42. Si no confías en mí
GEORGINA
Hacía dos días que no veía a Kres. No se había pasado por The Bookclub café, sino que, en su lugar, Dayana llevaba el mando cuando Sergio se marchaba.
Había huido del mundo; encerrándose en un bosque de árboles frondoso que solo existía en los parámetros de su mente.
Decía que quería estar solo. Que necesitaba pensar. Que su ánimo no era bueno para nadie.
Y yo esperaba que encontrase su camino hacia la civilización de nuevo, porque una noche más sin pegar ojo no iba a irme bien. Había agotado mis opciones. Él se negaba a ver a nadie, ni siquiera a mí.
Me hubiese gustado que su distanciamiento doliese menos.
Esa misma noche, me entregué a la esperanza de que la salvia o manzanilla o lo que fuera esa infusión que Anna me había dado, funcionara.
—Oye, ¿ya has hablado con Kresten? —me preguntó Claudia, que entró en la cocina del apartamento y abrió la nevera.
En el último mensaje que tenía de él me prometía que no iba a beber y me pedía que no me preocupase. Había perdido la cuenta de las veces que había repetido lo mismo.
Que sus palabras hubiesen perdido todo ápice de desafío y picardía no me parecía razón para no preocuparse.
—Se limita a decirme que está bien y que necesita estar solo —Puse una taza con agua y un sobre de infusión en el microondas. Kresten me daría un discurso indignado si me viera haciendo eso, pero él no estaba allí y yo no tenía ganas de hervir agua.
Claudia, que había soportado mi indignación la noche del entierro, se mordió el labio, preocupada. Yo quería estar con él y acompañarle en su dolor, pero lo único que encontraba era una puerta cerrada.
Irónico para Kresten, pero a pesar de lo poco que sabía, comprendí a Harald. Su hermano era reservado y huraño.
—¿Y tú bebes eso? —me preguntó, señalando la taza— ¿Qué es? ¿Manzanilla?
—No lo sé —confesé casi suspirando—. Necesito algo que me ayude a dormir porque mañana tengo una entrevista y quiero parecer presentable.
Me habían llamado esa misma tarde y aunque me hacía ilusión, la inquietud por mi última conversación con Kresten no me dejaba estar tranquila. Por sí, los mensajes y nuestras pocas palabras en el entierro no eran una conversación. Y la última la habíamos dejado con demasiadas preguntas en el aire.
Discutir con él me desgarraba el corazón.
—Lo vas a hacer genial, ya verás —intervino Anna, que acababa de salir de la ducha y se unió a la cocina también.
—¿Dónde es? —preguntó Claudia.
Todavía se me hacía raro vivir con ellas, entre ese constante de risas y comprensión. Era como si hubiésemos hecho una pijamada y decidido que no íbamos a volver a casa nunca más.
Me encantaba.
—Es en una asesoría financiera —les expliqué—. Llevan carteras de inversión privada y cosas así.
Era lo que había estado luchando por conseguir y no me sentía animada del todo con la idea, porque trabajar en la asesoría implicaba renunciar a la librería y... me lo pasaba genial allí.
Vería muchísimo menos a Kresten y tal vez estaría más ocupada y estresada.
«Tampoco es que él tenga muchas ganas de socializar», me recordó mi conciencia.
Suspiré ante el recuerdo de su seco "ya nos veremos" cuando acabó el entierro.
—¿Sigues pensando en eso? —me preguntó Claudia, que captó mi pesadumbre. Fruncí el ceño, confundida—. Adicción. Rehabilitación.
Saqué la taza del microondas. Ardía igual que mis inseguridades.
—Sí —admití—. No me lo saco de la cabeza. ¿Y si se siente tan mal que cae? —volví a suspirar, con algo de frustración—. Dios mío. Es un hombre adulto, responsable de sus propios actos. Y yo no puedo dejar de preocuparme por él.
