2. Amor
Pensé en aquella chica que casi se ahoga en el Támesis, cerca de Putney Bridge, durante todo el trayecto a casa. Según los dos chicos que la sacaron del agua, había salido corriendo, horrorizada, y se había tirado desde el paseo. Eso no cuadraba con la versión que daba ella de que había sido un accidente. Era jodidamente raro. Desde medicina no habían encontrado nada por lo que retenerla, ya que solo había tragado un poco de agua y aunque había estado al borde de la hipotermia, estaba bien. En cuanto a mi chequeo como psiquiatra, las cosas no estaban tan claras y, aun así, no me habían permitido dejarla allí.
Yo no estaba de acuerdo con el doctor jefe que había decidido darle el alta. Si yo estuviera al mando, la hubiera ingresado, pues de verdad me parecía que había intentado suicidarse. Algo debía haberle hecho saltar. ¿Pánico? ¿Ataque psicótico? ¿Delirio? ¿Paranoia? Algo. Según ella, nada. Quizás no había sido intencionado, a lo mejor le había dado algún tipo de ataque de pánico. Tenía claro que esa chica no estaba bien. No era capaz de tener una conversación normal, se arrancaba las pieles de las uñas, temblaba, parecía temer el contacto visual y se sobresaltaba cuando alguien se le acercaba.
¿Y si volvía a intentarlo?
Tenía que aprender a no involucrarme emocionalmente con los problemas de mis pacientes. Que tampoco eran míos del todo porque estaba haciendo mi residencia. A esa paciente no debería haberla atendido yo, sino mi supervisor, el doctor Jenkins. Pero las cosas se habían complicado con otro paciente y necesitábamos vaciar camillas. Estábamos a principios de diciembre y parecía que media ciudad se había puesto de acuerdo en ponerse enfermo. A Jenkins, mi informe le había parecido suficiente para mandarla a casa, cuando estaba lleno de cosas por las que no hacerlo.
"Te tomas demasiado en serio el tema de los suicidios", me había dicho. Y sí, me lo tomaba en serio porque era importante. Exageradamente importante.
Llegué a casa bastante tarde debido a aquella paciente. No me importó, a pesar de que había dormido muy poco esa noche y estaba muy cansado. Me quedaba el consuelo de haber intentado ayudarla, y quizás, de haber dicho o hecho algo que la animara. Necesitaba saber que no había hecho alguna locura y por eso le había pedido verla en dos días. Por muy egoísta que fuera, necesitaba saber que yo no la había cagado tanto al permitir que se marchara.
—¡He llegado! Perdona, he tenido una paciente de última hora y se me ha complicado un poco. —Me quité los zapatos y dejé la chaqueta en el perchero. Nadia, mi esposa, no contestó, pero deduje que estaría en la cocina. Allí la encontré—. Uhm... qué bien huele. ¿Qué es? —Estaba terminando de preparar la cena.
Se había recogido los cabellos rubios en una coleta alta. Todavía llevaba su ropa de trabajo y no se había desmaquillado. Sus brillantes ojos verdes no se dignaron a mirarme, y me hubiera encantado que lo hicieran, porque eso podría haber hecho cambiar el transcurso de la noche.
—Solo es pasta —contestó, seca.
Ese tono solo significaba una cosa: estaba molesta de nuevo. Conmigo. ¿Por qué? ¿Por qué había llegado tarde? ¿Había olvidado algo esta mañana? En realidad podría ser por cualquier cosa.
Intentar averiguar el porqué se enfadaba era ya, una misión que había dado por imposible. Nunca estaba contenta. Nunca hacía nada bien para ella.
La abracé por la espalda y dejé un suave beso en su mejilla, en un intento de calmar su enfado. Se tensó y no emitió palabra alguna.
—¿Qué tal tu día? —le pregunté. Me ignoró.
Hacía semanas que estaba distante, meses incluso. No sabía en qué momento todo había comenzado a irse a pique. La pasión que alguna vez había habido entre nosotros se había enfriado del todo y yo no sabía qué más hacer para poder encenderla.
Ella parecía estar dispuesta a convertirnos en hielo y no había nada que yo pudiera hacer para derretirnos.
Nadia tomó mis manos y las apartó de su cintura. Se alejó de mí y agarró dos platos.
¿Qué mierda había sido eso?
—¿Me vas a ayudar o te vas a quedar ahí mirando como un idiota? —me espetó.
Suspiré. Me hubiera gustado que se dignara a saludarme o a preguntarme qué tal con la paciente que me había entretenido. Pero no. Nada.
