36. Una lectura incómoda
Me dolían los pies. Hacía un frío terrible esa mañana, así que caminé mucho más rápido. Apenas sentía mis mejillas cuando llegué a casa, decepcionada de nuevo: no había sido capaz de terminar. Estuve a punto de llegar a la estación de metro, pero me quedé al borde de la escalera.
El resto del día fue más difícil de lo normal. Me sentí vacía hasta medio día, empachada después de comer y vacía de nuevo por la tarde.
Mi padre había muerto.
Hal no me había hablado.
Blake estaba en Londres.
Y durante un breve instante, no entendí por qué me importaban esas cosas.
Sabía que todas pasarían. Sabía que todas deberían darme igual.
Creí que mi padre duraría más. Creí que Harald también duraría un poco más en mi vida. Y tenía la esperanza de no toparme con Blake bajo ninguna circunstancia (eso tampoco era muy complicado).
No estaba preparada para volver a España para el funeral. Ni siquiera sabía si debía ir.
No se lo merecía. Mi padre era la única persona en el mundo que no se merecía nada que yo pudiera darle. Si de verdad hubiera intentado suicidarme, le hubiera hecho un favor a ese horrible hombre. Tenía que vivir, porque eso le hubiera dado más rabia.
Por la tarde me tomé los antidepresivos, me hice un té y me senté junto a la ventana. No leí. No encendí el televisor, no trabajé.
Me uní al silencio mientras la ciudad se llenaba de lluvia y las horas pasaban, como días frente a esa ventana.
No lloré.
Lo único que hice fue leer todos los mensajes que me había enviado mi madre. Uno tras otro. Repetidas veces.
Papá había muerto entre lágrimas de arrepentimiento, susurrando mi nombre. Y mi madre quería arreglar las cosas.
No podía creérmelo. Tenía que ser otra de sus mentiras.
Me importaba bien poco que mi padre hubiera muerto, de hecho, sentí alivio. Por fin pude respirar en paz. Se había ido. Su tormento se había terminado.
Jamás volvería a caerme al Támesis. Jamás tendría que temer escuchar su voz de nuevo. E incluso, podría plantearme volver a casa, a Barcelona.
—Menos mal que tú no te vas —le dije a Jemmy, que estaba tumbado a mis pies.
Harald me prometió que no iba a irse ¿y ahora cancelaba las citas?
Quizás debería preguntarle, pero si él no se explicaba, ¿por qué debía pedir yo explicaciones?
El timbre sonó a las seis de la tarde y se me aceleró el corazón. Solo había una persona en toda la ciudad que fuera capaz de presentarse en mi casa.
La única que quería ver.
Harald traía una bolsa y una sonrisa nerviosa cuando me saludó.
—¿Qué haces aquí? —le pregunté.
Pestañeó, extrañado ante mi tono cortante.
—Me dijiste que viniera a tu casa. Por el libro... habíamos quedado, ¿te has olvidado?
Había dado por sentado que no iba a venir.
—Pero... creí que no querías hablar conmigo.
Mi declaración provocó que su frente se arrugara en un gesto todavía más extrañado.
—¿Por qué?
—Has cancelado las citas conmigo. Me han enviado un mensaje.
Se pasó la mano por los cabellos color miel.
—Vaya, no sabía que te lo habían comunicado ya. Quería explicártelo hoy. ¿Estabas preocupada por eso? Deberías haberme preguntado.
—Has cancelado las citas —repetí.
—Sí, claro que las he cancelado. Es lo lógico.
—No, no lo es... No me has avisado. Has... has tomado la decisión tú solo.
—Porque no ibas a dejarme tomarla.
—Es que yo no quiero con nadie más. Yo no... yo no puedo.
—Sí que puedes. Somos amigos, ¿no lo ves? No hablas conmigo como tu médico, nunca lo has hecho. Estoy cansado de fingir entre nosotros algo que no es real. Yo no quiero ser tu médico y lo sabes. Nunca me hablas en la consulta sobre las cosas importantes, todo... absolutamente todo lo que sé de ti me lo has contado fuera del hospital. ¿Qué sentido tiene mantener esto? No te está ayudando tampoco en tu tratamiento.
—Pero yo no puedo con nadie más, Hal, yo...
—Laia, tienes que entenderlo. Y deja de convencerte de que no puedes hacer algo que ya has hecho. Hablaste con Jenkins. No puedo ser tu psiquiatra ni el ayudante de tu psiquiatra.
—No. No, no puedo entender que de repente no quieras verme.
«Escucha con atención. No intentes leer detrás de las palabras».
Qué bien sonaba. Qué difícil era hacerlo.
