42. Amigos
Laia acariciaba mi pecho desnudo con pequeños trazos circulares que recorrían mi abdomen. Sus caricias se detuvieron justo sobre mi corazón, como si ya supiera que estaba en sus manos.
Yo tenía los dedos enredados en el cabello de su nuca.
El ritmo de nuestras respiraciones se había calmado, pero Laia todavía tenía las mejillas ruborizadas. Se había puesto colorada cuando le pedí que se sentara en mi cara.
El sexo con Laia era maravilloso, pero por el simple hecho de que ella lo era; de que aferrarla a mí se estaba convirtiendo en un modo de darle sentido a mi vida.
No podía seguir mintiéndome a mí mismo.
Laia no era mi amiga; era más.
Y no sabía como demonios decírselo.
Poco después de que sus caricias se detuvieran, su suave respiración chocó contra mi cuello. Sus pestañas largas acariciaban sus mejillas, y sus labios se entreabrían un poco. Estaba preciosa cuando dormía.
Creo que me pasé una hora mirándola y podría haberme pasado toda la noche, a pesar de ese nerviosismo que no se iba a de mi pecho. Estaba aterrado. Hacía apenas una semana que había firmado el divorcio con Nadia y había intentado convencerme por todos los medios de que Kat no tenía razón.
Fallé.
Durante ese tiempo, había estado negando lo evidente; lo que sentía por Laia no era, ni por asomo, lo que sentía por una amiga. Ni siquiera se parecía a lo que sentí por Nadia: era menos intenso, pero mucho más agradable. Era como llegar a casa después de atravesar una tormenta, sentir el calor de una chimenea y pensar que podría quedarme allí para siempre.
¿Cómo había podido engañarme a mí mismo hasta el punto de creer que realmente estaba arriesgando mi carrera por una amistad con derechos?
¿Cuándo comencé a sentir que no quería alejarla de mí bajo ninguna circunstancia?
Ni siquiera lo sabía. ¿Fue cuando la vi por primera vez? ¿Fue en el parque? ¿O fue después de esos mensajes sobre libros?
Laia seguía durmiendo. Acaricié su cabello y se aferró a mí, pasando su pierna por mi cadera.
¿Era realmente muy pronto? No lo sentía así. Es más, quería todo de ella de un modo en el que nunca había querido nada de nadie, pero entonces comenzaba a contar días, a pensar en plazos y la palabra pronto aparecía. ¿Qué era pronto? ¿Pronto para qué? Mi antigua relación murió mucho antes de romper, así que, tal vez, yo había estado preparado para volver a empezar hacía mucho tiempo.
Dejé un pequeño beso en su frente y alargué la mano para apagar la luz de la mesilla de noche, pero me detuve a medio camino porque Laia tembló y apartó su mano de mi pecho. Cuando me pareció que volvía a dormir, apagué la luz de la mesilla.
La medicación y la terapia le habían hecho mejorar, pero, aun así, todavía le quedaba un largo trabajo por hacer. A veces se despertaba a media noche, y se entretenía leyendo un libro o mirando su teléfono hasta que volvía a dormirse. Nunca me despertaba, pero alguna vez la noté, por muy discreta que intentara ser. Lo de dormir juntos se había convertido en una costumbre que sucedía un par de veces por semana.
—Estoy contigo. Estoy aquí —susurré. Sus dedos se enlazaron a la sabana y apretaron la tela. Hizo fuerza con los puños. Tal vez era una pesadilla—. Sh... mi amor, estoy aquí. No estás sola.
Volví a darle un beso en la frente.
La había llamado mi amor sin darme cuenta siquiera. Y me gustó. Pero... joder, deseé que no me hubiera escuchado, porque eso ponía nuestra relación en un punto complicado.
Muy complicado.
No era así como quería decírselo.
«Somos amigos, solo amigos. No somos amantes», había dicho ella.
¿Se considera amantes cuando solo uno de ellos ama con locura?
Ella no hacía más que insistir en que no debía amarla y yo había aceptado ese término como un tonto, como si no me conociera a mí mismo y supiera que no podía hacer eso.
Laia volvió a moverse.
—No pasa nada. Todo está en tu cabeza. Creo en ti, Laia.