—Se le llama amor —Anna me sonrió, enternecida—. A mí a veces me pasa con Carlos. Es inevitable preocuparte cuando quieres a alguien. ¿No has pensado en ir a ver cómo está? —propuso.
Anna se apoyó en la pared, todavía con la toalla enrollada en su cabeza. Me apoyé a su lado
—Sí —y había estado a punto varias veces—, pero no quiero agobiarle.
—Yo creo que por mucho que diga que quiere estar solo, este es el momento en el que uno necesita a su pareja —opinó Anna, con su mirada iluminada de cariño y afecto—. Porque eso sois, ¿no?
Claudia añadió:
—Sergio me ha hablado de lo mucho que Kresten está implicado en ti.
Todo. Él dijo todo, pero estaba construyendo un muro en sus malos momentos. Él lo quería todo de mí, pero ¿y yo? ¿Hasta dónde quería yo? ¿Un todo que solo me implicara a él? ¿Un todo en el que él me apartaba cuando las cosas iban mal?
No, definitivamente eso no era lo que yo quería.
—Sí. Dijimos que íbamos a intentarlo, pero... —no fui capaz de continuar, porque lo que venía después eran dudas e inseguridades. Promesas manchadas por secretos.
—¿Pero?
—Ahora mismo siento que hay muchas cosas que no sé de él —continué—. Habló de emborracharse una vez, y ya. No me dijo, "Oye, he tenido problemas serios". Y la verdad es que, aunque soy consciente de que puede ser difícil contar esas cosas, yo le hablé de mi familia. Le conté todo de mí. Confié en él. Y siento que él no confió en mí de verdad.
Y a eso, debía sumarle las preguntas de Harald, que me escribía, preocupadísimo, porque su hermano se negaba a contestarle. Me había pedido perdón por asustarme con lo del alcohol, pero a decir verdad, agradecía que me lo hubiese contado.
Era algo que necesitaba saber.
—Por mucho que os gustéis, hay cosas que se van aprendiendo poco a poco del otro. A veces son cosas con las que se pueden vivir, otras... otras la relación se va a la mierda —me dijo Claudia, como quien comparte una lección dolorosa que odió aprender. Después de sus refunfuños y malestar, me sorprendió—. Deberías hablar con él. Ahora no, que está hundido en su miseria. Pero no va a estar toda la vida triste por la muerte de su vecina.
Asentí, como si así pudiese convencerme a mí misma.
—Voy a esperar a mañana... si no ha salido de casa, iré a ver qué le pasa
—Ey, mañana es tu entrevista —me intentó animar Claudia—. No dejes que esto te lo fastidie.
—¿Va todo bien con Sergio? —le pregunté, porque su última declaración parecía ser demasiado dolorosa como para no pertenecer a una herida abierta.
—No lo sé —respondió.
—¿Quieres...?
—No quiero hablar —contestó, de un modo seco que solo utilizaba cuando estaba muy molesta.
Anna me echó una mirada cómplice y preocupada. Sergio se las iba a ver con nosotras si le hacía daño a Claudia. No sabía qué les pasaba, pero no tenía dudas de que él sería el problema; como siempre.
—Vas a brillar en la entrevista, Georgina —añadió Claudia—, porque siempre lo haces.
Claudia me dio un abrazo y Anna se sumó, nos entretuvimos viendo una serie en el salón, hasta que las tres nos quedamos dormidas en el salón.
🌻🌻🌻
Kresten no estaba en The Bookclub café cuando fui a trabajar después de la entrevista. Había ido tan bien que estaba casi segura de que ese puesto podría ser mío. Estaba contentísima y no quería hacerme ilusiones. Me ilusioné demasiado en el banco y terminó siendo un mal sueño.
Me hubiese gustado que Kresten estuviese allí para contarle que tal había ido. Lo único que había sabido de él era el mensaje que me había enviado esa mañana deseándome suerte en la entrevista.
