22. Llenar esa risa de silencios
KRESTEN
Reprimí el impulso de besarla hasta que la música acústica hubiera terminado por ese día. Porque Georgina tenía la risa más bonita de esa ciudad, y aquella guitarra no necesitaba cantante si la tenía a ella como acompañante.
Debía callarla. Tenía que llenar esa risa de silencios, porque si seguía cayendo en ella, estaría perdido.
Los dedos de Georgina seguían jugando en mi pecho. Creaban remolinos, subían hasta mi camisa y erizaban cada parte de mí. Y ella temblaba desde el momento en el que le reté a admitir que yo le gustaba.
Me perdí en los labios entreabiertos de Georgie y en la tímida excitación que revoloteaba alrededor de ella. Ese suave pellizco la había hecho acercarse a mí, con los ojos bañados en excitación contenida. Tal vez, por eso me atreví a retirar un mechón de su cabello detrás de su oreja. Era suave, a pesar del encrespamiento por la humedad de la ciudad. Ella dio un adorable respingo y se mordió el labio. Pestañeó y ladeó el rostro, echando un ojo detrás de mí.
Sabía que Killian nos estaba mirando, que tocaba a mi puerta para recordarme nuestra historia desde la distancia. Una historia que él tenía superada y que no pensaba volver a repetir. No me importó. Las heridas ya habían cicatrizado y desaparecido hacía mucho.
—Eres bonita de verdad —confesé, tomando a Georgina del mentón de nuevo, para que volviese a regalarme una de sus profundas miradas—. No es solo un dato.
Georgie no logró esconder su confusión, a pesar de que lo intentó. Tampoco fue capaz de deshacerse de las amapolas que florecieron, todavía más rojas, en sus mejillas. Era preciosa.
—Gracias, Kresten —me gustaba como sonaba mi nombre en su voz. Era tan dulce que me aturdía.
—Estás como un tomate —bromeé, porque era el único modo de lidiar con la intimidad que se había creado entre nosotros.
Ella resopló y se tapó el rostro, exasperada.
—Eres imposible.
—En inglés se dice igual —continué, con una sonrisita burlona—, pero no decimos tomate, sino remolacha.
—Eso es incluso peor.
—Y que lo digas. ¿Has visto lo feas que son?
—Y saben a tierra.
—A mí me gustan.
—Qué gusto más malo. —Sus ojos se fijaron en mis labios, otra vez. Los míos en los suyos, carnosos, rosados y jodidamente atrayentes.
«Sí, un gusto terrible, Georgina. Porque estoy deseando probarte».
—Malísimo.
Era un suspiro. Estaba a un suspiro. Y lo dejé ir. Aparté la mirada de sus labios y vislumbré a Dayana haciéndome señas desde la distancia. Junto a ella, estaba Míriam, cuya expresión gélida podría haber congelado la ciudad.
«Joder».
—Tengo que irme —le dije a Georgina.
Se cruzó de brazos y se movió hacia mi derecha, alejándose.
—Buena suerte con el chico moreno y la chica pelirroja —me sonrió, divertida, como si lo que acababa de pasar no hubiese tenido importancia ninguna. Como si yo estuviera deseando besar a otra persona cuando solo podía pensar en ella—. Ya me contarás a cuál de los dos intentabas evitar.
Se escurrió entre los invitados, la prensa y los camareros de la inauguración. Fui incapaz de moverme durante unos segundos.
Debí besarla. Me hubiese ayudado a olvidarme de ella que me diera un bofetón. Uno fuerte que me devolviera a la realidad.
Pero me quedé con el roce de su respiración.
Yo no era del tipo que decía "me gustas". No era del que tenía mariposas en el estómago.
Y por primera vez en años, lo volví a sentir. El revoloteo de una sola mariposa. Pura como su sonrisa. Con ella. Allí.
Debía estar volviéndome loco por las ganas que tenía de llevármela a la cama.
¿Y por qué no lo hacía?
No lo sabía. Joder. No lo sabía.
