24. Feliz año nuevo de mierda
La cena sí fue con sus amigos del hospital, que venían cada uno con alguien más. La chica, Kat, venía acompañada de un chico moreno de cabellos rizados que se presentó como Valentino. En cuanto a Killian, el otro mejor amigo de Hal, venía con un rubio llamado Dave, cuya relación no acabé de entender.
El restaurante era tailandés, cosa que me gustó porque la comida asiática era una de mis debilidades.
Harald se sentó a mi lado y Kat frente a mí. Esa chica era otro torbellino de energía, como Emilia. No emanaba alegría, pero no te daba un momento de descanso. Su atención estuvo fija en mí todo el tiempo, interesada y curiosa. Lo primero que hizo fue retirarse los dos mechones pelirrojos que salían del moño con el que se había peinado. Tenía un cabello muy parecido al de Blake: anaranjado natural. Odié acordarme de él.
Kat me sonrío y me preguntó si me gustaba el menú, que Harald tenía abierto y compartía conmigo.
En cuanto al resto, no parecían muy habladores y eso era un problema. ¿Por qué demonios todos estaban pendientes de mi conversación con Kat?
Una conversación bastante torpe (si es que se le podía llamar así).
—Me encanta tu vestido —observó una vez nos hubieron tomado nota del pedido—. ¿Dónde lo has comprado?
Tenía los labios pegados, la lengua atascada y un sudor frío recorriéndome la nuca.
«En una tienda del Eixample de Barcelona, es local y muy bonita. Tienen pocas cosas, porque es pequeña, pero me encanta».
—No lo recuerdo —contesté.
—Vaya, ¡qué pena! —dijo ella—. Parece el tipo de vestido difícil de encontrar, de esos que se ajustan bien a cualquier tipo de cuerpo. Buscar ropa a veces es algo tedioso y horrible, sobre todo con los vestidos. ¿No te pasa?
Me encogí de hombros.
—Supongo —contesté, en un hilo de voz. Sí, sí que sabía a lo que se refería.
Desde que a los catorce años, mis pechos tomaron un tamaño mucho más grande de lo habitual para los estándares de belleza y tallas de cadenas de ropa, encontrar camisetas, blusas o vestidos que se ajustaran a mi pequeña espalda y mis pechos enormes era un problema. No solo eso, sino la propia sexualización de mi cuerpo que sentía, cuando una prenda que pretendía ser bonita y elegante en una muchacha de poco pecho, en mí, parecía... algo completamente sexual.
A veces, sentía que a la sociedad le asustaban los pechos hasta tal punto, que les daba miedo que las mujeres con tetas grandes nos vistiéramos con algo más que prendas básicas. Y eso por no contar con la cantidad de tiendas de lencería que no disponían de mi talla.
Kat me preguntó por mi nombre y mi procedencia.
—Ba... Barcelona —dije sin más.
«¿Y tú? ¿Eres británica?»
Las contestaciones de mi mente eran mucho más interesantes. Ojalá hubiera conseguido dejar de sentir que tenía la boca cosida.
—Esta es una mesa internacional, ¿os dais cuenta? —declaró Killian—. Laia de España; Harald es medio danés; Kat, de padres alemanes; Valentino italiano hasta la médula; Dave irlandés y mis abuelos eran indios. No hay un solo inglés puro sentado en la mesa, ¿no os parece curioso?
—Globalización y grandes capitales. Ese suele ser el resultado —opinó Kat.
—A eso, tengo una pregunta —comenzó Dave—. Laia, Valentino, ¿sois capaces de entenderos si cada uno habla su propio idioma con el otro?
El italiano de cabellos rizados movió la cabeza, divertido y dijo:
—È possibile, mi capisci, Laia?
—Sí.
—Eso lo he entendido hasta, yo. Todo el mundo sabe lo que es capisci —se entrometió Hal—. Dile algo más complicado.
Al parecer, a Valentino le gustaban los retos y pasó a relatarme en italiano el transcurso de su día. No entendí todas las palabras, pero sí la idea general. Me expliqué, como pude, con el corazón en la garganta y los nervios a flor de piel.
—Ora é il tuo torno —me dijo el italiano—. A ver si te entiendo. Cuéntame como llegaste a Londres.
Todas las miradas estaban en mí con un interés mucho más alto que antes.
—Tenemos pocos temas de lo que hablar, eh —comentó Hal, en lo que parecía un intentó de despejar la atención.
No lo consiguió.
Posó su mano en mi muslo. No me había dado cuenta de que me temblaba la pierna. Me obligué a detener el movimiento.
—¿Qué sentido tiene esto? —continuó Hal, ante mi evidente silencio. No sé qué expresión había en mi rostro, pero quizás no era la mejor—. Si nosotros no la vamos a entender.
—Hal, nos interesa —contestó Killian—. No siempre puedes ver en directo a dos personas hablar dos idiomas distintos y entenderse.
