45. The Bookclub café

KRESTEN 

La policía me había preguntado por The Bookclub café, por Georgina, por Sergio y por el director del banco.

Nada de Arnau.

Hubiese jurado que las preguntas iban en mi contra. Pero no tardé en darme cuenta de que iban en contra de ellos.

No entendía por qué querían saber cosas sobre Georgina. Ni sobre el director de la sucursal.

Me apoyé sobre el escritorio del despacho y observé a Georgina que seguía caminando de un lado a otro de la estancia. Se había dicho a sí misma tres veces que debería salir ya a la librería, pero no lo había hecho. Seguía buscando tranquilidad donde yo tampoco la tenía.

¿Por qué mierda me habían preguntado por la financiación de la cafetería?

«Les concedieron una línea rechazada con bastante facilidad, ¿no?», había dicho la agente. Ya, ¿y qué tenía eso que ver con el atraco?

Sergio no me había comentado nada de que hubiese dificultad para mantener la línea de crédito, así que tampoco le había estado dando importancia. De hecho, yo ni siquiera me había detenido a ver las cuentas porque me limitaba a hacer las operaciones de proveedores y nóminas, pero no sabía lo que movía Sergio. Confiaba en que estuviese tomando las decisiones correctas.

Agarré mi ordenador y entré a las cuentas de The Bookclub café. La línea de crédito estaba consumida al completo, pero estábamos a final de mes, volvería a tener fondos en un par de semanas. Me preocupó el estado de la cuenta. Había muy poco dinero en comparación a lo que facturábamos. Revisé las últimas transacciones y me sorprendió ver algunas transferencias a Países Bajos. Los conceptos eran combinaciones de números, como si estuviesen identificando algún tipo de factura.

Pensé que podría tratarse de los pagos a libros en inglés, a pesar de que hubiese jurado que los comprábamos a una distribuidora inglesa. ¿Lo habría cambiado? ¿Sin consultarme?

—¿Papá? —escuché la voz de Georgina, al otro lado de la estancia, llamando a su padre por teléfono—. Necesito que hablemos un segundo. Es sobre Arnau, es que...

Dejé de escucharla en cuanto tuve el presentimiento de que Arnau iba a ser el menor de nuestros problemas.

Revisé los cierres de caja de la cafetería, que había estado haciendo Sergio. Aparte del gran aumento de las ventas, no había ninguna irregularidad. La cafetería nos iba muy bien, así que por eso, a pesar de que acabáramos de abrir, teníamos la suficiente liquidez como para no disponer del crédito para pagos.

Pero... ¿Por qué cojones me preguntaba la policía?

—Georgie, voy a hablar con Sergio —le informé, mientras me levantaba. Cerré el ordenador portátil de un movimiento.

Ella se despegó el teléfono de la oreja y asintió.

La librería estaba sumida en un silencio pacificador que me pareció irritante. Paulette organizaba la mesa de novedades, Dayana gustaba un libro con un cliente y Paolo atendía la enorme cola tras la caja. Estaba a reventar y eso que aún no había empezado el club de lectura de esa tarde. Iba a dirigirlo Georgina, y esperaba que hubiese logrado calmarse para entonces, aunque no fuese fácil.

Bajé a la cafetería a buscar a mi amigo. Alex me dijo que no había llegado aún y que Míriam había traído las llaves para abrir por la mañana. No me sorprendió en absoluto que ella no me hubiese avisado, así que salí a la terraza a buscarla. La encontré mirando el móvil en una esquina, mientras hablaba con un vendedor ambulante al otro lado de la valla, en lugar de recoger las mesas, que era lo que debía hacer. No se molestó en fingir arrepentimiento porque la pillase infraganti cotilleando durante sus horas de trabajo.

—Míriam, ¿sabes algo de Sergio? —le pregunté.

Ella arqueó las cejas, sorprendida y desafiante a partes iguales.

—¿Tengo cara de saberlo? —me espetó con desprecio y procedió a hablar de nuevo con el vendedor ambulante—. Como si tuviese que saber yo donde está el jefe —le dijo.

¡A la mierda! Se acabó. No iba a soportarla más.

—Estás despedida —le repliqué con desprecio. Mi cordialidad británica se había ido a la mierda hacía muchos años de todas formas—. Y me da igual, lo que diga Sergio.

