29. ¡Esfuérzate un poco más!

GEORGINA 

Kresten permaneció a mi lado durante toda la fiesta de compromiso. Iba guapísimo para la ocasión. Se había puesto un pantalón de traje, acompañado de una camisa que (como no), llevaba el cuello desabrochado, mostrando los tatuajes de su pecho. Se arremangó nada más llegar, y se recogió los cabellos en un moño, que dejaba un par de mechones sueltos en su flequillo. En cuanto a mí, Claudia me dejó un vestido de satén. Era celeste, con pequeños detalles de flores bordados, del mismo color.

Me sentía explosivamente sexy. Y con él a mi lado, todavía más.

Hubo catering, música, piscina y muchos familiares y amigos de Albert a los que no conocía. Tuve que insistir de nuevo, en que Kresten era mi amigo, pero mi madre seguía con sus insoportables indirectas. Y a mis tías les encantó seguirle la corriente. Una puñalada a mi corazón que sabía que estaba junto a un hombre que no podía tener, a pesar de que, en ocasiones, me tratara como si estuviese dispuesto a ser más.

Mamá me pidió que fuese a buscar unos canapés especiales que había preparado y que no había recordado mencionarles a los de catering que quería servirlos. Estaban en la nevera. Kresten me acompañó. Sacamos los pequeños canapés de queso de cabra y los distribuimos sobre la isla de la cocina. Tendríamos que dar un par de viajes para dejarlos todos en las mesas que había repartidas por el jardín.

Antes de que empezáramos a servir, mi madre se asomó a la cocina. Estaba preciosa con su vestido blanco y el recogido que se había hecho en la peluquería esa mañana.

—¿Dónde está Arnau? —me preguntó—. ¿Va a venir más tarde? Esos eran sus favoritos.

—No ha querido venir —le contesté, sin mirarla.

Ella frunció el ceño.

—Se está pasando de egoísta —se quejó—. Me estoy cansando de su actitud.

Vaya, ahora que le afectaba a ella, sí que le molestaba la actitud de mi hermano.

—No puedo hacer nada —le contesté, ya rendida—. Estoy harta de discutir con él.

Ella se pensó su contestación.

—Pero, ¿le dijiste que quiero que me lleve al altar? —insistió.

No, no se lo había dicho, pero ya sabía la respuesta que iba a darme: no. Uno rotundo y tal vez, a gritos, acompañado de un "¡¿Me lo estás preguntando en serio?! ¡Joder, es que es increíble!"

— Creí que se lo habías dicho tú —le contesté a mi madre.

—¿Cómo voy a decírselo yo si no quiere hablar conmigo?

Arqueó las cejas, exigente, pero no añadí nada más. Había agotado mis posibilidades entre ella y Arnau, no sabía qué más hacer para solucionarlo y cada vez que lo intentaba, acababa escaldada.

—Georgina, soy vuestra madre —insistió, al ver que mi respuesta no llegaba—. Creo que merezco un mínimo respeto por tu hermano y que se presente a mi boda.

Lo decía como si fuera mi responsabilidad.

—Pues como eres su madre, apáñate tú con él.

Mamá, sorprendida, se cruzó de brazos. Era la primera vez que yo le contestaba así. No se lo esperaba, bien, yo tampoco.

Chasqueé los dientes y agarré una bandeja, dispuesta a marcharme.

Mamá no se dio por vencida y se fijó en Kresten, que fingía distracción. Al hombre se le daba bien comportarse como si fuese invisible y lo agradecí. No quería involucrarle en mis problemas familiares.

—¿Tú no puedes ayudarme a que entren en razón, Kresten? —le preguntó mamá —. Estos hijos míos van a volverme loca.

—¡Oh, no! ¡Eso sí que no! —repliqué antes de que él pudiese contestar. Volví a dejar la bandeja sobre la encimera y, ante mi irreconocible madre, tomé a Kresten de la mano—. Kres, vámonos.

Necesitaba estar fuera de esa fiesta y de esa casa de maravillas en la que yo no encajaba. Él me sujetó con firmeza, apoyándome.

