29. Heridas
Patinar con Laia fue divertido.
Le aterraba darse bruces contra el hielo de la pista. Se agarró a los bordes de la pared durante los primeros veinte minutos, y cada vez que intenté que se animara a soltarse de la barandilla, repetía: no, no, no, no.
—Parece que camino sobre mantequilla —dijo una de las veces, mientras yo patinaba de espaldas, frente a ella, mirándola entre risas por las muecas graciosas que hacía.
—Es que tienes que dejar de intentar caminar y deslizarte.
—¡Me voy a matar si hago eso!
—No te vas a hacer daño. Si intentas caminar, levantando los pies del suelo de ese modo tan exagerado, sí que te caerás.
Frunció el ceño y se miró los pies. Movió ligeramente los pies.
—Pero... pero si me deslizo no me muevo del sitio. Es que esto... ¡Ay! —No llegó a caerse, pero se encogió sobre sí misma contra la pared de la pista.
Me agaché a su lado.
—Tienes que soltarte. —Le tendí la mano—. ¿Confías en mí?
Ella seguía hecha un ovillo mientras nos adelantaban el resto de patinadores aficionados que circulaban por la pista.
—Yo... yo no confío en estos patines ni en el hielo del suelo. No confío en la estabilidad de esto. Me voy a caer.
—No te vas a caer. Dame la mano.
Dudó. Me dedicó una de esas miradas llena de preguntas. El azul de sus ojos era inmenso.
—Confía en mí —repetí.
—Te aviso que, si siento que voy a caerme, me agarraré a ti sin piedad.
—Entonces nos caeremos juntos.
Alargó la mano y una calidez agradable recorrió mi brazo cuando sus dedos rozaron los míos sobre la tela de los guantes. Laia se levantó un poco indecisa, pero no se soltó de la barandilla de inmediato. Le costó separarse de la seguridad que le daba esa pared para confiar en mí, pero al final lo hizo. Su mano aferró a la mía.
Cada vez que Laia perdía estabilidad se aferraba a mí con toda su fuerza, por lo que fui yo quien se cayó cuatro veces contra el suelo de la pista de patinaje mientras ella seguía de una pieza.
—¡Lo he conseguido! —exclamó cuando consiguió soltarse de mí y se llevó las manos al rostro, sorprendida—. ¡Harald! ¡Lo he conseguido! ¡Mira! ¡Estoy patinando!
Sonreí, con el culo dolorido por el golpetazo contra el hielo. Tal vez me saliera un moretón. Laia no se había dado cuenta de que más de una persona la estaba mirando. Imposible no hacerlo. Esa sonrisa que se dibujó en su rostro era radiante.
—¡Ay, no! ¡Te he vuelto a tirar! ¡Lo siento! —Se dio la vuelta, y aunque no me hizo falta su ayuda para levantarme, se empeñó en dármela.
Perdió el equilibrio y se cayó sobre mí. Apoyé las manos en su cintura y ella plantó las palmas de sus manos, cubiertas por guantes, a cada lado de mi cabeza.
—No voy a poder levantarme —declaró e intentó mover las piernas, pero perdió estabilidad. No pude hacer más que reírme.
Su rostro estaba a apenas un palmo del mío y si no me levantaba pronto, nos llamarían la atención por aquella postura tan inadecuada.
—Sal de encima de mí y yo te ayudaré a levantarte, ¿sí?
Asintió y se deslizó a un lado, hasta que quedó sentada sobre el hielo. En realidad, me hubiera gustado bastante que se quedara encima de mí
Le tendí la mano cuando estuve de pie y la ayudé a levantarse. Su mano se entrelazó con la mía y le ofrecí mi otro brazo para que se sujetara bien. Laia se levantó.
Tuve que forzarme a apartar la mirada de sus labios, pues mis ojos parecían tener vida propia y actuar de forma completamente opuesta a mi raciocinio.
Joder. Tenía tantas ganas de besarla que sentía repugnancia de mí mismo. Corrijo. Todos los malditos pensamientos sexuales que me volaban de un lado a otro de la cabeza eran lo que me hacía sentir repulsivo. Tenía que dejar de pensar en la noche del 26 de diciembre.
Patinamos el uno junto al otro durante una hora. Cuando salimos era bastante tarde y, a pesar de todas las galletas caseras de chocolate que me había comido, me rugía el estómago. Propuse que cenáramos en una hamburguesería junto a la pista de patinaje, mientras seguíamos haciendo conjeturas sobre la vida y la muerte, como si Basil, Dorian Gray y Lord Henry se hubieran metido de una forma absurda en nuestras cabezas.