Hubo sesión del Club de Lectura, pero me costó mucho prestar atención, estaba demasiado distraída pensando en la actitud de mierda de un chico que estaba encerrado en un cuarto a escasos minutos de distancia.
¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Dejarlo solo? ¿Obligarle a hablar?
«Él te apoyó en todo momento. No te soltó cuando lo necesitaste».
Sí, eso era verdad.
Había sido una roca en la que resguardarme de las olas. Kresten había impedido que me ahogara y no me había pedido nada a cambio. Ni siquiera cuando le grité.
Estuve a punto de ponerme a suspirar, porque en realidad, sabía que si no hubiese sido por su adicción, no estaría tan preocupada.
Pero, ¿cómo no estarlo?
Me marché en cuanto terminó el club de lectura. Una vez en casa, me duché, pero ni siquiera la novela que leí esa tarde me sacó toda la agobiante situación de la cabeza. Llamé a Kresten por la noche, pero no obtuve respuesta. Le escribí y tampoco obtuve respuesta. Eso no era normal. A pesar de que hubiese estado recluido en sí mismo, me había contestado a los mensajes casi al momento. De hecho, nunca tardaba más de diez minutos en contestar un mensaje, ni siquiera cuando nos escribíamos por motivos bancarios.
No iba a quedarme una noche más con el corazón en la garganta. No estaba dispuesta. Quería explicaciones. Las necesitaba. Así que agarré el bolso, salí de casa y en veinte minutos estaba frente al portal de Kresten.
Toqué al timbre. Nada. Le escribí.
Georgina [20:08 PM]:
Kresten, estoy aquí, ábreme.
Nada. No hubo respuesta. Toqué de nuevo. Nada. Lo llamé.
No hubo respuesta.
Opté por tocar al timbre del vecino del piso de arriba, que me abrió después de que le dijera que me había dejado las llaves en casa.
Subí las escaleras hasta el primer piso, casi tropezándome con los escalones. ¿Por qué demonios no contestaba?
Me prometió que no iba a beber.
No iba a hacerlo.
¿Verdad?
—¿Georgie? —su voz me sorprendió en cuanto llegué al rellano.
Kresten estaba sentado en las escaleras que subían al siguiente piso. Llevaba una bolsa colgando de su mano derecha, entre sus piernas. Los cabellos recogidos en una coleta y sus ojos estaban rojos y húmedos. Había estado en el gimnasio, porque todavía llevaba la ropa de deporte.
Mi pulso se calmó, pero no mis nervios.
—¡¿Es que no sabes contestar al puto teléfono?! —exclamé, al borde de un ataque de histeria—. ¡¿Quieres que me dé un infarto?!
Él se incorporó, sorprendido de mi reacción y como un niño que quiere escapar de una regañina, contestó:
—Eh... me he dejado el móvil en casa.
Dejé ir todo el aire que había estado manteniendo y lo observé, aliviada, porque una parte de mí temía encontrárselo borracho. "Hasta perder el conocimiento", como había dicho él.
Pero no, no había bebido.
—No puedo abrir la puerta —añadió—. La maldita puerta es vieja y tiene un juego de llaves malísimo y a veces se me atasca. Manuela siempre sale a abrirme cuando me escucha quejarme —desvió la mirada al piso de la mujer—. Me escuchaba. Ya no está. Aunque me dé la sensación de que va a salir en cualquier momento. Llevo una hora intentando entrar, pero cada vez que intento abrirla me dan ganas de llorar y me frustro. Voy a cambiar la puerta. Llamaré a un cerrajero o a quien sea que hace puertas. Me importa una mierda que la casera no quiera cambiarla. Odio esa puerta.
Sus palabras, dentro de mi nerviosismo, me hicieron reír.
—No te rías —frunció el ceño, frustrado—. Me siento patético. Y he vuelto a hacer que te enfades conmigo.