—¡Sí! Me apasionan los idiomas, ¿lo sabéis? —dijo Kat—. Va, Laia, di cualquier cosa. Lo que sea.
—Yo... yo... necesito ir al baño —dije, atropelladamente, en un susurro o en otra cosa casi ahogado.
Me marché muy consciente de que los había dejado desconcertados.
«Mierda».
Cuando llegué al baño me di cuenta de que me había llegado mi bolso y mi chaqueta, como si fueran un escudo, mi arsenal de armas de defensa. ¿Qué demonios me pasaba?
Me acomodé el cabello e intenté calmarme. Todavía sentía el calor de la mano de Hal en mi pierna.
¿Cómo llegué a Barcelona? ¿De verdad tenía que explicar eso?
«Tú puedes. Invéntate lo que sea».
Respiré hondo, al menos mi peinado y mi maquillaje seguían ocultando el desastre de mi cabeza. Salí del baño para volver a la mesa. Estaba a apenas unos metros cuando oí a Kat hablar.
—Qué chica más borde y desagradable —dijo—. Tienes un gusto bastante especial con las mujeres, Hal.
No escuché lo que sucedió después. Me escabullí. No quería llorar allí, no...
«Lo siento, Hal. Podrías haberte buscado una mejor cita de fin de año».
No me veía capaz de continuar en esa cena.
Tenía que irme de allí.
«Perdóname, Harald».
Pagué mi cena y salí del restaurante, casi atropellándome con mis propios pasos. Un peso me oprimía el pecho y me pregunté, por enésima vez, por qué era incapaz de hacer algo que sabía qué podía hacer.
Tendría que haberme quedado en casa.
Sabía que no podía lidiar con eso; yo no podía lidiar con las personas. Había sido un error, inducido por las pastillas y por Hal, que me hacía sentir más segura de lo que realmente estaba. Me hacía creer en mí. Y eso, era un error.
—¡Laia! ¡Espera!
Se me heló la sangre al escuchar la voz de Hal. Me había visto marcharme por muy discreta que intenté ser. Supuse que ese sería el adiós. Nadie quiere volver a ver a quien le deja plantado en medio de una cena.
Fue bonito mientras duró.
—¿Qué ha pasado? ¿Por qué te vas? —me preguntó.
Otra vez tenía que verme en mi peor momento. ¿Es que ese hombre no podía parar de pillarme en los momentos más vulnerables?
—Qué chica más borde y desagradable —susurré al voltear. Hal se detuvo, a escasos metros—. Deberías volver con tus amigos. Yo... me iré a casa.
Cualquier otra persona se quedaría, quizás encararía o se sentiría mal por el resto de la noche hasta que pudiera escabullirse por donde fuera. Yo no. Yo entraba en un estado de pánico en el que solo podía pensar en huir en ese preciso momento. Me importaba una mierda parecer egoísta, infantil o inmadura. Tal solo quería irme. Después de todo, ya pensaban mal de mí y yo nunca dije ser una persona modélica.
—Lo has escuchado.
—Sí —respondí—. Te lo dije, te dije que no debía...
—No le hagas caso a Kat, es una idiota.
—Pues se ha dado cuenta de que soy una persona desagradable mucho antes que tú.
—Ella no te conoce.
—Tú tampoco.
El barco seguía a la deriva. Había sido una ilusión que para mi suerte, había durado poco.
—Quizás no te conozco desde hace mucho tiempo, pero creo que sí sé sobre ti. Y sé que ahí abajo, hay una chica increíble a la que estás reteniendo.
—Hal... Yo necesito ir a casa.
—Está bien, te acompaño.
—Sola.
—Laia...
—Vuelve con tus amigos, Hal.
—Pero yo quiero ir contigo.
¿No se daba cuenta de que cada una de sus palabras dolían? Sobre todo si me implicaban a mí siendo algo bueno para él.
—Yo no quiero que vengas. Quiero estar sola, por favor. Déjame sola.
Su rostro mostró tanta pena que creí que todas las estrellas de sus ojos podían caerse en ese instante.
—Lo siento. Yo... no, no puedo —insistí.
Harald asintió.
—Déjame llevarte a casa. Luego me iré. Te juro que volveré a la fiesta, pero déjame llevarte. Quiero saber que llegas bien.
—Puedo ir sola, Hal. No necesito un niñero.
—No soy tu niñero. Soy tu amigo.
—Yo no tengo amigos.
Suspiró, rendido. Se acercó a mí.
—Entonces, ¿yo qué soy?
No tenía una respuesta para eso. Me crucé de brazos, como si ese gesto pudiera protegerme de la cercanía de su cuerpo, la preocupación de su mirada y la angustia que corría entre ambos. Intentó abrazarme de nuevo. No lo hacía de un modo insinuante, sino como si creyera que yo necesitaba algún lugar en el que sostenerme, como si él pudiera ser ese sostén. O tal vez era él quien lo necesitaba.