Laia se pidió una hamburguesa de pollo y yo, una doble de ternera.
—¿Por qué no te quitas los guantes? —le pregunté a Laia, que sujetaba su hamburguesa con las manos cubiertas. Estábamos dentro del local y hacía bastante calor porque la calefacción estaba disparada.
—He tenido una crisis de ansiedad esta mañana. No quieres verme las manos. Es asqueroso —confesó con cierta tranquilidad.
«¿Cómo? Está loca si cree que voy a pasar esto por alto».
Dejé la hamburguesa en el plato y agarré una servilleta para limpiarme las manos.
—Déjame ver.
—Harald, no.
Tal vez deberíamos cambiarle la medicación o revisar el diagnóstico. La gravedad de lo que se hubiera hecho podría cambiar muchas cosas. Cosas que serían mucho más fáciles de identificar si ella se dignara a ir a ver a un psicólogo que nos diera más información. Cosas que, además, no sabría como justificar a Jenkins, pero que no podía ignorar.
—Como médico. Déjame ver qué te has hecho.
En realidad, no supe si lo pedía como médico o como amigo. No podía quedarme mirando cuando ella se hacía algo así. Mucho menos cuando sabía que ella no quería hacerse daño.
—No.
—Laia, por favor.
—Harald, no quiero que lo veas. Es asqueroso. Todavía me duele. No. Es horrible. Me avergüenza y me siento muy mal con eso. Parecerá una tontería pero...
—No es ninguna tontería. ¿Todavía te duele? ¿Qué mierda te has hecho, Laia?
—Nada. Mañana ya lo tendré bien.
—O infectado. ¿Te lo has curado?
Su rostro indicaba que no.
—Laia, déjame ver tus manos.
La chica suspiró y se llevó las manos a la frente, angustiada.
—Bien, pero yo no voy a mirar —me dijo mientras se quitaba los guantes con la mirada hacia la pared—. No puedo verlas.
Me mostró sus manos. Tenía varios dedos con heridas alrededor de la uña por haber arrancado demasiada piel. Lo que más me impactó fue que se había arrancado media uña del dedo índice derecho, y, aunque ya no sangraba, tenía la piel al rojo vivo. No la había curado, ni desinfectado.
—Las galletas las he hecho con guantes de látex. Por si te lo preguntabas...
Eso me importaba una mierda.
—¿Qué ha pasado? —le pregunté, intentando sonar suave. Lo último que quería era que ella pudiera notar mi indignación.
—No lo sé —contestó.
Sí lo sabía, pero no quería decírmelo.
«¿Tendría que ver con el motivo por el que se había caído al río?».
—No te pongas los guantes —le dije—. El roce de la lana solo hará que te duela más y es más probable que se infecte.
Me hizo caso y no se los volvió a poner, aunque evitó mirarse las manos en todo momento. Parecía tener dificultades para agarrar bien la hamburguesa y finalmente, optó por comer con cubiertos.
«¿Cómo mierda no te has dado cuenta antes de que algo iba mal?», me reproché a mí mismo.
Cuando terminamos de cenar le pedí que se lavara las manos en el baño del restaurante y al salir, no dejé que se escabullera. La agarré de la cintura con suavidad y no se soltó, ni siquiera lo intentó. La arrastré hasta la primera farmacia que encontré. Compré desinfectante, vendas y una solución salina para limpiar las heridas.
—Hal, no tienes que hacer esto. Mañana lo tendré bien —insistió ella.
—¿Quién es el médico? ¿Tú o yo? —Ese dedo con media uña arrancada tenía que tratarse. Ella se comportaba como si no pasara nada, pero debía dolerle horrores. A mí se me erizó la piel solo de pensar en arrancarme media uña.
Laia no replicó.
Le volví a limpiar la herida con la solución salina en la calle, escondidos en un pequeño callejón. Las manos le temblaban y se mordió el labio mientras yo le sujetaba los dedos con suavidad. Después de curarle, le vendé el dedo que tenía más herido y le pedí que se curara las manos al día siguiente.
—Lo siento —susurró—. No tendría que haberme hecho daño pero...
—No tienes que disculparte.
Asintió, escondiendo sus manos en los bolsillos de su chaqueta, junto con su angustia. Pude oír la vergüenza que emanaba de ella.
