30. A tu altura

GEORGINA


Ojalá se cayera por las escaleras de la entrada y se rompiera la cabeza. 

—Georgina, vuelve a tu trabajo —Kresten se dirigió a mí con el tono más frívolo que le había escuchado alguna vez. Bajé la mirada, incapaz de sostenerla—. Todos, a vuestros puestos —habló al resto de empleados antes de dirigirse al imbécil que seguía echando humo—. Y usted, no vuelva a faltarle el respeto a nadie si no quiere que llame a la policía.

Francesc endureció la expresión, pero no volvió a alzar la voz. El silencio se hizo en la cafetería, entre los clientes curiosos, mis compañeros, que aún alterados se mantenían tensos y yo, que quería que la tierra se me tragara. Incluso las chicas de la librería se habían asomado a la barandilla del piso superior, curiosas. 

Hablar con un "superior" calmó lo suficiente al cliente imbécil como para que se fuera contento diez minutos más tarde. Después, Kresten se las apañó para despejar el local, mientras Sergio y Claudia discutían en una esquina. 

—¿Cómo has podido quedarte ahí como un imbécil? —exclamaba mi amiga—. ¡Eres el dueño, por Dios! 

—No lo sé, ¿vale? —replicó él que frustrado se llevaba las manos a la cabeza—. Nunca me había encontrado con algo así. 

—No me lo puedo creer —Claudia se cruzó de brazos, pero la discusión cesó en cuanto Kresten se dirigió a nosotros.

Estaba enfadadisimo. 

—Sergio —llamó a su amigo—, tenemos que hablar, 

Kresten y Sergio tuvieron una tensa conversación sobre lo que había sucedido. No llegué a escuchar sus alegatos, porque se encerraron en el despacho de la librería.

Alex limpió la bebida que yo había tirado al suelo. Insistí en hacerlo yo, pero no me lo permitió y me pidió que me tomara un tiempo para relajarme. Ya, como si fuese fácil. Me di por rendida y me escondí detrás del mostrador. 

Quince minutos más tarde, Sergio bajó las escaleras y salió del local hecho una furia. Tras él, Kresten se asomó a la barandilla de la planta superior y por fin, rompió el silencio:

—Georgina, ven a mi despacho. Ahora. 

Subí, callada y cabizbaja. Iba a regañarme. O a echarme. Tal vez se arrepentía de haberme ayudado y se acababa de dar cuenta de que, si había salido del banco gritando, debió haber pensado que acabaría haciendo lo mismo en su cafetería-librería. 

Me esperó dentro del despacho, recostado sobre su escritorio. Se había arremangado la camisa, y tenía los brazos cruzados sobre su pecho de ese modo que marcaba sus músculos. Sus labios apretados, contenidos, al igual que su respiración, parecían estar a punto de unirse a sus dientes. Ese gesto frustrado que tanto le había visto en el banco. Apenas separé la mano del pomo una vez cerré la puerta. 

—¿Qué ha pasado? —su voz sonó tan amenazante como una lluvia de granizo.

—Ya te lo han dicho. 

—Quiero que me lo cuentes tú. 

Con un ido en la garganta y algo de temor, procedí a relatarle la historia de Francesc Laguardia, desde el día del ingreso del cheque hasta los menosprecios en la oficina que se habían repetido esa tarde. Kresten no emitió un solo sonido durante toda mi explicación, se dedicó a mantener el ceño fruncido, la mandíbula apretada y a mirarme fijamente con los brazos cruzados. 

—Sé que no debería haberle tirado la bebida encima —intenté excusarme cuando terminé mi relato—, pero es que... he perdido los nervios cuando ha comenzado a decirme que debo esforzarme un poco más. 

—No, no deberías haberle tirado la bebida —rompió mi monólogo—. Acabamos de abrir, Georgina, no podemos permitirnos un espectáculo como este.

Me abracé a mí misma. Lo sabía, yo misma había pensado eso antes de perder los estribos.

