16. Más de lo que debía

KRESTEN

Georgina terminó de hacer su compra en menos de veinte minutos. Iba por el supermercado con el teléfono en la mano, donde tenía su lista y ni siquiera se detenía a mirar a su alrededor. Iba directa a por lo que necesitaba. Yo agarré algunas cosas para mí.

Me pidió que le devolviera las llaves del coche cuando salimos. El silencio que la había acompañado en el supermercado seguía a su alrededor, como una capa de preocupación de la que no pensaba deshacerse. Estaba avergonzada por lo que había sucedido. Dijo mi nombre, como si fuese una pregunta, y me miró. Sus enormes ojos marrones eran tan brillantes como la luna llena cuando se refleja sobre la oscuridad del mar. Me pregunté si era ese el motivo por el que, cuando me miraba así, perdía toda capacidad de negación.

«Conduciré yo», eso fue lo que le dije, sin darle apenas tiempo a formular la pregunta. No quería volver a ver el pánico en su rostro. No si podía evitarlo.

Su agradecimiento fue suave, casi como un susurro. Se dio la vuelta y caminó hasta la puerta del acompañante. Una corriente de aire movió sus cabellos rizados, largos y sueltos, que volaron a su alrededor. Me pareció una diosa griega, envuelta en la perfección de sus curvas y el brillo de su aura divina.

Me fijé en ella más de lo que debía.

La llevé a casa después de recoger a su padre, quien, a pesar de la poca simpatía que sentía por mí, me dio las gracias por ayudarles, y me marché a casa. Ese hombre me intimidaba. Y no podía culparlo, si estaba pensando que tenía ganas de llevarme a su hija a la cama, estaba del todo en lo cierto.

Llevaba años reprimiendo mis instintos y, por el momento, me iba bastante bien. La última vez que me metí en un lío, fue cuando dejé de reprimirme durante una noche y jodí una amistad.

Era una mierda tener que luchar constantemente contra mis deseos, pero era el único modo de que mi vida fuese estable.

Un pequeño libro llamó mi atención en el maletero cuando agarré la bolsa de mi compra. Del fondo de una caja de tela, en la que Georgina guardaba utensilios de limpieza para el coche, salía lo que parecía el lomo de un libro. Estaba del revés y tenía algunas páginas dobladas. Supuse que ella lo habría guardado allí en algún momento antes de prestarme el coche, con la esperanza de que no diera tumbos por el maletero.

Lo primero que me encontré fue una portada de lo más interesante: un hombre sin camiseta, agarrando a una mujer de la cintura, que llevaba un vestido de época. A la chica se le habían deslizado las mangas del vestido y él le besaba el cuello. La portada estaba amarillenta, y cuando abrí para ver el año de publicación, no me sorprendí al ver que era una edición del 2003. El título: Los secretos del duque.

—¿De dónde has sacado esto, Georgina? —dije para mí mismo—. Vaya sorpresas escondes.

Lo abrí en una de las páginas que no solo estaba marcada, sino que además, tenía un post-it.

El duque no tenía una pizca de vergüenza y yo había encontrado un buen entretenimiento para esa noche.

No había podido dejar de pensar en Georgina en todo el trayecto a casa. Era extraño ver como sus defensas se caían. Por primera vez en años, me había encontrado con ella de verdad. No había máscara tras su expresión como en el banco, no había resentimiento, ni orgullo ni ningún tipo de actitud defensiva. Era ella, real y angustiada.

No pude decirle que no.

Ni a la absurda pizza, ni a aparcar por ella.

Después de ese ataque de pánico que había sufrido cuando la niña se cruzó frente a ella, me había quedado claro el motivo por el que tenía tanto miedo a conducir. Un accidente. No sabía de qué tipo, pero su miedo no era gratuito.

Admiraba su empeño. No se había rendido, pero sí se dejó ayudar.

Me sentía conmovido, y ni siquiera quería sentir tanta empatía. Era deseo sexual, incoherente y... joder, necesitaba que me devolvieran pronto el coche para olvidarme de ella y sus problemas.

Llamé a mi hermano gemelo cuando llegué a casa.