—Gracias —susurró de nuevo.
—Es un placer —le sonreí, en un intento de tranquilizarla.
La llevé a casa en coche, ya que era como había ido a buscarla. El transporte público era más cómodo en Londres, pero debido a su ansiedad, no quería someterla al estrés de las líneas y pasillos de metro. Se despidió con una sonrisa y volvió a darme las gracias por curarle las heridas. Quise pedirle que no lo hiciera más, pero no dije nada porque no quería hacerla sentir mal. Si estuviera con un paciente del hospital me hubiera puesto mucho más serio, pero ahí estaba el problema, ella solo lo era a medias.
Cuando cerró la puerta de su apartamento, no pude evitar preguntarme qué hubiera sido de nosotros si no la hubiera conocido en el hospital.
Tres días más tarde, salí muy cansado de urgencias. Esa mañana me había despertado muy temprano para asistir a una ponencia en la universidad y la noche anterior me había dormido tarde, entretenido con la novela de fantasía que compré en la librería con Chris. Estaba a punto de terminarla y sabía que, en cuanto lo hiciera, correría a por la segunda parte. Si a mi cansancio y ajetreo se le sumaba el trajín de ir un lado a otro, paciente más paciente, ida tras vuelta, terminaba con un cóctel de agotamiento. Habíamos tenido dos casos de abuso de sustancias, y uno de los pacientes no parecía que fuera a sobrevivir.
Nunca podría acostumbrarme a eso.
El otro estaría bien, al menos cuando me fui estaba estable y despierto.
Cuando llegué a casa de Lennart, él había salido a hacer recados con Chris. Me envió un mensaje, pidiéndome que preparara la cena por él. No le gustó lo que preparé, pues mostró una mueca asqueada cuando serví la cena.
—¿Dónde te han enseñado a cocinar así? —me preguntó mi hermano, que removía lentamente los guisantes de su plato.
—¿Qué insinúas?
—Qué está quemado, por un lado, y crudo por el otro, ¿me quieres matar? —me acusó y retiró el plato que había frente a Chris.
—No pueden estar quemados, por un lado, y crudos por el otro porque son redondos.
Era posible que se me hubiera quemado mientras intentaba organizar mi cabeza. Tenía demasiados frentes abiertos. Por una parte, Laia y lo que se había hecho en las manos. Tenía que informar a Jenkins y no sabía cómo. Por otra, el rostro de aquel joven que todavía no sabía si iba a despertar. Y por último, había encontrado otro apartamento que estaba mucho más cerca que el anterior del hospital. Era un estudio de una sola habitación, pero que tenía el espacio distribuido en dos plantas con un gran ventanal. Parecía el sitio idóneo para mí. Por eso, mientras cocinaba me había estado escribiendo con la inmobiliaria. Y tal vez, me despisté un poco.
—Pues lo están, Hal. Lo están. ¿Y nada más? ¿Solo vamos a comer guisantes?
—Tú has dicho que hiciera guisantes.
—No sé tío, pensaba que harías algo más que... guisantes —comenzó a reírse, cosa que su hijo imitó—. Es que me siento ridículo comiendo guisantes medio quemados sin nada más que... nada. No los has hervido ni hecho al vapor, ¿cómo has hecho los guisantes, Hal?
—No me gustan los guisantes —dijo Chris—. ¿Puedo ponerle ketchup, papá?
Lennart apartó todavía más el plato.
—Hijo, deja eso. No te vas a comer los guisantes quemados. Hal, no te ofendas, pero no puedo darle esto a un niño.
—Bueno, preparo otra cosa —propuse—, ¿qué queréis?
—¿Qué sabes preparar?
Con Nadia, siempre cocinaba ella porque decía que yo lo hacía fatal, pero algo sabía hacer. O no, quizás sí que era un inútil.
—¿Pizza? ¿Sándwich? ¿Ensalada? —pregunté.
—¿Algo que implique una olla? —mi hermano vaciló—. ¿Una sartén? Cocinar en sí.
—Nadia no me dejaba cocinar. Yo limpiaba.
—Ya veo por qué... —Lennart negó con la cabeza en desaprobación—, pero podrías haberle pedido que te enseñara.
—Bueno, cuando lo propuse me dijo que no era mi madre y que no me acercara a su cocina. Así que ella cocinaba y yo limpiaba y servía la mesa... esas cosas. Y cuando vivía con vosotros siempre cocinabais tú o mamá. No me culpes por no tener dotes de chef, solo dime qué quieres y ya me apañaré para prepararlo.
