23. Mereces más que esto


Harald pasó a buscarme a las seis, tal y como prometió. Una parte de mí estaba petrificada por ese plan, pero la otra estaba loca de contenta y daba saltitos de un lado a otro. Me costaba admitirlo, pero me emocionaba salir de casa para hacer algo distinto a pasear sola o hacer la compra.

Agradecí la insistencia de Harald, porque yo no hubiera tenido el valor de proponérselo, o de salir de casa si no me obligaba. Era bastante irónico que tuvieran que obligarme a hacer algo que quería hacer.

El chico fue puntual. Iba vestido con un traje negro, oculto bajo una gabardina enorme, del mismo color. Tenía el rostro sonrojado por el frío que hacía en la calle, pero no se había tapado los cabellos con un gorro. Ese día los llevaba sueltos, y a pesar de que se los había cortado un poco, seguían volando locos en su frente. Creo que me quedé pasmada, pues aparte de su atuendo y su corte de pelo, se había afeitado y estaba, impresionantemente, guapo.

Qué mal me hacía mirarle.

—Ese vestido te... —Harald se aclaró la garganta—. Te queda muy bien. Y el maquillaje y el pelo y... estás guapa siempre, ¿sabes? Pero... ahora estás... bien... muy bien. Estás... nada, mejor me callo antes de cagarla.

Sonreí en una fina línea.

—Gracias.

En contra de todo pronóstico, me había arreglado según la etiqueta de Nochevieja. No tenía ni idea de a donde pensaba llevarme y no quería desencajar. Era una de las claves para ser invisible.

El vestido era rojo y de satén, con tirantes cruzados en el cuello y en los hombros. Se me pegaba a la cintura lo suficiente para remarcar mis caderas y bajaba por mis piernas, hasta mis espinillas, con un corte en el lado derecho. Me había puesto un jersey blanco y unas medias debajo porque hacía muchísimo frío en la calle, además de una chaqueta de cuero con forro interior. Ese vestido había estado oculto en mi armario durante los últimos tres años. Ya ni me acordaba de lo bien que me sentía al ponérmelo.

Fuimos en metro hasta Embankment y estuvimos paseando durante un rato. Al principio, me propuso cenar juntos, pero después de varias insistencias, conseguí que me admitiera que sus amigos nos habían invitado a cenar con ellos en un restaurante cerca de allí. Nos. A los dos. Es decir, que él les había hablado de mí. No sabía como reaccionar ante eso.

Ya llevaba un par de días tomando los ansiolíticos que me recetó, y no quería que su fin de año se viera limitado por mí, así que, después de otras tantas insistencias más, le convencí para que fuéramos a esa cena. Mi fuero interno estaba temblando y gritándome que era una idiota. Pero... no quería vivir siempre así. No quería seguir teniendo miedo de la gente, porque sabía que podía gestionarlo, siempre y cuando no tuviera ansiedad.

Ese era solo un pasito más, pues el de llevarle galletas al hospital había sido un maldito sprint y estaba sorprendida conmigo misma.

—Seremos pocos en la cena —me prometió—. Si te sientes abrumada, solo dímelo y nos iremos.

—No te preocupes. Quiero intentarlo.

Se había acercado tanto a mí que estuve a punto de derretirme con el olor profundo a especias, cedro, vainilla y a ¿orquídeas? No tenía ni idea, pero de ese olor hubiera podido emborracharme si el momento hubiera durado lo suficiente.

—No te fuerces si no te sientes preparada —susurró por encima de mi cabeza—. Aunque, me alegro mucho de que quieras intentarlo. —Me dio un beso en la frente, que hizo que me recorriera un escalofrío.

¿Por qué hacía eso?

No me atreví a preguntarle, aunque sí le miré a los ojos. No encontré nada más que tranquilidad en ellos.

—¡Harald Kaas! —Una voz femenina, con acento eslavo, interrumpió nuestro paseo.

Noté como Hal se tensaba, y su mano, que estaba posada en mi cintura, me apretó con fuerza contra él. No fue un toque posesivo ni cariñoso, tan solo pareció que necesitaba agarrarse a algo; como si temiera caerse, como si algo pudiera hundirle.

La tranquilidad de su mirada desapareció.

