6. En el culo del mundo

GEORGINA


Lord Marshall era todo un caballero. La pobre institutriz de su hermana no sabía qué hacer cada vez que él la miraba con aquella intensidad flagrante. Quien fuera Dottie para caer en los brazos de ese conde.

Si el romanticismo de Jane Austen siguiera siendo tendencia, tal vez me había enamorado alguna vez. Pero para mi desgracia, no lo era, y seguir leyendo novelas románticas de época no me ayudaría en absoluto a dejar de idealizar a los hombres ficticios.

¿Quién podía resistirse a un hombre que te comparaba con la luz del alba, el primer aliento en la mañana y el canto de un ruiseñor a punto de echar a volar?

El piropo más creativo que alguna vez había recibido fue "quien fuera silla para que te sentaras en mi cara". Poesía máxima del siglo veintiuno. Hay que joderse.

Seguí escuchando el audiolibro. Lord Marshall y Dottie, se conocieron en una extraña situación en Mayfair cuando ella intentaba escapar después de robar un sombrero. Se reencontraron, días más tarde en la propia casa de campo de Marshall, donde Dottie era la institutriz de la hermana pequeña del duque. Después de su muestra de dotes de ladrona, el duque no se fía un pelo de la nueva institutriz.

Estaba deseando escuchar (o leer), como se desarrollaba esa historia.

—¿Qué haces? —me preguntó Arnau.

—Estudio el cierre de bolsa de esta semana y escucho un audiolibro. ¿Te has preparado ya? Tenemos que irnos.

—Mira que eres rara.

El mercado había cerrado mejor de lo que había previsto esa semana. Mis escasas inversiones habían subido un 2%, pero todavía tenía algunas pérdidas. Tal vez, si el próximo mes lograba ahorrar un poco, lo que fuera como mínimo cincuenta, podría comprar algunos títulos más. Pero no sabía cuáles. Últimamente, tenía tan poco margen de ahorro que me era imposible crearme una cartera de inversiones con sentido.

Arnau se dejó caer sobre la silla frente a mí en la mesa del salón.

Cerré el cuaderno y pausé el libro justo cuando Lord Marshall iba a proponerle un baile a Dottie, a escondidas en el balcón. Una cuadrilla ni más ni menos.

—¿Por qué tengo que conducir yo?

—Porque tú también has quedado con mamá y porque me dejaste tirada el otro día. Gracias a eso ahora no tengo coche.

Se echó a reír con burla e ignoró mi última aclaración.

—Es verdad, ¿cómo crees que le irá a tu pobre víctima con tu coche? Ese bicho es una cacharra. Me gustaba más el primer coche que tuviste, pero también lo estrellaste.

Sí, ese primer coche del que todavía estaba pagando el préstamo y que me comportaba un increíble gasto mensual. Tal vez, el accidente con Kresten hacía cinco días, era la señal de que debía dejar de conducir. Debía rendirme porque eso no era para mí.

—No es gracioso, Arnau.

Mi hermano se burló durante un rato. Kresten llevaba cuatro días con mi coche, y al parecer le iba bien, porque no había tenido noticias suyas. En cuanto al coche que condujo Arnau, era de mi primo, que trabajaba con papá y nos lo prestó esa mañana.

—¿Cómo está Sandra? —le pregunté a Arnau.

—Bien. Casi me deja por tu culpa, pero es lo suficiente lista como para no hacerte caso.

Puse los ojos en blanco. Papá estaba en la tienda, así que podía enfrentarme a mi hermano sin temer que mi padre se angustiara.

—Arnau, te vi sacar billetes de tu bolsillo.

—Eran mis ahorros —se cruzó de brazos y dio un repaso a mis apuntes, con cierto vacile.

—No te creo —le espeté.

—No me importa.

Su soberbia me enervó y cerré la libreta en la que estaba anotando.

—¿Crees que soy idiota?

—¿Y tú crees que es normal lo que hiciste? Se te fue la puta olla al irme a buscar. ¡Se pensó que iba a pegarte!

—Lo parecía.

—Nunca te hubiese tocado —se levantó.

—Venga ya.

—Joder, paso de hablar contigo —empujó la silla contra la mesa y yo me levanté tras él. Era agotador—. Va. Vámonos.

