7. El silencio es la mejor música
GEORGINA
No sé cuánto tiempo permanecí allí sentada, con la mirada clavada en un árbol y los pies subidos sobre el banco. La vida me pareció mucho más sencilla allí, abrazada a mis rodillas sin nada más que la naturaleza a mi alrededor.
Me levanté y eché a caminar calle arriba, donde el camino se bifurcaba en una carretera hacia la montaña y otra que parecía derivar a una calle con más casas. Al menos las vistas eran bonitas, hacía un sol radiante y olía a naturaleza. El canto de los pájaros me acompañó hasta una calle circular que unía dos manzanas de viviendas. Di la vuelta y bajé por el lado contrario al que había subido. Encontré un paso subterráneo que cruzaba la autovía y que derivaba a un camino de tierra. Ya en el otro lado, pude ver a mi izquierda una gasolinera y un motel abandonado. A mi derecha, un riachuelo de montaña se abría paso con calma.
Ese pueblo era el típico donde podían secuestrarte y descuartizarte sin que nadie se enterara, después de todo no me había cruzado con nadie en las dos horas que llevaba dando vueltas.
Caminé hasta la gasolinera, incrementando el paso cuando pasé frente al motel. En la penumbra de los marcos de puertas y paredes abiertos, se adivinaba una gran cantidad de grafitis y muebles viejos y rotos entre escombros.
Entré a la gasolinera con la esperanza de encontrar un modo de volver a casa. Ni siquiera Google Maps me sabía mostrar una ruta por transporte público.
—¡Disculpe! —le pregunté al hombre que había tras el mostrador. Alzó la cabeza y me miró a través de unas enormes gafas—. ¿Hay alguna forma de conseguir llegar a una estación de tren o de autobús? Necesito ir a Barcelona.
—Uhm, bé. Ho tens una mica fotut— "Uhm, bien. Lo tienes un poco jodido", dijo en catalán—. Puedes ir a El Figaró desde aquí, pero tienes un rato a pie por el camino de Vic. Allí pasa el tren.
—¿Y ese camino donde está?
—Debes dar la vuelta y bajar de nuevo al camino de tierra junto al riachuelo. Verás que hay un puente que lo cruza. Una vez estés en el otro lado, debes tomar el único camino que hay. Verás que lleva a una zona de bosque.
A pie. Por el bosque.
«Arnau cuando te pille te vas a arrepentir de haber nacido en esta familia».
—¿No hay otra forma?
—¿Un sábado? —negó con la cabeza—. No.
—Hay... ¿hay animales en ese bosque?
—A ver, es zona de caza. Verás que el camino se bifurca varias veces. Debes tomar siempre el camino de la izquierda. No te metas en el camino de la derecha, porque te desviarás a la montaña y a la zona de caza. Si te quedas en la izquierda no pasa nada. ¡Si aquí solo hay jabalís!
Un jabalí.
—Bien. Está bien. Gracias por la información.
Me aparté a un lado, mientras me mordía el labio, indecisa y alterada a partes iguales.
Mi primer instinto fue el de buscar en internet qué hacer en caso de ataque o encuentro con un jabalí: "refúgiese en un lugar seguro y llame a los agentes forestales". "Haga ruido para que se asuste y se vaya", "Vaya con precaución de que no se sienta atacado, pues podría atacarle a usted".
Qué buen panorama.
Me volví a dirigir al trabajador de la gasolinera cuando una mujer que deseaba repostar salió de la tienda.
—¿Y ese tren va a Barcelona? —le pregunté.
—Sí. Hay dos líneas. Una hacia Barcelona y la otra hacia los pirineos. Algunos trenes acaban en Francia, así que ten cuidado porque la estación no está señalizada.
¿Ese hombre quería ayudarme o solo intentaba asustarme cada vez más?
«Cuidado con el jabalí, cuidado con equivocarte de tren y acabar en Francia».
Sí, sin duda, sus advertencias me tranquilizaban mucho.
—¡Llevate efectivo si vas al tren! —exclamó mientras yo salía de la gasolinera—. En esa estación no hay máquinas para comprar billetes, te lo harán comprar dentro. Si te pilla el revisor sin billete o sin dinero para pagar en el tren, ¡multa!
No llevaba ni un solo billete.
La opción de ir de excursión por el bosque, exponerme al ataque de un animal salvaje y tomar un tren arriesgándome a que me multaran o acabar en otro país era la única que tenía. A menos que...
No.
«Es tu coche. No estarías en esta situación si no se lo hubieras dejado»
«No. Eres una mujer fuerte e independiente, ¡vamos a ese bosque!».
