14. Bonita, como dato

KRESTEN

El jueves me llamaron del seguro: mi coche estaría arreglado para finales de la siguiente semana. Era un alivio. Podría volver a mi vida sin tener que soportar gritos, secuestros ni viajes un sábado por la tarde.

Le escribí a Georgina informándole de que pronto tendría su apreciado coche.

Tenía tantas cosas que hacer que me iba a acostar tardísimo. Llevábamos meses trabajando, y a escasas semanas de abrir, me sentía como si no hubiésemos hecho nada. Faltaban las preparaciones de la inauguración, las invitaciones de prensa local e influencers, la contratación del catering y lo más importante, la preparación del personal.

La organizadora de eventos se estaba encargando de todo, pero todavía no me había pasado la factura final ni el detalle de la celebración. Llegué a The Bookclub café cuando los obreros terminaban de recoger sus herramientas y limpiar el suelo; por fin habían terminado las obras. Una cosa menos de la que preocuparse.

Me asomé a la planta superior, sumergida en un laberinto de estanterías vacías, donde divisé a Sergio en la zona del final.

—¡Kresten! ¡Ven aquí! ¡Mira esto! —me llamó, lleno de entusiasmo.

Estaba apoyado en la entrada de la terraza cuando lo alcancé. Dos hombres terminaban de montar lo que parecía un escenario.

—¿Y eso? —la brisa primaveral me sacudió los cabellos en cuanto puse un pie en la terraza.

—¡Voy a invitar a una cantante para la inauguración! —exclamó mi amigo, subiéndose al escenario—. ¿No es genial? Así habrá un ambiente agradable.

Me tomé unos segundos para analizar el espacio que quedaba libre para el catering y los invitados. Nos íbamos a quedar sin foro.

—¿Era necesario el escenario? —le pregunté—. ¿Te ha dejado la organizadora?

Sergio esbozó una sonrisa satisfecha, de esas que iluminaban su rostro cuando su maquiavélica mente de niño rico había hecho subir su autoestima.

—Claro —dijo—. La he despedido.

Eso no podía ser verdad.

—¿Qué has hecho qué?

—La he despedido —repitió, ante mi perplejidad. No, eso no podía estar pasando.

— ¡¿Tú estás loco?!

—No quería poner mi escenario —me explicó—. Decía que este estilo de música no iba acorde con un evento en una librería y que ocupaba mucho espacio. Así que, le he dicho que si no quiere hacer las cosas a nuestra manera, puede irse.

Quería estrangularlo. ¡¿Cómo íbamos a sacar eso adelante sin la agencia?!

—¡Es que tiene razón! —exclamé, perdiendo los nervios—. ¡¿Por qué no me has consultado nada?!

Su sonrisa se borró, dando paso a su tono defensivo:

—Tío, yo también decido cosas aquí, ¿no? Me hace ilusión que venga a tocar una amiga.

—Ah, una amiga —eso era el colmo. Me había costado mucho encontrar una organizadora que encajara con nuestro proyecto y él la echaba por su capricho.

—Sí, una amiga que es buenísima.

Volvíamos a lo de siempre; amigos. Él no hacía más que dar trabajo a amigos y, a pesar de que lo hacía con buena intención, no podía evitar pensar que eso acabaría mal. Yo no creía en los negocios construidos a base de amistades o familiares. Estaban destinados al fracaso si todo eran vínculos emocionales y favores. Algo en lo que yo mismo había caído al hacerme su socio, pero contra lo que estaba luchando.

—¿Por qué pones esa cara? —me preguntó él, indignado—. Joder, Kresten, estaba ilusionado porque creí que te gustaría la idea. Es una buena idea.

—No he dicho nada.

—No es necesario que lo digas. ¿Qué te pasa?

«Que este proyecto me está consumiendo la vida y quiero que salga bien, pero tú no haces más que comportarte como si estuvieses jugando a las casitas».

—Tenemos un aforo de ciento cincuenta personas en la terraza, y la lista de invitados se hace en función del aforo del edificio —le expliqué—. Con este escenario, nos quitamos la mitad de la terraza. Si esto sigue aquí, tenemos dos opciones. O reducimos la lista de invitados a la mitad, o creamos un embudo de personas en la entrada de la terraza que será imposible de gestionar. La gente se agobiará, no llegará a salir y será un fracaso.

—No ocupa tanto sitio —me rebatió, cruzándose de brazos.

Se me escapó un leve resoplido. Discutir con Sergio era casi como hacerlo con mi sobrino Chris. Sergio le echó una mirada al escenario y después me miró a mí. Si ese escenario no desaparecía de mi vista, íbamos a tener problemas. Problemas gordos.