—¡Georgina, no puedes irte! —exclamó mi madre, angustiada—. Es mi compromiso y mi boda y quiero que mis hijos estén presentes.

Volteé, para encararla.

—¡¿Y tú?! ¡¿Cuándo estás presente tú?! ¡¿Lo estuviste cuando dejé el trabajo?! ¡¿Cuándo tuve el último accidente? ¿Cuándo pagué todos los estudios de Arnau? ¿Estuviste el verano pasado cuando lo ingresaron por apendicitis y no viniste al hospital porque estabas en París? ¡¿Estás tú con tus hijos?!

—Sois mayores de edad, no me necesitáis.

—¡¿Qué no te necesito?! ¡¿Qué no necesito a mi madre porque ya soy adulta?! ¡¿Y Arnau?! ¡Él tenía dieciséis cuando te fuiste! ¡Era un crío al que su madre abandonó porque prefirió ir a follarse a su profesor de matemáticas! Así que no me jodas, porque ni siquiera haces el esfuerzo. ¿No quieres a papá? ¡Genial! Pero parece que ni siquiera nos quieres a nosotros. Y encima... —hice una pausa, porque necesitaba respirar— ¡Encima asumes que no te necesito! —me escocían los ojos—. ¡Claro que te necesito! ¡Pero hace mucho tiempo que lo único que importa es lo que necesitas tú!

Adiviné un brillo en su mirada, que se abría abierto en sorpresa y tal vez, dolor. Bien, que le doliese. La verdad es jodidamente dura.

No me detuve a mirarla, sino que volví a caminar, alejándome, mientras arrastraba a Kresten que todavía me sujetaba de la mano, atónito.

—Wow —exclamó Kresten, una vez estuvimos en el jardín.

—No digas nada, por favor.

El chico me acompañó en silencio, hasta el coche, mientras esquivaba a mis tías, que se me cruzaron en el camino preguntándome por qué estaba llorando. Mi madre seguía dentro de la casa.

No me despedí de su prometido.

Estaba harta de ser conciliadora y sentirme responsable de solucionar todos los problemas que había a mi alrededor. Que se apañara ella con mi hermano: no era asunto mío.

Me pasé todo el trayecto a casa desahogándome, mientras Kresten me escuchaba. Me gustaba cuando dejaba de ser burlón y me dedicaba toda su atención. Sabía leer las situaciones, o tal vez solo sabía leerme a mí, pero me era más que suficiente.

Fue horrible contener el deseo de mis labios y el anhelo de querer sentir sus brazos a mi alrededor de nuevo.

Cuando el lunes a primera hora volví a la cafetería, me sentía tremendamente fuerte. Y así continué durante varios días, a pesar de lo difícil que estaba siendo para mí adaptarme. Sí, el banco era igual de frenético que la cafetería, pero no peligraba con quemarme la mano.

—¡Buenos días! —saludé al equipo de The Bookclub café al entrar a primera hora.

Ya estábamos a viernes y la semana me había ido bien. Se avecinaba un fin de semana tranquilo. Iba a salir con mis amigas a la playa y con un poco de suerte mi hermano no me fastidiaría.

Solo había llegado Míriam, que guardaba sus cosas en la taquilla de empleados. Apenas hizo un gesto con la cabeza. No habíamos hablado desde que nos presentaron y con un simple "Hola" escueto, me dijo su nombre.

—¿Estás preparada para la semana? —le pregunté, en un intento de sacar conversación—. Por cierto, me encanta tu peinado.

Tenía los cabellos brillantes, tan sedosos que sin tocarlos daban la impresión de ser increíblemente suaves. Se los había cortado un poco más, a la altura de las orejas.

—Nunca estoy preparada para la semana —contestó. Ignoró mi halago.

Agarró una bolsa de tela y se dirigió a la salida de la zona de empleados. Me mordí el labio, impactada por su tono seco. ¿Le había hecho algo?

—No ha dormido bien —dijo Dayana a mis espaldas. La peruana era mucho más simpática y, a diferencia de Míriam, siempre me regalaba pequeñas conversaciones y bromas—. No le hagas mucho caso.

