8. ¿Quiere acompañarme a comisaría?
KRESTEN
Evité mirarla durante todo el trayecto, pero me fue complicado.
Georgina apretaba los puños en su regazo. Esa camisa blanca que se había metido por debajo del tejano no disimulaba su atractivo, sino que ensalzaba sus caderas anchas y su fina cintura. Sus cabellos rizados, negros caían sobre sus hombros como una cascada en mitad de la oscuridad de la noche hasta su cintura.
Era imposible que no me sintiera atraído por las mujeres si existían mujeres como ella.
Me esforcé por mantener la mirada en la carretera. Todavía estaba enfadado, no la soportaba y me frustraba en sobremanera saber que si seguía pensando en sus caderas acabaría teniendo yo un problema entre las mías. Un odioso problema.
Se acomodó sobre el asiento cuando le dije que no me gustaba la música y se cruzó de brazos.
Claro que me gustaba, pero tomarle el pelo se me antojó entretenido. Después de todo, me había interrumpido la noche del sábado para ir a buscarla, así que de alguna forma debía sacarle provecho.
Permaneció pensativa durante un rato, agarrada con fuerza al mango de la puerta, como si eso la protegiera de algo.
—¿Querías algo serio con Matías? —me preguntó.
—No.
Matías fue un error y no pensaba volver a verle. Ni a él, ni a nadie.
Esa noche, cuando llegué a casa después de la cita, me duché varias veces, y a pesar de que no había tenido sexo con ese hombre, me sentía sucio y utilizado.
Me había acostado con personas sin ningún tipo de compromiso en el pasado. Pero había amistad, confidencia, respeto por el otro. En Matías no había absolutamente nada de eso.
—Me pidió que fuéramos pareja. La... la noche del viernes. Pero salía contigo y... —dijo ella, rendida—. Da igual.
—Solo era sexo.
—Oh... —arrugó los labios. No la estaba mirando, pero pude oír su pesar. Eso no la animaba.
—Oye, piensa que, tampoco valía la pena. Él estaba jugando sucio y tú... perdías el tiempo. Al menos solo fue algo serio durante un día, podría haber sido peor.
—Sí, supongo que sí. Madre mía, parece la típica chiquillada de niño de instituto. Es que es patético —masculló, indignada—. En quinientos metros tendrás que tomar la salida —me dijo.
El resto del trayecto hasta su casa se limitó a sus indicaciones. No conocía para nada esa pequeña ciudad de las afueras de Barcelona, y tuve la sensación de que yo también necesitaría gps para salir de allí cuando la dejara.
Detuve el coche frente a un gran edificio de bloques de piso de un barrio obrero. La fachada era de color crema, o lo había sido, pues necesitaba una nueva capa de pintura urgente. Los balcones tenían todos los mismos toldos y los edificios de toda aquella zona eran prácticamente iguales.
—Gracias por traerme, y siento haberte molestado un sábado por la noche —se despidió, mientras abría la puerta del copiloto. Su tono era sincero, y su expresión se había relajado.
Así que yo, casi sin darme cuenta, bajé mis defensas también:
—Ya me lo pagarás.
Ella abrió ligeramente los labios, sorprendida.
—No me propongas ninguna estupidez, por favor.
—Only time will tell.
Resopló, con una mezcla de resignación y diversión al salir del coche. Cerró la puerta de un golpe seco.
—Buenas noches.
La observé hasta que desapareció tras el portal del bloque de apartamentos en el que vivía. Quería asegurarme de que entraba en casa sana y salva.
Le escribí a Sergio antes de volver a arrancar el coche. Me había ido de su tarde de juegos de mesa para buscar Georgina, y no sabía si ya habían terminado o si podía volver a unirme.
Sergio [9:45 PM]:
Sí, vente. ¡Y así nos enseñas un poco de danés!
Kresten [9:46 PM]:
No hablo danés.
Sergio [9:46 PM]:
¿Por qué no?
A ver, eres medio danés y te gustan los idiomas.
¿Por qué no lo aprendes?
Kresten [9:47 PM]:
No me gusta.
