43. Inseguridad

El nuevo centro psiquiátrico estaba lo suficiente lejos como para que la opción de ir andando fuera inviable.

El primer día no quise tentar al tráfico y escogí ir en transporte público. La saturación de las líneas a primera hora era sofocante. Las personas se amontonaban una junto a otra, como alimentos en conserva, apretujados en su lata.

Laia me había escrito esa mañana deseándome suerte en el nuevo trabajo. Tenía más mensajes de mis hermanos y mis amigos, pero el de esa chica era especial. Ese pequeño gesto hablaba de algo compartido, una consecuencia, un secreto y sobre todo, un sentimiento difícil de determinar.

Mi nueva supervisora se llamaba Mariah y era mucho más joven que Jenkins. Rondaba los cuarenta años y llevaba un colgante con las palabras "mamá" escritas sobre oro. Se presentó con bastante simpatía, después de que me indicaran donde estaban los espacios para personal.

La acompañé durante todo el día, paciente tras paciente, y a pesar de la incomodidad de no conocer absolutamente nada de ese lugar ni a nadie por los pasillos, me sentí fascinado por los casos. Mariah no solo me permitió tomar notas de todo, sino que, dedicó los huecos entre paciente y paciente para explicarme las evoluciones de los mismos, e incluso me permitió tener un rato para leer los informes realizados desde el ingreso de algunos.

En el hospital no tenía ese nivel de control ni seguimiento del paciente. No había tratado con casos tan graves como para ser hospitalizados, a excepción de en urgencias, que una vez determinado el ingreso pasaban a los psiquiatras de planta. Muchas veces no volvía a saber nada de esos pacientes, y otras, los encontraba más tarde en la consulta.

Esa tarde, cuando llegué a casa, el silencio se enganchó a las paredes del apartamento mientras preparaba la cena. No lo apaciguó el choque de los platos y cubiertos, ni el pódcast sobre psicología que puse en altavoz. Maldije con un insulto cuando se me quemó el pollo que estaba preparando y, aun así, esa pesadez no desapareció. Fue como si una nube invisible se hubiera instalado en el espacio y estuviera esperando a tragarme en la nada.

No me gustó la incomodidad que se asentó en mi nuca y que me dificultó respirar. Me comí las dos pechugas de pollo secas y quemadas con algo de arroz. Qué más daba. No pensaba tirarlas.

No estaba acostumbrado a estar conmigo mismo de ese modo, a las caras desconocidas; a las ausencias.

En la casa donde crecí siempre había alboroto, era algo que nos seguía a Lennart, Kresten y a mí. Si no estábamos montándonos partidos de fútbol en el jardín, hacíamos carreras de obstáculos en el pasillo. En una ocasión, nos inventamos que nuestras camas eran islas, conectadas por el océano de la moqueta de las habitaciones y único pasillo de la planta superior: Lennart era el rey de las tierras, Kresten el pirata que quería arrebatarle el trono y yo era un mago que quería terminar con la guerra. Al final yo gané el control de las islas imaginarias como hechicero supremo, mientras mis hermanos se discutían. Ojalá el tiempo pudiera echarse atrás, y con tan solo cerrar los ojos, algún tipo de magia me permitiera volver a tener siete años y correr de cuarto en cuarto con mis hermanos.

Cuando me casé, Nadia llenaba los silencios con pódcast y videos, música pop y conversaciones. Durante la pandemia estuve con Kresten. Y cuando me separé, viví con Lennart y Chris.

Había algo extraño en una casa solo para mí. Se sentía vacía y solitaria. Ajena al mundo.

Tal vez por eso me quedé mirando el cepillo de dientes de Laia cuando fui al baño después de cenar. Era la huella de que había alguien más allí, aunque solo fuera a veces. Nunca había pensado en cómo la presencia de las personas se manifiesta a través de sus pertenencias.

Tenía que invitar a Kat y Killian o buscarme algún plan con Laia. Quizás haría una fiesta o podría comprar algún juego de mesa para pasar la noche. En ese momento me di cuenta de que podría hacer lo que fuera con tal de no sentir ese asfixiante silencio.

Por suerte, Kresten me llamó, terminando así con mi melancolía.

—Hal, me duele la cabeza —me dijo cuando descolgué.

Tenía los cabellos largos tan despeinados que hubiera jurado que no había salido de la cama en todo el día. Las sospechas se confirmaron cuando se apartó el cabello y la marca de las sabanas apareció enganchada a su mejilla.

—¿Qué te pasa? —le pregunté.

—Me duele la cabeza y veo puntitos. No sé. He vomitado dos veces. ¿Qué me pasa?

—Kresten, deberías ir al médico.

