39. Un balcón frente al mar
KRESTEN
Era martes. Así que fui a cenar con Manuela. Esa vez, acompañado de Georgina.
La chica estaba emocionada porque, la última vez, se había quedado prendada con el relato sobre cómo se enamoró de Antonio, y ahora, estaba deseosa de saber si la anciana guardaba alguna historia romántica más. Se me antojó divertido lo mucho que a Georgie le fascinaban las historias de amor y lo poco romántica que ella podía llegar a ser.
Manuela abrió la puerta de su casa después de que tumbara dos veces, ya que la primera vez no había obtenido respuesta. Vestía su ropa de estar por casa, pero se había peinado con elegancia. No me hizo falta preguntarle si había ido a la peluquería, porque los rozos perfectos que adornaban su cabeza lo evidenciaban.
—¿Hoy es martes? —preguntó, extrañada en cuanto la saludamos—. Ay, con razón la de la peluquería me había dicho que no me tenía agendada, si la cita era para el lunes —se llevó las manos a la cabeza— ¡Ay, cariño! Qué despistada ando estos últimos días. No sé ni en qué día vivo.
—No se preocupe, Doña Manuela—la tranquilicé, algo preocupado—. Podemos venir otro día.
—No, no, pasad, pasad —insistió ella, haciéndose a un lado mientras movía las manos, invitándonos a entrar.
—Manuela, no se preocupe. Descanse esta noche y ya vendremos otro día —insistí.
Ella puso los brazos en jarra, lista para una regañina
—¡Sí hombre! ¡Que la cena se prepara en un momento! ¡Pasad, pasad!
Se adentró en la vivienda, haciendo señas con la mano para que la siguiéramos.
—¿Y si pedimos pizza? —me propuso Georgina.
—No te va a dejar ni tocar una sola sartén ni pedir comida a domicilio —le respondí, por lo bajo—. Es la mujer más terca que...
—¡Te estoy oyendo, muchacho!
Seguimos a Manuela hasta la cocina, donde se apoyó en la encimera, mientras, pensativa, abría la nevera. Se le ocurriría algo en menos de un minuto. E incluso menos. Decidió abrir el congelador.
—Kresten, ¿puedes abrir el segundo cajón? —me pidió la anciana—. Está durísimo.
Abrí el cajón del congelador por ella, y no me gustó el temblor de su mano cuando intentó alcanzar la bandeja de canelones que iba a calentar.
—Yo lo agarró, Manuela.
No rechistó.
Estuve a punto de volver a preguntarle si estaba en condiciones de cenar con nosotros, pero ella habló primero:
—¿Cómo os fue en la playa?
Georgina, con una sonrisa amable, le explicó que nos había ido bien.
—Tengo ganas de ver el mar de nuevo —dijo la anciana con una sonrisa nostálgica—. Cuando mi Antonio estaba vivía nos pasábamos el verano en nuestra casa de Sitges y era una maravilla.
Suspiró y dio un traspié al voltear.
La sujeté del brazo para que no se cayera.
—Gracias, hijo —sus ojos oscuros y brillantes me sonrieron con agradecimiento. Detuvo el tiempo, cuando me acarició la mejilla y volvió a susurrar—. Gracias.
Estaba cansada y por mucho que se negara a renunciar a la cena, necesitaba meterse en la cama pronto. Cerró los ojos unos instantes y se llevó las manos a las sienes.
—¿Está segura de que se encuentra bien? —le preguntó Georgina, que, desde detrás de la anciana, me dirigía una mirada alerta.
—Creo que solo estoy algo cansada.
No me lo parecía. Estaba pálida, apretaba los ojos como si la cabeza le fuese a estallar y parecía algo desorientada. Fue imposible convencerla de que debíamos ir al médico, pero al menos, conseguimos que se metiese en la cama.
Georgina volvió a mi apartamento a preparar algo de cenar, mientras yo me ocupaba de Manuela. Me esperé hasta que se metió en la cama, indignada por mi insistencia. No era la primera vez que la veía en pijama ni que me quedaba a su lado por la noche. Durante su cáncer pasé varias noches en el hospital a su lado y alguna que otra en su casa. De hecho, ella misma me había dado una copia de sus llaves tiempo atrás, por si llegaba a necesitarlas. Nunca las había usado.