Con cualquier otra persona no hubiera dudado un solo segundo en sacar todo mi descaro a relucir. Pero ella me cohibía, hacía que se me quedaran las palabras atascadas en la garganta y sintiera que cualquier cosa que dijera me haría quedar como un imbécil.
—Eh, picaflor —Dayana, que se había acercado a mí, me sacó de mis pensamientos—, una influencer ha derramado cava sobre unos libros. No encuentro a Sergio. ¿Qué hago?
—Mierda.
La inauguración fue un éxito, aunque implicó la pérdida de cinco libros bañados en cava. Estuve tan ocupado durante el evento que no pude hablar con mi familia ni mis amigos. Tan solo pude saludar a Manuela cuando se acercó a echar un vistazo y perdí de vista a Georgina, que se marchó sin ni siquiera despedirse. Cuando todo terminó, Sergio se fue con su familia. Su padre estaba contentísimo y quería seguir presumiendo de lo bien que había salido la inauguración. Se marchó antes de que termináramos de recoger y pudiéramos cerrar el local. Dayana se quedó conmigo, ayudándome a supervisar el trabajo de la organización.
Me uní a mi familia pasadas las diez de la noche. Estaba eufórico y agotado. Por fin habíamos inaugurado.
Me encontré con mis hermanos en un bar de copas cerca del hotel.
—Ey, me ha gustado mucho —me dijo Hal, que se acercó a mí en cuanto crucé las puertas del local—. ¡Os ha quedado un sitio alucinante!
Sonreí de oreja a oreja, radiante de felicidad. Sí, había salido genial. Todo nuestro trabajo había valido la pena y aunque estaba nervioso por ver cómo iban los días siguientes a la apertura, todo apuntaba a que empezábamos viento en popa.
—Gracias —contesté, con orgullo.
—Mamá, se ha ido a dormir con Chris. Estaba muy cansada por el viaje y la inauguración, pero se ha empeñado en que Lennart salga un rato con nosotros —me informó—. Ah, y me ha pedido que te diga que vengas mañana a desayunar con ella.
Asentí. A mamá le gustaba pasar algo de tiempo conmigo a solas cuando visitaba la ciudad, a pesar de que viniese acompañada de toda la familia. A mí me gustaba poder pasar tiempo con ella.
Laia, Lennart, Kat, Killian y su novio estaban sentados en un sofá, relativamente cerca de la barra de bar. Les eché un vistazo rápido y mi mirada se cruzó con la de Killian.
Esperaba que él fuese consciente de lo ilógico que era venir con su pareja a verme a mí, aunque fingiese que estaba de vacaciones. Lo conocía lo suficiente como para saber que estaba intentando asegurarse de que yo no iba a ser un problema y eso me enfureció. Quería que hiciera su vida lejos de mí. Lo más lejos posible.
«Tienes que superar lo nuestro de una vez. No voy a acostarme contigo, Kres». Eso fue lo último que me dijo, dos navidades atrás.
Bien. Superado. Ahora, ¿qué cojones hacía él en mi librería y mi ciudad?
—¿Vas a quedarte con nosotros? —me preguntó Hal, por encima de la música. Me tomé mi tiempo para contestar, por lo que reculó—: Oye, si no te apetece, no pasa nada. Nosotros ya...
—Voy.
Hal apretó la mandíbula y asintió. Se estaba cuestionando si su propuesta había sido adecuada.
—¿Puedes controlarlo? —me preguntó.
—Puedo estar a una discoteca y no beber. Puedo tomarme una cerveza y no perder el control. No te preocupes.
Lo último era mentira. No sabía si podía beber y no perder el control porque no bebía alcohol desde hacía años, ni pensaba hacerlo. Hal se cruzó de brazos y arrugó la frente, pensativo. No me creía.
Bien, pues iba a demostrárselo. Era el precio que tenía que pagar por mis malas acciones.
Seguí a Harald hasta el sofá, hasta unirnos al resto del grupo.
—¿Quién era esa chica, Kres? —me preguntó Kat, curiosa. La pelirroja no perdía ni un segundo.
