1. Salchichas de tortuga
El otoño huele a salchichas.
En realidad, la brisa arrastra el grasiento olor de la cocina de Lola.
La señora deja entreabierta la ventana al cocinar sin importar cuántos grados haga afuera. Su extractor funciona bien, pero su pasatiempo favorito es hechizar a los vecinos para que alaben su comida. Es una mujer a la que no le gusta suplicar verbalmente por halagos aunque se esfuerza mucho por conseguirlos, creyendo que nada —ni un gesto o buena palabra—, puede nacer por sí solo de los demás, sino que hay que sacarlos con una fuerza gentil, como tirar de la cabeza de un recién nacido atascado entre madre y mundo.
Yo no podría hacer lo que ella. Cualquier cumplido me resulta incómodo ya que nunca sé diferenciar si lo dicen por cortesía o porque realmente piensan así. En consecuencia, nunca los acepto de verdad y doy las gracias por lo que creo que es una mentira.
Los halagadores me hacen sentir mal porque doy vueltas a por qué dijeron tal cosa. Preferiría que mantuvieran la boca cerrada.
Inhalo por la nariz y mi estómago rezonga. En general no noto que está vacío, pero cuando vibra como un dildo averiado y protesta en ruidos guturales es difícil ignorarlo. Luego llega el pinchazo, similar a que alguien presione la punta de un lápiz contra un globo sin que se rompa.
Es muy incómodo y satisfactorio en partes iguales.
Sin embargo, no dejo de caminar. Comeré cuando termine. Hay tomates y restos de pollo en la nevera. Un poco de sal y será un almuerzo espectacular para solo una persona a pesar de que a partir de hoy abrimos las puertas de casa a dos seres humanos más.
Ya no llueve pero a la gravedad le gusta jugar con las plantas del jardín. Las gotas quedan suspendidas en las puntas y cuando apuesto a que caerán, se siguen aferrando. No quieren filtrarse en la tierra y volver al infinito proceso de condensación, haciendo una y otra vez lo mismo.
A veces me siento como una de esas gotas.
Hojas nadan en el agua aceitunada y mohosa de la piscina que ni mamá ni yo recordamos cubrir o nos molestamos en vaciar cuando el verano acabó. Alrededor la tierra no es lodo, pero sí invita a resbalar. Muy precavida me puse las botas de lluvia celestes de papá. Él no las precisa a más de 1600 kilómetros en su bonita casa de playa.
Saco el móvil del bolsillo. 11:53 am. Trato de desbloquearlo para ver si tengo un mensaje de Arlo, pero mis manos tiemblan tanto que cada vez que intento escribir mis dedos marcan otras teclas. El frío es bonito vivirlo a través de una ventana, no en contacto crudo y directo, pero no me quedó otra opción. No podía caminar en la sala. Además, me obligo a tomar un poco de aire libre todos los días.
Opto por guardar el aparato e inhalar y exhalar por la boca, evitando que las salchichas seduzcan mi tripa con su encanto oleaginoso cuando todavía faltan siete minutos para el mediodía.
—¡Cuidado con la lámpara de tortuga, Sawyer! —grita Cora.
Cierro los ojos y acelero el paso. No necesito ver el camino porque lo sé de memoria. No es difícil memorizar un óvalo.
—¡Como la rompas, rompo contigo! —amenaza.
No conozco a Sawyer, pero supongo que es el chico con el que sale. Dudo que ella sepa el nombre de los trabajadores de la empresa de mudanza. Ni siquiera recuerda cómo me llamo yo a veces y soy su hermanastra.
En cuestión, me apena el desventurado ser al que le tocó vivir bajo la mirada de La Carnívora, como la llaman en la preparatoria.
No es que me caiga mal. Ni siquiera me dio la oportunidad de decidir si me agradaba o no al principio. Solo apareció y lo consumió todo. Me robó las palabras de la boca, las papas fritas del plato y cada pensamiento por las primeras dos horas que estuvimos sentadas en el restaurante donde nos presentaron hace unas semanas atrás. Su padre y mi madre habían decidido mudarse juntos después de meses de relación en secreto.
No nos reunieron para consultarnos qué nos parecía compartir techo, sino para que nos acostumbráramos a la idea.
—Tomen esto como una oportunidad de preparación mental —dijo en ese entonces la mujer que me trajo a la vida dieciséis años atrás.
Con Cora compartimos dos clases, pero jamás habíamos cruzado palabra antes. Había oído de ella y ella de mí, pero las dos actuamos como si no estuviéramos al tanto de nuestra mutua existencia hasta esa noche.
Es incómodo saber quién es alguien y que el otro sepa que sabes quién es. Aún más fingir que nadie sabe... Mucho verbo saber a veces es malo.
Echo otro vistazo al teléfono. 11:56.
Cora fue como un regalo de Navidad, pero ya lo había abierto antes y no era Navidad, sino día de Brujas.