Esos enormes ojos azules me miraron con algo parecido al miedo y la desesperación cuando los abrió. Casi pude oírla pensar: ¿qué me pasa?
—Solo es una pesadilla, estás bien. No voy a dejar que te pase nada.
Ella se acurrucó todavía más en mí.
—No eres tonta ni estúpida —le dije.
—¿Cómo?
—Sé que lo estás pensando, así que te lo aclaro. No eres ninguna de las dos cosas.
—Me siento... irracional —A pesar de que había muy poca luz en la habitación pude ver que su mirada brillaba como un lago a media noche.
Tomé su rostro, posando mi mano derecha sobre su mejilla.
—Eso es humano.
—¿Tanto?
—A veces sí.
—Estoy... estoy intentando cambiar mi modo de pensar ahora mismo. Darme otro discurso: ese que... ese del que habla Patricia. Pero no puedo y creo que voy a colapsar.
Eso me hizo reír, una mezcla entre diversión y amargura.
—Laia, eso es martirio. Incluso tortura, diría. —Ella frunció el ceño, como si no me entendiera—. Eso debes hacerlo cuando ya estés más tranquila, ahora no vas a poder controlar tus pensamientos negativos. No hay un interruptor en tu cabeza y no intentes buscarlo porque te volverás loca.
—¿Y qué hago? ¿Cómo dejo de pensar?
—Haciendo otra cosa que te distraiga. Intentando controlar tu respiración, por ejemplo.
—¿Te puedo contar mi pesadilla?
—Claro, sweetie. Puedes contarme lo que quieras.
—He soñado con Blake. —Un puñetazo me hubiese dolido menos que el hecho de que soñara con su ex cuando dormía en mis brazos—. Estaba... estaba en casa de él, pero él no estaba. Es decir, en mi sueño, sabía que estaba por ahí, pero no recuerdo haberle visto directamente. Era... bueno, ya sabes, los sueños a veces son un poco raros. Quería salir a la calle, pero el apartamento estaba rodeado de gente que quería verme. Me miraban fijamente, me gritaban cosas desagradables, me hacían muchas preguntas y... Joder es que no podía ni respirar. No importaba si cerraba la puerta y corría las cortinas de las ventanas. Aparecían más. Gritaban más fuerte. Dios mío. Ha sido horrible.
—Eso no pasará, yo me encargué de apartar a todas las multitudes de ti —bromeé un poco y ella soltó una pequeña risa.
—Gracias.
—Yo a veces sueño con mi padre —confesé. Nunca había hablado de eso con nadie, ni siquiera con mis hermanos o Nadia—. ¿Recuerdas que te conté que se suicidó cuando yo tenía cinco años? —Ella asintió—. A veces sueño con ese día y otras sueño que no murió. Es como si estuviera aquí, pero no tiene voz, ni rostro. He visto fotos de él, sé qué aspecto tenía, pero... en mis sueños siempre es algo difuminado.
—¿Le extrañas?
—No lo sé. Creo que sí. Extraño no haber tenido un padre mientras crecía, pero tengo tan pocos recuerdos de él y son todos tan difusos que se me hace imposible echarlo de menos. Aunque mentiría si dijera que no lo echo en falta, es decir... no tuve un padre en mi infancia, no tengo un padre ahora. A veces me pregunto cómo debe ser tener alguien que te diga cómo atar una corbata o arreglar un grifo. —«O declarar tu amor a una mujer que dice que eres su amigo»—. Aunque estoy seguro de que mi madre sabe hacer todas esas cosas. Sé que no fue un buen hombre en gran parte de su vida, pero mi madre nunca nos habló mal de él.
—No tengo muchas referencias de padres buenos, pero supongo que hay personas que nacen con la suerte de tener una familia feliz.
—Es una lotería, ¿eh? Es curioso que podemos definir nuestro futuro y tomar nuestras propias decisiones como adultos, pero al final, estamos influenciados por una infancia que no escogemos. Parte de nuestra vida, se basa en algo que no podemos controlar.
Ella asintió.
—¿Cómo fue? —me preguntó—. La muerte de tu padre... si es que... se puede preguntar.