—Oh, vaya. Puedo prepararle un café —me ofrecí—. ¿Cómo le gustan?

La chica morena me dedicó una sonrisa antes de contestar:

—Qué dulce eres, pero por tu bien y por el mío, prefiero que se duerma a que se altere con el café.

—¡Sí, quiero café! —exclamó Míriam desde la distancia—, con caramelo y leche de avena. ¡Gracias!

Volteó de nuevo para seguir caminando en dirección a la librería. Esa chica tenía un carácter excéntrico que se me antojó difícil de descifrar.

Me di por satisfecha, porque después de la experiencia en la sucursal, lo último que quería era volver a trabajar con mal ambiente. A fin de cuentos, mis compañeros formaban parte de mi día a día y llevarme mal con ellos no me pareció una buena opción.

—¡Marchando uno para llevar a la librería! —exclamé.

Estaba a punto de ir hacia la zona de la cafetería cuando Alex entró, seguido de Kresten, que me saludó y se dirigió a las escaleras que subían a la librería. Como siempre, se metía en su despacho nada más llegar. Míriam ya estaba subiendo las escaleras, por lo que se cruzaron. El chico se detuvo a su lado.

—Hola, Míriam —la saludo él con cordialidad.

—Hola —respondió la otra, seca.

—¿Qué tal estás?

—Uau, ¿te importa? —todo el equipo se quedó en silencio ante la contestación de la chica.

El chico arqueó las cejas, desafiante y sorprendido. Dayana, que estaba a mi lado, le hizo un gesto a Kresten por detrás para que lo dejara, pero él se resignó.

—Lo intento, pero haces que sea imposible —le dijo él a la muchacha de cabellos cortos.

Kresten reanudó su marcha y Míriam lo observó fijamente, con cara de pocos amigos, hasta que él desapareció escaleras arriba.

—¿Y a esos qué les pasa? —preguntó Alex con cierta diversión—. ¿Un mal polvo?

«Espero que no, pero lo parece».

Me dieron ganas de vomitar al imaginarlos juntos. De hecho, recordé a Kresten con Matías y se me revolvió todavía más el estómago. ¿Era muy egoísta deseara que solo me besara a mí? ¿Otra vez?

De pronto no quería darle café a Míriam y eso me hizo sentir muy mal.

«¡Céntrate, Georgina!».

—Creo que tengo que ir a preparar cosas a la barra —me escabullí, como la cobarde que orgullosamente era.

Alex, mi compañero de barra, me siguió. Nos unimos a los otros compañeros de la cafetería, que comenzaron a preparar las mesas.

Una de las cosas buenas de trabajar en algo físico, que no me pedía esfuerzo intelectual, era que me ayudaba a tener la mente en blanco. Pero eso no me ayudó del todo a eliminar las imágenes de Kresten y Míriam que se me venían a la cabeza.

Debió pasarles otra cosa. Seguro que era otra cosa.

En cuanto todo estuvo listo para empezar, prepararé el café de Míriam y se lo subí. Kresten estaba encerrado en su despacho.

—Hola, aquí tienes tu café —le dejé el vaso para llevar encima del mostrador de la librería.

—Gracias.

Deslizó sus uñas largas por el mostrador, hasta que agarró el vaso. Sus ojos estaban llenos de preguntas, que parecía estar contestando ella misma mientras me examinaba. Me crucé de brazos y, aunque no solté una sola palabra, ella notó mis defensas alzarse. Frunció ligeramente el ceño y después dio un trago.

—Me lo follé —soltó de golpe y a mí se me heló la sangre—, ¿sabes? Me dijo que la cosa se acababa ahí, aunque yo estaba coladita. Que estoy buena, pero no le gusto. Que quiere que sigamos siendo amigos. Vaya porquería. —dio otro trago—. ¿Estás bien? Te has quedado blanca.

—Perdón, no esperaba eso. Es...

Apoyó los codos sobre el mostrador para mirarme fijamente.

