5. Miedos que no quieren irse
KRESTEN
El coche de Georgina González era pequeño, blanco, de tapicería color crema y tenía por lo menos diez años. Olía a ambientador de vainilla y canela y no había una sola mota de polvo.
Todavía me dolía el pecho por el estado de mi coche. Mi pobre Audi no merecía ese trato tan violento. Cuando la vi estrellar su coche contra el mío, se me detuvo el corazón durante un breve instante. Intenté mantener la calma, pero me fue imposible. No sabía qué le había hecho a esa chica, pero el asiento ya parecía personal. Hubiese jurado que intentaba joderme la vida, hasta que me había prestado su coche.
Eso no me lo esperaba.
Necesité varios intentos para sentarme en el asiento del conductor y echarlo hacia atrás. Y no, no fue porque yo midiera un metro noventa, sino porque ella parecía tener intenciones de comerse el volante para desayunar. ¿Acaso conducía con las rodillas?
Quería salir de allí cuanto antes.
Encendí el motor y palpé las marchas. El mío era automático y ya lo echaba de menos. Arranqué, y salí de la plaza de parking.
—¡Espera! —una voz femenina exclamó desde el otro extremo del parking subterráneo, tan fuerte que frené en seco. Era Georgina, que se acercaba a mí a toda prisa, cuando llegó a mi altura, abrió la puerta del copiloto—. Necesito algo.
Todavía jadeando, rebuscó en la guantera y sacó un pequeño cuaderno de color negro, adornado con un par de pegatinas en la cubierta: en una se escribía a rotulador negro la palabra"Títulos" y la otra, era, para sorpresa de nadie, un girasol.
—¿Ya? —le pregunté, al ver que seguía plantada con la puerta abierta.
Ella se mordió el labio, indecisa. Joder, necesitaba algo más.
Comenzó:
—Sé que te acabo de dejar el coche porque el tuyo está fatal por mi culpa, pero esta tarde, a las cuatro, tenía que ir a un lugar y no tengo forma de ir sin coche. ¿Hay algún modo de que podamos compartir el coche o...?
—No —le respondí, cortante—. Lo necesito.
—Pero... te lo devolveré o podemos usarlo a la vez o...
—No. Yo también tengo algo importante a esa hora —y no mentía.
Suspiró, bajando los hombros.
—Bien, está bien. —Dio un paso hacia atrás, acongojada, mientras se abrazaba a sí misma al cruzarse de brazos. Los girasoles que habían adornado sus uñas el sábado seguían perfectamente pintados.
No me daba ninguna pena. Lo único que me daba pena era mi pobre Audi.
La chica cerró la puerta del coche y giró sobre sus talones, con otro gran suspiro. Se marchó, abrazando el cuaderno contra su pecho. Esperaba que no me diera más problemas porque se estaba superando a sí misma.
Arranqué de nuevo y salí del aparcamiento subterráneo con ese coche de marchas.
Sergio seguía en la sucursal, pero ya me informaría de como quedaban las cosas con el director cuando saliese. Me pasé la mañana yendo de un lado para otro, de reunión en reunión. Tenía que cerrar algunos temas con la distribuidora de libros y con el proveedor de alimentos para la cafetería.
La última reunión fue con una agencia de organización de eventos, en la que contratamos a una de sus organizadoras, Eva, que tenía experiencia en inauguraciones y me estuvo haciendo varias propuestas.
Cuando salí, tenía mensajes de Sergio, que estaba satisfecho porque nos habían concedido la línea de crédito. Le contesté, diciéndole que ya teníamos organizadora. Cuando los temas de trabajo terminaron, me envió un audio, en el que me comentaba, impactado, que no entendía como Georgina me había destrozado el coche.
Yo tampoco lo entendía.
La muchacha tenía medio estacionamiento vacío, había dos plazas libres en las que podría haber aparcado junto a mi coche, pero escogió la que estaba más cerca y... No quería pensar en eso. Me ponía de mal humor y al fin y al cabo, por muy absurdo y estúpido que fuera, era un accidente.