—Mire, aquí tiene agua, y le voy a dejar el teléfono junto a la mesa —le expliqué a Manuela, mostrándole el vaso y el móvil en la mesilla—. Si quiere llamarme, solo tiene que pulsar este botón de aquí. ¿Lo ve? Mantendré mi móvil con sonido toda la noche por si necesitara ir al médico.
Ella asintió, cerrando los ojos.
—Qué sí, qué sí —respondió—. Vete ya, anda, que tu novia debe estar con el estómago dando vueltas de hambre.
—Mañana a primera hora vendré a verla. Y si no está bien iremos al médico, ¿me escucha?
Ella, aun con los ojos cerrados, asintió.
—Hijo, ¿te he dicho alguna vez que me sorprende lo atento y educado que eres?
—No, nunca lo ha dicho.
Sonrió, estirando las comisuras de sus labios en una mueca cansada y adormecida.
—Gracias.
«Gracias a ti».
La dejé descansar y me reuní con Georgina en mi apartamento, que rebuscaba en la nevera. Se sirvió un vaso de agua y agarró algunas verduras.
Hasta la cosa más cotidiana me hacía quedarme embobado. Me sentía como un crío de quince años, se me atascaban los nervios en el estómago y suspiraba. Lo estaba logrando. Ella y yo funcionábamos.
Era mi novia. Mía.
No quería mi versión de gemelo, no estaba manchada por mi pasado. Ella era mi futuro y mi presente. Ella era algo que nunca creí que experimentaría y que, me tenía aterrado y entusiasmado al mismo tiempo.
Hacía ya tres semanas que Georgina vivía con Claudia y Anna y cada día estaba más contenta. Se había hecho a su nueva vida con bastante positividad, aunque de vez en cuando se quedaba pensativa. Era un proceso, no era fácil, pero al menos había sabido resurgir de sus cenizas.
—¿Cómo está? —me preguntó Georgie cuando volví a casa.
Le conté lo que había pasado con Manuela minutos atrás, mientras ella se llevaba un vaso a los labios.
—¡Arg! —Georgie escupió toda el agua que había bebido dentro del vaso de nuevo—. ¡Qué asco! ¡Siempre se me olvida que esta agua lleva gas!
Me eché a reír, desinflando un poco mi preocupación.
—A mí me gusta así.
—¿Se puede ser más guiri qué tú, bebiendo agua con gas? —parecía haberse tragado un limón amargo. Qué exagerada—. Sangre nórdica tenías que tener.
Vació el vaso en el fregadero. Le acerqué una botella de agua mineral, sin gas, no fuera a escupirme por toda la cocina. Se sirvió un vaso antes de hablar de nuevo:
—Voy a cenar brócoli, lo haré hervido o al vapor. ¿Quieres?
—¿Cuándo has metido brócoli en mi casa? Yo no te he dado permiso para profanar mi cocina con eso.
—¿Quieres o no? —me preguntó con un brillo divertido en los ojos.
—¿Quién en su sano juicio se hace brócoli? Hervido o al vapor. Es que es incluso peor. Qué asco. Y encima te quejas de mi agua.
—Lo tuyo con el agua no tiene perdón.
—Lo tuyo con eso tampoco.
—Pero es bueno para el cuerpo.
—Y malo para la mente.
—Kres...
—En las Powerpuff girls. No sé cómo lo llamáis en español. Esos dibujos animados de tres niñas con superpoderes. Hay un ejército de brócolis alienígenas que quieren dominar el mundo.
—¿Por eso no comes brócoli?
—De pequeño aprendí que eran mala cosa.
Negó con la cabeza y se río, soltando por lo bajo un murmuro:
—Qué tontería —opinó.
Me preparé un plato de pasta, entre risas descontroladas por su brócoli hervido. Ella insistió en que no era gracioso y aun así, se le contagió mi risa.
—Para ya de reírte, quiero comer —se quejó cuando nos sentamos a cenar.
—Te estás comiendo brócoli con sal.
—Mira, cállate porque en tu país tampoco le ponéis mucha imaginación a la comida.
—Y aun así nunca me comería eso. Qué asco.
—A mí me gusta. Para ya de reírte, idiota. Quiero cenar en paz y no puedo.
—¿No te dejo comer?
—No.
—What a shame!
Me sacó el dedo corazón.
—Qué violenta. Vas a ponerme cachondo.
—Estás enfermo.
