8. Basura


Si había algo que Nadia pudiera hacer para hundirme más, ya ni siquiera se me ocurría qué era. Las pocas cosas que me quedaban en su casa, estaban metidas en bolsas de basura junto a la puerta de la entrada. Al menos, había tenido la decencia de dejarlas dentro de la vivienda, aunque no me hubiera sorprendido de haberlas encontrado fuera.

Quise discutir. Quise gritarle, pero ni siquiera tuve fuerzas para hacerlo.

Cerré los ojos durante unos instantes para armarme de paciencia.

«No vas a tener otra escenita aquí. Eso no va a pasar, Harald. Está intentando llamar tu atención y no va a conseguirlo. No vas a darle el placer de ver que te está haciendo daño. Aunque la odies. Aunque quieras llevarte el televisor y romper su estúpida colección de pintauñas».

Qué difícil era contenerse.

Saqué las cosas de las malditas bolsas y comencé a meterlas en las dos maletas que había traído. Sería mucho más fácil transportarlas así y, como había traído el coche, me sería más cómodo guardarlas. Además, tenía algo de amor propio y me negaba a llevarme mis cosas como si fueran basura. Le habría pedido a Lenn que me acompañara, pero estaba muy ocupado con la función de navidad del colegio de Chris, y no quería molestarle.

—¿Vas a tardar mucho? —me preguntó Nadia, que se apoyaba en la pared con los brazos cruzados. Sus ojos, en los que alguna vez encontré amor, solo mostraban soberbia y desprecio.

—El que me dé la gana.

Resopló y giró sobre sí misma para macharse, no sin antes decir:

—Qué malas pulgas tienes. Encima que te lo he dejado todo en bolsas para que pudieras llevártelo rápido. ¡Qué desagradecido!

La fulminé con la mirada.

—No voy a discutir ni hablar contigo. Por favor, déjame solo antes de que comience a gritar como un puto loco. No me apetece. Gracias.

Se detuvo en mitad del pasillo, y apretó los puños. Creí que respondería, pero no lo hizo.

Alguien la llamó desde el salón. Un hombre la llamó. En ruso.

—No me jodas, ¿ya lo tienes aquí?

Nadia resopló, como un perro rabioso.

En lugar de responderme, se dio media vuelta, enfadada, y le respondió en ruso a su acompañante. Parecían mantener una conversación normal, aunque bien podrían haber estado discutiendo o hablando de lo mucho que se querían, que para mí, hubiera sonado exactamente igual. El ruso era un idioma del que nunca sabía descifrar el tono de la conversación. En algún momento de nuestra relación me gustó escucharla hablar su lengua materna, era algo que envidiaba, pues mi padre, que era danés, murió antes de poder enseñarme a hablar su idioma.

Comencé a detestar el ruso cuando Nadia lo utilizó por segunda vez para insultarme. Me dejaba en desventaja, pues no podía defenderme de algo que no entendía. Ese día lo odié mucho más.

Mientras cerraba la segunda maleta, después de acabar de guardar las cosas, vislumbré por el rabillo del ojo la figura de un hombre joven y alto. Tenía un aspecto imponente. Iba sin camiseta, y no puedo negar que me dejó bastante por los suelos ver lo musculoso que estaba. Yo era un enclenque a su lado. No estaba gordo, pero no tenía ladrillos en el abdomen. Ese desconocido, tenía además un rostro amenazante, con una barba prominente y los cabellos cortos, casi rapados al cero, parecía el típico fortachón que tan pronto te saluda como te da un puñetazo.

«Vaya pieza, Nadia.»

Dejé las llaves de casa en la mesita de la entrada y abrí la puerta para marcharme. No quería tener nada que ver con Nadia ni con esa casa.

—Hal —Nadia me llamó. Que dijera mi nombre de ese modo dolió como si me hubiera apuñalado.

—No me llames así —le respondí, ya fuera de la casa. Busqué arrepentimiento en su mirada, pero no encontré más que resentimiento—. Solo me llaman así las personas en las que confío. Y tú no eres una de ellas. Eres la que más detesto.

Puso los ojos en blanco y me dio una tarjeta. Me adelanté para agarrarla con un gesto brusco.

—Mi abogado está esperando al tuyo —aclaró.

Ni siquiera le contesté. Tenía ganas de escupirle y nunca me había considerado tan vulgar.


Más de una persona se detuvo frente a mí y me miró con extrañeza, quizás para asegurarse de que no estaba teniendo una crisis nerviosa. Llorar en público era algo que no quería hacer. Nunca había visto a alguien llorando en la calle que fuera mayor de diez años. Pero ahí estaba yo, haciendo el ridículo de la forma más estúpida posible, y un bochorno tan grande que apenas era capaz de moverme de allí.

Llegué a casa de Lenn y dejé las maletas, pero no fui capaz de quedarme allí. Chris y él estaban jugando a juegos de mesa, algo que a mi hermano le encantaba. Yo tenía ganas de mandar el mundo a la mierda, y escucharlos reír de felicidad me sacó de quicio. Así que salí a dar una vuelta y acabé en Wandsworth Park.

Me senté en un banco frente al Támesis. Había una mujer sentada en el extremo contrario, que se levantó en cuanto comencé a llorar, tiesa como un palo, y se fue, apurada, a apoyarse sobre la barandilla que daba al río. Como si los llantos fueran golpes.

«No pido consuelo, señora. Pero tampoco muerdo».

Me enjuagué los ojos y permanecí pensativo unos instantes.