Entonces sí que se dignó a prestarme toda su atención, con el rostro desencajado.

—¡¿Qué?!

No me quedé a replicarle y me marché de la cafetería. El subidón de adrenalina y satisfacción que me dio fue inolvidable y me hubiese gustado disfrutarlo un poco más. Pero necesitaba respuestas a esas transferencias que no sabía a dónde iban.

Sergio no me respondía los mensajes ni las llamadas. Tampoco lo hizo Claudia, así que decidí ir a su casa.

Encontré gritos furiosos al llegar. Eran todos de Claudia. No me dio tiempo a tocar la puerta, porque se abrió de par en par, con violencia. Claudia, con los ojos claros rojos y el rostro descompuesto, se plantó frente a mí. Arrugó el gesto, extrañada por mi presencia.

—¡Cómo seas la mitad de capullo que tu amigo, te mato! —me gritó, señalándome con el dedo.

Me quedé pasmado. ¿Qué mierda estaba pasando? Pasó por mi lado, y hecha una furia me empujó con el hombro al salir.

La chica se alejó escaleras abajo hacia el portal y, aún confundido, me adentré en el apartamento. La voz de mi amigo no se escuchaba.

—¡Sergio! —lo llamé.

La respuesta llegó en forma de gruñido. No estaba en el salón, donde parecía haber atacado un huracán. Había cristales rotos en el suelo, una botella de vino tumbada sobre la mesa, cuyo líquido se había derramado por el suelo, y vasos y copas sucias desperdigados por la mesa del comedor.

Parecía que una fiesta había sacudido el hogar.

O una gran pelea.

—¿Sergio? ¿Dónde estás?

Otro gruñido.

Me adentré en el pasillo tras el segundo gruñido y, durante un instante, me pareció escuchar un lamento procedente de la estancia del fondo. Encontré a Sergio en el baño, sentado en el plato de la ducha. Estaba empapado y temblaba a pesar del calor del mes de agosto. Había echado el rostro hacia atrás y con los ojos cerrados como un creyente, respiraba fuerte. La camisa tirada en el suelo del salón debió haberla llevado él en algún momento.

El olor a jabón, alcohol y vomito estuvo a punto de marearme y por eso, me sujeté del marco de la puerta.

—¿Qué ha pasado con Claudia? —le pregunté.

Él, con el rostro enterrado entre sus rodillas, respondió:

—Me ha dejado.

—¿Qué le has hecho?

A pesar del mal aspecto de mi amigo, estaba claro que la chica no había reaccionado de ese modo de forma gratuita.

—La muy loca se cree que me he acostado con Míriam.

—¿Y lo has hecho?

No me dio buena espina que se pensase su respuesta.

—Sí —me miró por el rabillo del ojo.

—Joder, tío...

Una risa irónica, raspada y débil hizo eco en las paredes. Apreté los puños con fuerza porque me sentía impotente y lleno de rabia. Claudia era una buena chica, no se merecía que le rompiesen el corazón de ese modo. Y mucho menos por Míriam. Me obligué a pensar que tal vez Míriam correspondía los sentimientos de mi amigo, pero me fue muy complicado después de mi encontronazo con ella esa tarde. Le gustaba jugar con la gente, moverse a su antojo.

Observé a mi amigo, que tenía la mirada perdida en la pared. Y me di cuenta de que, en realidad, él sentía algo por Míriam. Lo había sentido siempre.

No se merecía a Claudia.

Me agaché frente a Sergio, a quien me costaba reconocer como amigo. Él intentó levantarse con torpeza y cayó de nuevo sobre la bañera. Tuve que sujetarlo para que no se hiciese daño.

—¿Cuánto has bebido? —le pregunté.

Se rio otra vez.

—No lo sé.

—¿Por qué?

—¿Qué?

—¿Por qué bebes tanto?

Sus risas cesaron, y me pareció que iba a convertirse en llanto.

—Estoy jodido. Muy jodido.

—Oye Sergio, lo que tienes que hacer es echar a Míriam de tu vida. ¿No ves que te hace daño?

Negó con tanta energía y terror que me pareció desesperado.

—No puedo escapar —sollozó, llevándose las manos a la cabeza.

—No te entiendo.

Negó varias veces, hasta que apartó las manos y me dejó ver la rojez de sus mejillas.