—Oye, ¿qué harías con alguien que tiene miedo de conducir? —le pregunté a Hal, que me miraba desde el otro lado de la pantalla..

—¿En qué sentido? —Hal estaba cocinando una receta de pollo con salsa. Le había dado muy fuerte por la cocina.

—Se pone tensa, le tiemblan las piernas, se despista tanto que se olvida de quitar el freno de mano o cambiar de marcha —le informé—. A veces creo que piensa que se va a morir al volante. Lo pasa muy mal cuando debe aparcar y se pone muy ansiosa. Es exagerado.

—¿Y ese miedo le supone un problema grave al conducir?

—Bueno..., no sé si lo que ha pasado hoy se considera un problema grave —le dije, antes de proceder a relatarle cómo se había colapsado después del frenazo. Como había conducido, ausente y presente al mismo tiempo, con la mirada perdida en la carretera y el rostro manchado de lágrimas silenciosas.

—¿Ha probado la terapia? —me preguntó enseguida. Me encogí de hombros y él dejó a un lado lo que tenía entre manos y se apoyó en la encimera, pensativo, antes de añadir—: Si hay algún tipo de evento traumático, puede ser muy complejo porque hay riesgo a tener un accidente. La mejor forma de superarlo es la exposición al miedo, eso está claro, pero... solemos utilizar una terapia con simulaciones antes de exponer al paciente al mundo real. Debe estar preparada para enfrentarse, ¿lo está?

—¿Te refieres a videojuegos? —le pregunté.

—Algo así —contestó y volvió su atención a lo que cocinaba—. ¿Sabes si ha tenido algún accidente o problema en la carretera?

—Se niega a hablar de eso, pero creo que sí. Solo sé que va segura al súper y al hospital y que aparca pasando por encima de plazas de estacionamiento vacías hasta que se detiene en una que le gusta.

Harald se río y removió lo que tenía en la sartén. Su teléfono estaba apoyado en la encimera, así que tenía plena visión de su cocina y su salón.

—Pero, ¿cuánto tarda en aparcar esa chica? —me preguntó, curioso—. Yo no sé de muchos lugares donde se pueda hacer eso.

—Es perfectamente capaz de detener el coche en cualquier parte y esperar a que el sitio se vacíe.

—¿En serio? Que... ¡Ay, mierda, me he quemado!

—¿Por qué tanto empeño, Hal?

—Quiero aprender a cocinar. Es un reto personal. —Se llevó una cucharada de salsa a la boca y esbozó una mueca de asco—. Esto sabe fatal. Está dulce, pero no debería ser dulce.

Se apartó de la cámara y soltó una maldición.

—He vuelto a confundir el azúcar con la sal —admitió, con la misma frustración que solía salir de él cuando cometía fallos en los exámenes del colegio. Era un perfeccionista y eso le pasaba factura.

—Un día de estos acabarás en urgencias por intoxicación.

Mi hermano gemelo se defendió, y enumeró todos los motivos por los que no iba a intoxicarse a pesar de ser malo en la cocina. Después, volvió a hablar de Georgina:

—Kres, ten cuidado. Sé cauto —me advirtió, muy serio.

—Solo te pregunto por curiosidad.

—No, me preguntas porque quieres ayudarla —declaró. No iba a ayudarla a superar sus miedos, pero, si volvía a subirme a un coche con ella, quería saber cómo actuar—. Y te digo, por experiencia propia, que antes de ayudar a alguien debes mantenerte a ti mismo en zona segura. Yo quise ayudar a Laia durante mucho tiempo y casi pierdo la posibilidad de obtener mi licencia. Estaba enredado, y a veces, cuando uno se enreda, es difícil salir.

—Pero... te salió bien, ¿no? —Hasta donde tenía entendido, las cosas en sus estudios le iban bien.

