido de mí. Ya no hago las cosas que me gustaba hacer. Ya no voy a los lugares a los que solía ir ni hablo con la gente que solía hablar. Ya no aprendo lo que me interesaba aprender. Ya no sueño con el futuro ni pienso en el pasado, pues apenas tolero el presente. Ya no siento lo que solía sentir. Ya no sé qué quiero ni quién soy.… La mayor parte del tiempo no veo una razón lo suficientemente buena como para creer que cualquiera cosa valga la pena.

Es duro admitir que me siento vacío. Intento no sentirme egoísta. Mis hermanas también los necesitan, pero en este momento solo puedo pensar en mí.

A pesar que mi madre aún sostiene mi rostro, tengo los ojos clavados en mi regazo. No quiero terminar de destruirla con la culpa al permitirle ver lo mal que estoy.

—Lo único que me mantiene en una pieza es que las niñas dependen de mi persona porque a su vez ustedes dependen de mí para que las cuide. Me aferro al amor que les tengo a los cinco y, las veces que no puedo sentirlo porque me desconecto de todo, me aferro al pensamiento de que los amo. Creo que estoy mejorando, pero no sé si pueda sobrellevar este vacío sin ustedes por mucho más tiempo.

¿Estoy loco por querer tener una conversación con personas que me vean a los ojos en lugar de mirar su móvil? ¿Es mucho pedir que me dediquen diez minutos ininterrumpidos de su tiempo cuando el día tiene 1440? Porque me conformaría con cinco. Mierda, me conformaría con dos y un abrazo que dure más de lo que puedo contener el aire.

Inhalo un respiro tembloroso y levanto la cabeza.

—Lo siento —susurro.

Papá se desliza del sofá hasta quedar acuclillado junto a mamá. Apoya su mano en mi rodilla y abre la boca, pero no es capaz de articular palabra y se limita a negar con la cabeza.

—¿Por qué te disculpas, cariño? —indaga mamá.

—Por ser inestable.

Sonríe con amargura y aparta el cabello de mi frente en una caricia.

—Somos los mayores responsables de esa inestabilidad. No te disculpes por nuestros errores, Timmy. Déjanos pedirte perdón a ti.

Me abrazan y siento que sostengo el sol entre las manos. El vacío se llena un poco. Una parte de mí quiere corregirla y decirle que la inestabilidad proviene de otros lugares también. Por un momento pienso que podría contarles lo que sucedió el año pasado: el momento catalizador.

Mis padres habían olvidado otra vez que era mi cumpleaños. Había ido a correr a una de las pistas de la escuela porque no soportaba estar en casa, sin que lo recordasen mientras me sentaba frente a ellos en la mesa. Luego de hacer ejercicio, llegué a las duchas del vestuario y me perdí en mis pensamientos.

Y entonces llegó el equipo de fútbol.

El crujido de la puerta giratoria me puso la piel de gallina aunque estaba bajo un chorro de agua caliente. Me lavé el cabello más despacio e intenté pretender que las voces que oía no me generaban un nudo en la boca del estómago. El ruido de las chancletas contra la fina capa de agua que inundaba el baño me obligó a cerrar los ojos.

Todos teníamos alguna erección en el vestuario de vez en cuando. No siempre era por ver a otros chicos. A veces solo sucedía, y entre heteros hacían bromas despreocupadas al respecto.

«¡Mira lo dura que te la puse, Henry! ¡Ay, ay, ay!».

«¡Tienes la trompa de un puto elefante entre las piernas, Carlos! ¡Aleja esa cosa de mí!».

«¡Oye, mi amor, ven a darme un poco de eso!».

¿Cuando había un gay con ellos? Se acababan las bromas.

Que fuera gay no equivalía a que todo muchacho me provocara una erección. Nada más fuera de la realidad, pero el asunto era que entre todo este puñado de chicos que no me interesaban, estaba Karim. Ni siquiera lo conocía. Me parecía lindo, pero eso era suficiente. Si llegaba a verlo temía que mi cuerpo reaccionara con demasiada felicidad.

Ninguno de ellos sabía que era homosexual. No porque fuera un secreto, sino porque no nos conocíamos y yo no andaba aula por aula anunciando mi orientación sexual a los gritos. Pensar en eso me ayudó a restarle importancia al miedo que ralentizaba mis movimientos. Me enfoqué en terminar de drenar el shampoo de mi cabello y no miré ni de reojo a nadie. Si llegaba a toparme con un Karim desnudo estaría en problemas.