Mi infantil intento de hacer pensar a Kat que tenía algo con Georgina había funcionado. Con un poco de suerte, no me molestaría con sus comentarios tajantes durante el resto del viaje.
Y si de paso se enteraba Killian, mejor.
—Una amiga.
Hal, que me miraba fijamente, no dijo nada, pero sonrió divertido, al igual que Lennart. Me apostaba una mano entera a que Hal le había contado mis roces con Georgina.
—¿Una amiga? —me preguntó Kat.
—Algo así.
—Yo sé quién es... O eso creo—Harald no continuó, con una simple mirada lo supo todo.
Sí, era la del banco. Sí, la del coche. Sí, la que me parecía guapa. Sí, la que me excitaba en sobremanera.
Mi gemelo esbozó una sonrisa divertida y cómplice.
—Vaya —dijo.
—Odio cuando hacéis eso de miraros y parece que os habéis comunicado con telepatía —se quejó Kat—. Lo odio.
—A mí me parece alucinante —intervino Laia.
—Todo lo que hace Harald te parece alucinante —respondió la pelirroja con un tono burlón.
—Porque no la has visto probar mi comida —replicó Hal, pasando el brazo por los hombros de su novia para acercarla a él. Ella entrelazó su mano con la de él—, piensa de todo menos alucinante.
—No es tan malo —contestó Laia.
—Va, ¿quién es? ¿Sales con ella? —insistió Kat, volviendo a mí—. Quiero enterarme del chisme.
La conversación se vio interrumpida por Killian, que carraspeó en busca de nuestra atención. Todavía no nos habíamos saludado, por lo que la sequedad de su tono rompió la diversión del ambiente. Su voz tensó cada célula de mi cuerpo, que muy a mí pesar, todavía lo recordaba.
—Kresten, creo que no he tenido oportunidad de presentarte a Dave —sus ojos marrones me parecieron vacíos de luz, aunque en algún momento estuvieron llenos de estrellas. Killian señaló a su novio, y me dedicó esa mueca de falsa simpatía que ya no me parecía atractiva—. Dave, este es Kresten, el hermano de Hal.
Así que ahora era "el hermano de Hal". No era su primer beso, no era su primera vez, era "el hermano de". Genial.
Dave tenía un rostro amable y simpático, de esos que, aunque lo intentaran, no serían capaces de mirarte por encima del hombro. Sus cabellos morenos también eran largos, pero se repartían con tirabuzones alrededor de su cabeza, enmarcada por una barba incipiente y una mandíbula cuadrada. Era atractivo, lo suficiente para que te fijases un poquito en él, y de paso, confirmara que Killian había mejorado su gusto en los hombres. Ya no le gustaban los imbéciles como yo.
—Un placer —Dave me sonrió, cordial, teniéndome la mano. No noté tensión ni incomodidad cuando estrechamos las manos, y me pregunté seriamente si sabía que su novio había salido conmigo—. ¡He escuchado mucho hablar de ti!
Eso sí que no lo esperaba.
—¿Ah, sí?
—Oh, sí —respondió con diversión—. Les encanta mencionarte. Están todo el día, Kres esto, Kres lo otro.
Y seguro que no era para cosas buenas.
—¿Para quejarse de mí?
—No solo se quejan —le echó una mirada cariñosa a Killian, que sonrió con el lado derecho de su boca.
Era una mezcla de incomodidad y cariño. Un poco para cada uno de nosotros.
No había cambiado en nada. Seguía sabiendo partirse en dos y darnos a cada uno lo que estábamos esperando, como siempre había hecho con Hal y conmigo.
—No te creo —bromeé.
—Va totalmente en serio.
«Sí, estoy bromeando con tu novio, ¿qué te esperabas?».
—Cosas buenas, decimos pocas, no te emociones —me soltó Kat, sin ningún tipo de miramiento.
—¿Ves? —se entrometió Lennart, que miró a Harald—. Si cuando digo que es una borde, lo digo con razón.
Laia, que se había mantenido en silencio desde que salimos del hotel, estalló en carcajadas.