Apoyé las manos en su pecho para apartarlo porque creí que me besaría la frente de nuevo.
—Harald no, esto... esto no lo hagas. No está bien. —Hice un esfuerzo sobrehumano por no establecer contacto con su mirada.
—¿Es por lo que ha dicho Nadia? No le hagas caso.
—No debería salir contigo de este modo. No... no debería haberme acostado contigo. No deberías besarme la frente ni tomarme de la cintura ni hacer nada de eso.
—Pero...
—Estás casado.
Apretó la mandíbula, mientras negaba con la cabeza.
—Yo ya no estoy con ella.
—Sigues casado.
Mientras ese compromiso no se rompiera yo no era más que otra mala hierba en medio de un jardín en proceso de poda.
«Eso solo lo hace después del sexo». Y parecía verdad, pues no lo había hecho hasta ese momento.
—No, soy libre. Ella está con otro. Me ha puesto los cuernos durante un año y medio y ahora me estás... —Respiró hondo y salió una pequeña nube de humo de sus labios a causa del frío que hacía en la calle—. ¿Estás molesta porque me acosté contigo?
—Tendrías que haberme parado. Yo no... no estaba pensando con claridad. Estaba frustrada y tenía demasiadas ganas de... de eso...
—No te paré porque lo quise igual que tú.
Se acercó de nuevo.
—No viniste a mi casa buscando sexo —declaré.
—No, no pensé en acostarme contigo —bajó la voz y el rostro a la altura del mío. Estaba a casi dos palmos de mi rostro, pero me sentí como si apenas estuviera a milímetros—, pero me besaste, me gustó, hacía meses que no tenía sexo y la forma en la que moviste tus caderas me volvió loco. No mentí cuando te dije que eres preciosa. Eres el tipo de chica a la que le pediría salir si no te hubiera encontrado en una camilla de urgencias.
Se me erizó la piel. Él también era el tipo de chico al que le hubiera pedido una cita antes de que mi vida se convirtiera en un viaje solitario. Pensé en separarme, pero me quedé quieta mientras intentaba entender por qué me latía tan rápido el corazón si no estaba teniendo un ataque de ansiedad.
—No parezco tu tipo, ¿has visto a tu mujer? —Eso fue todo lo que pude decir. Algo bastante tonto y estúpido.
—Nadia no es mi tipo. No me gustan las rubias. Uno no siempre se enamora de su tipo, ¿sabes? Ella tenía..., ¿qué mierda? No pienso compararte con ella. Odio comparar a las personas.
Me mordí el labio. Él tragó saliva.
Conseguí alejarme de él, lo suficiente para llevarme las manos al rostro.
—Fue un desliz, un calentón por una discusión. ¿Lo entiendes? —dije. Nadia vino a mi mente. Independientemente de lo que le hubiera hecho, seguía siendo su esposa. ¿Había probabilidades de que lo arreglaran? ¿De que yo estuviera metiéndome en medio? No, no podía ser participe—. ¿Qué he hecho? Ay, ¿qué demonios estabas pensando, Laia?
«No pensaba, eso está claro.»
—Sí, claro que lo entiendo. No vamos a acostarnos más. No hay ningún problema.
—¿Y por qué me besas la frente así?
Me detuve y aparté las manos de mi rostro para mirarle, en busca de arrepentimiento; de algo que me dijera que él era tan consciente como yo de lo raro e incorrecto que estaba siendo todo eso.
Tan solo encontré angustia.
—Yo no quiero ser el clavo que saque a otro clavo —aclaré, echándome los cabellos hacia atrás. Tal vez eso me diera la claridad que necesitaba. O no. Quizás solo estaba exagerando. Me sentía como una persona horrible. Kat tenía razón—. Te dije, bien claro, que no era nada. Y yo no tengo amigos, no tengo pareja y no tengo novios ni rollos pasajeros. ¿Entiendes?
—No eres ningún clavo.
—No me importa que no pienses de un modo romántico, pero esto de que beses de ese modo es...
«Como si quisieras más de lo que sucedió. Como si no te hubiera bastado. Como si...»
—¿Te estás preguntando si volvería a acostarme contigo?
—Sí.
—No, no lo haría. Ahora eres mi paciente. En ese momento habías cancelado las sesiones, por eso me dejé llevar.
—Bien. No solo estás casado, sino que eres mi médico. Entonces no entiendo qué estamos haciendo. No entiendo qué hago cenando con tus amigos ni paseando contigo. Esto está mal. Tengo que volver a mi casa.
Harald se cruzó de brazos también y soltó una maldición entre dientes. Me llamó cuando me di la vuelta, pero no me detuvo. Su aflicción me acompañó durante un rato, hasta que desaparecí de su vista.
Vaya manera de comenzar 2023. Iba a ser un año de mierda, sin duda.
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