Rompí la distancia que nos separaba y me atreví a limpiar las pocas lágrimas que quedaban en su rostro.
—Manuela era una gran mujer —le dije—. Seguro que hasta ella se está riendo en el cielo de que llores porque no puedes abrir una puerta.
—Sí, seguro que se está riendo mientras dice "más vale maña que fuerza. ¡Impaciente, que eres un impaciente!". Siempre decía eso, aunque todavía no sé qué significa maña —respondió, con la mirada perdida en la puerta de la anciana.
—Voy a intentar abrir.
Conseguí abrir la cerradura y pasé al salón de Kres. Él seguía sin entrar, obsoleto en los recuerdos que habían quedado en el apartamento de en frente.
Su móvil descansaba sobre la mesa, junto a una botella de whisky. Estaba abierta y junto a ella, había un vaso vacío. Y mi sangre consiguió helarse, a pesar del calor asfixiante de finales de agosto.
—Georgie, no es lo que tú crees —Kresten habló a mis espaldas, y noté en su tono el mismo temor que había en mis pensamientos.
Pero yo estaba paralizada.
Me dijo que no iba a beber.
—¿Has bebido? —parecía evidente que sí.
Él caminó hasta ponerse frente a mí.
—No —buscó mi mirada, y solo encontró dureza en ella—. Llevo tres años y medio sin probar una gota.
—¿Y eso qué es?
No me contestó de inmediato, lo que hizo saltar todas mis alarmas. Planté la palma de la mano sobre la mesa y me incliné en su dirección, sosteniendo su mirada. No iba a escaparse. Esa vez no.
No podía pedirme todo y darme una mitad.
—Kresten, si has bebido tienes que decírmelo.
Volvió a negar.
—No he bebido —sus profundos ojos azules estaban llenos de miedo y apartó la mirada en el momento en que sentí que, desde allí, si él me dejaba, podría verle el alma—. Ha sido Sergio. Vino ayer.
Esa parecía una buena excusa. Pero no explicaba porque llevaba un día entero con una botella abierta en el salón.
—Ah.
Me alejé de él y con los brazos cruzados, caminé hasta el balcón. Estaba tan confundida que tuve ganas de salir corriendo.
Él me siguió.
—Georgie, por favor —suplicó—, no te enfades así.
Volteé para enfrentarle, llena de frustración y dudas.
—¿Que no me enfade? —le espeté— ¿Y por qué no iba enfadarme? Creía que confiabas en mí y ahora veo que hay una parte de ti que se me escapa y que no quieres compartirme. Me encantaría que me hubieses contado tú lo del alcohol. Me encantaría que no desaparecieras cuando estás mal porque quiero estar a tu lado y no me dejas.
Él se llevó una mano a la frente, mientras tomaba aire, yo también lo hice. Íbamos a asfixiarnos.
—No quería que estuvieras aquí porque odio mi versión depresiva.
Eso lo había dicho ya varias veces. Y yo me había dedicado a aceptarlo, pero no podía soportarlo más:
—Kresten, joder —exclamé, frustrada—. ¿Qué pensarías si cuando tuviese un problema te apartara del todo y te quisiera lejos? Porque ahora mismo siento que estoy haciendo algo mal.
Él se adelantó de inmediato para alcanzarme. Me sujetó de las mejillas con ambas manos y pegó su frente a la mía.
—No, no, no. Tú no has hecho nada mal, amor —insistió, con tanta angustia que se me clavó en el pecho—. Es que... no sé cómo deshacerme de esta tristeza y no soy buena compañía cuando me pongo así.
—Kres, tú me dijiste que no habías empezado conmigo para ver solo sonrisas. Yo quiero lo mismo. —le expliqué. Los ojos me escocían, y los cerré, luchando contra las lágrimas que había estado conteniendo.