—No quiero ir al médico. Tú eres mi hermano, ayúdame.

—Soy psiquiatra.

—Pero si estudiaste medicina. Eres médico. Creo que me voy a morir, me lloran los ojos.

En ese momento recordé la pandemia y como todas las personas que conocía me escribían y llamaban a mí para hacerme preguntas. Pasé un estrés horrible.

—Sí, estudié medicina, pero eso no quiere decir que lo sepa todo.

—Joder, es que pierdo mucho tiempo yendo al médico.

—Lo siento. Sé que es más fácil llamarme a mí, pero tienes que ir.

—Esta me la pagas.

—No te enfades, Kres. Es por tu bien, no puedo hacerte un diagnóstico de la nada. Además, pronto iré a verte, ¿no? Te queda poco para abrir el local.

—Ya, ya, ya. Ahora no me digas cosas que quiero escuchar. Aún quedan un par de meses.

—¿Solo un par?

Kresten pasó los siguientes minutos explicándome cómo iba el proyecto de la librería- cafetería que pensaba abrir en el centro de Barcelona. La inversión inicial era, en parte, gracias a sus ahorros y a su socio, su antiguo compañero de piso que tenía unos padres con mucho dinero y oportunidades para derrocharlo. Ambos habían acordado abrir el negocio en común y cada uno se llevaba un porcentaje de las ganancias. Debido a que la inversión era de ese chico, el porcentaje de ganancias para Kresten era menor, del cuarenta por ciento.

Tenía muchas ganas de ir a Barcelona para ver la inauguración de The Bookclub café. Quizás podía ir con Laia y que ella me mostrara sus rincones favoritos de la ciudad.

Tal vez, incluso, podría viajar con ella siendo más que una amiga.

—Kresten, tengo un problema —suspiré—. ¿Te importa que llame a Lenn y lo una a la conversación? Necesito vuestro consejo.

—Ni se te ocurra volver con Nadia.

—No es eso. Un segundo.

Llamé a Lennart y en cuestión de segundos los tres estábamos en videollamada.

—¿Reunión? Guau —dijo Lennart—. Esto no pasaba desde que a Kresten se le rompió la lavadora y no sabía cómo hacer que dejara de salir agua por todas partes.

—Hoy no es por mí —respondió Kresten con recelo—. Y no me ayudasteis en nada.

—¡Papá, papá! ¡Quiero saludar! —exclamó Chris, que daba vueltas alrededor de mi hermano. Al aparecer estaban en el salón.

Los siguientes minutos fueron un intercambio de saludos y bromas con nuestro sobrino, hasta que Lennart lo obligó a acostarse. Era tarde, y habíamos llamado en el momento menos oportuno, pues después de hablar con nosotros, dormir era lo último que Chris deseaba.

—Chicos, necesito vuestro consejo —dije al fin, cuando ambos parecieron lo suficiente centrados para escucharme. Lennart había apoyado el teléfono sobre algo y estaba sentado en el sofá con las piernas en alto. Kres tenía cada de estar a punto de morirse.

—Habla antes de que me vaya corriendo al baño —dijo—. No te lo he dicho, pero estoy enfermo, Lenn. Gracias por preguntar.

—¿Qué te pasa? —preguntó Lenn.

—No lo sé. Tu hermano, el doctor, no me quiere dar un diagnóstico.

—¿Me vais a escuchar o vais a hablar entre vosotros?

—Sí, sí, habla —dijo Kresten—. Qué misterioso estás, Hal.

—De misterioso nada —dijo Lenn que se levantó y agarró el teléfono, para mostrar esa cara de burla y satisfacción que tanta rabia me daba—. ¿Ya te has dado cuenta de que estás enamorado de Laia?

—¡¿Quién es esa?! —exclamó Kresten, que también se levantó de donde fuera que estaba sentado y comenzó a caminar—. ¡¿Por qué no sé nada sobre eso?! ¡No me contáis los chismes!

—Mi amiga —aclaré—, la que iba a estar sola en Navidad. Te la mencioné.

—No me acuerdo —respondió Kresten.

—Pues lo hice y dijiste que podía traerla de los pelos.

—Ah, es verdad. Esa.

Lennart se rio antes de hablar:

—Voy a ponerte en situación, Kresten —dijo—. Lleva desde...

—¡Lenn, déjame hablar a mí!

—Lleva acostándose con ella desde febrero. ¡Los pillé en mi salón!

Kresten abrió los ojos y los labios en un gesto sorprendido.

—¡Y yo que pensaba que estaba deprimido por Nadia! —exclamó.

—Y no te lo pierdas, Kres, era su paciente.

—¡¿Qué?! Harald, estás desmadrado. El divorcio te ha sentado genial.