El asunto es que por mucho que quieras alejarte de los problemas, ellos insisten en perseguirte. Su nombre venía una y otra vez a mi cabeza. Intentaba bloquearlo al invocar otra clase de pensamientos: osos hormigueros, política holandesa, el bigote de la señora que repartía el períodico. Hasta mi abuela.

Inútil.

La mente es como un coche sin frenos. Puedes intentar guiarla por las calles menos frecuentadas, pero tarde o temprano atropellará lo que quería evitar. O a quien quería evitar.

Cerré la llave de la ducha. Tenía que huir de ahí antes de que fuera tarde. No podía quitarme la idea de que, a unos metros, se podría estar quitando la camiseta. Podía imaginarme el sonido de la cremallera de sus pantalones. Podía mirar una de las duchas y visualizarlo bajo ella, con los músculos de la espalda tensos bajo el agua fría que sale apenas giras la perilla.

Podía ir mucho más allá de imágenes así de inocentes. Mi mente ya estaba en marcha y mi cuerpo no se había quedado atrás, así que extendí la mano hacia el gancho que sostenía la toalla.

Solo que la toalla no estaba.

Barrí el piso con la mirada. No me importaba si se había caído y estaba empapada. Solo la necesitaba para cubrirme y atravesar las duchas hasta mi casillero en el vestuario. La encontré en medio de la habitación. Nadie me prestó atención mientras avancé, hasta que me incliné y lo vi venir.

Alguien dejó caer un jabón que resbaló por los azulejos hasta que chocó contra mi pie.

La persona silbó.

Eso bastó para que todos los pares de ojos cayeran en mí. Ni siquiera había llegado a cubrirme con la toalla. La consecuencia de pensar en Karim estaba dura y a la vista. A su vez, estaba inclinado en las duchas de los hombres. En las cárceles era algo típico que echaran un jabón al piso y ordenaran al eslabón más débil que lo recogiera, lo que desembocaba en que le partieran el maldito trasero. Aunque era un asunto serio, en la escuela bromeaban seguido con eso. Solían lanzar el jabón por dos motivos: para molestar a sus amigos y para fastidiar a los gays.

Y yo no era su amigo.

Me cubrí con la toalla. Muchos ni siquiera me miraron dos veces, pero los más inmaduros no lo dejaron pasar.

—¿Se te fueron las ganas de recoger el jabón, bicho arcoiris? —se burló uno desde algún lugar.

El primer silbido se convirtió en varios y las obscenidades me llenaron los oídos hasta el punto donde creí que no podría oír nunca más. Tomé mi neceser e intenté largarme, pero un idiota se interpuso en mi camino.

—¿Tienes las pelotas tan grandes como para mirarnos como si fuéramos una página porno pero tan pequeñas como para cubrirlas por vergüenza? —se burló y su compañero en la ducha continua se echó a reír.

Intenté rodearlo, pero dio un paso al costado y quedé a centímetros de su cuello. Era más alto que yo y verlo a los ojos no era una opción. Me aferré a la toalla y a mis cosas, cabizbajo.

—A que me tienes unas ganas tremendas —insistió divertido—. ¿Verdad?

Empujó sus caderas contras las mías y me sobresalté. Di un paso atrás, asqueado. No sé qué tenía esta minoría de heteros con masculinidad frágil, pero cerebro no era. Creían que si no molestaban al gay, se verían como maricas ante el resto. Por esa misma razón ninguna persona interfirió aunque sé que les parecían unos idiotas. Preferían ignorar la escena antes que ser el próximo blanco. Por un lado los entendía y no podía culparlos porque yo era igual, pero por otro moría porque alguien alzara la voz y me ayudara a salir de ahí.

—No es gracioso, vamos, déjame pasar —dije.

—Capaz que tú no eres su tipo, déjame a mí. —El de la ducha se acercó y le dio un empujón juguetón a su amigo.

Alcé la mirada al techo porque este no llevaba toalla. Quería darle un puñetazo en la cara. Me hacía sentir incómodo y no porque me gustara, sino porque nadie debería restregarse contra ti sin tu consentimiento. Intenté rodearlo, pero el otro chico ya estaba ahí para obstruir mi paso.

—¿Cuál de los dos te parece más atractivo, hermano? —preguntó antes de posar con boca de pato.

—Solo quiere irme, por favor.

Sonrió con socarronería.

—Dinos cuál te gusta más y te dejamos ir. ¡No seas malo, no puedes dejarnos con la duda!

No sabía quién había lanzado el jabón, el primer silbido y el primer comentario. Se suponía que ellos no sabían ni de mi existencia. Tal vez me equivoqué. Tal vez toda la escuela sabía. Tal vez tenía cara de gay aunque «tener cara de...» fuera algo estúpido de decir y pensar en general, pues no puedes descifrar lo que una persona es si esta no se muestra, e incluso en tales casos se pueden asumir cosas erróneas.