—¿Qué? ¿Qué te hace pensar eso? Estoy en la puerta de tu casa. ¿Estaría aquí si no quisiera verte?
—Has anulado las sesiones.
«Has anulado la única excusa que tenía para verte. Lo único que me hacía tener la certeza de que, si alguna vez te cansabas de mi silencio y rareza, podría seguir viendo la sonrisa de tus ojos. Me has quitado esa seguridad».
—Sí, estoy poniendo en riesgo mi carrera y mi integridad. ¿Lo entiendes?
No dije nada, por lo que añadió:
—No puedes ser mi paciente y mi novia.
¿Novia? ¿Estaba escuchando bien? No recordaba haber bebido vino esa tarde, pero esa declaración solo podía escucharla si estaba borracha. O él estaba borracho, lo que no tenía mucho sentido porque no lo parecía en absoluto.
—¿No... no... qué?
Se llevó una mano a la frente, tomando una gran bocanada de aire.
—Mierda, no quería decir novia en sentido literal. Pero ya me entiendes. Somos amigos. Hay algo. Entre tú y yo. No sé a dónde va, pero, yo. —Se rascó la nuca—. No sé, la estoy cagando mucho. Sí. Bueno, el caso es que lo que pasó el otro día. Es algo que... no debería hacer con una paciente. No quiero que seas mi paciente. No te quiero en mi consulta. Te quiero en mi vida.
No contesté. No encontré nada que decir. Estaba perpleja.
—Olvida que te he llamado novia —siguió—. No sabía como decirlo y...
—Olvidado.
Él suspiró y pareció dubitativo antes de hablar. Pensé que se marcharía porque me tendió la bolsa de comida.
—He traído sushi para cenar, pero, si quieres estar sola... lo entenderé. Te dejaré la cena, yo no tengo mucha hambre. He pedido variedad de salmón porque dijiste que eran tus favoritos.
Yo seguía perpleja.
De verdad que me había preocupado por nada. Tan solo debí haberle preguntado y me hubiese ahorrado dos días de dolor de cabeza.
Él siguió hablando ante mi silencio.
—Me iré. Lo siento. No quiero incomodarte.
«Laia, por favor. No dejes que se vaya. Dile que se quede. Haz algo. No te quedes ahí pasmada como una idiota. Tú sabías hacer esto. Sabías decirle a un hombre que te gusta "quédate conmigo"».
«No puedo. No puedo. Yo...»
—No te vayas —dije atropelladamente—. Por favor, quédate.
No tuve que repetirlo. Se dio la vuelta y me atacó con un fuerte abrazo. Me quedé de piedra, incapaz de moverme.
—Gracias —contestó en un susurro, con el rostro escondido en mi cuello.
—Lo siento —susurré—. Siento haberte insistido en algo que no querías hacer desde el principio. He sido una egoísta.
Me sentía detestable y dramática.
—No te preocupes. Yo debí negarme. No es tu culpa. Y yo también siento no haberte avisado. No fue la mejor forma de hacerlo.
—¿Qué... qué les has dicho?
—Que éramos amigos y que siento cosas por ti. Era más fácil que Jenkins pensara que estamos enamorados a explicar... esto que hay entre nosotros. Solo lo sabe él y no creo que haga nada. O al menos eso espero.
No me atreví a preguntar cuáles podían ser las consecuencias de eso. Pero me sentí increíblemente miserable. Había estado tan centrada en mí que me había olvidado de él. El día que decidí ir a terapia, sentada en su regazo, ya me dijo que no estaba de acuerdo con eso. Y aun así no se negó. Me prometí a mí misma no volver a hacer algo así.
Me aferré a su abrazo. Podía escuchar su corazón ensordecerme, sentir su calor rodearme y su perfume nublar mis sentidos.
—Lo siento.
—Laia, ya está hecho —dijo, como si fuera capaz de leerme el pensamiento—. No vale la pena lamentarse. Intentaremos no meternos en más líos, ¿te parece?
Asentí y lo invité a pasar. Él cerró la puerta y se quitó los zapatos tras pasar.
—Buscaré platos y vasos. Ve al salón si quieres —le dije.
—Bien.
Me marché a la cocina y él al salón. Escuché como sacaba las bandejas de sushi de la bolsa. Agarré un par de platos y vasos y fui a reunirme con él. En la mesa auxiliar frente al sofá descansaban las cajas de sushi cerradas. Harald observaba con curiosidad la librería que tenía en el salón. Jemmy lo había seguido y lo miraba atento, restregándose contra su pierna.