—¿Y en la universidad?
—Comida preparada hasta que me casé.
—¿Tampoco aprendiste a cocinar nada cuando estuviste con Kresten en España?
—No, cocinaba él, comíamos comida precocinada o preparada por su vecina.
—¿Cómo te las has apañado para que siempre haya alguien en tu vida que cocine para ti? Me intriga, la verdad.
—He cocinado muchas veces para mí.
—Hacer un sandwich no cuenta. Te vas a morir de hambre cuando vivas solo.
—Pediré a domicilio.
—Y te arruinarás al tiempo que te sube el colesterol.
—Pues aprenderé a cocinar, Lennart. No sé. Voy a hacer lo que sea que me pidas, dime cómo se hace y yo lo hago, pero deja de reprocharme. Ya sé qué cocino de pena.
Se levantó con un suspiro y me indicó que le siguiera hasta la cocina. Sacó una olla, una sartén, salchichas y arroz y se puso frente a la vitrocerámica.
—Vas a preparar arroz hervido y salchichas. Es muy fácil. Nivel básico de estudiante de piso compartido. ¿Entiendes? —Me explicó que tenía que medir el arroz, lavarlo y después poner dos vasos de agua por uno de arroz. Parecía fácil—. No me puedo creer que vaya a enseñarte como hervir arroz —masculló entre risas antes de marcharse de la cocina y dejarme al mando.
Lenn me encargó que vigilara el arroz y las salchichas. Puso especial énfasis en que para que saliera bien había que controlar muy bien el tiempo de cocción y el agua. Supuse que tardaría en hervir, así que escribí a Laia, mientras esperaba que se cocinara.
Harald [7:33 PM]:
¿Te llamo en un rato?
Laia [7:35 PM]:
No me encuentro bien hoy.
¿Podemos hablar para el próximo capítulo?
Harald [7:35 PM]:
¿Qué te duele?
¿Necesitas algo?
Laia [7:40 PM]:
No necesito nada, gracias
Hablamos en unos días.
Harald [7:40 PM]:
¿Seguro que no necesitas nada?
Laia [7:43 PM]:
No.
Harald [7:43 PM]:
Puedo acercarte algo si lo necesitas.
Laia [7:45 PM]:
Estoy bien, gracias. Solo me duele la cabeza. Me iré a dormir.
Adiós
Harald [7:45 PM]:
¡Avisame si necesitas algo!
¡Descansa!
Me dejó en visto y me quedé un poco preocupado. La última vez que me dijo que todo estaba bien tenía las uñas destrozadas.
—¡Harald! —exclamó mi hermano, que entró en la cocina—. ¡Se te ha quemado el arroz! ¿Quieres estar atento a lo que haces? ¡Te he dicho que hervía muy rápido y que debías apagarlo y dejarlo tapado! ¡¿Tú me escuchas?!
—¡Ay, mierda! Lo repito. Ahora lo repito.
Lennart me miró el teléfono por encima del hombro y bloqueé la pantalla. Después levantó el brazo en dirección a la puerta. Hacía años que no lo veía tan molesto, así que me sobresalté un poco.
—Sal de la cocina. Ya lo hago yo, porque a este paso, cenaremos la semana que viene.
Negó con la cabeza, sacudiendo sus cabellos oscuros, y se llevó la mano a la frente, con un resoplido.
—Lennart, lo estaba haciendo yo.
—¡Fuera de mi cocina! ¡Sal! ¡Tengo hambre! ¡¿Necesitas algo?! ¿Necesitas algo? Yo sí necesito algo. ¡Darle de comer a mi hijo! ¡Puto pesado! Tres veces te ha dicho la pobre muchacha que está bien. ¡Tres veces! Y en vez de mirar el maldito arroz... se pone a tocar las narices ¡Joder! ¡Es que menudo idiota! ¡Joder!
Puse los ojos en blanco y ni me molesté en replicarle. Era estúpido discutir con él cuando se molestaba tanto. Y no iba a justificarle mis motivos para insistirle a Laia, pues la última vez que la vi, tenía las manos ensangrentadas.
—Mañana limpias la cocina —sentenció cuando salí de la estancia—. Tienes que hacer algo útil aquí.
Para desgracia de mi orgullo, la cena que preparó Lennart a base de arroz, verduras salteadas, salchichas y salsa estaba deliciosa.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top