Estaba acostumbrado a que me hablara de esa forma. Quizás fue ver a aquella chica tan triste esa tarde, lo que me hizo pensar. O a lo mejor ya lo había pensado y no había sido capaz de decirlo en voz alta. La cuestión es que comprendí que no podía aguantar un segundo más. No debía soportar eso. No era justo seguir amando a alguien de ese modo. Solo había una vida. ¿Y la estaba malgastando así? ¿Trabajando y estudiando todo el maldito día y recibiendo eso en casa?
Ni siquiera sé de dónde saqué el valor. La voz me tembló:
—Nadia. —Me miró, mientras servía los platos de forma violenta. Respiré hondo—. Quiero el divorcio.
Lanzó la espátula sobre el fregadero, dando un golpe fuerte, que hizo eco en la cocina.
—¿Qué? ¿Estás de broma? —Volteó a mirarme, con el rostro desencajado.
—No.
—¿Quieres el divorcio porque no tenemos sexo?
Pestañeé, confundido por su pregunta. ¿A qué venía eso?
—Quiero el divorcio porque ya no me quieres.
No fue capaz de replicarme.
—¿Vas a decir algo? —le pregunté.
—Eres un capullo.
Se cruzó de brazos.
—Gracias, yo también te tengo mucho aprecio.
—Estás viendo a alguien más, ¿no? —me preguntó.
—¡¿Qué?!
—Lo que oyes. ¿O me vas a hablar ya de esa paciente que te ha hecho retrasar tanto? A saber de qué se trataba ese maldito retraso.
—¿Tú piensas las cosas antes de decirlas o tan solo sueltas la primera idiotez que se te pasa por la cabeza? No estoy viendo a nadie. Eso no tiene nada que ver con esto. E insinuar que hago cosas impropias con mis pacientes, es lo más despreciable que podrías decirme. Nunca te he dado razones para pensar en eso y soy un profesional. ¿Cómo puedes...? ¡Joder!
—Entonces, ¿por qué quieres el divorcio?
—Porque prefiero perder el tiempo solo a perderlo con alguien que no me ama.
—No entiendo cómo puedes decir algo así.
Ni siquiera yo lo entendía, pero hacía tantos meses que llevaba reprimiendo aquellos sentimientos, que, una vez los dejé ir, no podía parar. Y esa última acusación me había dolido. Una flecha directa a la diana de la confianza.
—No me has replicado. No me has contrariado ni una sola vez, Nadia. La última vez que me dijiste te quiero fue hace un año, y ni siquiera fue te quiero. Fue un "yo también". Cada vez que te toco parece que estoy pasando el límite y casi te tengo que rogar.
—Si no me presionaras tanto.
—¡Las parejas follan! ¡Es algo normal! ¡Lo que no es normal es que no quieras ni tocarme! Y eso por no hablar del modo en el que me hablas, me miras y me tratas. Joder, ¿qué te he hecho? Porque estoy harto de dormir en el sofá, tomar pastillas para dormir y tragarme tus broncas por cosas que ni siquiera entiendo. Si no es por una cosa, es por otra, pero nunca estás bien conmigo. ¡Siempre soy un puto desastre que te hace enfadar y ni siquiera sé por qué! ¡Estoy cansado de intentar adivinarte!
Puso los ojos en blanco, como si aquello le pareciera una simple rabieta. No lo era.
—¿Ya te has desahogado? Tenemos sexo. El suficiente.
—Ni por asomo.
—Eres asqueroso. ¿Qué quieres conseguir diciéndome eso? ¿Manipularme para que me abra de piernas como una muñeca cuando tú quieras?
—¿Qué? —No me podía creer lo que estaba escuchando—. ¡No! ¡No quiero que hagas nada que no quieras hacer! Además, el tema del sexo lo has sacado tú.
—Sé paciente, ya lo haremos. Ahora vamos a cenar. Se va a enfriar la cena.
¿Pretendía desviar el tema?
Ni hablar.
—No. No vamos a cenar. Vamos a terminar esta puta conversación. Hace dos meses que no lo hacemos. Y de la anterior hace seis y estábamos casi borrachos. ¿Te parece eso normal?
—No me ha apetecido.
—¡Pues si no te apetece, por algo será! ¡Llámame loco si quieres, pero si sintieras deseo por mí, querrías acostarte conmigo como lo hacías antes!
—No tiene por qué.
—Nadia... antes lo hacíamos constantemente. Y no era algo forzado, ni siquiera...
—Pues ya no —me interrumpió—. Me he cansado.
—Te has cansado.
—Sí.
—Pues quiero el divorcio. Tú te libras de mí, y yo me libro del tormento de tener que estar adivinando si estoy molestándote con mi presencia, ¿te parece?
—Te estás pasando de la raya.
—Quiero el divorcio —repetí, poniendo énfasis en cada una de las palabras.