Luego nos vemos
Cuando estudié turismo en Inglaterra, tenía ideas poco claras, pero sabía que me gustaba viajar. Me apasionaba descubrir lugares nuevos y dada mi afición a la historia y las curiosidades, esa parecía la carrera ideal para mí. No me veía a mí mismo como un historiador, catedrático o investigador. Siempre fui bastante malo estudiando, sobre todo si no encontraba motivación en lo que me explicaban. A mí me gustaba hacer cosas, ponerlas en práctica. Y fue durante la carrera que descubrí que me gustaba aprender idiomas. Aprendí francés y español, y aunque todavía no los hablaba perfecto, consideraba que mi nivel era bastante alto. Al menos, con el español, no solía tener problemas para entender lo que decían los nativos, y gracias a que sabía francés, comprender el catalán no me era complicado.
En cuanto al danés, no me interesaba hablar el idioma de mi padre.
Llegué de Erasmus para un máster, y mi objetivo era conocer España, viajar a Alicante, Andalucía, Islas Baleares y Gibraltar y volver a Inglaterra. Quería vivir a caballo entre los dos países, gestionando y asesorando a británicos que desearan tener una casa de vacaciones en la costa española o jubilarse. Era un mercado factible, ya que jubilarse en el Mediterráneo era un clásico inglés. Muchos de estos jubilados, ni siquiera sabían español y se movían en círculos exclusivamente británicos, por lo que solían necesitar ayuda para algunos trámites. Con el tiempo, podía incluso expandir mi trabajo a otros países del Mediterráneo, que también se escogían como destino de jubilación.
Pero el Brexit y la pandemia me jodieron los planes y contra todo pronóstico, decidí quedarme. Desde entonces había trabajado de cosas distintas, desde atención al público hasta visitas guiadas para turistas.
Estaba a punto de salir a la autopista cuando un coche de policía se puso detrás de mí con las luces encendidas. Me adelantó y me hizo señales para que detuviera el coche. Fruncí el ceño, extrañado por aquella repetina llamada de atención. Juraría que había quitado la maldita bola de remolque.
Me detuve en cuanto pude a un lado de la vía, justo detrás del coche patrulla. La carretera apenas estaba iluminada por algunas farolas, que me dejaron adivinar la figura esbelta de un agente saliendo del coche. Se acercó a mi ventanilla y la bajé.
—¿Sabe usted que no ha pasado la ITV? —me preguntó, apoyándose en el marco de la puerta.
—No entiendo —Y era verdad, no entendía de qué me estaba hablando.
—La inspección técnica del vehículo, señor —me aclaró con autoridad, echándome una mirada de desprecio con sus ojos oscuros—. Le caducó y no la pasó.
—Oh... —«Joder, Georgina, vaya desastre estás hecha con el coche».— Entiendo, este coche no es mío.
—No me importa —me dijo, y señaló una pegatina en la esquina superior del parabrisas—. ¿Ve? Caducada hace tres meses. Voy a tener que multarle.
Eso a Georgina no le iba a gustar, pero a fin de cuentas, eran las consecuencias a sus propios actos.
—Yo puedo decirle quién es la propietaria del coche para poner la multa a ella.
—No, a usted.
«¡¿Cómo?!». Necesité unos segundos para procesar lo que me estaba diciendo.
—¡No es mío! —repliqué. No me lo podía creer.
—Usted lo conduce —puso énfasis en la primera palabra.
—Pero, ¡no es mío!
—Deme su carnet de conducir y documentación —me tendió la mano, con algo de impaciencia.
—No es mi coche —insistí.
Se apartó de la puerta y puso los brazos en jarra, amenazante.
—¿Quiere otra multa por obstrucción? ¿O prefiere acompañarme a comisaría?
Se me heló la sangre. ¡¿A comisaría?! ¡Pero si yo no había hecho nada!
«Joder, Georgina, es increíble. ¡Ni los papeles del coche llevas en regla!».
Maldecí para mí mismo mientras buscaba lo que me pedía. Le tendí mis dos pasaportes, mi documento de residencia y mi carnet de conducir. Era horrible identificarme como extranjero, siempre tenía que sacar un montón de cosas. Su mirada viajó de mí a mi pasaporte británico.