—¿Borde? —le espetó Kat a ambos—. ¿Yo? Ven aquí, Lennart. Te vas a enterar de lo que es ser una borde. Y tú Laia, tú también, por reírte.
Kat los arrastró a los dos a la pista de baile, que se dejaron llevar a regañadientes.
—Kat va a acabar con la coherencia de esos dos esta noche —se rio Killian—. Hace años que no veo a Lennart en una discoteca.
—Lo que va a hacer es discutirse con Laia cómo vuelva a ofrecerle alcohol porque ella no bebe —masculló Hal, entre dientes—. Kat está ya borracha.
Seguí mirando al trío en la pista. Kat le ofreció bebida de su vaso a Laia, que negó con la cabeza. Lennart sí aceptó el trago, para sorpresa de todos. Hal me había contado que su novia tenía problemas de ansiedad social y por eso hablaba poco en grupos de personas, y a veces se ponía un poco nerviosa. Eso explicaba por qué no había sido capaz de decirle a Georgina que Hal y yo éramos gemelos.
Kat se acercó a Laia para bailar con ella, y la chica palideció tras la exclamación alegre de Kat, que llevó varias miradas a ellas. Lennart agarró a Laia de la cintura, apartándola, mientras Kat escondía su descontento.
—Están intentando ser amigas —me informó Hal—. Pero Kat es tan intensa que Laia se agobia porque se siente presionada. Y Laia es tan reservada que Kat se estresa porque no ve resultados a sus esfuerzos.
—Entre eso y la cocina, estás entretenido —le comenté, intentando quitarle hierro al asunto.
Él se encogió de hombros.
—Les he dicho que no hace falta que se esfuercen tanto. Hay personas que no se llevan bien, y no pasa nada, pero son un poco tozudas —me explicó, con la mirada fija en las chicas. Kat parecía haber conseguido que Lennart bailase con ella. Laia miraba de un lado a otro, y se cruzó de brazos. Su mirada se encontró con la de mi hermano, que le sonrió—. Voy a bailar con Laia.
Hal se levantó del sofá y se alejó enseguida para unirse al pequeño grupo de la pista.
—Kat da un poco de miedo —confesó Dave.
—¿En serio? —le pregunté extrañado, intentando ignorar el hecho de que me había quedado solo con la parejita feliz.
Killian, que seguía callado, recostado en el sofá, sofocó una risa.
—Ay, Kat, es única —susurró.
La aludida volvió, bastante fastidiada porque se había quedado sin compañeros de baile. Laia estaba con Harald, y Lennart se sentó junto a nosotros y allí se quedó, con una cerveza y la poca compañía que le daba la atención de las personas a las que rechazaba. No le faltaban chicas revoloteando a su alrededor, y me pregunté si mi hermano tenía algún tipo de vida sexual.
Me acerqué a pedirme una bebida sin alcohol. Hacían cócteles, así que por lo menos podía beber algo más interesante que un refresco.
Las miradas no tardaron en posarse en mi bebida cuando volví al grupo.
—¿Qué pasa? —les pregunté.
Killian apretó los labios y reprimió una mueca de desaprobación.
—Nuestro borracho favorito es todo un empresario —bromeó Kat, que intentó quitarle seriedad al ambiente—. Quién lo iba a decir.
«Vete a la mierda. No soy un borracho».
—Eres tan graciosa, Kat —le dije irónico—, que me dan ganas de quedarme ese vestido que me obligaste a comprar por ti en enero.
—¡No seas malo!
Me llevé aquella mezcla con zumo de piña a los labios y vislumbré la mirada de Harald, por el rabillo del ojo desde la pista. Tuve que esforzarme por reprimir un resoplido y seguir a lo mío.
No me apetecía bailar. Se me habían quitado las ganas con esos ojos prejuiciosos que se preguntaban cuánto alcohol había en la copa y cuanto tardaría en pedir otra ronda.
Me estaban entrando ganas de beber de verdad y ese puto zumo no era suficiente. Se suponía que debía celebrar mi logro. Ese era mi día y no tenían ningún derecho a colarse en mi vida para juzgarme de nuevo y lanzar por los suelos todo el trabajo que había hecho.