—No te lo digo por joderte. Pareces maja, pero sea lo que sea que te traes entre manos, no te pilles, por favor. Porque ese no se compromete con nadie. Como mucho te dirá que puedes ser su follaamiga. Qué rico el café —cambió de tema, como si lo que había dicho no tuviese importancia—, ¿está en la carta?

Sacudí la cabeza, porque eso había sido demasiada información. Había sido un cubo de agua congelada.

—No lo está, pero si alguien lo pide lo hacemos.

—Pues bautízalo como el especial Míriam. ¡Me encanta! ¿Quieres probarlo, Dayana? —se acercó a su amiga—. ¡Está delicioso! Por cierto, ¿has visto las novedades? Hay algunos libros a los que le tengo echado el ojo.

Las dejé ahí con su conversación. No sé qué esperaba, pero trabajar con una chica que se había acostado con Kresten y que eso me importara no estaba en mis previsiones. Pero, al menos yo no era la única a la que había dicho que no quería nada más que sexo.

🌻🌻🌻

Una semana después, Kresten y yo apenas habíamos hablado de nada que no fuese trabajo. Sergio apenas se pasaba por el local y Kresten parecía vivir allí dentro. Entraba el primero y se iba el último, a veces, de madrugada. Habían aparecido ojeras bajo sus ojos y solo tenía atención para temas de trabajo.

Si su socio no venía, era porque estaba ocupado. O eso me había dicho Claudia. No hice más preguntas porque no era asunto mío.

Un hombre que rondaba los cincuenta años y estaba tan rojo que podría confundirse con una langosta, entró muy alterado a la cafetería a primera hora de la tarde de un viernes de mediados de julio. Se detuvo ante el mostrador, alzó las manos y comenzó a vociferar.

Los turistas solían ser simpáticos, y me gustaba poder practicar inglés, aunque fuera de un modo torpe. Me moría de vergüenza cada vez que Kresten se acercaba y, aunque no hacía comentarios, me escuchaba destrozar su lengua natal con mis pocas dotes de habla. Por suerte, mis compañeros de la cafetería hablaban un inglés mucho mejor que el mío y siempre estaban ahí para socorrerme, e incluso alguno hablaba francés y alemán.

Al ver que ni Alex, ni Pol le comprendían, el hombre se dirigió a mí y, comenzó a hablar, atropellándose con sus propias palabras, en un idioma que yo no conocía.

O sí. Parecía inglés, pero basto, directo e incomprensible.

—No entiendo nada de lo que dice este señor —le confesé a Alex.

—Yo tampoco —admitió él—. Es que habla con un acento escocés muy cerrado. Creo que ha tenido un problema, pero no acabo de entender lo que quiere.

—¿Y qué hacemos?

El pobre extranjero estaba tan alterado que ni él mismo podía expresarse bien. Alex permaneció pensativo unos segundos y después, ante la atenta mirada de todos los camareros, salió corriendo.

One moment, please —le dijo Alex al turista, que seguía rojo y parecía estar a punto de tener un ataque de ansiedad.

Volvió un par de minutos más tarde, acompañado de Kresten.

El rubio se embarcó en una larga conversación con el turista, quien poco a poco se fue relajando. Y como no hacerlo, si el chico hablaba con aquel tono sereno y confiado. Si mantenía toda su atención en la persona que tenía frente a él, mientras repetía que iba a ayudarle.

Ojalá me hubiese dado cuenta de que no era tan imbécil como parecía en el banco, porque a pesar de su mal genio, era responsable. Me pregunté como fui tan tonta de pensar que, la noche que le llamé para que me viniese a buscar a Tagamanent, iba a dejarme allí sola. Ahora sabía que él no dejaba a nadie en la estacada.

Lo odié. ¿Por qué era tan amable?

Allí, tan guapo, volví a imaginármelo besando a Míriam y estuve a punto de tirar una taza al suelo.

Nunca había sido celosa, tampoco había tenido oportunidades para serlo. Y lo odiaba con toda mi alma.

Kresten se acercó a mí, y puse todo mi esfuerzo en no fulminarlo con la mirada.

—Al pobre hombre le han robado la mochila con toda la documentación —me explicó—. Voy a acompañarle a la policía, enseguida vuelvo.