—Lo siento. —No fui capaz de mirarle—. He intentado contenerme. Te juro que lo he intentado —me excusé con bastante torpeza—. Pero es que... no podía más —Él se masajeó las sienes, y respiró hondo, como si buscara claridad. ¿Acaso no me entendía? No esperaba eso de él. Aguardé unos segundos, pero ante su silencio, exploté—: ¡No puedo más con la gente! ¡Y me parece muy injusto que te enfades conmigo! Porque yo le he tirado una bebida, vale, bien, pero él me ha menospreciado de todas las formas posibles, me ha insultado, me ha hecho comentarios misóginos y encima, ¿me tengo que disculpar?

Kresten negó con la cabeza. 

—No te he pedido que te disculpes.

—Pues lo parece.

—Y no estoy enfadado contigo.

Di un paso en su dirección, incrédula.

—¿Ah, no?

Él relajó su gesto y me dedicó una mirada seria pero tranquilizadora. 

—No. Estoy enfadado con Sergio porque él estaba ahí, viendo como el hombre te menospreciaba y en vez de echarlo, se ha quedado a mirar —su explicación calmó un poco mis nervios—. Y cuando había que intervenir, no ha hecho nada útil. No está preparado para dirigir. Estoy enfadado porque yo debería haber estado aquí para evitar que te hiciese perder los nervios hasta explotar. Y estoy cabreado porque me he disculpado con ese idiota cuando debería haberle echado y prohibido volver. Nadie debería hablarte de ese modo.

¿Solo a mí? El imbécil había llamado a Kresten "puto guiri". 

—A ti te ha insultado, ¿por qué te has disculpado? 

—Es un xenófobo —se encogió de hombros, como si le diese igual—. Fuck him. 

Di otro paso más. Él seguía apoyado en el escritorio, con expresión de molestia. Chasqueó los dientes.

—Si yo hubiese estado aquí, no se hubiese atrevido a decir nada de eso —siguió diciendo—. Joder, tengo ganas de partirle la cara y no puedo. Georgina, yo te hubiese defendido. Y el idiota de Sergio no lo ha hecho.

Me sacó una sonrisa enternecida. Estaba molesto por no haber podido defenderme, no por el hecho de que yo hubiese montado un escándalo.

—Últimamente, estoy siempre a punto de explotar. Ya lo viste con el director de la sucursal y con mi madre —suspiré y bajé los brazos, rendida. Todas mis murallas se habían caído—. Dudo mucho que hubieses conseguido que no le echara la bebida encima. Además, sé defenderme sola. 

—Lo sé.

Su molestia se relajó un poco, pero no perdió la dureza en la mirada, que había conectado con la mía. Me mordí el labio, porque de pronto, tenía unas ganas irremediables de besarlo.

—Siento haber espantado a media cafetería —me disculpé de nuevo. 

Kresten eliminó el espacio que quedaba entre nosotros. Otra vez se las había apañado para verme en mis momentos más vulnerables.

"Va, ¡esfuérzate un poco más!", las palabras de Francesc fueron Un eco, rebotando de lado a lado en mi cabeza. 

Tal vez por eso acaba con todo a medias, porque no me esforzaba lo suficiente, a pesar de lo cansada que me sentía de esforzarme.

—Georgie —susurró Kresten—, te voy a cambiar a la librería.

Su respiración, que estaba un poco agitada, acarició mi rostro.

—¿Por qué?

—Porque volverá, y cuando lo haga no quiero que te vea en la entrada. Quiero que me avisen de que ha venido para que pueda echarlo.

Me negué.

—Me gusta la idea de los libros, pero yo estoy bien en la cafetería. Me lo paso bien con Alex, y no quiero darle la satisfacción a ese tío de ver que cuando vuelva no sigo ahí. Quiero que me vea. Que sepa que no ha acabado conmigo. Quiere hundirme y no quiero que crea que lo ha conseguido. Estoy harta de agachar la cabeza.

Una sonrisa orgullosa se dibujó en su rostro tras mi declaración.