No era un borracho y no quería que me trataran así.
Georgina me hubiese obligado a bailar, y tal vez, me hubiese atrevido a bromear sobre lo bien que le quedaba su vestido.
Era una lástima que no estuviese ahí.
«Tengo que dejar de pensar en el alcohol, en Georgina, en Killian y en esta rabia que se me está acumulando dentro con cada maldita mención a mi pasado».
No importaba lo que hiciese. Seguían subestimandome.
Busqué con la mirada y me encontré con los ojos oscuros de una muchacha al otro lado de la sala. Se parecía a Georgie, pero no era ella. Se mordió el labio y me guiñó un ojo, antes de marcharse hacia los baños. La seguí.
Podía dejarme llevar en esa chica que no quería nada a cambio. Ese sexo desenfrenado que nos llevaría a la parte más vergonzosa de ambos. No me importaba. Había perfeccionado el arte de echar un polvo rápido en un baño mugriento y apestoso.
O eso pensaba. En cuanto quedé encerrado con ella en el cubículo de la discoteca sus labios se abalanzaron sobre los míos. Probé una pizca de alcohol en su boca, y la apreté contra mí, acorralándola contra la pared. Hundí mi mano libre en sus cabellos rizados y me pregunté si Georgie los tenía así de suaves. Me imaginé que sus labios llevaban ese rojo intenso que gritaba "bésame" y me dejé llevar, hasta que conseguí que se convirtiese en mi chica girasol.
Gimió. No era la voz de Georgina.
Siguió besándome, a pesar de que mis labios se detuvieron. Bajó hasta mi cuello. Quemaba. Su toque ardía de las formas más desagradables posibles, a pesar de que mi cuerpo solo quería saciarse.
No quería eso. Quería a Georgina.
¿Qué mierda estaba haciendo?
Me aparté, sujetándome con la mano apoyada sobre la pared.
—Lo siento —murmuré.
La chica resopló.
—Si no quieres nada, ¿para qué coño vienes? —se fue refunfuñando, dejándome solo en ese baño que olía a orina y marihuana.
Me encerré durante un rato, preguntándome qué demonios estaba haciendo. Que mierda me pasaba.
Quería ir a casa. Dormir y levantarme al día siguiente para ver a mi madre y pasarme el día en The Bookclub café. Salir a correr por la playa con Sergio y pasarme por el banco a sacarle una mueca de fastidio a Georgina.
Salí del baño y volví al grupo. Tan solo estaban Killian y Lennart, pues el resto se habían juntado en la pista. Me pregunté cuántas amenazas habría necesitado Kat para sacar a Dave.
Iba a marcharme. No me sentía cómodo y aunque sabía muy bien por qué, no tenía ganas de esforzarme en ignorar mis sentimientos negativos.
—Tienes pintalabios en el cuello —me dijo Killian, con cierto desprecio.
Agarré una servilleta y me limpié. Volví a agarrar también mi bebida, que había dejado sobre la mesa al marcharme. No me miró, pero pude oler la irritación en él. Me pregunté si estaba rememorando todas esas veces en las que discutimos por nuestra falta de comunicación. Porque nunca definimos lo nuestro y eso nos llevó a una vorágine tóxica en la que él quería todo de mí sin decírmelo y yo me frustraba porque me apartaba de él. Siempre se me dio bien encontrar consuelo en la cama de alguien a quien le importaba una mierda.
—Dave es simpático —le dije, con un "métete en tus putos asuntos" implícito.
Él se cruzó de brazos y asintió con un leve movimiento. Esbozó una pequeña sonrisa que no mostró sus dientes. Lennart, que estaba sentado frente a nosotros, le dio un trago a su bebida y se recostó en el asiento, con la mirada perdida en la pista.
—Es lo mejor que me ha pasado en la vida —me dijo Killian.
Me senté a su lado, lo suficientemente lejos para que su cercanía no fuera un roce sobre mi pierna.