No tuve tiempo de preguntar de quién era esa voz, ya que frente a nosotros, había una chica rubia que sonreía con algo parecido al cinismo.

—Nadia —Harald se dirigió a la muchacha arrastrando la palabra, como si le costara digerirla.

Supongo que eso es lo que sucede cuando te encuentras el dueño de algunos de tus lamentos; o el responsable de un corazón roto.

Su esposa tenía la expresión de quien está a punto de atacar, a pesar de que cruzaba los brazos. Sus cabellos rubios y lacios, caían perfectos alrededor de su rostro. Evité cruzarme con sus ojos verdes, tan amenazantes como los de un gato salvaje, que me escrutaban con desprecio. No había un ápice de inseguridad en ella. Nada. Era preciosa. Tenía unas piernas larguísimas y unas curvas de ensueño. No era nada como yo. Yo no me consideraba fea, no es eso, pero quizás, yo podía tener un aspecto más adorable, quizás, con mis cabellos castaños y mi menudez, era como una enanita al lado de Harald. Ella era altísima, casi tanto como él. Yo iba tapada y recatada con mi jersey de cuello alto y mis medias; ella llevaba un escote despampanante y un vestido dorado y corto. Sin medias. Qué frío.

¿Por qué me estaba comparando con ella?

No tenía ningún sentido.

—No creas que vengo a felicitarte el año nuevo, solo quería decirte que te olvidaste de tus libros de medicina en casa —dijo ella—. Los he usado en la chimenea, necesitaba encender el fuego y no había manera. Espero que no te importe. Aunque como no me los pediste, supuse que no te hacían falta.

Harald intentó mostrarse sereno, pero pude notar como respiraba hondo mientras contenía el odio que creció en su mirada. Apretó los dedos un poco más en mi cintura.

Si hubiera sido capaz de emitir alguna palabra, hubiera mandado a esa mujer al infierno. Estaba perpleja. ¿Le había quemado los libros? ¿Cómo podía ser tan mezquina?

—¿Y tu amante? —preguntó él.

Nadia ignoró la pregunta.

—¿No vas a presentarme a tu chica? —preguntó ella—. ¿Ahora sí vas a admitir que me pusiste los cuernos o vas a salir con alguna estúpida excusa? Cariño —me miró—, ¿desde cuándo te lo follas?

Abrí los ojos como platos y seguramente, la boca también, sorprendida. Hal tenía razón: habían terminado mal. Muy mal. Ese tono solo mostraba recelo y desprecio.

—Déjala en paz, Nadia —Hal salió en mi defensa—. Es mi amiga. No te puse los cuernos con ella ni con nadie.

—Quiero que me lo diga ella.

—Nadia —advirtió él.

—Si es verdad, ¿qué más te da? Me lo dirá. No puedes culparme de algo que tú también has hecho.

—Por Dios, Nadia. ¡Yo no te fui infiel! ¡Tú me lo fuiste a mí! ¡Es increíble! ¿Me vas a dejar vivir en paz? ¿Vas a firmar el puto divorcio y desaparecer de mi vida de una vez?

—Claro que lo firmaré, cuando admitas que me engañaste con ella.

—Has perdido la cabeza. ¿Y qué mierda haces aquí? ¿Has venido a buscarme porque sabes que aquí vengo con mis amigos cada año? ¿Ahora vas de acosadora?

Nadia resopló.

—¿Acaso esta calle de la ciudad tiene tu maldito nombre? Sabía que aquí te encontraría con otra. Mentiroso. Traidor.

—Que es mi amiga.

Nadia soltó una carcajada irónica. No podía negarle que la situación en la que nos había encontrado podía dar margen a mala interpretación.

—Si la agarras un poco más fuerte de la cintura quizás te crea, cabrón. Tienes el maldito descaro de acusarme a mí de engañarte cuando tú estás... —se acercó, señalando con el dedo—. Tendría que haberte pedido yo el divorcio.

—Yo no estoy con él —dije al fin, en un hilo de voz. Ella se dirigió a mí, amenazante.

—¿Vas a decirme que no te has follado a mi marido? Este hombre solo da besos en la frente después del sexo.

Cubo de agua fría y realidad: el divorcio no estaba firmado. Él seguía siendo su marido, y sí, yo me había acostado con él.