—Cómete el brócoli. Qué rico. —volví a burlarme—. Mira que hay verduras en el mundo y tienes que comer brócoli.
—A mí me gusta, ¡déjame!
Resopló. Agarró el plato y se fue al balcón, donde se sentó frente a la pequeña mesa de madera, dejándome solo en el salón. Tal vez me había pasado con la broma, pero me gustaba en especial verla perder los nervios y rebatirme.
Seguía excitándome como el primer día cuando fruncía el ceño y me llamaba idiota.
—Va, ven aquí —me asomé al balcón—. Prometo no reírme de tu brócoli y dejarte poner la película que quieras.
Me fulminó con la mirada, pero cedió.
—Está bien.
Volvió a entrar al salón, dejó su plato sobre la mesa auxiliar y agarró el mando del televisor. Me senté junto a ella. Puso Outlander, justo por donde la habíamos dejado la tarde que nos dimos nuestro primer beso, y estuve conforme, hasta que los actores comenzaron a hablar en español.
—No.
—Has dicho lo que yo quiera—me rebatió.
—Outlander en español no. Es una herejía.
—Pero es que yo no quiero leer subtítulos.
—Georgie, entiendes inglés perfectamente —comencé a decirle en inglés—. Es una serie grabada en inglés que tiene muchos matices en los dialectos, yo soy británico y ver esta serie en español de España me produce urticaria.
—¿Urticaria? Eres un exagerado.
—¿Ves? Me has entendido. Tienes complejo porque te da miedo hablar. Pero debes comenzar a soltarte, ¿qué vas a hacer cuando vayamos a Inglaterra? Yo puedo traducir por ti, pero siendo capaz de comunicarte, no entiendo por qué no lo intentas —ella apretó los labios—. Además, sabes inglés. No es un nivel nativo, pero entiendes y hablas. Te he escuchado en The Bookclub café. ¿Por qué no lo intentas más?
—Porque digo muchas cosas incorrectas y quedo como una idiota.
—Yo pedí una polla con patatas en un restaurante una vez —confesé, provocando su risa—. Y agujas en el agua. Y confundí el ser y estar tantas veces que he perdido la cuenta. Hace poco confundí conservantes con preservativos. ¿Qué más da? Se aprende así.
—No estoy preparada para esa humillación.
—Georgie, yo no voy a reírme de ti.
—Está bien, veremos la serie en inglés. Pero pon los subtítulos en español.
Después de cambiar el idioma. Se tumbó, apoyando la cabeza en mi regazo cuando terminó de comer. Liberé sus cabellos, que habían estado recogidos en una coleta, y me dediqué a acariciarla.
—¿Qué pasa? —me susurró, preocupada.
Me mordí el labio y seguí acariciándola. Tenía un mal presentimiento, pero no sabía si debía dejarme guiar por él.
—Manuela —le informé—. No estoy tranquilo. Creo que debería llamar al médico, pero ella me insiste en que no.
—Hazlo —me respondió, muy seria—. Es mejor que alivies una falsa alarma a que le suceda algo.
Esa era toda la seguridad que necesitaba. Llamé a los servicios de emergencias que me dijeron que enviaban una ambulancia enseguida. Después, ambos volvimos a casa de Manuela, con las llaves que me había dado y le dije que los médicos estaban en camino.
—¡Ay, tesoro, qué no me pasa nada! —exclamó, pero ya era inútil. No podía quedarme de brazos cruzados, porque la palidez de su piel decía lo contrario que ella.
—Doña Manuela, si no quiere que vengan por usted, deje que vengan por mí —su salud no era algo que estuviese dispuesto a arriesgar y pensaba dejárselo bien claro.
Ella esbozó una sonrisa enternecida.
—Gracias, tesoro.
—No tiene que seguir dándome las gracias. Soy egoísta, los llamé por mí.
Ella soltó una leve risita que carecía de energía alguna.
La ambulancia tardó veinte minutos en llegar. Manuela todavía no se había dormido y respiraba con dificultad cuando entraron los médicos de emergencias.
Nos pidieron que saliésemos de la habitación. Y después, llegó el caos.
Me encanta como se preocupa Kresten por Manuela y por Georgina.
Quedan ocho capítulos + el epílogo para terminar la novela.
Y agarrense, porque se vienen cosas moviditas.
Mil gracias por leer,
Noëlle
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