—¿Y no te ha pasado nada bueno por ti mismo? —me llevé el vaso a los labios. Esa piña colada sin alcohol no estaba tan mal—. Qué triste.
Él sí bebió de su copa. Podía oler el alcohol desde donde estaba. Me miró a los ojos con una expresión severa.
—No quieres ir por ahí, Kres —me advirtió, muy serio, inclinándose sobre mí.
—¿Qué haces aquí, Killian? —le pregunté, inclinándome también. Le eché una mirada a Lennart, que seguía sumido en sus pensamientos—. ¿Por qué has venido a mi inauguración con tu novio? No pintas nada aquí.
—Hal me invitó.
—Hal —contuve una risa irónica—. Ya. ¿Por qué te sigues comportando como cuando tenías quince?
—Porque tú ya te comportas como un adulto con una vida en orden, ¿verdad? Te has follado a una desconocida en lugar de a la que te gusta ponerle ojitos. ¿Cómo se llama? ¿Georgina?
Apreté los dedos alrededor del vaso. No tenía ni puta idea de lo que había hecho en ese baño.
—No te atrevas a hablar de Georgie. Ella no es nada mío.
—Te he visto con ella —siguió, vacilante—. Sé cuál es la mirada que se te pone cuando estás enamorado. Era justo esa.
—¿Y qué? —le espeté—. ¿Qué mierda quieres decirme con esto?
—Tú ya sabes de lo que hablo.
Sí, lo sabía. Claro que lo sabía. Hablaba de lo rencoroso que era y de la satisfacción que sentía él cuando veía que, en el amor, yo seguía siendo la misma mierda de siempre. Supongo que le subía el ego ver que había hecho bien dejando al hombre que nunca sería bueno para amarle. A él, ni a nadie.
—Vete a la mierda —le arrebaté la copa, lo que hizo que él se moviese hacia atrás, sorprendido—. Y deja de beber. Te vas a acabar volviendo igual de imbécil que yo.
Lancé las copas al suelo, la suya y la mía, el estallido del cristal apenas sonó por encima de la música, pero manchó los pies de los tres. Lennart se sobresaltó, pero no tuve tiempo para fijarme en él, porque estaba ocupado largándome de allí.
Killian maldijo, pero no escuché qué palabras utilizó para insultarme.
Salí del local con el pulso acelerado, tamborileando en todas mis venas.
¡¿Cómo se atrevía a mencionarla?!
La simple idea de que Georgina llorara por mi culpa me dejaba sin aire. Que se enfadara conmigo, que se riera, que se indignara, quería provocar todas las sensaciones posibles en ella: todas menos la tristeza, dolor y llanto.
—Kresten, ¿qué mierda ha sido eso? —Era mi hermano mayor, Lennart, que había salido detrás de mí—. ¿Qué ha pasado?
Seguí caminando, y sin mirarle, le respondí:
—Vete a divertirte, Lenn. Déjame en paz.
—No tengo ganas de divertirme —me siguió—. Hal está disculpándose con el bar y hablando con Killian.
—Vete con ellos, te lo pasarás mejor.
Se adelantó hasta plantarse frente a mí. Me agarró de los hombros e intenté soltarme.
—No quiero ir con ellos —dijo, mirándome a los ojos—. Quiero quedarme con mi hermano pequeño.
Resoplé.
—Haz lo que te dé la gana.
Lennart me siguió en silencio, con las manos en los bolsillos y la mirada al frente, mientras yo me perdía por las calles de la ciudad. No se quejó porque yo pareciera no saber qué rumbo tomar y se limitó a caminar, sin preguntar el destino ni hora. Lo llevé hasta la plaza de las cicatrices, donde cerré los ojos y respiré hondo, hasta que dejé de notar que por mis venas corría sangre hirviendo.
—Lo siento —mi disculpa sonó por encima del rumor del agua.
—No te preocupes —me dijo—. Echaba de menos tus arranques.
Bromeó un poco y me dio una palmada en la espalda.
—Este sitio es bonito —añadió—, pero me encantaría ver el mar. ¿Me lo enseñas?