Salieron de la cafetería y minutos más tarde, entraron Claudia y Sergio. El chico se dirigió a la librería en cuanto le dijimos que Kresten había salido, dijo que quería echar un vistazo a la terraza superior también.

—¡Te echaba de menos! —exclamó mi amiga, que se abalanzó sobre mí—. Tengo cosas que contarte.

—Hoy lo odio. A Kresten. Lo odio —mascullé, antes de darle oportunidad de seguir—. Espero que mañana se me pase.

Le conté lo de Míriam, y ella también soltó su repertorio personal de maldiciones.

—Le había sacado información a Sergio, pero esto no me lo había contado.

—¿Información? Ahora mismo no quiero saber nada, gracias.

Mi amiga ignoró mi petición.

—Tuvo un novio hace años —me dijo—. Nunca ha tenido a una mujer de pareja —«¿Un novio?», ella prosiguió—. Pero que la cosa acabó tan mal con ese chico que él ya no quiere intentar nada con nadie.

—¿En serio? ¿Trauma de ruptura?

Claudia asintió ante mi suspiro.

—¿Puedes contarme algo que me anime? —le pregunté, apoyándome sobre la mesa.

—De hecho, tengo una...

—¡Eh, guapa! —se me heló la sangre ante la voz que me llamaba a mis espaldas—. ¿Me tomas nota? ¿O vamos a tener que esperar a que acabes de tomarte el café con tu amiga?

No podía ser.

El maldito cabrón que me había menospreciado en el banco por el cheque. El que me puso una reclamación.

—¿Oye, tú no trabajabas en el banco? —me preguntó, con un destello de cinismo.

—Un segundo —le dije a mi amiga y me acerqué a él, con mi cara más falsa—. Se ha confundido.

—Creo que no me he confundido.

«Imbécil».

—¿Qué desea? —le pregunté, armándome de paciencia mientras él me examinaba.

Le tomé nota, con el pulso tembloroso. Una Coca-Cola con hielo. Vaya básico.

Me di la vuelta para servirle.

—Lo que yo decía—murmuró por lo bajo—. Chicas bonitas, mejor lejos del dinero.

Tuve que contenerme para no rechistar. Era un maleducado y un tremendo machista gilipollas, pero no quería armar un escándalo. No cuando eso podía perjudicar a Kresten.

Aunque ganas no me faltaban.

Serví su pedido en la bandeja. Quería cobrarle y olvidarme de él cuanto antes para volver con mi amiga, a quien se le había unido Sergio de un modo muy cariñoso.

—Señorita, esto no es lo que he pedido —se quejó el desgraciado, que se plantó frente al mostrador.

Me crucé de brazos. Mi pie derecho comenzó a repiquetear contra el suelo.

—Me ha dicho que quería coca-cola con hielo.

—No —respondió—, quiero el hielo picado.

—No tenemos de eso.

—¿Y qué hacemos? ¿No vas a darme una solución?

Busqué a Sergio con la mirada, y lo encontré, analizándonos fijamente.

—¿Qué quiere que haga? No tenemos hielo picado. Esto es una cafetería, no un bar de copas.

—Que machaques hielo y me lo traigas —alzó la mano con un gesto de exigencia—. Va, esfuérzate un poco, que no cuesta tanto.

—¿Perdone?

Me estaba tocando las narices, y ya había explotado con dos personas en las últimas semanas. Estaba a punto de sumarse a la lista junto con el Señor Serra y mi madre.

—Que te esfuerces, guapa. Menos mal que no soy yo el que te paga —señaló el vaso—. El hielo machacado. ¡Va! ¡Ahora!

Respiré hondo.

«No pierdas los papeles, Georgina»

—Voy a ver qué podemos hacer —le respondí, con el tono más educado que pude, aunque no se lo merecía.

¿Quién mierda inventó lo de que el cliente siempre tiene la razón? Porque quería darle un puñetazo. Me di la vuelta para salir a hablar con Sergio. Si no estaba Kresten, tal vez él podría decirme qué hacer, porque no tenía una machacadora ni ganas de hacer de sirvienta.