—Bien, pues seguiremos así —se había acercado todavía más, o al menos esa fue la impresión que me dio—. Aunque, si en algún momento quieres cambiar, solo tienes que pedírmelo —hizo una pausa, muy cerca de mi oído. Tuve que esforzarme por controlar el temblor de mis labios anhelantes—. Hace varios años me despidieron de un pub. Tuve un mal día, gestioné mal mis emociones y me bebí media botella de ginebra de la barra. Imagínate entrar a un local en el que el camarero está tan borracho que no puede sostenerse en pie. Me merecía que me echaran.

No me imaginaba a Kresten borracho y perdiendo el control.

—¿Por qué me cuentas esto? —le pregunté.

—Porque tienes la misma cara de vergüenza que tenía yo —estuve a punto de quejarme cuando desvió la mirada y creí que iba a alejarse, pero para mi alivio, no se movió—. No te preocupes. Sé que no eres una persona que pierda los estribos fácilmente.

En eso estaba equivocado.

—No era ese tipo de persona —le corregí—. Ahora no sé a dónde ha ido mi paciencia. Me ha abandonado por completo. 

—O se ha cansado de que abusen de ella. —corrigió él. Tal vez sí, tal vez había estado encerrando mis emociones demasiado tiempo—. Se te ha deshecho la trenza —observó.

Dejé salir el aire que había estado reteniendo, frustrada. Ni siquiera mi cabello tenía ganas de hacer lo que yo quería.

—Mierda, se me va a enredar el pelo —busqué el punto en el que se había deshecho, para intentar salvarla, pero Kresten me detuvo. 

—Déjame a mí.

Un agradable cosquilleo apareció en el nacimiento de mis cabellos cuando él comenzó a trenzar, detrás de mí. Las semillas de mi girasol iban a salir disparadas. Todo mi cuerpo se convenció de que ese toque en mis cabellos era mágico. Y de que quería más, sin importar el precio. 

—Tienes el cabello muy suave —me halagó con tono calmado. 

—Es un desastre. 

—No lo es. 

Posó la trenza sobre mi hombro izquierdo una vez terminó, de modo que colgaba. Las cosquillas hormiguearon en mi cuello y me bajaron por el brazo.

—¿Por qué te emborrachaste? —le pregunté en un susurro.

—Discutí con alguien que me importaba mucho. 

—¿Quién era? 

—Eso ya no importa.

Sus manos se posaron en mi cintura, y su cabeza, estaba detrás de mí, lo suficiente lejos de mi oreja como para que no se me erizara la piel, pero lo suficiente cerca para que fuera demasiado íntimo.

Iba a explotar. 

Y me daba igual. 

—Abrázame —le pedí.

No me dio el abrazo que esperaba, en su lugar, apretó los dedos en mi cintura. La desilusión se instaló en mis labios hambrientos con un regusto amargo. Kresten se tensó y yo cerré los ojos, casi arrepentida de lo que le había pedido. 

—No mereces a alguien como yo, Georgie —dijo.

Sonó como una rendición y no me gustó. 

—¿Y qué merezco? 

—Creo que no hay nadie a tu altura. 

Me moví contra él y respondió, aferrando las manos todavía más a mi cintura, con firmeza, como si temiera que al soltarme pudiera derrumbarse. 

—Qué mentiroso.

—Yo no miento —susurró, y esa vez noté su aliento en mi cuello.

—Entonces tienes una concepción de mí un tanto extraña —hice una pausa—. Abrázame —le volví a pedir.

Moví las caderas ligeramente, de un movimiento tan lento y sugerente que solo podía significar una cosa: lo estaba reclamando.

El abrazo llegó.

Una de sus manos se movió hasta la parte baja de mi vientre, donde crecía una hoguera crepitante. La otra rodeó mis hombros, en un abrazo que en lugar de calmar las llamas, las avivó.

—Tengo una concepción bastante buena —confesó Kresten en mi oído. Sus cabellos acariciaron mi piel—. Algo que me sucede, más bien poco.

—Pero si me detestas.

—Sí, te detestaba. Pero ya no. 

—Es verdad —bromeé un poco—. Ahora te gusto.