En un impulso de rabia: la chica se sacó el anillo de dedo y me lo lanzó.
—¡Aquí lo tienes! Pero tú te vas de esta casa ahora mismo. La pagaron mis padres.
El anillo cayó al suelo y salió rodando hasta detenerse en algún punto detrás de mí.
—Qué amable eres.
—Ya puedes recoger tus cosas.
—Te quería. Te quiero todavía, pero no, así no.
—Cállate, imbécil —Ella se tapó el rostro con las manos cuando comenzó a llorar.
Durante la siguiente media hora, Nadia se dedicó, furiosa, a meter toda mi ropa en maletas. No importó cuántas veces le pedí que se relajara. Ella estaba dispuesta a perderme de vista en ese mismo instante y yo no tenía dónde demonios ir.
—Puedo recogerlo —le dije, mientras me adelantaba para meter cosas en mi maleta.
—Vete de aquí. No quiero verte —me dijo.
—Nadia, sal de la puta habitación y déjame recoger mis cosas. No soy ni manco ni estúpido.
Vociferó algo en ruso. Pareció que estaba cavando mi tumba con esas palabras, que me mandaba al infierno y de vuelta a la vida para matarme de nuevo. Odiaba que hiciera eso.
—Sí, eres estúpido —se volvió a mí—. Mi madre tenía razón. No tenía que casarme con un inglés. Sois muy poco hombres.
—No me insultes. Yo no te he insultado en ningún momento.
Nadia resopló y siguió a los suyo.
—¿Desde cuándo? —le pregunté.
—Desde cuándo, ¿qué?
—No me quieres.
Puso los ojos en blanco, otra vez.
—Qué ridículo eres. Me estás acusando a mí de estar acabando con la relación porque "no te quiero". ¿Y tú?
—No tergiverses. Yo no te estoy echando la culpa. Te estoy diciendo que no me quieres. Es una realidad. Y no tiene ningún sentido estar casado con alguien a quien no quieres.
Finalmente cedió.
—Pues no. Ya no te quiero. Ya no siento absolutamente nada por ti. Y todo, desde que empezaste a trabajar en ese maldito hospital y te olvidaste de que teníamos una vida. Eso tiene consecuencias.
Entonces lo supe. No sé cómo ni por qué, pero lo supe.
—Tienes a otro —declaré.
Nadia tomó aire, muy profundo. No necesité que contestara, pues la respuesta era obvia.
—¡¿Te estás follando a otro?! —exclamé.
—No me acuses de algo que tú también has hecho. —Ahí estaba, me había... Joder.
La flecha no iba a la confianza, iba a mi corazón. O a lo que quedaba de lo que éramos. No solo no me quería, sino que me había traicionado de la peor manera posible y no pensaba hacer nada al respecto, porque el fin de la relación, lo estaba poniendo yo.
—Yo no te he engañado, Nadia. Nunca en la vida te haría algo así.
Me señaló con el dedo índice.
—No te creo, ni un poco. Porque tú no sabes vivir sin sexo, no sabes tener las manos quietas, y no puedes aguantar dos meses sin meter el pene en algún sitio.
No me podía creer lo que estaba escuchando. Y no, no la había engañado. Por encima de mi cadáver haría algo así.
—Te juro que nunca pensé que me había casado con una persona que pensaba tan mal de mí. Porque si lo hubiera sabido, nunca me hubiera casado contigo. ¡Nunca! Llevo dos putos meses sin sexo, siendo paciente contigo cuando me hablas como si fuera la última mierda e intentando comprenderte, mientras tú me dabas la patada por la espalda. Qué tonto he sido.
No se dignó a negar que me había engañado. Lo había hecho.
—Si no me hubieras dejado abandonada. Si no me hubieras ignorado tanto. Nunca tienes tiempo para mí, ni para nosotros. Solo piensas en trabajo. Te has comportado como un niño estos últimos años, yendo a trabajar como si fueras al colegio y al volver mamá tuviera que estar esperándote.
—Esa comparación es vomitiva. Y si te sentías así, podrías habérmelo dicho.
—No tenía sentido decirte nada, porque no ibas a pasar más tiempo en casa.
—Lo hubiera intentado.
Me daba angustia estar en casa con su actitud, y por eso, en más de una ocasión la había evitado.
—Ya.
—¿Sabes lo que me parece más indignante?
—No sé si quiero escucharte.
—Mira, te lo voy a decir. Lo que más me sorprende es que el hecho de que yo quisiera tener sexo contigo todo el tiempo, sea lo que te ha hecho pensar que te iba a poner los cuernos. Increíble. Se supone que desear a tu esposa es algo bueno, no algo... así. Adoraba el sexo contigo, Nadia. Eso no significa que adore el sexo con cualquiera.