—Mucho frío en Inglaterra, eh —comentó, con un tono divertido.
Le dediqué una ligera sonrisa.
—Se está mejor aquí —le contesté. Tal vez, si alababa un poco su país y le seguía la broma podría disuadirle de que me pusiera la multa. A los españoles les gusta que les hablen bien de su país, por el simple hecho de que en su mayoría, lo detestan. Tienen muy mala impresión de sí mismos, y un halago puede abrirte muchas puertas.
No funcionó.
Me fui con una maldita multa de doscientos euros por culpa de Georgina. Esa chica era fastidiosa hasta cuando no estaba presente.
Al menos, cuando llegué, Sergio no me preguntó por mi negación a aprender danés y la sesión de juegos, que duró hasta la madrugada, fue divertida. Los fulminé a todos al Monopoly.
🌻🌻🌻
Llamé a Hal el domingo por la tarde, ya que al intentar hacerle una transferencia del dinero que había gastado, me cobraban una barbaridad. Él estaba con Laia, a quien todavía no había visto y que se adivinaba de fondo en el salón de mi hermano, sentada en el sofá, de espaldas a la cámara del móvil.
—No te preocupes por el dinero, ya me lo darás cuando puedas —me dijo él.
—Encontraré el modo, te lo prometo. Y por cierto, ¿no me vas a presentar a la famosa Laia? —pregunté, pues llevaba meses oyendo hablar de ella y todo lo que había oído era su voz de fondo—. Porque soy el único que no la conoce, cosa que me parece muy indignante.
Mi hermano le pidió a su novia que se acercara. Cuando vivía en Inglaterra nunca hablábamos por teléfono, ni hacíamos videollamadas, pero desde que estaba en Barcelona, ese tipo de contacto se había vuelto más habitual. No valoré el poder ver a mi familia en cualquier momento hasta que los tuve lejos. No quería volver a Inglaterra, pero me gustaba ver a mis hermanos y a mi madre.
Hal apareció al otro lado de la pantalla, llevaba sus gafas y el cabello revuelto. Le había crecido desde la última vez que lo vi en Navidad. Se había afeitado hacía un par de días, igual que yo. Tal vez nuestro estilo en cuanto a cabello fuera distinto, pues yo lo llevaba largo y recogido en una coleta, pero nos afeitábamos del mismo modo. ¿El motivo? Era lo que mejor nos quedaba y cuando tienes a alguien con tu misma cara, hay cosas que no se pueden evitar.
En cuanto a la muchacha, no era lo que me esperaba. Tal vez porque pensé que saldría con una mujer parecida a su exmujer, Nadia, una rubia despampanante. Nunca me gustó esa chica para él. Tenían formas de entender el mundo muy distintas y nunca estaban de acuerdo con nada. Discutían día y noche. Solo se entendían en el sexo y según Hal, después de casarse ni siquiera se llevaban bien en la cama.
Mi hermano se había divorciado hacía unos meses, y conoció a Laia, cuando ya estaba separado y lidiaba con los trámites del divorcio. Era una chica de Barcelona que vivía en Londres. Harald siempre había tenido fascinación por las extranjeras aunque se negara a aceptarlo. Su primera novia del instituto, era de la parte francófona de Canadá, Nadia, su exmujer, de la parte más remota de Rusia y Laia parecía haber intercambiado país conmigo. La chica era menuda y tenía los cabellos castaños y cortos por encima de los hombros. Era bonita, del tipo que parecen no haber roto un plato en su vida. Sus grandes ojos azules se abrieron de sorpresa cuando me vio a través de la pantalla y enseguida volteó a ver el rostro de Harald. Se llevó la mano a la boca.
—¿Sorprendida? —me burlé—, aunque te parezcamos iguales, debes saber que yo soy mucho más guapo que él, y tengo mejor pelo.
—Solo lo tienes más largo —contraatacó Hal, que puso los ojos en blanco. Era muy divertido provocarle.