—¿Matarías por amor, Kres? —se inclinó sobre la bañera, con los ojos desorbitados—. Si Georgina te pide que me mates, ¿lo harías?

Su piel morena estaba tan pálida que parecía que iba a desmayarse. Eran las palabras de un delirante.

—No, Sergio.

Volvió a recostarse.

—Entonces eres más listo que yo.

Había demasiados recuerdos en ese baño. Me entraron ganas de vomitar y me temblaron los labios que aún recordaban el regusto del alcohol. Apreté todavía más los puños. Yo había estado así, casi inconsciente mientras mamá me duchaba y sacudía, rezando para que la ambulancia llegase pronto.

Tuve que apoyarme en el lavabo, incapaz de sostenerme por mí mismo.

La peor parte de la rehabilitación eran los recuerdos. Los jodidos recuerdos que pasaban frente a mis ojos como películas de terror.

—Ahora vengo —salí de allí porque necesitaba unos segundos.

Fui a buscar algo de agua y lo obligué a beber. Lo hizo con dificultad, como si miles de piedras le hubiesen golpeado el cuerpo.

Pensé en preguntarle sobre las transferencias, pero decidí esperarme a que se hubiese recuperado un poco.

—Ese cabrón se ha ido con casi todo el dinero —lloriqueó, apartándose. ¿De qué estaba hablando? —. Y ella quiere más, y más, y más. Me amenaza. Se lo he dado todo, todo, todo. ¡Joder!

Dio un golpe a la pared con toda su rabia.

—Sergio, cálmate —intenté mantenerme sereno, a pesar de que su grito y confesión habían activado una alerta den mi—. ¿Quién es ella?

No contestó.

—Sergio, ¿quién se ha llevado el dinero? ¿De qué dinero hablas? ¿

—Del cabrón del banco. Claudia quiere saber más, pero yo no puedo... No puedo decirle más. Es que.... Joder, joder, ¡Joder! Me dijo que sería fácil, que solo había que asustar a la tonta de la caja.

Asustar a la tonta de la caja.

A Georgina.

—¿Qué has hecho, Sergio? —volví a repetir, porque era incapaz de asimilar lo que mi mente estaba adivinando.

—Nada, nada.

Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos, mientras se llenaba de lágrimas.

—¿Atracaste el banco? —pregunté con toda la cautela que pude encontrar, aunque la sangre me había comenzado a arder.

No contestó.

—¡Sergio, contéstame! —exclamé levantándome.

No podía decir eso y callarse. No podía poner sobre la mesa las evidencias de un crimen y después taparlo. Por dios, ¡la policía ya estaba preguntando! ¿Por qué? ¿Cómo habían sabido de él si ni siquiera yo me había dado cuenta?

—Míriam me dijo que sería fácil —musitó mi amigo—. Me prometió que empezaríamos juntos de nuevo, pero... Fer se llevó el dinero. Nos lo robó y se fue a no sé donde. Pedazo de hijo de puta. Le hicimos el trabajo sucio.

—Sergio, ¿qué? Espera, espera... Necesito que me aclares todo esto. ¿Tiene que ver con las transferencias a Ámsterdam?

Su mirada se ensombreció. Pareció mantener un debate interno durante unos segundos, en los que volví a repetirle que necesitaba que me explicase. Él negaba con la cabeza, miraban de un lado a otro, buscando una escapatoria mientras era incapaz de levantarse.

—Míriam me chantajea —se rindió, deshaciéndose en lamentos desesperados—. Está loca. Me hace la vida imposible porque Fer se llevó el dinero y ella dice que es mi culpa. Y Claudia sospechaba que había pasado algo grave y... yo iba a conseguir esconderlo todo. Ayer por la noche quería hablar con Míriam y encontrar un plan, pero ella no cede. Nos peleamos, bebimos y me la follé con rabia. Porque ya no la quiero. La odio. La odio, joder. Y he perdido a Claudia.

Pestañeé, varias veces, aun con el estómago revuelto y las ganas de vomitar, me costó asimilar lo que estaba diciendo.

—¿Te ibas a ir? —pregunté—. ¿Por qué?

Negó con la cabeza de nuevo y aunque parecía ansioso por definir todo lo que había estado escondiendo, volvió a callarse. El muy desgraciado pensaba irse después de abrir la librería.