—Y tan genial —coincidió Lenn—. Me ha gastado todos los condones. A mí. Los míos.

—Ni que fueras a usarlos —le espeté—. Y solo tenías dos.

—Si solo quedaban dos, es porque sí los uso.

—¿Con quién?

—A ti no te importa.

—Vaya, pues sí que me importa. Te encanta meterte de chismoso en lo mío con Laia. Ahora yo quiero saber con quién tenías pensado utilizar esos condones. Y no solo eso, porque había más cosas en ese cajón.

—¿Qué cosas? —preguntó Kresten, curioso.

—Juguetes. Y no eran de Chris. ¿Con quién estás acostándote, Lenn?

—Con nadie.

—¿La conocemos?

—Con nadie —repitió Lennart.

—Vete al infierno.

—Voy a vomitar. Un segundo. —Kresten desapareció de la pantalla y dejó el teléfono sobre alguna mesa o estantería.

—¿Estás seguro de que está bien? —me preguntó Lenn.

—Creo que tiene resaca o migraña —le dije.

Kresten volvió un par de minutos después.

—¿Bebiste anoche, Kres? —le pregunté.

—No. Me pasé hasta las dos de la madrugada con el proyecto. He dormido fatal.

—¿Y no tendrás migraña?

Frunció el ceño, pensativo, y después asintió un poco. No sería la primera vez que Kresten sufría de migrañas, de hecho, las había padecido desde los trece años.

—Puede ser. No lo sé. Mis compañeros de trabajo me enredaron para salir y cuando volví a casa me agobié porque tenía muchas cosas por hacer.

—Laia me contó que eran muy sociables —opiné.

—Laia... creo haber oído ese nombre por aquí.

—Ella es de Barcelona.

—Pásame su número, por favor —me pidió Kres, casi con desesperación.

—Kresten, entrarle a la novia de tu hermano está mal —se burló Lenn.

—No es mi novia —repliqué a lo que Lennart puso los ojos en blanco.

—No lo quiero para eso, imbécil.

—¿Para qué? —pregunté.

—Creo que mis compañeros de trabajo se divierten con mis fallos en español. Yo la cago mucho hablando español. Muchísimo. El otro día le dije a un camarero que quería un pedazo de polla con patatas.

—No puede ser —comenté incrédulo.

A Lennart le entró la risa floja.

—¿Que pediste qué? —preguntó entre carcajadas—. Repítelo, por favor. ¡Repítelo!

—Una polla. Pedí una polla en un restaurante. Fue vergonzoso.

La risa de Lennart era contagiosa, de esas que son graciosas en sí mismas, así que fue inevitable que me riera yo también.

—Os lo juro. Tendríais que haber visto la cara del camarero. No he pasado tanta vergüenza en mi vida y fue por culpa de las amigas de Sergio. Me enredaron. Os juro que me enredaron. La cuestión es que sospecho que me dicen cosas mal o a doble sentido a propósito y se ríen de mí. Necesito hacerle preguntas sobre el idioma a alguien que me tome en serio. Estoy harto de parecer tonto, porque muchas veces me equivoco o digo las cosas mal y no me corrigen. Me entienden y no le dan importancia o simplemente se ríen, pero yo quiero hablar bien.

—¿Y por qué no le preguntas a Emilia? —preguntó Lennart.

—Emilia no habla igual que la gente de aquí.

—No voy a darte el número de Laia para que la molestes —le dije.

—No voy a molestarla. Además, ¿a ti qué más te da? Si no es tu novia. Como si quiero ligar con ella. Quizás lo haga.

—Atrévete a insinuarte con ella, y tendrás que pedirle a ese camarero otro trozo de polla porque te habrás quedado sin la tuya.

Lennart estalló en carcajadas ante mi advertencia. Kresten arqueó las cejas y me dedicó una mirada cómplice.

—Con qué enamorado, eh —se burló Kresten.

—Era obvio —observó Lenn.

—Sí, me he enamorado de ella. Pero...

Resoplar. Maldita friendzone.

—¿Dónde está el problema? —preguntó Kres.

—En que ella dice que somos amigos.

—Pues vas a tener que decirle que se equivoca —añadió Lenn.

—¿Cuál es el mejor momento para decirle a alguien que le quieres?

—¿Nos preguntas a nosotros que no lo hemos dicho nunca? —preguntó Kresten.

—Creo que si eres sincero y se lo dices en un momento en el que sientas que debes decirlo, puede estar bien —me aconsejó Lennart.

—Eso es muy aleatorio, Lenn —se río mi gemelo.

—¡Oye! Hago lo que puedo.

Suspiré.

—Deseadme suerte. 




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