—Perdón —se disculpó ella. Su tono de voz era bajo, casi tímido—. Sabía que erais gemelos, pero no creí que... que os parecías tanto en el rostro.
—Suelen decírnoslo —admiró Hal. Laia le tomó del rostro, examinándole mientras deslizaba la mirada a la pantalla.
—Tú tienes más pecas —le dijo ella a mi gemelo—. Qué curioso.
Él se inclinó para darle un beso casto en los labios. A ella se le instaló una enorme sonrisa.
—Harald, joder. Contrólate —me quejé.
—Perdón —se disculpó, sin mirarme.
De hecho, no me hicieron ningún caso durante unos segundos, en los que se perdieron el uno en la mirada del otro. Eso era nuevo. Muy nuevo. Nunca había visto a nadie mirarse con tal devoción.
—Voy a colgar porque siento que estoy interrumpiendo algo íntimo y es incómodo. Bye.
—¡Espera! —Hal rompió el silencio y esa intensa conexión—. Laia, Kresten necesita ayuda con el español y el catalán.
Eso era cierto.
—Tengo dudas —le dije en español.
Laia me contestó en el mismo idioma, algo tímida. Nos embarcamos en una conversación de pronunciaciones y preposiciones. Harald, que entendía más bien poco de nuestra conversación, se retiró de la pantalla para preparar algo de cenar.
—Yo no comería lo que él prepara —le advertí a la muchacha.
—Ha estado practicando mucho —me contestó ella—. Seguro que estará rico.
El amor, al parecer no solo era ciego, sino también omitía sabores, porque Hal en la cocina era igual a incomestible. Lo comprobé durante la pandemia, cuando nos pasamos meses encerrados en mi apartamento de Barcelona. Yo tampoco era muy bueno cocinando, pero lo suyo era digno de ser estudiado. Mis comidas se basaban en recetas sencillísimas con pocos ingredientes, comida precocinada y platos que me daba Manuela, pero sabía preparar un banquete si me lo proponía.
—¿Qué vas a cocinar, Hal? —le pregunté.
—Roast potatoes.
—¿Y qué más?
—Nada más.
Laia frunció el ceño, pero no se quejó. Me eché a reír. Debía quererlo mucho si iba a dejar que la alimentase a base de patatas mal cocinadas, entre crudas y quemadas. Ese era el estilo de Hal, su plato principal estrella Michelín.
—Un banquete digno de Buckingham.
—Cállate —replicó Hal.
—¿Le vas a llevar un poco de patatas al nuevo rey? —me burlé entre risas—. A lo mejor te adopta ahora que ha echado a un hijo con un nombre parecido al tuyo. Igual hasta das el pego.
—Laia, no le hagas mucho caso a Kresten. Le gusta mucho decir tonterías.
—Pero si soy divertidísimo.
—Sí, desternillante. —replicó Hal.
La chica se rio también. Laia me estuvo explicando algunas frases hechas que no entendía y me dio su teléfono.
—Puedes escribirme si tienes dudas, intentaré ayudarte, aunque yo no soy profesora de idiomas.
Al parecer, saqué algo bueno de ese día de mierda. Harald apareció tras la pantalla. Se había puesto un delantal negro que le quedaba ridículo y llevaba un cucharón en la mano
—Oye, sobre la inauguración, ¿puedo invitar a Killian y a Kat? ¿Necesitamos entradas? —me preguntó.
—No necesitas entrada. Y sí, pueden venir.
—¿Y Laia?
—Ya contaba con que viniera.
El rostro de la muchacha se iluminó con ilusión ante mis palabras. ¿Pasaba algo?
—Gracias por pensar en mí —casi susurró ella.
Me encogí de hombros y entendí por qué Laia le gustaba tanto a mi hermano. Había sido adorable.
—No hay de qué —contesté.
Sobre Kat y Killian, en realidad, no tenía ganas de que vinieran ninguno de los dos, pero hacía tanto tiempo que eso era un secreto, que no podía decírselo a mi hermano. Él no entendería que, aunque ya no dolía, Killian era como una cicatriz que no tienes ganas de ver. No entendería que Kat era complicada.
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