—¡Joder, vale! —exclamó, gesticulando con las manos. Estaba reprimiendo una charla de superioridad que acabaría conmigo de patitas en la calle y no podía hacer eso porque me necesitaba—. No hace falta que mires como si fueras a quemar todo el puto barrio. Voy a quitar el escenario. ¡Qué mala hostia tienes! Le diré a Clara que tendrá que cantar sin escenario, en una esquina, con un micrófono y un taburete.

Eso estaba mejor.

—Es una buena idea, así los invitados podrán moverse —le dije—. La música, al final, es solo para dar ambiente. Y llama a la organizadora. Quiero que vuelva.

Me dirigí a la salida de la terraza, pero su respuesta hizo que me detuviese en seco:

—Llámala tú.

«Ni de broma».

—La has echado tú, y sin motivos.

—Joder, Kres. No hagas que me humille —me contestó con un tono cortante.

—¿Y tengo que dar la cara yo por algo que has hecho tú?

Soltó una maldición, seguida de varios insultos al aire.

—Voy a revisar la barra y la cocina —le dije—. Te veo abajo para revisar el personal.

Me marché de la terraza de la planta superior antes de que estallara una batalla entre nosotros.

Nuestra amistad no estaba bien. Pero eso se calmaría cuando el negocio abriera y Sergio se diera cuenta de que todas mis decisiones tenían un motivo. Antes no era así. Al menos no lo era hasta que empezamos con las obras y él comenzó a dar muestras de sus actitudes de grandeza en nuestro negocio. Esa no era forma de tratar a las personas y nos iba a abocar al fracaso.

No importa cuánto dinero tienes si te falta educación.

The Bookclub café era mi nuevo despertar; un anclaje latente de lo que había construido en mi nueva vida y que había logrado prosperar.

No podía permitir que él me lo destruyera todo.

Para él no era más que un modo de demostrarle a su padre que podía dirigir un negocio para que volviese a darle renda suelta a gastar de los fondos familiares. Así fue como comenzó la historia: su padre le cerró el grifo y decidió que debía ganarse la vida por sí mismo, haciendo exactamente lo que hacen los ricos con sus hijos. Le abrió una sociedad y le ingresó una generosa cantidad de dinero para que emprendiera.

Sergio tenía pocas ideas. Se pasó semanas dando vueltas en el gimnasio, explicándome como no atinaba con algo que le convenciera. Le propuse la librería. Era algo romántico que, siendo sinceros, solía mantenerse gracias a personas como él. Al principio no pareció convencido, pero el entusiasmo de su padre con la idea fue lo que acabó de concretar cuál sería el siguiente paso.

A la mañana siguiente, se presentó en mi casa con un contrato y la intención de convencerme para que fuera su socio.

Se me ocurrió la idea del club de lectura para el título del local cuando Emilia, una amiga de la infancia, me habló de su club de lectura en español que había organizado en una librería internacional de Londres.

Nosotros tendríamos club de lectura, por supuesto, pero yo estaba pensando a lo grande. No nos limitaríamos a vender libros, sino que quería establecer un lugar de referencia cultural. Participaríamos en ferias, firmas, presentaciones, y tendríamos una cafetería decorada y ambientada con un sofisticado estilo inglés que se mezclaba con lo mejor de la ciudad mediterránea. La cafetería estaría llena de plantas y decoraciones que le darían un toque cálido al espacio, casi medieval gracias a las fuentes de la terraza superior.

Cuando mi amigo se unió a mí en la planta inferior, la tensión de nuestro silencio podría habernos ahogado.

Y quizás, fue ese el motivo de que saliéramos a la calle.

Le propuse repasar algunos temas de personal y se dedicó a decir que sí a todo, sin mostrarme demasiada atención. Lo prefería así, pero me molestaba tener que soportarle si todo el trabajo iba a hacerlo yo.

—Harán falta cinco personas por turno—le dije—. Y eso es ir justo.

—Demasiado presupuesto.

«Demasiado presupuesto para personal pero no para el maldito escenario».

Tuve que armarme de paciencia para no irme en ese preciso momento.

—Sergio, un negocio que empieza recortando en personal no puede ir bien. Tus trabajadores son lo más importante.

—¡Pero a ti te tengo que pagar una fortuna!

—¡Yo no trabajo gratis! —exclamé. Me pasé la mano que tenía libre por los cabellos con nerviosismo. No pude seguir hablando en español, así que cambié al inglés—. Si quieres te dejo a ti de gerente, lo haces todo tú, contratas tú, supervisas tú, trabajas tú aquí y te ahorras mi puesto. O dejas el proyecto en mis manos y me busco la vida para financiarlo.

Puso los ojos en blanco y soltó un gran suspiro.

—No hace falta que te pongas así —me contestó en el mismo idioma.

—¡Hola! —la voz de Georgina interrumpió nuestra disputa, evitando que contestara.

La muchacha se acercaba nosotros con paso rápido, llevándose la tensión que sofocaba la plaza.