—Bebía mucho, discutía mucho con mi madre y era muy ambicioso. Mamá dice que estaba convencido de que nos haría ricos, pero en lugar de trabajar, apostaba. Apostaba hasta la saciedad. La noche que murió, se había gastado todo su sueldo después de cobrarlo. Volvió a casa de madrugada, borracho, y sin un centavo —suspiré—. Todo en el maldito casino. Apostaba incluso más de lo que tenía, y en alguna ocasión mamá tuvo que darle de su propio sueldo para pagar sus deudas. Incluso después de su muerte, venían a casa tipos que pedían dinero. La noche que murió, mamá estaba harta y no le dejó entrar en casa. Discutieron muy fuerte. Yo no lo recuerdo, pero Lennart me lo contó. De hecho, Lenn ayudó a papá a entrar a casa. Le llevó un saco de dormir, una almohada y unas sabanas para que se quedara en el garaje. Lenn tenía siete años, ¿cómo iba a saber que le estaba dando...? —no pude seguir—. En fin... Kresten lo encontró colgado la mañana siguiente cuando iba a buscar su bicicleta.
—Lo siento mucho, Hal. Debió ser horrible.
—Hay un ritual japonés, llamado Seppuku, en los que los samuráis por cuestiones de honor, se suicidaban abriéndose el vientre. Eso podía ser o bien porque hubiese peligro de caer en manos enemigas, o porque el Samurai había sido ya deshonrado. Esta costumbre se ha adherido tanto a la sociedad, que hoy en día, hay hombres se suicidan si sienten que han fallado a su mujer y a sus hijos. O incluso en el trabajo o los estudios. El honor, la lealtad y la familia. Es algo muy complejo. A veces pienso que lo que mi padre hizo fue algo así, a su manera. O no, a lo mejor le pasaba algo más que nunca podré averiguar porque ya no está y no puedo hablar con él.
Laia se mordió el labio, intentando contener una mueca de angustia y dejó suaves caricias en mi mejilla. Cerré los ojos. No me di cuenta de que la había agarrado de la cintura, con firmeza contra mí, hasta que volví a abrirlos.
—Creo que me dedico a la psiquiatría porque quiero entenderle —continué—, nunca lo había admitido de ese modo pero es verdad. Siempre digo que quiero ayudar a las personas que puedan estar mal, pero la verdad es que necesito entender lo que le sucedió. Estoy casi seguro de que tenía algún tipo de trastorno compulsivo, y en algún momento se dio cuenta de que había llegado al límite. Las personas que se suicidan no tienen por qué tener enfermedades mentales, eso no es una enfermedad. Pero su caso es... mamá dice que cuando se conocieron era muy risueño y amable. Que siempre la hacía reír y que era muy trabajador. Los dos venían de familias humildes y él tenía muchas ambiciones. Se casaron, consiguieron una hipoteca para una casa familiar y tuvieron a Lenn. Cuando comenzó a apostar todo se fue a la mierda. Era un ciclo: bebía porque perdía dinero, apostaba y ganaba un poco, lo suficiente para creer que la próxima ganaría más, y volvía a perder, y a beber y a discutir con mamá, que estaba desesperada porque no llegaban a fin de mes solo con el sueldo de ella. Supongo que ese día mamá llegó al límite. Cuando no le dejó entrar de madrugada y le dijo que se fuera a un hotel. Ella siempre dice que lo amaba, pero que tenía tres niños pequeños que mantener y no podía permitir ese comportamiento.
—Tu madre fue muy valiente.
—Lo sé. Sé que lo hizo por nosotros, que no quería que tuviéramos que seguir escuchando gritos. Ella nos mandaba a nuestra habitación para que no lo viéramos borracho, pero a veces era inevitable. Creo que ella carga con el peso de su muerte, porque él se suicidó cuando ella lo echó de casa. Además, nunca ha intentado volver a amar a nadie. Se dedicó en cuerpo y alma a nosotros tres y a su trabajo. La verdad es que nos sacó adelante muy bien. Pero a veces creo que se siente sola o triste, pero siempre lo oculta. Su discurso es "estoy orgullosa de mis tres niños", pero sé qué hay más. Nunca le he contado mis problemas, ¿sabes? Creo que nunca he llorado frente a mi madre.