—Exmarido. Yo ya no soy nada para ti.

—Díselo al registro civil, a la iglesia y al juzgado. A ojos de la ley sigues siendo mi marido.

—Eres una hipócrita —respondió él.

La chica le replicó con el conjunto de palabras más desagradables que había escuchado en mucho tiempo. Se calló cuando apareció otro chico bastante alto, de rasgos eslavos. Sujetaba dos bebidas para llevar y cuando su mirada clara se cruzó con la mía, noté la misma incomodad y confusión que había en mí. Se dirigió a Nadia en ruso, con el tono sereno de un amante y algunos susurros. Se calmó un poco, lo suficiente como para que su enfado se transformara en un aparente llanto. La mano que Harald apoyaba en mi cintura tembló, pero también soltó un resoplido.

Los ojos de Hal estaban en mí, entrecerrados, como un niño, que aparta la vista de una escena terrorífica en una película de miedo. Su mandíbula estaba tensa y me apretó todavía más contra él.

El desconocido la agarró del brazo, animándola a marcharse. Nadia se resistió y volvió a dirigir su mirada a mí.

—¿Desde cuándo? —insistió la chica. Estaba molesta. Una parte de mí la entendía. Yo había gritado a Aina muchísimo más fuerte cuando la encontré con Blake.

El caso de Nadia era distinto aunque ella parecía negarse a entenderlo.

Quise girarme, quise gritarle que no había sabido valorar al hombre con el que estaba casada y que sí, había tenido sexo con él y había sido increíble, pero él no la había engañado conmigo. Quise decirle que gracias a que ella le había dejado escapar, ahora tenía en mi vida a alguien que me escuchaba y hablaba de libros conmigo, que creía en mí, aunque no tenía ni idea de por qué y que...

—¡Eh, te estoy hablando!

Nunca me había sentido tan impotente por mi ansiedad. No podía hablar.

—Nadia, dejala en paz —la orden de Hal sonó como una advertencia—. Lo que yo haga con ella no es problema tuyo. No es de tu puta incumbencia. No desde que estás con... con este... ¿Cómo te llamas, tío?

—Olek —dijo el otro, que no parecía entender lo que estaba sucediendo.

—¿Desde cuándo estás con ella, Olek?

—Un año y medio —contestó el otro, cuyo rostro se había fruncido.

Nadia le gritó a Olek en ruso, a lo que él le contestó con un tono indignado, casi tan sorprendido como el que utilizó Harald después. Al parecer, la única que sabía realmente lo que estaba pasando era ella.

El rostro de Hal se contorsionó y me soltó.

—¡¿Un puto...?! ¡¿Me estás jodiendo?! ¡Venga ya, Nadia! —exclamó Hal—. ¡Vete al infierno! ¡¿Has estado un puto año y medio con los dos?!

Nadia se quedó muda durante unos instantes. El muchacho que la acompañaba también se quedó petrificado y Harald, aprovechó para seguir hablando.

—Laia, vámonos, no quiero ver a esta... a esta... no voy a decir lo que estoy pensando en voz alta. Vámonos.

Asentí. Nadia no nos siguió.

—¡Hal! ¡No te vayas! Me engañaste, estoy segurísima, y... y ahora me echas toda la responsabilidad a mí. Todo, como si yo fuera la culpable de que se fuera todo a la mierda.

Harald no se detuvo.

—No le hagas caso —me dijo—. Está empeñada en que yo también le fui infiel.

—¿Y lo fuiste? —Enseguida me arrepentí de preguntarlo. No era de mi incumbencia.

—No. Claro que no. Nadia siempre ha sido muy orgullosa. Nunca le ha gustado admitir sus errores y este no lo va a admitir. Puede tenerlo en las narices y negarlo hasta la muerte. Pero yo no la engañé. Te lo juro, Laia.

—¿Por qué me lo justificas? No tienes que...

—No quiero que tú pienses que soy esa clase de persona.

—No voy a juzgarte si lo has hecho.

—Pero no lo he hecho y necesito saber que me crees. No podría soportar que tú dudaras de mí.

—Hal, te creo.

Su expresión se suavizó y susurró un tímido "gracias". Estábamos ya frente al restaurante, cuando me di cuenta de lo que iba a suceder. Era una cena con cuatro personas más, lo que significaba que me iba a sentar en una mesa de seis personas e intentar no morir en el intento.