Eché la cabeza hacia atrás, apoyándome en su hombro. Tenía pocas cosas claras en ese momento. Quería lo que me hacía sentir, y si él estaba dispuesto, le dejaría llevarme a donde quisiera en ese mismo instante. Volvió a susurrar mi nombre, como una advertencia que ignoré, porque la tensión que se movía entre nosotros estaba a punto de asfixiarme.

—Hazlo —exigí—. Estoy harta de fingir que no te deseo. Acaba ya con esto.

Eso no tuve que repetirlo. Me hizo voltear de un movimiento impulsivo y plantó sus labios sobre los míos. Él explotó conmigo. 

Sus besos eran como el fuego que crecía en mis entrañas y que en algún momento él había alimentado con su descaro. Eran mucho más feroces que nuestros enfrentamientos, porque convertían dos hogueras en incendios forestales. 

¡Cómo lo había echado de menos!

Su toque se deslizó hasta la parte baja de mi espalda para apretarme contra él. Lo agarré de la camisa, porque necesitaba tenerlo más cerca. Me tomó de la nuca y movió mi cabeza para profundizar el beso: exploró mi boca con su lengua demandante y tan sedienta como la mía. 

Me costaba respirar. Me costaba pensar. Me costaba hacer cualquier cosa que no fuese responder a él. 

Sus manos subieron a mis mejillas, sujetándome con tanto fervor que creí que nunca podría separarme de él. Su pasión me reclamó como suya, porque era un hombre tremendamente intenso.

Solté un leve quejido cuando choqué contra la mesa del escritorio. Kresten rompió el beso, y apoyó la frente sobre la mía, jadeando.

—Me vuelves loco —confesó.

Si creí que no podía respirar, esa declaración aceleró tanto mis pulmones que creí que la única forma de no ahogarme sería volviendo a sus labios, porque necesitaba su aliento como el oxígeno.

Tiró de mi labio inferior con los dientes y deslizó sus besos hasta mi cuello. Sus manos abandonaron mis mejillas y se deslizaron por mi espalda, arriba y abajo, hasta que decidieron cerrarse sobre mis nalgas. Yo seguía con los puños cerrados sobre su camisa, incapaz de soltarlo.

Ese hombre iba a acabar conmigo y yo quería que lo hiciera.

—Estoy asustada de lo que siento —confesé en un susurro contra sus labios.

—Yo también.

—¿Podemos hacerlo y luego fingir que no ha pasado? —le pregunté, porque aunque no sabría si sería capaz, era el único modo de que funcionase.

Lo quería a él. En ese preciso instante.

—Sí —contestó.

Me estremecí. Cerré los ojos. Sus dedos se deslizaron hasta el borde de mis pantalones y jugueteó con el cierre mientras yo contenía el aliento. Todo mi ser se derretía por sentir unos dedos que no fueran los míos entre mis piernas. Por sentirlo a él dentro de mí.

Kresten metió la mano dentro de mi ropa interior. Sus dedos calientes me acariciaron con suavidad y se me escapó un pequeño gemido de entre los labios.

«Más, más, más». 

Y ni siquiera había empezado. 

—Joder, Georgie —maldijo antes de rogarme—: Susúrrame. Gíme en mis labios.

Torturó mi punto más sensible con caricias suaves y pequeños toques. Otro gemido más y él siguió rogando que los susurrara, que se los regalara todos para que solo él pudiese escucharlos. 

—Me encanta el sonido de tu voz, Georgie. Pero necesito que los empleados me sigan respetando —insistió, dejando un camino de besos en mi hombro—. Gime en susurros para mí.

En ese momento no me sentí capaz de controlar nada y mucho menos si seguía rogándomelo con ese tono tan sexy.

Kresten deslizó su toque más abajo, que se encontró con mi entrada mojada y me acarició, antes de introducir un dedo en mi interior. El placer me obligó a morderme los labios con tanta fuerza que creí que sangraría. Él me ayudó a callar los gemidos con su lengua. Su otra mano abandonó mi cintura para desabrochar los botones de mi camisa. Mis pechos quedaron al aire, protegidos tan solo con la fina tela del sujetador. Desprotegidos por completo ante el peso de su mano y la humedad cálida de su lengua, que se aventuró en mi escote.