Asentí y lo llevé al mar. Nos sentamos en el suelo del puerto, con los pies colgando sobre la marea y la luna en lo alto.
Lennart suspiró, taciturno.
—Estoy preocupado por Chris. A veces no sé hasta qué punto le afecta crecer sin una madre —me confesó—, pero está claro que... extraña eso a veces. No sé despega de Laia ni un segundo. No sé... a veces siento que no soy suficiente para él.
Lennart no sabía nada de la madre de Chris. Cuando el niño nació hacía siete años, y ella se fue a Estados Unidos. Natalie tenía veinte años recién cumplidos y estaba tan asustada que huyó. No quería saber nada del bebé. Lennart tenía veintiuno cuando asumió que sería padre soltero, ya que ella quería darlo en adopción y él no estaba dispuesto a que otros cuidaran de su propio hijo.
—Oye, Lenn, eres el mejor padre que podría tener Chris —le aseguré—. No dudes de eso ni un segundo.
—Puedo ser el mejor padre del mundo, pero nunca seré su madre. Y ya ha empezado a preguntar por qué Natalie no está. Estoy evitando contestarle porque no sé qué decirle.
Yo tampoco sabría qué decirle.
—No puedes sustituir a su madre—le dije—. Nunca podrás y lo sabes, pero puedes hacer que sea lo suficiente feliz como para que no le importe la ausencia de Natalie. La verdad le dolerá, pero merece saberla. Mamá no lo hizo mal con nosotros.
Lennart juntó las palmas de las manos. Su mirada estaba fija en el mediterráneo.
—La ausencia de papá. A mí me importa. —me dijo—. No sabes la cantidad de veces que me he preguntado qué hubiese hecho él o que me hubiese aconsejado.
Por eso era más fácil no pensar en papá.
Lennart se fue al hotel a las tres de la madrugada, y yo me volví a casa.
No dormí esa noche. Me duché varias veces. Me sentía jodidamente vacío y sucio. Di vueltas en la cama, con las sábanas enroscadas en las piernas, del mismo modo que la angustia se me enroscaba en los pensamientos. Estaba asustado porque la última vez que me había sentido así se me rompió el corazón.
Pero lo peor no era eso. Era la abstinencia. William me advirtió de las consecuencias del sexo desenfrenado con extraños. Era un placebo tonto que duraba un rato, y cuando se iba, me daba cuenta de que no había solucionado nada. Seguía pensando en Georgina y la frustración se me enganchó en la garganta.
Necesitaba algo que me aliviara, pero no podía encontrarlo. No debía caer. Necesitaba centrarme.
Sí, eso. Centrarme.
No era un imbécil.
No quería serlo.
Tenía que salir de ese bosque de una pieza. Y aliviarme con sexo no iba a ayudarme, tampoco el alcohol.
«Ni una gota, Kres. Ni una».
Así que le escribí a William, que no me contestaría hasta horas después. Le hablé de la rabia contenida y de la impotencia, de ese arrebato que me había hecho lanzar una copa por los aires y salir refunfuñando de un bar.
Había vuelto a montar una puta escenita. Estaba en mí. Lo malo seguía en mí.
No me había movido de aquella carretera perdida en el bosque.
Agarré un taco de papeles. William me decía que escribiera cuando me sentía mal. Así que eso hice. Me adentré de nuevo en las profundidades de mi bosque, que se había vuelto más oscuro y frío esa noche. Olía a tierra mojada. Encontré un camino, entre palabras y sacudidas de tristeza y agonía. Me llevó hasta una pequeña cabaña, en la que pude deshacerme de las capas de ropa que llevaba; esa armadura que me irritaba la piel y me hacía sentir más pesado. Me refugié allí, hasta que la oscuridad dio paso a un pequeño hilo de luz que se coló bajo la puerta anunciando la salida del sol.
Este capítulo me costó muchisimo escribirlo, creo que es en el que más he tardado hasta la fecha, a parte del 20. Ahora ya sabemos más cositas de Kresten y de porque está lejos de casa y se siente así.
Espero que os haya gustado.
Mil gracias por leer,
Noëlle
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