—Hola, preciosa —saludó Sergio, que no perdió oportunidad de coqueteo—. Déjame adivinar. Eres la del banco, ¿verdad?

—Sí —contestó Georgina con una sonrisa cordial y falsa. La había visto muchas veces en la sucursal, era la misma que me mostró el día que me bloqueó la cuenta. Me sacaba de quicio.

—¿Y en el banco os dejan salir con vuestros clientes? —le preguntó Sergio, guiñándole un ojo—. Porque estaba pensando en invitarte a cenar.

«Qué patético».

Georgina abrió los ojos, sorprendida.

—Perdona, pero, ¿tú quién eres?

—Sergio —aclaró él. Su ego se vio herido por la falta de interés de la chica y eso fue increíblemente satisfactorio—. Soy el que financia este proyecto.

—Ah —contestó ella—. Pues qué bien. Sergio, creo que tendremos que dejar eso para otro momento. Gracias. —me miró—. ¿Tienes un segundo, Kresten? ¿Podemos hablar?

Me hizo un gesto con el dedo para que la siguiera. Algo extrañado, me alejé de Sergio y me planté junto a ella, a una distancia prudencial. Tuve que esforzarme por apartar los ojos de su figura, que se veía extremadamente estilizada con ese traje de lino claro que llevaba. Se había recogido los cabellos rizados en una coleta baja y se había pintado los labios de un tono de rojo que resaltaba con el bronceado dorado de su piel.

—¿Qué pasa? —le pregunté.

Se mordió el labio, indecisa antes de contestar a mi pregunta, provocando que se me secara la garganta.

—¿Crees que puedo llevarme el coche esta tarde? Te lo devolveré en unas horas.

Carraspeé.

—¿A dónde tienes ir?

—Tan solo al hospital —me aclaró ella, llevándose las manos a la espalda—. Tengo que llevar a mi padre a rehabilitación.

—Vaya. —Necesitaba un vaso de agua, urgentemente.

—También tengo que ir al supermercado —añadió.

—Oh, a tu pista de derrape entre estacionamientos.

—¡Oye! —exclamó, arrugando la frente—. Va, déjamelo. Luego te lo devuelvo.

—Te acompaño a por el coche.

Negó con la cabeza y con las manos. ¿Estaba segura de que era española? Gesticulaba con más energía que un italiano.

—No, no —me dijo—. No hace falta. Dime dónde está y ya me encargo yo.

No me dio la impresión de que fuera a encargarse de nada. Sobre todo cuando viera donde tenía aparcado el coche. Era la segunda planta de un parking subterráneo estrechísimo.

Necesitaba una excusa para librarme de Sergio por lo que quedaba de tarde. Si seguía allí, la cafetería cerraría antes de inaugurar.

—No podrás sacar el coche. Y valoro demasiado mi plaza de parking como para que me la destroces.

Ella puso los ojos en blanco, pero cedió.

Volví con Sergio, que había entrado al local y ojeaba documentación.

—Se hace la interesante, la del banco —me dijo Sergio cuando volví a reunirme con él.

—Se llama Georgina, no "la del Banco".

Sergio era muy insistente con las mujeres. Si él estaba decidido a salir con una chica, no paraba hasta conseguirlo, o hasta que se llevaba un bofetón. Ambas eran opciones posibles.

—Me voy con ella —le informé—. Ya te llamaré mañana para las entrevistas.

—No hace falta —dijo—. Mañana voy a hacer rafting. Contrata a quien tú quieras.

—Genial. —respondí a su incoherencia, hacía apenas unos minutos que estaba quejándose del presupuesto.

—Ah, y háblale de mí a Georgina.

Me fui sin contestarle. No iba a hacer eso. Emparejarlo con Georgina no estaba en mis planes. Sergio no era mal chico, solo tenía... aires de grandeza porque se había pasado la vida siendo un niño mimado y rico. No entendía un "no" por respuesta, y eso no había sido un problema en nuestra amistad hasta que empezamos el proyecto.

Volví a reunirme con Georgina, que esperaba frente a un guitarrista callejero. Los cabellos rizados de muchacha volaron al viento cuando se acercó a dejarle unas monedas sobre la caja de la guitarra. Se dirigió a mí de nuevo con una pregunta: ¿No es hermosa esta música?

Lo era.

Cruzamos la plaza de la catedral. El coche estaba estacionado a unos diez minutos, relativamente cerca de mi casa, en una plaza de parking que tenía alquilada.

—¿Cuándo abrís? —me preguntó Georgina, mientras cruzábamos la gran avenida de Via Laietana—. La cafetería, quiero decir.

—La segunda semana de junio. El día dieciséis.

—¡Guau! ¡Eso es muy pronto! ¿Me invitarás a la inauguración?

—No.