Y sentí. Mariposas recorriéndome la piel, abriéndome el pecho y saliendo locas a volar. Podrían haber llenado toda esa habitación.

Existían. Esas malditas existían.

Me arqueé todavía más contra él. Y busqué con desesperación el modo de hacer que sus labios se encontraran con los míos. Que se hiciese uno con mi piel, que su respiración fuese la mía. Me aferré a él como al volante de un coche que va a gran velocidad. Como si fuera a estrellarme, pero, de algún modo, pudiese hacer que saliéramos volando. 

Me senté sobre el escritorio y él se colocó entre mis piernas. No me dio un solo segundo de descanso, pues tiró del lóbulo de mi oreja con los dientes. Mi cuerpo era suyo en ese instante y quería que lo tomara todo. Su lengua me acarició la piel y se deslizó por mi cuello, mientras restregaba su mano contra mi sexo, mojado y sediento al mismo tiempo. Me mordí el labio porque no sabía si sería capaz de susurrar.

No sabía que era capaz de gemir de ese modo.

—Fuck —masculló él y besó mis labios de nuevo—, quiero follarte hasta escucharte gritar mi nombre. Esto es una puta tortura. 

No sé cómo me contuve, pues estaba extasiada.

—Cállate y sigue —le exigí, a lo que él respondió, volviendo a penetrarme con sus dedos, esa vez sin piedad.

—Creía que aquí yo era tu jefe —me rebatió. Sus ojos atraparon los míos, demandantes—. ¿O se te ha olvidado que no estamos en el banco, guapa?

Me agarró de la trenza con firmeza con su mano libre, abriéndose paso por mi cuello. Me tenía sometida y me encantaba. Eché la cabeza hacia atrás, con una sonrisa contenida en el rostro. Quise responder, pero no pude cuando volvió a estimular ese punto entre mis piernas que se había mantenido sediento durante años.

Desconozco si el motivo por el que perdí la razón fue la descarga eléctrica de su pulgar en mi clítoris, la sensación de plenitud de mi interior o sus labios mojados, que atraparon el lóbulo de mi oreja. Ronroneó ante mis gemidos.

—No escondas la cabeza. Déjame verte —me pidió.

Sus labios buscaron los míos, porque parecía que no era capaz de tenerlos quietos. Su lengua arrasó con la mía. Éramos dos imanes que cada vez se querían más juntos. Y no sabía cómo íbamos a fingir que nada había sucedido después. Pero no importaba.

Me negué a pensar en eso en ese momento. Se me escapó un gemido cuando noté que introducía un dedo más. Mis caderas perdieron la rigidez, y me moví contra él, porque quería sentirlo todavía más. Me bajé ligeramente los pantalones para sentirlo mejor.

Quise hacer algo por él y acaricié su pecho, sobre la camisa, sin saber muy bien qué más hacer.

¿Debía decirle que era virgen? No. Ni hablar. Seguramente se echaría atrás, y quería que me consumiera, que acabara de una vez con el sufrimiento de desearlo.

Él me provocó, mientras mordisqueaba mi cuello. Me tiró de nuevo de la trenza enredando en su mano, con firmeza. No me hacía daño, al contrario, me excitó. Quería que me dominara, que continuara sobre mí, que me prohibiera hacer cualquier cosa que no fuera responder a él.

Temía que me doliera si cambiaba sus dedos por su pene, pero me rendí a las oleadas de placer. 

—Por favor —supliqué.

—Me gusta cuando intentas darme órdenes, Georgie.

—Kresten, por favor.

—Llámame Kres.

—Por favor.

—Dilo.

—Kres, por favor.

Sus labios volvieron a los míos. Sus caricias se hicieron más violentas y sentí una punzada de dolor. Siseé en su boca.

Él se detuvo y me miró a los ojos, tomándome del mentón para que no me escondiese.

—¿Estás bien? ¿Te he hecho daño? —me preguntó. Me acarició el rostro con algo parecido a la veneración y la preocupación.

Si me miraba así, no podía olvidarme de lo que estábamos haciendo, porque parecía que me quería.