Las cosas entre nosotros eran tan diferentes que me hubiera creído que no habían sido días, sino años lo que habían pasado desde que le pedí el divorcio. Jamás volvería con Nadia. Jamás le perdonaría esa traición. Ni siquiera me planteé la idea de poder volver a amar a otra persona, porque aquello, ese dolor que se enroscaba en mi pecho y me impedía respirar, esa sensación de que me habían roto, era lo último que deseaba sentir de nuevo.

Ojalá Nadia se pudriera en su propia mierda. Yo la había amado con toda mi alma, ¿y así me pagaba? Prometí pasar una vida a su lado y ella despreció esa promesa como si no valiera nada.

Llamé a mi hermano gemelo. No es que Lenn no me entendiera, pero Kresten, por muy estúpido que fuera (porque, de hecho, era un arrogante), conectaba conmigo de un modo que nadie lo hacía, a pesar de las comparaciones y de los rencores que todavía había entre ambos.

—Ya me he enterado, Hal —dijo él, nada más descolgar—. No hace falta que te expliques. Es una zorra.

Me reí, entre lágrimas.

—Kres, ¿tan rápido vuelan las noticias?

—Lenn se lo ha contado a mamá. Y mamá, me lo cuenta todo. ¿No lo sabías? Y más desde que no estoy en Inglaterra. Me llama todos los días para convencerme de que vuelva. Por encima de mi cadáver. No sabes lo que es que haya sol todos los días. ¡Todos, Hal! Estamos en diciembre y hace un sol de puta madre. —Mi hermano estaba tan integrado en la sociedad española que hasta los insultos había comenzado a decirlos en ese idioma—. Tendrías que venir a verme. A doña Manuela le encantaría verte, siempre me pregunta por ti. Y sí, sigue haciendo unas croquetas increíbles.

—Debería ir a hacerte una visita, sí.

Kresten se fue de Erasmus a Barcelona justo cuando estalló la pandemia de la covid-19. Y contra todo pronóstico, no había vuelto a Inglaterra. Estuvo a punto de hacerlo cuando nos permitieron viajar en el confinamiento, pero decidió quedarse. De hecho, pasé unos meses confinado en España con él. Ambos nos fuimos unos días antes de que él empezara las clases para hacer un poco de turismo y, ya de paso, le ayudé a instalarse en el estudio que alquiló. Para mi mala suerte, la situación me pilló allí de lleno y me pasé cuatro meses encerrado con Kresten, mientras discutía con Nadia todos los días porque ella quería que volviera y yo no podía, siquiera, salir de aquel piso enano.

Cuando terminó el máster, Kres decidió contribuir al gusto familiar por la literatura, abriendo una cafetería-librería junto a la playa. Todo lo contrario a lo que se esperaba de un británico estereotipado, pues obviamente, todos pensaban que se iba a abrir un pub.

—¡Claro! Por cierto, como ya sabes, soy el hermano cabrón, así que te lo voy a decir.

—¿El qué?

—Te lo dije.

Puse los ojos en blanco.

—Gracias, Kres. Era lo que quería escuchar.

—Primero, casarse a los veintiuno. Puto loco. Segundo, tu ex (porque yo ya la he pasado a la pantalla de ex y no pienso aceptarla de nuevo como parte de la familia), me tocó la polla y me besó porque pensó que eras tú.

—Estaba borracha.

—Me importa una mierda. Fue la situación más violenta que he tenido en mi vida. Era tu prometida. No... no podía confundirme. No.

—Ella no me confundía, fue solo...

—Como la defiendas te cuelgo. Y sigo. Tercero —comenzó a reírse—, ¿cómo se siente haberte helado los huevos recorriéndote media madre Rusia para que te pongan los cuernos?

—Eres un imbécil. Acabo de arrepentirme de haberte llamado.

Kresten seguía riéndose.

—Te quiero, hermano. Es que no puedo quererte más, Harald.

—Te voy a colgar —me reí y creí que iba a llorar al recordar lo ilusionado que estaba cuando nos prometimos.

Esas risas eran de amargura, pero al mismo tiempo... joder, iba a llorar de nuevo. ¿Cómo había podido poner mis cosas en bolsas de basura? ¿Eso era para ella? ¿Eso era nuestra relación? ¿Basura?

—Hal, ¿estás llorando?

—No.

—Sí.

—No, voy a colgarte, ¿sí? Necesito estar solo un rato.

—Bien, vuelve a llamarme cuando quieras.

—Gracias.

En cuanto le colgué, las lágrimas volvieron. Cayeron sobre mí silenciosas, vidriando mi visión, nublándola.

Cerré los ojos y por unos instantes, me imaginé que nada había sucedido. Que Nadia no me había engañado, que todavía me quería y que estaba a punto de llegar a casa. Si pudiera viajar en el tiempo con lo que sabía de nuestra relación, le habría regalado flores. La habría hecho sentir escuchada y quizás, eso habría solucionado las cosas. Debía hacerlo, ¿no?

En una infidelidad, el único responsable es el que es infiel. Nadia es la responsable de esa infidelidad. No tú. Tener problemas de pareja no justifica ser infiel, había dicho Kat.

Joder. Tenía razón, pero entonces... ¿Por qué no dejaba de sentir que yo había hecho algo mal? ¡No lo había hecho! ¡No de ese modo! Pero sentía que yo la había incitado a engañarme.

Respiré hondo y abrí los ojos. Una mano, que me tendía un pañuelo de papel, se coló en mi campo de visión.

—Parece que necesitas hablar —me dijo una voz femenina. ¿Era...?

Miré a la chica de nombre complejo, incrédulo, y me salió una cruda carcajada de lo más profundo de mi pecho. Qué irónica era la vida.

—Gracias, Lahyah.


Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top