Arnau comenzó a consumir marihuana una semana después de que mis padres nos anunciaran su divorcio. No puedo decir que me sorprendiera que tomaran esa decisión, pero sí que me dolió. Papá todavía no se valía por sí mismo por ese entonces e incluso a días de hoy le costaba, después de que perdiera una pierna. Mamá no pudo con su ritmo de vida, no después de que mi padre cayera en una depresión y necesitara ayuda en todo momento. Poco a poco se fueron convirtiendo en algo que distaba mucho de un matrimonio, hasta que explotó. Esa promesa de estar juntos en la salud y en la enfermedad, al parecer, no era tan fácil de mantener si la enfermedad tenía el poder de llevarse al otro por delante.

Mamá tuvo una aventura y encontró en ese otro hombre el amor que mi padre ya no sabía darle. A él ni siquiera le importó. Papá ya no era el mismo, perdió algo de él con esa pierna y por mucho que lo intentó, la nueva pierna ortopédica no podía devolverle lo que tenía.

Arnau se convirtió en una bomba nuclear. Le gritó a mamá todos los insultos que tenía en su repertorio de adolescente de diecisiete años, y a papá, los insultos que le quedaron. Cuando logré calmarlo, se vino abajo en llantos.

"Son unos egoístas. Unos putos egoístas", me dijo esa noche, "mamá quiere vivir como si nada hubiera sucedido y papá, parece que cree que se murió ese día. Los odio porque son unos cobardes."

Me hubiera gustado hacerle entender que las cosas no eran tan sencillas, pero no pude.

De eso habían pasado ya dos años, y seguíamos en las mismas. Arnau se discutía con papá por todo, lo manipulaba y despreciaba sin que mi padre alzara la voz en ningún momento. En cuanto a mamá, se negaba a verla o hablar con ella.

Arnau condujo sin soltar una sola palabra, durante los primeros veinte minutos. Tenía la mirada fija en la carretera y esa actitud soberbia pintada en el rostro. Puso algo de música electrónica, tan alta que creí que me iba a dejar sorda. Odiaba esa música. Se me metía en la oreja como una mosca cojonera y me hacía sentir como una vieja quejica.

La bajé.

—Aprecio mis oídos —le dije—. Gracias.

—Esta es buena. —Movió la cabeza al ritmo, ignorando la tensión que me acompañaba a mí.

—Tan solo estaremos un rato —le aclaré. No respondió—. Con mamá.

—Estarás —aclaró—. Yo no voy a entrar.

—¿Por qué?

—Ah, tengo unos asuntos —dijo sin más.

—¿Qué asuntos, Arnau? —me giré en el asiento para mirarte bien—. ¿Drogas? No empieces con esa mierda, por favor.

—No voy a vender droga, Georgina —dijo, como si decirlo fuera un lastre—. ¿Quieres calmarte? Estás paranoica. Solo quiero llamar a Sandra. Prefiero hablar con ella que con mamá.

—Pero, ¿no puedes hablar con ella luego? Tú y mamá tenéis que arreglar las cosas, no podemos seguir así.

—¿No podemos o no puedes? ¿Por qué coño quieres que hable con mamá? No tengo nada que decirle.

—Arnau, por favor.

—Qué no, Gina. Que no. Díos mío, qué pesada eres —mumuró.

Subió la música.

Suspiré. No tenía ganas de discutir más. Me dediqué a mirar por la ventana hasta que la autovía dejó de estar rodeada de polígonos industriales y dio paso al verde de los árboles. Las ciudades seguían viéndose en el fondo del paisaje, durante unos minutos, hasta que las montañas crecieron y la autovía no fue más que un sendero entre valles verdes. Arnau tomó la salida del pueblo en el que vivía mamá y se detuvo frente a la puerta.

No había coches aparcados en la calle, por lo que solo tuvo que detenerse en el costado de la carretera.

—Baja —me dijo.

—Ven conmigo —le pedí, intenté que mi tono fuera suplicante, sereno. Amenazarle solo lo ponía más en mi contra.

—Ni hablar.

—Arnau, no puedes evitar a mamá toda la vida.

—Mira como lo hago —apagó el motor y miró su teléfono—. Sal del coche, por favor.

Bajé del coche con un suspiro.

—Te trae de vuelta mamá, ¿verdad? —me preguntó Arnau, que tenía las ventanas del coche bajadas. Arrancó el motor de nuevo.