Me apoyé en una cabina de teléfono que había junto al escaparate del local. Éramos los primeros en llegar y ese hecho, sumado a que todavía no me había recuperado de la vorágine de la ex de Hal, me hizo sentir fuera de juego.

—Me he tomado los ansiolíticos —le dije a Hal—. Estoy... estoy nerviosa, pero... no es igual.

—¿Tienes sueño? —me preguntó. Negué—. ¿Mareo? —Volví a negar—. Tardarán en hacer efecto de verdad, es normal que todavía no lo notes mucho.

—Me siento como... ¿En una nube? Es un poco raro, pero, estoy bien.

—Si sientes cualquier cosa rara, tienes que decírmelo. —Asentí y añadió—: Por cierto, no son ansiolíticos.

—¿Qué?

—Son antidepresivos.

—Oh.

—Y espero que hayas dejado el vino.

—¿Por quién me tomas? ¡Yo no mezclo alcohol y pastillas!

—Sé de buena mano que te gusta mucho el vino y que en alguna ocasión lo has cambiado por las pastillas. ¿O no?

Acababa de arrepentirme de habérselo confesado.

—Ya. No tendría que habértelo dicho. No lo haré más.

—¿Me lo prometes?

Me mordí el labio, pensativa.

—No sé. Es una promesa muy difícil de mantener.

—¡Pero si el vino que tomas es carísimo! ¿Cómo que difícil de mantener?

—Es que aquí no sabéis tomar vino. Mi vino no es el mismo que compras tú.

—¿Te traes el vino de España?

—Puede ser. Puede que, tenga pocos contactos, pero uno me basta para conseguir buen vino barato.

—No tienes remedio —replicó indignado.

—Te estoy tomando el pelo. No tengo un camello de vino —se me escapó una carcajada que puso las miradas de la calle en mí. ¿Cuándo llegarían sus amigos? ¿Serían los de la cafetería?—. ¡Ay, por Dios, me están mirando!

No me libré de la ansiedad esa tarde. Me escondí entre la pared y la cabina de teléfono. Hal se puso de espaldas a mí, como otro gran escudo que no permitiría que nadie me viera.

Tardé menos de lo habitual en recomponerme. No sé si fue por él, por las pastillas o porque la práctica al final hace al maestro. Vivir con ansiedad es una guerra constante, batallas que se preceden y que con el tiempo y, en ocasiones, consigues la victoria rápida.

—Ya estoy bien —susurré cuando mi respiración se estabilizó—. Ya... ya puedes girarte.

—¿Segura?

—Sí.

Apenas fueron unos minutos, y para mi suerte, ninguno de sus amigos había llegado todavía, por lo que me ahorré esa humillación.

Hal me abrazó.

Hay abrazos que recomponen el alma, y la dejan quieta, en el sitio, pasmada. Y no sabes si salir corriendo y abandonar el cuerpo o quedarte ahí, dejarte llevar y apoyar la cabeza en el pecho del otro.

Ese abrazo fue exactamente así.

—Dicen que los ingleses sois fríos y los españoles somos unos tocones, pero eres tú el que no deja de abrazarme —dije, con cierta diversión.

—Los estereotipos son una mierda. Casi siempre se equivocan. Soy un tocón, lo admito.

—¿Y yo soy fría?

—Un frío agradable. Una brisa de primavera.

Me hizo reír.

—¿Estás segura de que quieres ir a la cena? —volvió a preguntar—. Podemos irnos ahora mismo. A donde quieras. A cualquier lugar.

—Quiero intentarlo, Hal. He podido con... con Nadia. Pude con el club y Emilia. Creo que... puedo con la cena aunque no puedo prometer que hable mucho.

—No necesitas hablar.

—Gracias.

—Estoy orgulloso de ti, ¿sabes? Lo estás haciendo muy bien, pero si en algún momento quieres retroceder, si no te sientes preparada, no tienes por qué forzarte. Eso también está bien.

Me pregunté si te diste cuenta de que yo no era más que un pirata que ha perdido su capacidad de navegar, anclado en medio del océano, que esperaba, sin saberlo, a que otro barco viniera en su rescate. A que otro más valiente le mostrará el camino. 

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