No sería capaz de hacerlo adrede y después darme su coche, ¿no?
Volví a casa a las tres de la tarde, me di una ducha rápida y me preparé para acompañar a Manuela al médico. Tenía revisión mensual en la zona alta de la ciudad, y para ella, aunque lo negara, era un gran esfuerzo tener que ir en transporte público hasta la Vall d'Hebron.
Empecé a acompañarla al médico después de la pandemia, cuando la encontré sentada en el banco del final de la calle, hiperventilando e intentando recuperar fuerzas para seguir hasta casa. Al principio, se negó. De hecho, fue muy complicado que aceptara mi ayuda, pero yo era más insistente que sus negaciones.
Toqué al timbre de Doña Manuela a las cuatro. Salió con la cabeza bien alta y el cabello corto bien peinado, oliendo a flor de azahar. No me hizo falta preguntar, sabía que había ido a la peluquería esa mañana para que la peinaran bien para su visita al médico.
—¡Ay, hijo! ¡Qué haría yo sin ti! —me dijo, cariñosamente, dándome un fuerte abrazo.
La alegría de esa mujer me reconfortaba el alma. No era mi abuela, pero era lo más parecido a una que tenía. Mi abuela materna murió cuando yo era pequeño y mi abuela paterna no tenía contacto con nosotros. Se negó a hablarnos después de la muerte de mi padre.
—Seguro que ahorrarías en comida, doña Manuela —me reí.
—¡Ay! ¡Pero qué dices! ¡Yo es que no tengo ojo y hago comida para más de uno! ¡Sin ti, me pasaría el día tirando comida! —se hacía la honesta, pero eso no era cierto. Le gustaba cocinar, y encontraba un placer satisfactorio en compartir sus platos. No solo conmigo, sino con medio edificio—. ¡Que te saco las croquetas! Así te las cenas después.
Giró sobre sí misma para entrar de nuevo a casa. Intenté disuadirla, explicándole que iríamos tarde, pero ella se negó en redondo y replicó:
—¡Pero si ellos van más tarde que nosotros! —Alzó los brazos al aire—. ¡Verás!
Se empeñó en que me guardara en casa las croquetas que había preparado y después nos dirigimos al hospital.
No preguntó por el cambio de coche, porque en cuanto arranqué, su alegría disminuyó. No le gustaba ir al médico. Siempre decía que le recordaba demasiado a su marido, al día que se lo llevó la ambulancia en plena pandemia y ya nunca más volvió. También sabía que le asustaba que el cáncer de mama que había superado hacía un año volviera, y a pesar de que en todas las revisiones le hablaban de lo bien que estaba de salud, ella seguía asustada.
Hay miedos que no se van, por muy invisibles e insignificantes que parezcan.
Cada vez que cruzábamos las puertas del hospital, una tensión se instalaba en su cuerpo y esa alegría que la solía acompañar, se esfumaba de su sonrisa. El amargor que la invadía corría por el aire y se me enganchaba. Era como una pasta pegajosa y ácida en mi paladar. Ese día fue justo así.
—Todo irá bien —la tranquilicé.
«Kresten, no te pega la positividad».
Una sonrisa amable surcó su rostro, y se arrugó, cuando ella intentó retenerla. La anciana me dio un amargo gracias, que no supo a suficiente. Que a ella no le era suficiente.
Y sí, yo era más de ver la parte oscura de la vida. Pero, ¿qué iba a decirle? A fin de cuentas, en la revisión anterior le dijeron que no había nada que temer.
Me quedé en la sala de espera cuando entró a visita y maté el tiempo revisando mi teléfono. Tenía varios mensajes de mi madre y de Matías. Mamá me pedía que la llamara pronto y Matías quería que volviera a salir con él y olvidara lo que dijo la "loca de Georgina" (esas fueron sus palabras). Lo bloqueé después de decirle que no me iba en absoluto su forma de hacer las cosas. Sí, Georgina era un desastre al volante y tenía un carácter algo explosivo, pero no era una loca por hacerse ilusiones con un hombre que le había dicho que la quería, y que, ese mismo día, también me lo había dicho a mí.