Asentí varias veces.

—Bésame —le pedí.

Eso mismo hizo. Pero no volvió a la ferocidad de antes. Fue más lento y consciente, provocando que de mis labios salieran únicamente jadeos y gemidos leves que susurré para él. Apoyé la cabeza en su hombro y busqué, desesperada, la forma de devolverle una pequeña parte del placer que él me estaba dando. Su cuello me pareció la más deliciosa de las tentaciones. El intenso olor de su perfume, que meses atrás había invadido mi coche, ahora me tenía rendida a sus pies. 

Su respiración se aceleró y esa vez, fui yo quien disfrutó de sus gemidos en mi oreja. Me atreví a buscar el cierre de sus pantalones. Estaba a punto de deshacerme en estrellas, o tal vez algo muchísimo más grande: de explotar de verdad, cuando sus dedos salieron de mí. 

Lloriqueé.

—Todavía no, amor —susurró.

«Amor». Me estremecí. Kresten cerró los ojos y apretó los párpados. Parecía estar teniendo un dilema interno. Apoyó sus manos a cada lado de mis caderas, aun protegiéndome con su cuerpo.

—No puedo —continuó con la frente apoyada en la mía y su aliento susurrándome en los labios—. No puedo follarte en esta mesa.

«¡¿Qué?! ¿Estaba de broma? ¡Yo quería hacerlo en ese mismo instante!».

—¿Por qué?

—No... no puedo —Apretó los ojos, que tenía cerrados—. Lo siento.

—Vale —contesté sin más. No pude mirarle, del mismo modo que él tampoco a mí. Todo lo que me había dicho, el modo en el que me había encendido y... ¿se detenía sin más?

No entendía por qué.

—Georgie, me gustas mucho—continuó él, casi atormentado—, es solo que... 

—No tienes por qué darme explicaciones —no le dejé continuar—. Tú no me las pediste, estás en todo tu derecho.

Tantas veces me había sentido cohibida al tener que dar explicaciones cuando no quería continuar, que exigirle a él no me pareció justo. Además, no sabía si podía soportar que me dijese que ese "amor", no había sido más que cosa de la excitación. 

—Pero yo si quiero que lo sepas —me rebatió, buscó mi mirada para sostenerla, como si de ese modo pudiese acabar con mis dudas. Y las suyas, pues la seguridad de su rostro que tanto me gustaba se había escondido, avergonzada. Estaba nervioso—. Cuando me acueste contigo, no será a toda prisa en una mesa. Quiero horas, Georgie. Quiero tumbarte en una cama. Quiero poder disfrutar de ti sin preocuparme de que....

Tocaron a la puerta antes de que él terminara de hablar. Kresten chasqueó los dientes con fastidio y echó la mirada hacia la puerta.

—De eso —aclaró.

«Cuando me acueste contigo... Quiero horas».

Mi corazón, que ya se había acelerado, corrió loco por mi pecho. La excitación del momento casi me había abandonado y su declaración me asustó. Me abroché la camisa.

—Kresten... no quiero ser tu follaamiga.

Arrugó las cejas. Su rostro se bañó en una mueca de extrañeza y desagrado. 

—¿De dónde has sacado esa idea? —me preguntó, y me sorprendí porque pareció dolido—. Te dije que no tenía novias, pero nunca he dicho que te quiera como follaamiga. Ni a ti ni a nadie.

¿No era eso lo que Míriam había dicho? «Como mucho te pedirá que seas su follaamiga». ¿Cuál de los dos mentía?

Otro toque más y la realidad cayó sobre mí como un cubo de agua fría. Había estado a punto de perder la virginidad en la mesa de mi jefe. Mi antiguo cliente.

Que también era, algo parecido a un amigo en un sentido retorcido, pues a los amigos no tenía ganas de follármelos. Y al parecer él tampoco.

Me quedé sin formas de describir la vergüenza que sentía. 

—Creo que... lo supuse —presentí que no le gustó mi respuesta por el modo en el que dejó caer la cabeza hacia adelante. 