—Sí —Se plantó frente a la pantalla, con el cucharón en la mano. Me miró fijamente, con esa expresión seria y asertiva que había perfeccionado con el tiempo que llevaba en el hospital. No me gustaba que me mirara así—. Solo me salió bien porque la versión de lo que sucedió que sabe Jenkins, es una pequeña parte. Pero eso no hace que me sienta mejor como profesional. No me malinterpretes, amo a Laia. Pero no hay día que no me arrepienta de no haber hecho las cosas de otro modo. Esto no tiene nada que ver contigo, pero, por favor, no te pongas en peligro. Si esa chica tiene demasiado miedo, no te subas a ese coche. Es peligroso, porque puede perder el control.

—Se llama Georgina. Y sé lo que me hago —le repliqué. No necesitaba sermones, por mucho que entendiera su preocupación.

—Eso espero —continuó mirándome, a la espera de algo más por mi parte. Si la cosa se ponía jodida, no iba a permitir que Georgina condujera, y mucho menos que me llevara con ella. Hal cambió de tema en cuanto se dio cuenta de que no obtendría nada—. Ya hemos comprado los billetes de avión —me informó—. Lennart y yo reservamos el hotel también. Kat se quedará con nosotros en otra habitación. Emilia no puede venir, ha empezado en un nuevo trabajo y no puede faltar. Se quedará cuidando de Jemmy.

Que Emilia no viniese fue una desilusión, pero no la culpaba. No podía exigirle nada a la que había sido mi mejor amiga, después de todo, me las apañé bastante bien para que me detestara. Ponerle un nombre en su honor a mi negocio no borraba todas las veces que le había roto el corazón, aunque fuese por amistad. Por eso quité el "Emilia's" del nombre.

—¿Quién coño es Jemmy? —pregunté.

—El gato de Laia.

No tenía derecho a sentirme dejado de lado cuando no entendía de quién hablaban, cuando era yo quien se había ido. Pero por alguna incoherente y absurda razón, eso también me molestaba.

No sabía si la molestia era con ellos, o conmigo mismo.

—Por cierto, Killian se irá a otro hotel con su novio. Olvidé contártelo. Solo se pasará a saludar a la inauguración. Tiene planeado todo un viaje con Dave.

«¿Cómo le digo que no quiero que mi ex venga?». Ese era mi día. Había trabajado muy duro en construir el proyecto y no quería ver a Killian paseando con su novio, por muchas ganas que tuviese de restregarle por la cara todo lo que había conseguido.

Killian nunca creyó en mí.

—¿Kres?

—¿Qué?

Me había olvidado de que estábamos en videollamada. Mi hermano me miraba desde el otro lado de la pantalla con el ceño fruncido, analizándome. ¿Cuántas pistas habría leído en mi rostro? Odiaba que estuviese estudiando psiquiatría, porque cada vez era más difícil esconderle las cosas.

—¿Qué te pasa con Killian? —me preguntó, con un tono suave y extrañado.

—Nada.

—Conozco esa cara, Kres.

Harald me dejó muy claro hace años que no quería que tuviera nada que ver con sus amigos. Y eso era justo lo que yo había hecho.

Tampoco importaba. Lo mío con Killian fue como una ola de ventiscas, que duró lo suficiente como para que me costase curar las heridas de la nieve y el viento en mi rostro. Lo hice, con el tiempo. Lo olvidé. Me curé. Mi único problema había sido meterme en su cama cada vez que volvía a Londres.

Excepto las últimas navidades.

—¿Te enamoraste? —me preguntó de sopetón.

Esa era una pregunta que no tenía derecho a hacer. No después de prohibir que me juntara con sus amigos. No después de establecer límites tan claros entre él y yo.

—Creía que me conocías más —repliqué con sarcasmo—. Vaya estupidez.

—Kres, el sexo a veces...

—No tengo problemas para enamorarme mientras follo, Hal —apreté los puños, reprimiendo la rabia que me invadió—. Ya te lo dije, no soy capaz de enamorarme. Solo estoy estresado porque dirigir un negocio es algo muy complicado. No me pasa, ni me pasó, nada con tu mejor amigo. No me mires como si te estuviese mintiendo. Lo odio.

—Es que...

—No —mi negación cortó el aire de la estancia y me pareció que Hal lo notó también, porque se estremeció, a kilómetros de distancia—. No lo sabes todo de mí. Aunque te lo creas. Aunque seamos gemelos y tengamos esta puta conexión de mierda. No lo sabes todo.