Me mordí el labio y negué, porque me sentía egoísta por pedirle más, y al mismo tiempo, necesitaba saber que yo no iba a ser algo de lo que él fuera a deshacerse en cuanto las cosas se complicasen.
—Georgina —susurró mi nombre completo y se me erizó la piel, porque sonó serio. Yo quería seguir siendo Georgie para él—. Lo siento.
Negué con la cabeza.
—Dijiste todo.
—Lo dije.
—Si yo doy todo, ¿que estás dispuesto a dar tú?
Mi pregunta lo atacó, como una flecha atravesando. Se separó de mí, y soltó un suspiro ahogado, porque seguía conteniendo la respiración, y el aire era lo último que le sobraba.
—Parte de decidir compartir tu vida con alguien, es entender que ya no estás solo en ella —añadí.
Kresten se mordió el labio y se acercó a la mesa. Agarró la botella y la giró entre sus manos, apretó la mandíbula y tragó saliva, como si el mero contacto con el cristal le provocase ganas de vomitar.
Yo, me abracé a mí misma, inquieta por su contestación que todavía no llegaba.
—¿Quieres saber por qué hay una botella aquí? —me preguntó—. Bien. A veces me siento delante de la botella para demostrarme que puedo controlarme. No es muy recomendable, pero me gusta ser capaz de controlarlo. No he bebido. Te lo juro. Te pedí que te fueras porque quería beber, estaba enfadado, triste y tú estabas decepcionada conmigo. Hay muchas cosas de mi vida de las que me arrepiento, pero acabar en rehabilitación por el alcohol es la que más. Georgie, me aterra ser un borracho y es algo que me avergüenza. El otro día tuve demasiadas emociones encontradas y necesitaba mi espacio. Pero te juro que no he probado ni una sola gota. Por favor, necesito que me creas. Llama a Sergio, te juro que él puede decirte que lo que falta en esa botella se lo ha bebido él.
Su mirada era tan profunda como la tristeza de la pérdida que lo asolaba.
Desesperación y súplica.
—¿Quieres saber qué me pasó? —continuó— Te lo contaré todo, pero por favor, necesito que confíes en mí. Si no confías en mí cuando te digo que no he bebido ni pienso beber, yo no...—hizo una pausa buscando la forma de continuar. De rompernos, porque en la desesperación de su rostro vi la sentencia que estaba marcando—. No vamos a poder estar juntos si no confías en mí.
Esa era su condición. Confianza o nada.
Estábamos pidiendo lo mismo, ¿se habría dado cuenta?
—No quiero más secretos, Kresten —yo también tenía condiciones—. No puedo dar confianza a ciegas.
Movió la cabeza en asentimiento y me di cuenta de que estábamos tan cerca que podíamos rozarnos. No recordaba haberme acercado tanto.
—No más secretos —me prometió.
El aire volvía a correr, a pesar de nuestros límites, miedos e inseguridades.
Me puse de puntillas para besarlo, pero él se adelantó, y plantó sus labios sobre los míos, aferrándome con fuerza de las mejillas.
Minutos más tarde éramos una maraña de besos, caricias y necesidad desenfrenada. Me hizo el amor con fuerza, sujetando mis muñecas sobre mi cabeza, dominándome. Le pedí más, y nos libramos de toda la tensión reprimida, hasta que el desenfreno se calmó. Nos miramos a los ojos, mientras nuestras caderas bailaban un vals, lento e intenso. Apoyé las manos en su espalda, acercándolo a mí, porque necesitaba sentir su piel contra la mía, y él me sujetó con firmeza, como si temiese que pudiera desaparecer.
Me perdí en su bosque. Lo encontré, en una cabaña que tenía la chimenea encendida y una pregunta rondando en el aire.
¿Por qué yo?
¿Por qué tú?
De todas las personas del mundo, había dado con él, y aunque no entendía la naturaleza irracional del amor, tenía claro que era algo que se había enganchado a nosotros.
Mil gracias por leer,
Noelle
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