—Te has comprado nuevos —observó Hal. Mi pila de libros pendientes de leer era cada vez más grande—. Hamnet—, leyó la portada de uno y agarró otro—. El Jilguero. Este tiene buena pinta. Hay una película, ¿verdad? —Agarró también un par de libros sobre Van Gogh que había conseguido en la tienda de segunda mano que visité con Emilia—. ¿Te gusta el impresionismo?
—Sí... es —No podía decirle que sus ojos me habían incitado a interesarme por un artista sin parecer una loca—. Es mi favorito.
—La noche estrellada es un cuadro precioso, ¿no crees? También me gusta mucho el de los girasoles. Hay un retrato en el que no tiene oreja, fascinante. Me intriga muchísimo el misterio detrás de quién le cortó la oreja. ¿Fue él? ¿Fue su amigo? ¿Sabes que hay estudios sobre las posibles enfermedades mentales de Van Gogh? Es interesante, simplemente. Algunos psiquiatras hablan de psicosis y otros trastornos. Me parece un artista alucinante. —Sí. —Tuve que hacer un gran esfuerzo por no sonrojarme.
Ojeó uno de los libros y después miró los otros que no tenían sitio en la estantería todavía.
Oh, no. Esos eran fantasía romántica... casi erótica. Los compré por insistencia de Emilia, que le encantaban.
Arqueó las cejas y me dedicó una mirada divertida, acompañada de una sonrisa pícara.
—¿Y esto?
Dejé los platos y los vasos vacíos sobre la mesa frente al sofá y me acerqué a él.
—¿Quieres leerlos? —le pregunté.
—¿Y si me los explicas? Me gusta bastante la fantasía.
—Ni hablar.
—Creo que esta fantasía no la he leído nunca. Es algo nuevo para mí —se alejó, burlón, con el libro entre las manos.
—¿No quieres cenar?
—A ver este libro... —lo abrió.
—¡Dame eso!
—¡Pero quiero leerlo!
Mis intentos por arrebatárselo fueron en vano. No sabía qué había en ese libro, pero tenía la leve sensación de que sería vergonzoso. No pude quitárselo. Hal encontró una página que le hizo bastante gracia, y leyó en voz alta:
—"Te voy a follar hasta que toda la eternidad se haya escurrido de tus venas. Hasta que todos los años de mi larga existencia se borren con los gritos de tus gemidos". Oye, es un poco dramático y tétrico. ¿No? Yo a ese tipo no le dejaría acercarse a mí.
«Demonios, Emilia. ¿Qué me has hecho comprar?»
—Eres un cotilla.
Iba a ponerme colorada, y ni siquiera sabía qué más se iba a encontrar en ese libro.
—Y luego dice... oh, sí, princesa de la oscuridad, tienes la... —se rio— vagina más... no puedo seguir —carcajeó—. "Las muñecas de la muchacha quedaron atadas a los marcos de la ventana, por lo que, desde las alturas no había forma de que cayera mientras explotaba de placer." Laia, ¿dónde encontraste esto?
—Fue cosa de Emilia.
Se río, como si no le sorprendiera en absoluto que Emilia recomendara esos libros. Siguió leyendo, paseando por el salón con el libro en alto.
—¡Harald!
—Le ha amarrado los brazos a la ventana con esposas para que no se caiga. Están en una maldita torre. Debo admitir que es perturbador como poco. Escucha esto, Laia. Escucha... "Te voy a embestir con mi polla hasta que tus gritos se escuchen por todo el reino y tus súbditos sepan cómo siente placer su reina" —siguió burlándose y provocándome con las citas de ese estúpido libro de fantasía paranormal erótica. No recordaba haber vivido un momento más embarazoso—. A este tipo podría recetarle unas pastillas que le calmarían bastante, ¿sabes? No lo veo muy estable...
—¡Deja eso ya! —De un saltito alcancé a tocar el libro. No lo soltó, pero yo tampoco.
Lo desafié con la mirada. Él era todo coqueteo y diversión.
—¿Me lo prestas? —me preguntó.
—Pero si no lo he leído aún.
—¿Y si nos lo leemos juntos?
No pude evitar reírme.
—Sí, cuando terminemos El retrato de Dorian Gray.
Soltó el libro, satisfecho, y lo devolví a la estantería.
—¿Cenamos? —propuse.
Él seguía con esa sonrisa provocadora pintada en el rostro. Apoyó la mano sobre la estantería, y me quedé entre él y los libros. Como un gran escudo. Uno muy necesario porque acababa de descubrir que la librería de una mujer puede guardar bastantes secretos.
Harald se inclinó sobre mí.
—Sí. De pronto, tengo mucha hambre, ¿sabes? —susurró, tan cerca de mis labios, que sentí que me acariciaba.
A decir verdad, yo también estaba hambrienta, así que lo agarré de la camiseta y lo besé.
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