Mi hermano se alió con el silencio durante unos segundos, provocando que mi molestia creciera. Estaba pensando qué decir, sopesando todas las posibilidades y estableciendo conversaciones imaginarias en su cabeza. Lo supe porque yo también lo estaba haciendo.

—Tienes razón —dijo él al fin—. Te esfuerzas mucho en que no sepa nada de ti.

Venga ya.

—¿Ahora quieres que te cuente mi vida? ¿No estás suficiente entretenido con tu nueva novia?

Apretó los dedos sobre la encimera y sus nudillos palidecieron. Yo relajé los puños al ver que los tenía igual de blancos que él.

Iguales. Jodidamente iguales.

—Solo quiero que no seas un idiota, pero eso siempre ha sido mucho pedir —me espetó él, con furia.

—¿Y por qué sigues intentando que no lo sea?—contraataqué.

—Porque en realidad no lo eres.

—Deberías dejar de pensar bien de mí. Me pones enfermo.

—Kres, no creo que-

No le dejé continuar hablando:

—No soy tu paciente, Harald. No me analices. No me des sermones. Deja ya ese puto rollo.

Él suspiró.

—No quiero discutir contigo —me dijo—. Ya hablaremos cuando estés calmado y tengas ganas de escuchar.

Me colgó.

¡¿Pero quién se había creído?!

El maduro. El adulto de los dos. Porque siempre tenía que comportarse así.

Reprimí el impulso de descargar mi ira con un golpe, y caminé de un lado a otro.

¿Qué si me había enamorado? ¿Con qué derecho me preguntaba eso con tanta tranquilidad? Él, que siempre me había echado en cada que no quería saber nada sobre mis relaciones sexuales con Killian. Él que empezó toda esa mierda de "no tengas cosas con mis amigos" y lo llevó hasta el puto extremo.

Ya no teníamos quince años, pero en ese maldito instante, me sentí como si el tiempo no hubiese pasado. Como si la cuarentena no nos hubiese obligado a bajar nuestras defensas y entendernos el uno al otro.

Mi gemelo no se mezclaba en mis cosas y yo no me mezclaba en las suyas. Era el modo de separarnos, de mantener nuestra identidad, de no difuminarnos el uno con el otro.

Él era luz y yo oscuridad.

Él era ruido y yo silencio.

Él era todo lo contrario a mí y lo mismo a la vez. Por eso teníamos reglas para mantener nuestro mundo.

Pero yo decidí romper esas reglas y pagué el precio de nuestras normas, porque Killian lo escogió a él.

Y entonces mi vida se paró. No fue por Killian. Tampoco por mi hermano. Fue por mí.

Había algo roto en mí. Un pedazo que a veces se caía. Yo lo recogía y agarraba pegamento. Me enganchaba, me encogía, y me envolvía en el abrazo de una cinta adhesiva y pegajosa que me asfixiaba, pero me mantenía de una pieza. A veces era sexo de una noche, otras eran los besos de un amor que yo no era capaz de corresponder, y otras, era la pasión nostálgica de un amor que ya no iba a ser nunca más, pero que de vez en cuando, decidía viajar al pasado.

Estaba detenido en mitad de la nada. En un lugar en el que había comenzado a nevar, y me sacudía un viento violento y congelado. Me sentía como si se me hubiese estropeado el coche en una carretera que no llevaba a ninguna parte, enmarcada por un bosque profundo de abetos robustos que se repartían hasta el infinito. Unos árboles que, si me atrevía a caminar entre ellos, me agarrarían con sus enormes ramas y brancas, hasta abrazarme contra la corteza del tronco. Me haría uno con la madera. Y acabaría muerto, con la sangre convertida en salvia, dentro de un ataúd vivo, que crecía y crecía con mi agonía.

Ay... odio que Kres y Hal discutan. Kresten es un personaje que me está costando mucho escribir, porque a nivel emoiconal es complicadito, pero me esta encantando. 🥺💔

Mil gracias por leer,

Noëlle

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