Intenté abrir la puerta del copiloto, pero él ya había cerrado desde el interior.

—¡Arnau! ¡No me trae mamá! —Fui tras él cuando se puso en marcha—. ¡Quedate aquí! ¡Arnau! ¡Por favor!

Incrementó la velocidad y en pocos segundos el coche desapareció a toda velocidad, calle abajo. Corrí detrás de él, pero no pude seguirlo.

Ni siquiera una maldición al aire me salvó de la frustración. Ya era la segunda vez en una semana que me hacía eso.

A veces, sentía que si el mundo pudiera tragarme, me dejaría ir, aunque fuera por un ratito. No sabía qué más hacer para solucionar la situación.

Pero encontraría el modo. Estaba segura de que conseguiría que mamá y Arnau arreglaran las cosas, que papá mejorara, que volviéramos a ser esa familia que éramos, a pesar de la separación.

Me acerqué a la casa del novio de mi madre, que apenas se veía desde la calle debido a los grandes muros de piedra que la bordeaban. Había estado allí alguna vez. La vivienda estaba rodeada por un gran jardín, que tenía su propio pozo, ya en desuso y una piscina lo suficientemente grande como para darse un chapuzón. Nunca me había bañado allí.

Decir que no me sentía cómoda en esa casa era quedarse corta. La casa era enorme y tenía una decoración casi de diseño. Su nuevo novio, Albert, trabajaba como director de un instituto público y venía de una familia pudiente que le dejaron en herencia un par de pisos y varias inversiones. Era amable, atento, elegante e incluso me atrevería a decir que, a sus cuarenta y nueve años era muy apuesto. Mi madre parecía vivir la vida que siempre había deseado.

Toqué al timbre un par de veces. No obtuve respuesta.

Habíamos quedado a las cinco y ya había pasado un cuarto de hora, por lo que mi madre debería estar esperándome. Toqué un par de veces más, pero no abrió nadie. Me asomé al jardín, aupándome en las piedras del muro. Su coche no estaba.

«No me jodas».

La llamé por teléfono, porque conseguir que mi madre contestara un mensaje era casi un milagro.

—¡Georgina, cariño! —me saludó con alegría al descolgar—. ¿Qué tal estás, tesoro?

—Bien, mamá. Estoy en la puerta de tu casa, ¿recuerdas que habíamos quedado? ¿Me puedes a abrir?

—¡Ay! —exclamó, sorprendida—. ¡Pero si yo no estoy en casa!

—Mamá... —intenté no venirme abajo y pensé que seguramente vendría pronto—. ¿Y cuándo volverás?

—Mañana. —«Vale, es oficial. Estoy tirada en medio de la nada»— Es que, ¡Albert es tan romántico! Ayer me sorprendió al volver de trabajar con una escapada de fin de semana sorpresa. ¡Estamos en Francia!

—Pero mamá, habías quedado con nosotros.

—Lo siento, cariño. Me emocioné tanto ayer que olvidé avisarte de que no iba a poder ser.

Tuve que morderme la lengua para no gritar.

—Te prometo que el próximo fin de semana lo reservo para ti, ¿te parece?

—Sí, está bien —cedí, algo desesperada.

—Me sabe fatal, cariño —dijo, apenada—. Te prometo que el fin de semana que viene lo pasaremos bien, será la final de Eurovisión. Eso siempre te encanta, cielo.

Sí, me encantaba, aunque en ese momento sintiese que nada podía motivarme.

—Sí, nos vemos el sábado que viene.

Colgué la llamada antes de perder los estribos. Quería gritar por todo lo alto.

Me senté en el parque de la esquina, si es que a ese columpio y bancos en la entrada inminente al bosque y salida a la autovía podía llamársele parque. No sabía como volver a casa.

No podía llamar a papá porque no podía conducir, en cuanto a Claudia y Anna estaban en la otra punta de la comunidad y colarme en casa de mi madre no parecía viable. Busqué en internet la opción de tomar un autobús, pero no había servicio de autobuses que pasaran por ese pueblo durante los fines de semana.

—¡¿Quién demonios se viene a vivir aquí?! —grité a pleno pulmón, esperando clamar mi ansiedad—. ¡Es el puto culo del mundo!




Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top