—¿Por qué?
—Por protegerla, supongo. Kresten siempre ha sido un niño de mamá, y Lennart, aunque le ayudaba, también la preocupaba mucho. Siempre se ha sentido culpable por el hecho de que Lenn cargara con Kres y conmigo a veces, y con Kres... él lo encontró. Fue traumático. Mi gemelo cambió después de eso y se volvió callado, pero malhumorado y bastante travieso, no en el buen sentido. Era malo. Hacía cosas horribles a nuestros compañeros de clase, a Lennart y a mí. Sobre todo a mí. Le gustaba fingir que era yo mientras gritaba en clase, le cortaba el pelo a nuestras compañeras E insultaba. Una vez le quitó una novela a Emilia y le garabateó todas las páginas. Fingió ser yo cuando se lo devolvió y para el colmo firmó mi nombre. Me costó muchísimo que Emilia me perdonara por algo que ni siquiera había hecho. Y este es solo un ejemplo de las cosas que hacía.
—¿Por qué?
—Por rabia. Una vez me dijo que yo era la versión buena de los dos y que me odiaba por eso. Siempre se ha empeñado en que seamos diferentes. Hubo una época, en nuestra adolescencia, que no hacía más que despreciarme, insultarme y buscar cualquier excusa para que acabáramos entre manos. De hecho, buscaba enfrentarse a posta. Yo lo ignoraba, aunque no siempre podía soportarlo y también le atacaba. Sé que mi hermano no se sentía bien, y el hecho de que seamos gemelos a veces ha complicado mucho las cosas. Pudimos arreglarlo hace unos años y ahora ya no es así, pero me apena que viva tan lejos. Sé que es una forma de distanciarse de nosotros, sobre todo de mí. Si eso lo hace feliz, prefiero que esté lejos, aunque lo extrañe.
—¿Y tú?
—¿Yo qué?
—¿Cómo te sentías tú?
—¿Sobre Kresten? Bastante mal, pero ya quedó en el pasado. Y sobre mi madre... No lo sé. No quería dar más trabajo ni preocupación, así que me callaba, sacaba buenas notas y sonreía. Me gustaba interpretar ese papel.
—No tienes que estar siempre bien, Hal.
—Lo sé. Ese es mi discursito, ¿recuerdas? Se lo aplico mucho a los demás, pero conmigo mismo siempre me ha costado. Suelo reprimir los sentimientos negativos, y me engaño para no sentirlos... estoy intentando dejar de hacer eso, pero es complicado porque estoy tan acostumbrado a hacerlo que ni siquiera me doy cuenta. Se siente bien. Incluso llorar no es tan malo.
—A mí me encanta —dijo con algo de diversión—. Lo hago mucho, ¿sabes?
Negué con la cabeza.
—A veces me gustaría que lo hicieras menos, pero si es lo que necesitas, adelante. Puedes llorar en mi hombro siempre que quieras.
—Algún día no lloraré tanto —suspiró.
—Y podrás seguir apoyándote en mi hombro si quieres. Aunque no llores.
«Si quieres, incluso puedes quedarte todo de mí. Puedes formar parte de mi vida, podemos hacer todo lo que quieras».
Laia se dio un pequeño impulso y plantó un beso en mis labios. Sonreí y enredé mis dedos en el cabello de su nuca para acercarla a mí.
—Oh, puedes apoyarte en mí para besarme también —coqueteé—. Y si quieres hacer otras cosas, estoy más que dispuesto.
Se rio.
—Gracias por compartir tu historia conmigo. Me siento mejor —susurró, tímida.
—¿Ya no necesitas distraerte? —la tomé de la cintura para girarla y ponerme sobre ella. Sus cabellos quedaron esparcidos alrededor de su rostro sobre la almohada.
—Uhm... ¿Vas a besarme si te pido que me distraigas? Porque en ese caso creo que sí que lo necesito.
Esa noche la besé hasta que volvió a quedarse dormida entre mis brazos. Le hablé, sin que se diera cuenta, de amor sin palabras, de confesiones escondidas bajo la almohada y de sentimientos que no sabía que era posible experimentar.
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