Ahora, al otro lado de la casa y la cerca que separa el jardín trasero del delantero, hay un camión de mudanza, un Sawyer con una lámpara de tortuga y La Carnívora dando órdenes tal generala. Hace rato escuché que se hizo trizas un jarrón, pero ella no dijo ni pío. Deduzco que fue de mi madre y no de Gavin, el cirujano.
El caso es que Cora no es mala, pero tampoco buena. Es una bala perdida que la mayor parte del tiempo se la pasa lastimando gente, pero como nadie sangra en abundancia porque solo se trata de roces, no se hace problema.
Me gustaría decirle que a veces lo pequeño puede doler como si fuera increíblemente grande.
Podría estar ayudando en lugar de estar caminando aquí, pero sería un estorbo. A su vez, una parte de mí quiere retrasarlo tanto como sea posible. En cuanto entre a mi casa ya no será solo mía nunca más. Si pudiera le diría a mamá que lo único que quiero tener en común con esta chica es la inhalación de oxígeno terrestre, pero sé que la lastimaría.
Anteponer la comodidad y felicidad de otros antes que la mía no es cosa nueva.
—¿Necesitas que te ayude a buscar algo? —pregunta el posible Sawyer a Cora.
Seguro ella revuelve con locura una caja creyendo haber olvidado empacar otra lámpara —¿quién rayos necesita tantas de todas formas?—. Tal vez tiene una de serpiente, más acorde a su actitud.
Siento un toque. Dedos rozan la manga de mi abrigo y un poco de mi piel. Mi corazón, que va a 100 latidos por minuto, pasa de golpe a 130. Trastabillo hacia el borde de la piscina y pierdo el equilibrio. Aunque una mano se extiende por la mía, ni por instinto trato de aferrarme a ella.
Parece que de forma inconsciente prefiero ahogarme, porque estoy bajo el agua en un segundo. Hay algo perturbador y a la vez tranquilizante en la manera en que me engulle, como caer dentro de una burbuja insonora tras vivir la vida entera en un parque de diversiones sin horarios.
Me siento un astronauta, sin peso y flotando a la deriva, pero entonces comienzo a alejarme de la superficie cada vez más y recuerdo que no sentir el peso de algo no implica no llevarlo contigo.
Las formas de las hojas entrelazadas en la superficie recortan la luz, oscureciendo una parte e iluminando otra del fondo de la piscina. Es una linda imagen, aunque mortal ya que me falta el aire. Al tiempo que me impulso hacia arriba, la red de hojas se rompe en cámara lenta.
Lo primero que veo son sus manos con aspecto de tener vitiligo por el juego de luces. Viene tal misil hacia mí, por lo que retrocedo y él avanza. Sus manos se hacen puños en la tela de mi abrigo. Cada hebra de su cabello ondea como un coral al que las puntas del mío tratan de tocar.
El mundo se reduce a un baile bajo el agua.
Nos impulsa y rompemos el cascarón acuático. El sonido reemplaza al silencio. El cambio es demasiado brusco porque en la burbuja solo había mutismo y aquí arriba existen cientos de ruidos que tratan de caber en solo dos oídos.
—Nunca había nadado en otoño antes —dice mi pareja de baile con la respiración acelerada—, ¿qué tan bien te encuentras de América del Sur a América del Norte?
Me desconcierta tanto que no noto que me está arrastrando a la orilla hasta que me suelta para trepar por el borde. Hago memoria de un mapa y las enseñanzas de geografía. Traduzco en mi cabeza lo que sería un seis, tomando el Sur como el cero y el Norte como diez.
—Me siento como Nicaragua.
Al reír un hoyuelo aparece en una de sus mejillas. Su rostro tiene un destello asimétrico tal obra cubista. Se aparta la mata de pelo mojado del rostro y confirmo que de verdad tiene vitiligo. Sus manos son un mapa topográfico de color crudo, crema y tostado.
Uso las mías para impulsarme en la tierra fresca y volver a estar en posición vertical. La verja del otro extremo del jardín está abierta y me avergüenza no haberlo notado antes que me notara a mí, caminando en círculos alrededor de la piscina como una loca de botas celes...
Me falta una bota.
Está flotando entre las hojas que decidieron quedarse en el agua y no adherirse a nuestra ropa.
—Tranquila, yo la pesco.
Toma una rama y se estira desde borde. No entiendo cómo no está temblando cuando al bajar la vista me veo a mí misma convertida en un terremoto corporal. La brisa sopla arrastrando el olor a salchichas y mi estómago no niega la oportunidad de quejarse.
—No quise asustarte, es que te vi merodeando y creí que se te había caído un pendiente o algo. —Me pasa la bota ya erguido en toda su altura. Desde que dejé el escuadrón de porristas no estoy cerca de muchos chicos, por lo que su presencia se siente demasiado—. ¿Qué buscabas?