—¿Cómo que no? —tuve que contener una risa ante su indignación. Ni siquiera era mi amiga, no tenía motivos para invitarla—. ¡Pero Kresten, si nos conocemos desde hace dos años!

—No eres mi amiga. Eres la loca que me rompió el coche y me bloqueó la cuenta. No voy a arriesgarme a que me destroces la cafetería antes de abrir al público.

Creí que me atacaría con su habitual muestra de desdén, pero vaciló.

—Pero si te encanto —pestañeó de forma exagerada.

—Solo me pareces guapa.

Parpadeó un par de veces, sorprendida. Aparté mi atención de ella, mirando hacia otro lado. «¿Le había dicho eso en serio?».

—¿Te parezco guapa de verdad?

—Sí, eres muy bonita. —Ya había metido la pata, así que tenía que apanármelas para salir ileso.

—Nunca pensé que me darías un piropo sincero. —Volví a mirarla para encontrarme con algo parecido a la ilusión en su rostro.

Tenía que echar marcha atrás.

—No es un piropo —declaré—. Es un hecho. Como que el cielo es azul. Algo irrelevante. Sirve para definir las cosas y tú eres guapa. Nada más.

Y ahí estaba, ese ceño arrugado, esa mirada capaz de matar, esos labios rosados y apretados. La Georgina que me gustaba.

—Eres un imbécil.

Problema solucionado.

—Eso me dicen.

—¡Ay! ¡Qué bonito es! —exclamó, fijándose en un pequeño bichón maltés que se detuvo junto a sus pies—. ¿Puedo acariciarlo? —le preguntó a la dueña.

Georgina se tomó cinco largos minutos para acariciar al perro. Mientras intercambiaba una calurosa conversación con la dueña sobre lo "adorable", "mono" y "bonito" que era.

Me encargué de sacar el coche de aquel parking estrecho en cuanto llegamos, ya que Georgina palideció en cuanto vio el vehículo encajado entre cuatro columnas y una pared. Nos subimos amos al coche, y una vez estuvimos fuera, me detuve antes de incorporarme a la calle.

—¿Qué haces? —me preguntó, desconcertada. Abrí la puerta del copiloto.

—Señorita, buen viaje.

—¿Pero no conducías tú?

—No —le aclaré—. Yo solo he sacado el coche.

—Kresten... —me suplicó, con un gesto lastimero que atacó a mi fuerza de voluntad.

—No.

—Kresten, conduce tú —siguió ella. Iba a tener problemas para no soñar con esas súplicas en mi cama— . Por favor... acompáñame. Es que conducir en Barcelona es muy estresante y a esta hora hay mucho tráfico para salir en las rondas y... y... —sus inquietas palabras se atascaron en su garganta—. Kresten, por favor.

—No puedo, me ha dado un tirón.

—¡Venga ya! Con todos estos músculos definidos que tienes a ti no te dan tirones.

Salí del coche y me apoyé en el marco de la puerta.

—No voy a ir contigo, tengo cosas que hacer.

—¿No puedes hacerlas más tarde?

—¿Tú has ido a buscarme para enredarme otra vez, o porque de verdad necesitas el coche?

—Claro que lo necesito —Salió del coche y se plantó frente a mí—. Voy a llevar a mi padre a rehabilitación.

—Georgie, llámame cuando vuelvas —di una palmada sobre la carrocería y me dispuse a cerrar la puerta del piloto, pero ella me detuvo.

Me tomó del brazo. Un suave cosquilleo me invadió el brazo, y se deslizó por mi cuero mientras sus dedos me apretaban.

—¿Qué quieres? —me preguntó, desesperada—. Dime que quieres a cambio de conducir tú.

—No quiero nada.

—Algo tendrás que querer —La fuerza de sus dedos en mi brazo era como un palpitar. Perdía y recuperaba fuerza.

—Georgina, esto es absurdo.

Bajé la mirada y me di cuenta de que también le temblaba la pierna.

—¿Qué te pasó?

—Nada.

—Esto es demasiado irracional y desesperado —estaba asustada, pálida y parecía estar al borde de un ataque de pánico—. ¿Tuviste un accidente?

—No, no —replicó cortante—. No es eso. Es solo que hay muchos coches al salir de la ciudad y me estreso.

—No ayudo a mentirosos.

Me soltó, pero el recuerdo de su tacto se quedó en mi cuerpo, que se negaba a olvidarse de ella.

—Quería ser tu amiga, pero me lo pones muy difícil.

—Hasta luego, Georgie.

Me di la vuelta y comencé a caminar. La escuché refunfuñar un poco, hasta que se sentó en el asiento piloto del coche y cerró la puerta.

Y aquí tenéis el segundo capítulo de esta semana. ❤️

Siento dejaros con la intriga jaja, Goergina seguirá narrando esta escena en el siguiente capítulo.🤭

Mil gracias por leer, 

Noëlle 

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