Ese era uno de los motivos por lo que no me gustaban los temas del amor: todos terminaban con corazones rotos, llantos y penas difíciles de olvidar.
Me enamoré una vez, durante mi último año de secundaria, y fue una de las peores cosas que me pasaron en la vida.
Él siempre había estado ahí, pero no me fijé en él hasta que se plantó en mis narices, decidió ser como un grano en el culo que no me dejaba en paz, y poco a poco, su juego comenzó a fascinarme. Estaba prohibido por más de un motivo: porque era el mejor amigo de mi hermano, porque los dos estábamos confundidos, y nuestros encuentros eran una tormenta de sentimientos violentos y apasionados. Éramos como Heathcliff y Catherine. Tan destructivos y necesitados juntos, que no había un solo modo en el que pudiéramos acabar bien. Yo estaba furioso con el mundo, perdido y dispuesto a que se me llevara un ciclón. Pero él me encontró, y lo arrastré a las corrientes de aire de las que solo se puede escapar magullado.
Pero eso tampoco importaba, porque al final, solo acabamos más perdidos. Porque en algún momento, el huracán lo dejó a medio camino, y a mí, siguió arrastrándome.
Doña Manuela salió de consulta media hora más tarde. Tenía una sonrisa radiante.
—¡Todo bien! —me dijo, con los ojos vidriosos de emoción—. ¡Sigo como un roble!
Su sonrisa se me contagió y, de vuelta a casa, ya más tranquila, se fijó en lo femenino que era el coche que conducía.
—Este coche no es tuyo —declaró, hinchando la nariz. Olfateó el aire como un perro curioso—. Tú no pones un ambientador tan dulce. Esto es de una mujer.
—Doña Manuela, a veces me sorprende con sus ideas.
—¡Tengo ya muchos años! Esto no es tuyo. ¿Tienes una novieta? —me preguntó, entusiasmada—. ¡Ya era hora!
—No tengo novia —le expliqué, negando con la cabeza—. El coche es prestado.
Le expliqué el accidente, que la sorprendió más de lo que me esperaba. Ella solía restarle importancia a las cosas:
—¡Ay, qué desgracia! —exclamó—. Pobre muchacha, ¿está bien? No se habrá hecho daño, ¿no? A veces, aunque vaya muy lento, el coche da latigazos en el cuello. ¡Son horribles! ¡A mi Antonio, una vez le chocaron por detrás en un semáforo y tuvo que ponerse el collarín!
Pasó el resto de minutos explicándome las aventuras y accidentes que había sufrido con su difunto marido al volante. Se le iluminó la mirada de nostalgia y emoción; de un amor profundo que irradiaba de ella cada vez que mencionaba a "su Antonio".
Si el amor era real, ella lo había vivido. De eso estaba seguro.
No le había preguntado a Georgina sobre su estado de salud. Me había molestado tanto por el coche, que ni siquiera le pregunté si se había hecho daño. No lo parecía, a fin de cuentas, estaba aparcando. Vale, sí, había sido un capullo. Pero...
Hacía años que no me enfadaba así. Pero, es que de verdad parecía que Georgina tenía algo en mi contra, porque no hacía más de joderme.
Me había dado su número de teléfono personal, por si necesitaba algo del coche. Así que, por la noche, con el estómago lleno de remordimientos, decidí escribirle:
Kresten [9:05 PM]:
Disculpa, no te pregunté.
¿Estás bien?
Georgina [9:08 PM]:
¿A qué viene esta pregunta?
Kresten [9:11 PM]:
Por el accidente. Quizás te diste en el cuello o te diste algún golpe fuerte.
Georgina [9:12 PM]:
Estoy bien.
Kresten [9:14 PM]:
Deberías visitar un médico.
Georgina [9:14 PM]:
Tú también.
Gritas mucho.
Kresten [9:15 PM]:
Intento ser amable!
Georgina [9:15 PM]:
Lo sé.
Era broma.
Estoy bien.
Buenas noches, y gracias.
«Imposible. Con ella era imposible».
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