No sé cómo explicar mi conducta y no se me ocurre ninguna excusa. Por suerte, Cora me salva de mentir siendo la heroína menos esperada.
—¡Sawyer, ¿dónde pusiste la puta lámpara de tortuga?! —grita desde el frente de la casa.
El chico deja de ser inmune al frío y se abraza a sí mismo. Me encargo de abrazar la bota contra mi pecho, donde habitan 150 latidos por minutos mientras me mira con ese par de ojos que combinan con la estación. Es como si sus padres los hubieran confeccionado con pequeños trozos de cada hoja y color del otoño.
—Mi novia trajo demasiadas plantas y lámparas. Dijo que sería más fácil si venía a buscar una carretilla —explica aunque no le pedí que lo hiciera—. Como oíste, soy Sawyer, y te estás poniendo azul. Deberías entrar a la casa.
Él también debería, pero presiento que irá por la carretilla antes. Cora es exigente y no perdona.
—La traigo por ti, está en el cobertizo.
Hago equilibrio en un pie y me calzo la bota antes de emprender el camino.
—No es necesario, presunta hermanastra de Cora.
Reprimo una sonrisa al oírlo seguirme haciendo crujir la hojarasca.
—Puedes dejar de decir presunta. Confirmo que lo soy.
—De acuerdo, hermanastra de Cora. Puedo encontrar la carretilla solo. Ahora ve adentro y quítate la ropa.
Mis cejas rozan mi flequillo, que debe lucir como tiras colgantes de espagueti crudo a este punto.
—Es decir... Estás mojada, por eso.
—Solo lo estás empeorando.
—Lo siento, hermanastra de Cora. —Ríe tiritando.
Le propino un puntapié a la desgastada puerta del color de las botas y la empujo con la cadera. Tiene sus manías para darle acceso a la gente, tal como las personas.
—No toques nada, por favor —advierto al encender la luz—. Sino se dará cuenta.
—¿Quién?
Me muevo a través de los asientos individuales —reposera de playa, silla de camping, sillón reclinable rescatado del basural y mecedora—, y me mantengo lejos de las pilas de libros procurando no chorrear cerca de ellos. Ya al mando de la carretilla que guardamos bajo el escritorio, la empujo de regreso y pillo al chico contemplando el espacio con una curiosidad serena.
—Este no es solo un cobertizo, ¿verdad, hermanastra de Cora?
—No es solo un cobertizo, y puedes decirme Gretha.
Toma la herramienta de jardín viendo una foto enmarcada sobre una pila de clásicos que hace de mesa. Es la única fotografía que tenemos juntos y eso la hace tan personal que me siento desnuda. También tengo la sensación de que desnuda a mis amigos, por lo que doy un paso para bloquear su vista.
Hago un ademán con el mentón hacia el patio. Maniobra la carretilla para salir y cierro la puerta sin despegar la espalda de ella.
—Dile a Cora que te preste algo de ropa de su papá luego, a menos que sea conveniente resfriarte para faltar a algún sitio. No te ofendas, pero tienes cara de ser alguien que usa muchas excusas.
Me dedica la sonrisa más divertida que vi en los últimos meses. No me había sentido graciosa en mucho tiempo, así que debo batallar para que la mía no se materialice en mi rostro. Odio ser obvia y fácil de encantar con las personas, sobre todo con los chicos.
—No sabes lo acertada que estás.
Asiento y da media vuelta.
—Adiós.
—Adiós, hermanastra de Cora.
No insisto en que es Gretha porque él sabe que sé que sabe mi nombre... Eso sonó muy Friends. Además de excusas, Sawyer parece propenso al fastidio ajeno.
Me echa una mirada sobre el hombro antes de desaparecer y que Cora suelte un «¡Hallelujah!» al verlo, seguido de: «¿Por qué estás moja...? No importa, te estaba preguntando dónde pusiste la lámpara de tortuga».
Exhalo un continente entero. Con rapidez doy otro puntapié y empujón de cadera, más fuerte que el anterior. Mis ojos caen en el reloj con forma de taza que está sobre Nenrrieta, sabiendo que mi teléfono ya está muerto.
12:03, y yo dejé de caminar a las 11:56.
Cuatro minutos más y hubiera completado las dos horas. Siento que habrá muchas interrupciones en mi rutina a partir de hoy.
Algunas con nombre y apellido.
¡Hola, paragüitas! ¿Cómo se sienten de América del Sur a América del Norte? (F en geografía si no saben qué decir). 😂
1. ¿Primera impresión de Gretha, Sawyer y Cora? ¿Qué olfatean esas narices lectoras suyas acerca de los personajes?
2. ¿Alguna vez sintieron que tenían un crush solo por tener? Sea para distraerse de algo más importante, otra persona o por simple aburrimiento.
3. ¡Hagan sus apuestas sobre quién o qué chinches es Nenrrieta!
Con amor cibernético y demás, S. ♥️
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