Bajé hasta el puente del riachuelo. En cuanto crucé al otro lado, el sonido del viento acariciando las hojas de los árboles se hizo mucho más violento. Las ramas se empujaron entre ellas, en una lucha violenta. Ya eran las siete y media y los primeros signos del atardecer ya se veían en el cielo. No tardaría en anochecer y no sabía cuanto tiempo tardaría en llegar al siguiente pueblo.
El camino ni siquiera estaba iluminado, a fin de cuentas, era la montaña. Me encaminé, hasta que me pareció escuchar el sonido de unas pisadas entre los árboles. No vi nada entre la maleza, pero el sonido no se detuvo.
Me rendí.
—Hey, who's calling? —contestó Kresten en cuanto descolgó la llamada.
—Soy Georgina.
—¿Qué quieres? —preguntó, cortante. Se oían voces de fondo.
«Bien, esto es como tirarse a la piscina: mejor hacerlo de golpe».
—Tengo un problema y necesito el coche. Bueno... en realidad necesito que me vengas a buscar a un sitio. Estoy bueno... no tengo como ir a casa. Me he quedado tirada en medio de ninguna parte.
Se escuchó un silencio al otro lado de la línea.
—¿Hola? —pregunté—. ¿Sigues ahí?
—¿Dónde estás?
—En un pueblo. Se llama Tagamanent. Está un poco lejos de Barcelona, pero es que no tengo como volver a casa. Y hay un camino por el bosque, pero va a anochecer y...
—Envíame la ubicación —y colgó ante de que me diese tiempo a replicar.
Caminé hasta la gasolinera de nuevo, y pasé de largo hasta el motel, frente al que había una parada de autobús. Me senté bajo el alero y le envié la ubicación a Kresten. Anocheció mientras esperaba, y aunque había intenté no mirar a mi alrededor me estaba siendo complicado deshacerme de todos los escalofríos que me provocaba el edificio abandonado que tenía detrás. La gasolinera estaba a cien metros, desierta. Agradecí haber cargado mi lector de libros digital esa misma noche, y seguí leyendo la novela de Dottie, o al menos, hice el intento.
Kresten llegó una hora más tarde. Se detuvo frente a la parada de autobús y bajó la ventana del coche, mientras echaba un vistazo a nuestro alrededor.
—¿Qué es esto? ¿El culo del mundo? —me preguntó.
Solté un suspiro de alivio al verle. Quería irme de allí cuanto antes. Guardé mi libro digital y me levanté para dirigirme al coche.
—Voy a conducir yo, si no te molesta —me informó—. No me fío de dejar mi vida en tus manos al volante.
—Como quieras —Me dejé caer sobre el asiento del copiloto.
Lo último que necesitaba era conducir. Sentir el sudor frío en mi nuca, los nervios en mi estómago y la ansiedad de saber que no solo podía matarme, sino que tenía la vida de alguien a mi mando.
No, no, no.
Que condujera él.
—¿Dónde? —me preguntó.
—¿Dónde qué?
—¿A dónde te llevo?
—Puedes... —Me mordí el labio para no romper a llorar. No recordaba la última vez que había llorado y no iba a hacerlo una noche de sábado, con Kresten Kaas en una gasolinera. Puse la dirección de mi casa en el GPS de mi móvil—. Yo te guio.
Asintió y se incorporó a la autovía. Conducía tranquilo, de hecho, hacía que pareciera fácil cuando deslizaba las manos sobre el volante con delicadeza.
—¿Puedo preguntar cómo has acabado ahí? —rompió el silencio un par de minutos más tarde. ¿Se habría dado cuenta de que le estaba mirando por el rabillo del ojo?
Alzó la mano para ajustar el aire acondicionado, y las sombras exageradas que crean las luces de la carretera en el interior del vehículo, hicieron que, esos dedos pareciesen de mármol.
—Por culpa de un imbécil.
—Vaya, parece que tienes problemas románticos.
—No son problemas románticos.
—¿Familia?
Resoplé.
—Sí. —Apoyé la cabeza en la ventana—. No tiene importancia.
Cogí aire lentamente, iba a necesitar varias respiraciones conscientes para deshacerme del enfado con Arnau. Un olor casi invasivo, a sándalo y cítricos se abría presencia por debajo del ambientador a vainilla y canela del coche.
Genial. Mi coche ya olía a Kresten.
—Por tu cara, parece que la tiene —me dijo él, con la atención fija en la carretera. No me estaba mirando, pero hubiese podido jurar que me estaba analizando del todo.