—¿Quién es Fer? —opté por preguntar de otro modo.

—El director del banco. Íbamos a repartir el botín entre los tres, pero el cabrón nos engañó y se llevó el dinero. Joder... Míriam me ha estado obligando a enviarle dinero a una cuenta que tiene en Ámsterdam.

Y la policía sospechaba una parte de todo aquello, aunque al parecer Sergio desconocía ese hecho.

Sergio siguió lloriqueando y quejándose. Lamentándose por Claudia y maldiciendo a la que siempre había llamado mejor amiga.

—¡Cállate! —no lo soporté más.

No lo hizo y siguió victimizándose. Tenía planeado irse. Robar un banco, dejar la librería sin un puto duro y largarse como si nada de eso fuese problema suyo. Pensaba abandonarme a mi suerte con todo ese puto marrón solo para que su chica mimada estuviese contenta.

—¡Robaste el puto banco, Sergio! —proseguí, en exclamaciones enfurecidas—. ¡Heriste a una chica inocente! ¡Aterrorizaste a Georgina! ¡Nos amenazaste con un cuchillo! ¡Has arruinado la librería! ¡No tienes derecho a quejarte de nada!

Apretó los labios y desvió la mirada. No supe si se sorprendió por mi reacción, pero al menos, dejó de hablar.

—¡¿Pensaste en la librería, pedazo de imbécil?! —continué. Había perdido todos los papeles— ¡¿Qué va a pasar con eso ahora?! ¡Acabábamos de abrir!

—¿A quién coño le importa la librería? —respondió, casi con desprecio.

¿Cómo se atrevía a preguntarme eso?

—¡A mí!

Lo empujé contra la pared, metiéndome en la ducha con él. Lo agarré del cuello, levantándolo. Él se resbaló, pero no podía caerse mientras lo tuviese acorralado con toda mi fuerza.

—¡Es el trabajo de mi vida! —exclamé con el corazón acelerado—. ¡Me he dejado la piel y el sueño en ese proyecto! ¡A mí me importa!

—¿El trabajo de tu vida? Qué triste. Me das lástima, Kres.

Le di un puñetazo que no respondo, y me llené de lágrimas de impotencia.

Él sí que me daba lástima. Tenía en su mano más oportunidades de las que yo podría soñar, y no le eran suficientes, hasta el punto de joderse la vida.

—Estás mal de la cabeza —lo solté—. Estás mal.

Di un paso hacia atrás, porque no me atrevía a irme y tampoco a quedarme.

Sergio se lo había cargado todo. Se había aprovechado de mi ilusión para jugar a las películas de acción.

—No tendrías nada sin mí —me dijo con una expresión de satisfacción que se me antojó siniestra—. Seguirías haciendo visitas guiadas a turistas y viviendo a base de propinas. Lo que eres es gracias a mí.

—Gracias a tu padre, Sergio —le corregí—. Tú no has hecho nada por mérito propio.

—¡No te atrevas a mencionar a mi padre!

—¡Y tú no te atrevas a llamarme cuando te metan en la cárcel! ¡Eres mi amigo! ¡Y me has echado a los lobos por una chica que ni siquiera te quiere!

Esperaba que su padre pudiese sacarlo de la cárcel, porque la policía ya debía estar buscándolo.

Negué con la cabeza varias veces mientras me alejaba. No quería verlo nunca más.

—¡No te vayas, Kresten! —Exclamó Sergio cuando comencé a caminar fuera del baño.

No volteé. Quería salir de allí, y deshacerme de su presencia para siempre. Me había clavado una estaca y traicionado de la peor manera posible.

—¡Cobarde! ¡Kresten! ¡No te vayas! ¡Vuelve aquí, joder!

Y no volví, porque ya había tenido suficiente de él.

Bueeeeno, esto ha sido intenso jajaja. ¿Alguien lo había adivinado? 

Subiré el siguiente capítulo la semana que viene.

PD: Ayer terminé de revisar la corrección de estilo del primero libro y chicas, va a quedar maravilloso. Mi correctora es la mejor y sé que os va a encnatar el resultado final de la novela.

PD2: Ya he empezado a escribir a Emilia y Lennart 🤭

Mil gracias por leer, 

Noëlle 

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