—Abre la boca como si me la fueras a chupar y contesta de una vez. —Rio en mi oído el segundo, antes de presionarse contra mi espalda. Simuló uan embestida como si se estuviera follando a su novia y el primero aprevechó para hacer lo mismo desde el frente.

No aguanté más. Los empujé con rabia. Eran unos degenerados.

—¡¿Tan sexualemente reprimidos están que tienen que hacer este numerito para mostrarse como los 100% heteros que no son?! —Mis ojos se cristalizaron cuando estallé y nadie habló—. Si tanto les interesan las pollas, tienen una entre las piernas para jugar y hay millones ahí afuera. ¡No se meten con la mía, me cago en la puta!

Varias risas precedieron un silencio en el que solo se oyó el correr del agua.

—¿Acabas de decirme marica? —Se le borró la sonrisa al más alto.

Claro que se metían contigo y luego fingían que tú te habías metido con ellos en primer lugar. Su ego herido era más fuerte que su sentido común. Podrían haberse reído sin prestarme importancia, pero teníamos audiencia. Se sentía amenazado y quería defenderse como si hiciera falta; como si le debiera explicaciones a alguien de lo que era o no era, lo que le gustaba y lo que no.

Eché a correr cuando se abalanzó para golpearme.

De todas las personas con las que podría haber colapsado, fue con la que menos indicada. Karim cayó de espaldas y yo sobre él. Se quejó del dolor y su pecho se infló contra el mío en una inhalación. Por un breve segundo, en esa cálida sensación nos miramos a los ojos y me olvidé que venían por mí.

Me sintió por completo. No sabía si me iría al infierno o al cielo por eso.

La burbuja explotó en cuento sentí una mano tirar de mi toalla. Cuando me tuvieron de pie, me la quitaron. Me empujaron de regreso a las duchas mientras Karin se incorporaba sobre sus manos y me observaba ser alejado entre amenazas.

No dijo nada. Nadie lo hizo. Me llevé un puñetazo que me partió e hizo sangrar el labio y un rodillazo que estaba destinado a mi entrepierna aunque logré que me diera en el estómago. Me abracé a mí mismo en las duchas mientras el resto seguía con su rutina de aseo como si nada hubiera sucedido. El chico al que supuestamente ofendí me escupió en la frente antes de irse con su amigo.

Acosado. Humillado. Abusado... Me lamentó haber abierto la boca.

Era callado, pero a partir de ese día lo fui más.

Me digo que no puedo contárselo a mis padres. Eso los destruiría un poco más y ya suficiente daño en sus corazones hay por un día. Así que espero que se vayan a dormir luego de otra larga ronda de abrazos. Alcanzo el móvil y, protegido entre las mantas de mi cama, envío un  mensaje al grupo.

¿Recuerdan que cada uno metió en el frasco una confesión? Lo hicimos porque creíamos que nunca estaríamos listos para hablar voluntariamente al respecto, aunque sabíamos que teníamos que hacerlo.

Pues creo que estoy listo.

«Lo que me rompió fue que nadie pensara en cómo me afectarían sus acciones; su crueldad, su desinterés, su falta de empatía. Entonces, como a nadie le importé, me dejé de importar a mí mismo. Antes de que pudiera evitarlo, dejó de importarme todo. ¿Es reversible?».

Estoy por apagar el móvil porque es tarde. Pienso que nadie estará despierto, pero por razones extrañas, todos lo están:

Sawyer

Es reversible.

Liv

Claro que es reversible.

Arlo

Es malditamente reversible.

Gretha

Y si no lo es, harás que lo sea.

Con lágrimas en los ojos les cuento lo que ocurrió en el vestuario. Esperan pacientemente a través de la línea. Ninguno se desconecta.

El dolor no desaparece o disminuye por compartirlo. Sin embargo, hacerlo es el paso necesario para iniciar el camino que nos lleva a convivir con él en lugar de sobrevivir a su presencia. Esa diferencia es la que permite, en el futuro, llegar a un destino llamado sanación.

¡Hola, paragüitas preciosos! 🥰 ¿Cómo viene mayo? ¿Muchas cosas buenas, malas o todo normal? ¿Están cuidando de sí mismos?

1. ¿Alguna vez sintieron que no le importaban a nadie, como le pasó a Timmy? ¿Qué les llevo a darse cuenta que no es así?

2. ¿Hablan más de cosas dolorosas con su familia o amigos? ¿Con ninguno?

3. Algo random de ustedes mismos que les venga a la mente 🙈

Con amor cibernético y demás, S.

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