49. Donde termina la playa y empieza el mar

Los pasillos del Aeropuerto de El Prat parecían no tener fin. No los recordaba tan largos, ni anchos, ni infinitos. Escogí la terminal antigua por la cercanía con la línea de cercanías, mucho más barata que los taxis y autobuses que utilizaban los turistas. Además, solía estar más vacía en ese tramo.

El vuelo llegó a las seis de la mañana y, después de pasarme la mitad de la noche durmiendo entre las sillas del aeropuerto de Stansted y el avión, tan solo quería llegar al hotel para echarme a dormir. Ni siquiera había pegado ojo. Estaba demasiado ocupada pensando en... ni siquiera sabía el qué. Para mi desgracia, no podía facturar en el hotel hasta las doce, así que me armé de fuerza o lo que fuera que necesitaba y, cuando llegué a la parada de Paseo de Gracia, salí de la estación y bajé por la avenida hasta que encontré una cafetería abierta a las siete de la mañana. Había bien pocas. Tenía que matar el tiempo hasta la cita con el abogado de mi padre, que era a las diez.

Por lo menos, el café no estaba malo y el libro que traje, tampoco estaba del todo mal. Era el de ese mes para el club de lectura. Me entretuve un poco; era una novela de misterio escrita por una autora española. Me estaba pareciendo medianamente soportable, tal vez, algo mediocre y demasiado presuntuosa. Odié con toda mi alma que utilizara palabras rebuscadas y soltara párrafos de conocimientos técnicos que no le interesaban ni al protagonista ni al lector. Odiaba cuando parecía que autor solo quería demostrar lo inteligente que era. Mientras tanto, en el bolsillo lateral de mi bolso, descansaba otra novela que parecía llamarme a susurros, que pronto se convirtieron en gritos, y finalmente, lo agarré. Era demasiada agonía soportar la llamada de ese libro. El retrato de Dorian Gray quería que terminara de leerlo, y había esperado demasiado para eso. Tal vez, el final de Dorian me ayudara a encontrar el mío.

No me gustó ese final aunque era perfecto.

Dos horas más tarde decidí comenzar a caminar. Podía llegar en transporte público con mucha facilidad, pero me apetecía pasearme por la ciudad.

Era una extraña. Una completa extranjera dentro de casa.

No me disgustó. A fin de cuentas, también lo era en Londres.

Hacía un sol radiante de finales de abril y todavía quedaban vestigios de la celebración de Sant Jordi ese fin de semana anterior. Pequeños carteles y folletos que indicaban que ahí, en esas calles, se había llevado a cabo una celebración.

Subí de nuevo el Paseo de Gracia y después, hacia la Diagonal. El tráfico ya se había acumulado en aquella avenida que cruzaba toda la ciudad, de punta a punta. El verde de los árboles plataneros era distinto al de los árboles en Londres; más vibrantes y cálidos. Menos verdes, un poco más amarillos. Más parecidos al sol que a la lluvia.

El abogado de mi padre era un hombre de cuarenta años, buena melena castaña y aspecto cliché. No había imagen más propia de abogado que la que transmitía ese hombre. Traje gris recién planchado, maletín negro, perfume caro y un afeitado que se repasaba cada mañana.

Tuve que firmar mucha documentación, no solo ante el abogado, sino también ante un notario. Las testamentarias podían tardar meses en tramitarse, así que ellos quedaron en encargarse del resto, y cuando todo estuviera listo, podría vender el piso. Le propuse al abogado que mediara la venta con mi madre antes de contactar con alguna agencia inmobiliaria. Si ella lo quería, podía ser suyo, pero no iba a regalárselo. En cuanto al dinero, tenía claro que lo quería donar a alguna asociación de Protección de menores maltratados.

No quería ese dinero.

Era dinero manchado de pesadillas, pero quizás, podía ayudar a niños que, fuera por el tiempo que fuera, se encontraran solos.

No visité a mi madre. Y esperaba, con todas mis fuerzas, que el abogado pudiera mediar con ella sin mí.

Por primera vez en mi vida era yo quien tenía el poder sobre lo que quedaba de ellos y por muy cruel o mezquino que eso pudiera llegar a ser, pensaba disfrutar de ese sentimiento.

Por eso visité la tumba de mi padre: Josep Baldrich Pérez.

—Y aquí estás —susurré ante su tumba; un cajón tapado por un mármol blanco que apenas tenía su nombre y su fecha de nacimiento y defunción grabados—. Al final, no pudiste conmigo.