—Es un poco tonta, pero tiene buen culo —le dijo a su amigo por lo bajo.

Me detuve en seco.

—¡Repite eso, capullo! —exclamé, provocando que las miradas de casi todos los clientes se fijaran en mí.

Le estaba cogiendo el gustillo a ser el centro de atención.

Me acerqué a él, si había estado buscándome las cosquillas, las había encontrado. Y no le iba a gustar.

—¿Es que estás sorda? —me preguntó, chuleando.

«No iba a pasar ni una, ya no».

—Toma tu hielo, cabrón —Y le derramé la bebida por la cabeza, con hielo y limón incluidos.

—¡¿Pero tú estás loca?!

Tal vez sí, pero a mucha honra.

Mi minuto de gloria no llegó a completarse, porque el señor Laguardia se deshizo en amenazas y gritos. No, no quería llamarlo, señor, no merecía ese título de respeto. ¿Cómo se llamaba?

Ah, sí. Francesc.

Me pidió que me acercara a él si era tan valiente y dejara de esconderme tras el mostrador. Alex se puso entre él y yo, creando una barrera. Claudia se le unió enseguida, dispuesta a defenderme. El hombre se volvió rojo de rabia y humillación, igualando el tono de piel del turista escocés que se había llevado Kresten. Sergio se acercó a nosotros. Se le había acelerado la respiración y estaba pálido.

—¡Exijo que se la despida! —exclamó Francesc, con el rostro mojado y sucio de la bebida refrescante—. ¡A ver si aprende de una vez a trabajar! ¡No vale para ningún sitio!

Sergio me iba a matar.

—Le pido disculpas, lo siento. No sé que le ha pasado —se disculpó Sergio con la voz temblorosa, antes de dirigirse a mí—. ¿Por qué has hecho eso?

Me estaba acosando y menospreciando sin motivo me defendí.

—¡Además de zorra, mentirosa! —exclamó el otro.

—¡Oiga, no se atreva a faltarle el respeto! —se entremetió Claudia.

—Otra loca —masculló el imbécil.

—¡No están locas! —exclamó Alex.

Los siguientes minutos fueron una guerra de exclamaciones, unas sobre las otras de él y su amigo contra nosotros. Sergio seguía pálido y tartamudeaba mientras intentaba calmar la disputa que había traído una gran cantidad de mirones al local.

—¡Quiero hablar con vuestro superior! —exclamó Francesc.

—Señor, le invitamos a lo que quiera —contestó Sergio— ca... cálmese... yo... puedo ayudarle a limpiarse y ....

—Quiero hablar con su superior —repitió.

Dirigimos nuestra atención a Sergio, esperando que dijera que él era el dueño de ese establecimiento y en lugar de eso volvió a pedirle al hombre que se calmara.

—¡Os voy a poner una reclamación, una queja en el ayuntamiento y otra a consumo! ¡Ya veréis que poco dura este local!

«Muchas gracias, la de esta cafetería no la tengo todavía en la colección. Cuando me cambie de trabajo, le aviso para que me ponga otra reclamación».

—Le pido, por favor, que se calme —dijo Sergio con voz temblorosa—. Seguro que podemos arreglarlo.

—Oh, no. ¿Tú qué vas a arreglar, mindundi? ¿Dónde está tu jefe? —dijo el maldito. Se acercó a mí, amenazante—. Tuve un mes de mierda porque tú metiste mal un cheque. Ahora, te jodes en el paro, zorra. Creo que no me va a sentar tan mal la coca-cola.

—¡Yo no tuve la culpa de eso!

Ignoró lo que le dije, como muchas otras veces.

—¡¿Dónde está vuestro superior?! —repitió.

—Estoy aquí —La voz de Kresten sobresalió del cúmulo de curiosos de la entrada—. ¿Qué ha pasado?

—Un puto guiri —masculló Francesc entre dientes.

Georgina, mi reina, te amo jajaja me encanta que se esté desconteniendo. 

¿Qué opináis de Míriam?

¿Tenéis ganas de leer el siguiente capítulo?

Mil gracias por leer, 

Noëlle 

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