—Muchas gracias por venir a buscarme —le dije, con el tono más apacible que pude—. Pero no tengo ganas de hablar.
Se encogió de hombros y activó la radio. Un programa de noche inundó el vehículo. Era en inglés británico. Mi nivel de inglés era decente en cuanto a lo escuchado y escrito. Hablarlo era otro tema que prefería evitar. Mencionó a Jack el destripador y comenzó a hablar en detalle de los asesinatos.
—¿Puedes poner otra cosa? Me da mal rollo. Sobre todo después de haber estado sola junto a ese motel abandonado.
Lo apagó, pero no me dijo nada.
Fue ese el momento en el que me di cuenta de que tal vez, llamarle había sido una locura. No lo conocía y no sabía prácticamente nada de él. ¿Y si de verdad era un loco? Tenía mi coche y estaba a solas conmigo. Eso era peligroso.
Me agarré al mango de la puerta con fuerza, de modo que mis uñas hicieron ruido al rallar la puerta. Él me miró por el rabillo del ojo, pero continuó en silencio.
—¿Cuánto tiempo vas a necesitar mi coche? —le pregunté.
—No sé.
—¿Han empezado ya a arreglar tu coche?
—No.
—¡¿Por qué?!
—No puedo arreglar yo el coche. De eso se encargan los seguros. No han cerrado el siniestro, estoy esperando que venga el tipo de tu seguro a ver el coche al mecánico y decidan cuánto dinero se gastan en arreglarlo. I won't spend my money. No voy a gastar mi dinero en algo que debe hacer tu seguro.
—¿Y tu seguro no hace nada? —me di cuenta de lo estúpida que era mi pregunta en cuanto la solté.
—¡Fue tu culpa!
—Ya, y lo siento mucho —suspiré—. Pero tenemos que compartir coche porque lo necesito.
No podía depender de Arnau, pues no estaba dispuesta a arriesgarme a quedarme tirada de nuevo.
—Eres un peligro al volante —soltó sin más, tomándome desprevenida.
—¿Y ese ataque tan gratuito?
—¿Cómo pudiste hacer eso?
—El seguro lo arreglará —repetí.
—Pero... no entiendo —insistió él—. ¿Cómo te las apañaste para estamparte contra mi coche parado?
No quería explicarle todo aquello. Pero tampoco tenía ganas de que me insistiera hasta que soltara prenda, porque él era así de molesto. Así que, le dije lo que quería escuchar:
—Estaba nerviosa porque llegaba tarde, y tuve un accidente contra tu coche.
Mantuve mi mirada en el fondo de la carretera, pero debo admitir que esperé captar su reacción por el rabillo del ojo. Frunció ligeramente el ceño, pensativo.
—¿Te da miedo conducir? —me preguntó.
—No me da miedo.
Sí, muchísimo.
—¿Por eso has accedido a que llevara yo el coche?
—No ha sido por eso. Tú tenías muy claro que no querías que condujera yo.
—Wow, you're scared.
No. No pensaba admitir que tenía miedo frente a él. Y mucho menos dejar que lo pensara.
—¿Hubiera conducido el otro día si me diera miedo? ¿Tendría un coche si me diera miedo? Lo que dices no tiene sentido.
—Que algo te dé miedo no implica que no lo hagas. Te da miedo conducir.
—No me da miedo.
—Te da miedo —sentenció con una ahogada risa divertida—. Quién hubiera dicho que la chica de hielo del banco tenía miedo de conducir.
Volteé para mirarlo y enarqué una ceja, bastante sorprendida por lo que me acababa de llamar.
—¿La chica de hielo?
—¿Robot? —propuso—. ¿Descorazonada?
—No me queda paciencia hoy, Kaas. —Me llevé la mano a la frente.
—Puedes llamarme Kresten.
—No quiero.
Soltó una risa burlona e irónica que resonó por todo el vehículo. «Será imbécil». Puse los ojos en blanco, y no seguí con la conversación.
Me sacaba de quicio.
Puse algo de música para dejar de sentir que tenía que llenar ese silencio incómodo. Una canción pop se abrió paso en el vehículo, pero él la quitó antes de que pudiese adivinar quién la cantaba.
—¿No te gusta? —le pregunté.
—No.
—¿Qué música te gusta? Podemos ponerla.
—Los pódcast y los programas de radio.
—¿Nada de música?
—El silencio es la mejor música del mundo.
—No vas en serio.
Arqueó las cejas y apretó los labios, pero no dijo nada. No tuve claro si se estaba riendo o me estaba hablando en serio.
«Vaya tío más raro».
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