Seguía entre mis piernas, con las manos apoyadas en mí. Eran tan grandes que prácticamente me cubrían toda la cintura. Pensé en lo fácil que sería decirle "llévame a tu casa otra vez". Él no se negaría. Él quería horas.

Quería una noche.

Y yo también.

Alcé ligeramente el rostro y me encontré con sus labios, rojos e hinchados, igual que los míos. Me hubiese gustado atreverme a besarle de nuevo, pero sentí un pellizco en el corazón.

No estaba preparada para otro desayuno al que no podría acostumbrarme.

—Debería irme —susurré mientras él seguía asimilando mis últimas palabras. 

No se resistió cuando lo aparté y me bajé de la mesa. Permaneció de espaldas, pensativo, con las manos apoyadas sobre la madera.

Me invadió el impulso de salir de ahí y me subí los pantalones a toda prisa.

Volvieron a tocar.

—¿Quién es? —preguntó Kresten, que todavía no había dicho nada. 

Dayana habló al otro lado de la puerta. Tenía problemas para cuadrar el cierre de caja de la librería. Kresten maldijo por lo bajo.

—Estoy intentando hacer lo mejor, Georgie —él habló detrás de mí. 

No me dio tiempo a contestar.

Dayana volvió a tocar. 

—Fuck —masculló Kres y se acercó a la puerta. 

«Kres», me gustaba como sonaba.

 Alcanzó el pomo antes que yo, pasando su brazo por mi espalda. El calor de su cuerpo me llenó de cosquillas. Se dirigió a mí: 

—Espera aquí, Georgie, ahora vengo. Necesitamos terminar esta conversación.

Asentí y me hice a un lado. Él salió del despacho y siguió a Dayana, perdiéndose entre las estanterías de libros. 

Se me había secado la boca. Kresten no quería un polvo rápido conmigo. Tampoco una relación. Nada de vinculaciones amorosas. 

Y yo... había perdido la cabeza.

Porque en realidad no tenía ni idea de a donde quería llegar.

Lo único que sabía era que lo quería a él, y esa era una declaración que todavía me confundía.

Si él me proponía que pasara la noche con él, ya no... mierda, la emoción del momento se me había ido de las manos. No podía acostarme con él. Quería hacerlo, dios mío, quería que me arrastrara con él hasta donde quisiese.

Pero... si lo pensaba con detenimiento. Ni siquiera había sabido como acariciarle. 

¿Se habría dado cuenta? ¿Tan obvia podía llegar a ser?

Decirle que era virgen se me hacía mucho más íntimo que acostarme con él. Porque tendría que decirle que sería el primero, y si me preguntaba por qué no sabría qué contestar.

Me llegó un mensaje de papá, casi caído del cielo: 

¿Los 3.000€ que hay en un sobre en el comedor son tuyos? 

No. No eran míos. Debían ser de Arnau. 

No me dio buena espina.

Eché un vistazo a lo lejos a Kresten. Al parecer faltaba el dinero de dos libros. O habían dado mal el cambio a algún cliente o habían robado dos libros. O quién sabe, tal vez habían introducido por error algún libro más en la venta que finalmente no se había vendido. ¿Alguna devolución mal hecha?

Dayana se mordía el labio, angustiada. Míriam apretaba la mandíbula y tenía los brazos cruzados en resignación. Paulette parecía estar a punto de llorar. Y Kresten se pasaba las manos por el cabello claramente angustiado. 

Sí, necesitábamos tener una conversación.

Pero no en ese momento. Yo no estaba preparada para tenerla. Y él ya había tenido suficientes problemas durante el día.

Quería llegar a casa para saber de dónde demonios había salido ese sobre de dinero. 

Así que me fui sin despedirme, otra vez, como la cobarde que era.

Ay Kresten, se piensa que no pero es un romántico. 

A estos dos les gusta dejarnos con la miel en los labios todo el rato, eh jajajaja

¿Qué os ha parecido el capítulo? Este ha sido larguito. De hecho, iba a subirlo mañana, pero he querido ser buena y no dejaros con la intriga...🤭😂

Mil gracias por leer, 

Noëlle 


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