Dejé una margarita blanca junto al epitafio y permanecí un rato allí. No fue mucho tiempo, el suficiente para asegurarme a mí misma que, se había muerto de verdad y que no iba a tener que verle nunca más.

Se había ido.

Y yo también.

Cuando me marché del cementerio no escuché mis pasos sobre la tierra, porque un pájaro comenzó a cantar, tan alto que me permití imaginar que lo hacía por mí.

Me permití pensar que me invitaba a volar a su lado, mientras daba por terminado el preludio de mi vida.

Paseé por el barrio en el que me crie. La tienda de chucherías ya no estaba, tampoco el parque en el que solía jugar. La escuela de primaria no había cambiado en absoluto, e incluso me crucé con Nil, que iba de la mano con una chica embarazada. No me reconoció y no me atreví a saludarle, pero me alegró verle bien.

Tampoco esperaba encontrar a Aina en el restaurante de sus padres. De hecho, ni siquiera tenía planeado acercarme, pero había sido demasiado fácil dejarme arrastras por mis rutas de la adolescencia. Esa Laia de diecisiete años, seguía sabiendo cuál era el camino exacto que debía seguir en ese barrio.

Aina estaba detrás del mostrador deslizando los dedos sobre la pantalla de la caja registradora. Tenía los cabellos castaños recogidos en una trenza y llevaba unas gafas redondas. Eso era nuevo.

El mundo dejó de sonar. O fue mi corazón, que se aceleró tanto que no fui capaz de escuchar nada. ¿Qué debía decirle?

«Hey, ¿qué tal estás? Quiero saber por qué te acostaste con mi novio si eras mi amiga. Quiero saber por qué me traicionaste así. ¿Por qué me advertiste sobre el dolor que él podía causarme y después te aliaste con él para destruirme?»

«¿Por qué?»

«Sé que estaba desquiciada, borracha y triste. Demasiado como para mirar a mi alrededor, pero..., ¿era necesario?»

Tal vez, la historia que vivieron ellos fue muy distinta de la mía.

Di un paso hacia adelante y después, retrocedí. En realidad, no necesitaba hablar con ella. Di media vuelta y me fui, sin que se percatara de mi presencia.

Caminé y caminé por la ciudad, hasta que llegué a la playa.

Me había recorrido las calles de Londres en busca de un lugar de redención: del rincón en el metro donde conocí a Blake y no había llegado. Allí, a pie de playa, me di cuenta de que el motivo por el que no era capaz de terminar mi paseo en Londres era porque mi destino siempre había estado en otra parte.

En esa playa.

En la ciudad que me había visto nacer, crecer y decaer.

Me quité los zapatos y el vestido y permanecí en bañador. La cicatriz estaba al aire. Cualquiera podría verla y no me importó, esa tarde yo solo podía ver el mar. Inmenso, brillante y azul. Cerré los ojos y saboreé el olor a sal y agua, el tacto de la brisa sobre mi piel, el sol, en lo alto y la arena en entre mis pies.

Se me puso la piel de gallina cuando sumergí los tobillos en el agua y reprimí un grito. El sol dejó de parecerme cálido y el frío me invadió, pero eso no me detuvo.

Me hundí en el agua de Barcelona y me dejé llevar por las olas. Nadé y nadé. Hasta que no supe donde empezaba el mar y donde acababa la playa. Cerré los ojos y me hice una con el mediterráneo, hasta que ya no quedó nada más de lo que fui.

Y en medio de la inmensidad, me di cuenta de que podía vivir sin Hal. Podía seguir mi vida como antes, encerrarme en mi silencio, en esa casa segura y amable, que me atrapaba y no me dañaba. Esa tela de araña de la que era casi imposible caerse.

Podía vivir sin él, como él vivió sin libros durante años. Pero no quería, porque a mí me gustaba el arte, me gustaba él y vivir sin él, hubiera sido como salir del agua para caer en el profundo olvido de una vida invisible. 

Lo logré jajaja. Creí que no podría subir el capítulo de hoy, pero, a casi las 12 de la noche, lo he conseguido. 🥰

¿Os ha gustado el capítulo? 

Intentaré subir el siguiente durante el fin de semana. 

Anécdota estúpida: En el libro de Kresten, la protagonista se burla de él diciéndole que tiene nombre de mueble de IKEA. (Adoro la dinámica de esta pareja). Bien, pues hoy fui a IKEA y encontré una cajonera metálica que se llama Lennart. Me la compré por las risas. Ahora puedo decir que tengo a Lennart en el cuarto. Bueno, ya, ignórenme la idiotez. Es muy tarde. 

Mil gracias por leer, 

Noëlle

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