—Siempre has sido un pervertido, no puedes culparme por pensar de ese modo.
—Contigo, por Dios.
Admito que era el tipo de marido que no podía tener las manos quietas cuando estaba cerca de la persona que ama. No podía. Me gusta el contacto físico. Lo anhelaba. Pero solo con ese alguien especial. Ese que había sido solo Nadia. ¿Que cada vez que estaba con ella buscaba el modo de llevarla a la cama y no sacarla nunca? Sí. ¿Que era algo malo? No entendía por qué.
—Joder, Nadia —continué—. No te puedo creer. Es que no puedo. ¡Te casaste conmigo! ¿Por qué mierda te casaste conmigo si pensabas eso?
—No lo pensaba. Pero entonces empezaste a trabajar en el hospital, a salir con Kat y a yo qué sé. Perderte de mi vida. Irte. Y volver a casa. Volver solo para pedir sexo, reclamar, como si yo fuera un trofeo que te espera en casa.
—Nunca me hablaste de cómo te sentías. Yo solo estaba impaciente por verte, porque apenas tenía tiempo. Apenas tengo tiempo.
—Pero si tenías tiempo para Kat.
—Nunca pasó nada, ni pasará nada con Kat. Es mi amiga, nada más. Y lo sabes. ¡Qué disparates dices! Además, a ella la veo porque desayunamos juntos en el trabajo.
—No tenía forma de saberlo.
—Sí, la tenías porque te lo he dicho decenas de veces. Y si tenías preocupaciones, podrías haberlo arreglado. Hablando conmigo, explicándome lo que te pasaba, confiando en mí. Ahora veo que eso se perdió hace mucho. Ni siquiera sé si existió. Pero supongo que no, porque preferiste ir a follarte a otro, que intentar arreglar las cosas que sentías que iban mal con nosotros. ¿Me lo vas a negar?
Apartó su mirada de la mía.
—Vete —se limitó a decir.
No me había dado cuenta de que, con tanta discusión, ya casi había llenado la maleta de cosas. No estaban todas, pero no quería permanecer allí ni un solo segundo. Joder, creí que me rompería en mil pedazos. Otra vez.
Cerré la última de las dos maletas y agarré mi chaqueta, el móvil y las llaves del coche.
—Vendré a por el resto otro día.
—Lo tiraré.
No sería capaz. No era tan mala. O sí. En ese momento no tenía ni idea de quién era la persona con la que había estado casado durante los últimos cuatro años.
Mis hermanos tenían razón. Casarme a los veintiuno fue el mayor error de mi vida.
—Hazlo. Me importa una mierda.
Salí de la que había sido mi casa durante los últimos cuatro años dando un portazo que podría haber echado la puerta abajo, mientras ella me gritaba insultos en ruso.
—Que te jodan, Nadia —mascullé.
No me desagradaba la idea de irme, de todos modos, no tenía ganas de compartir mi espacio con ella. Con su actitud de mierda. Con su traición.
No tenía dónde ir.
—Lenn —Llamé a mi hermano Lennart por teléfono una vez estuve en el coche—, ¿puedo pasar la noche en tu casa?
—Sí. Bueno, si no te molesta dormir con Chris o en el sofá.
Chris era mi sobrino.
—Necesito quedarme en algún sitio. Me da igual dormir en el sofá, o entre los juguetes de tu hijo. No me importa.
—¿Qué ha pasado, Hal?
—Le he pedido el divorcio a Nadia. Me ha echado de casa. Bueno, me he ido. Las dos cosas. Yo qué sé. No tengo dónde ir.
—¿Cómo...? ¿Por qué has hecho eso?
Suspiré.
—¿Puedo quedarme? Iría con mamá, pero... Puedo acercarme a Oxford un momento, pero no puedo vivir ahí temporalmente mientras trabajo en el hospital. Ya sabes que...
—Lo sé. Vives y respiras en ese hospital. No hace falta que hables con mamá. Ven a casa.
Lennart vivía en el mismo distrito que el hospital, relativamente cerca. Se había mudado allí hacía cuatro años y buscó, a propósito, un lugar cerca de mi casa. No lo había encontrado en el mismo barrio, pero sí en el mismo distrito, que en Londres, ya era mucho.
—No será mucho tiempo, te lo juro. Solo hasta que encuentre un sitio.
—Eres mi hermano, no voy a echarte, como es obvio. No me importa que estés aquí y menos en una situación como esta.
—Si me voy a divorciar necesitaré una casa. Una casa mía. Porque me quedo de patitas en la calle.
—Quédate en mi casa el tiempo que quieras, Chris estará encantado. Sabes que te adora.
—Genial. Gracias, Lenn...
—¿Estás llorando?
—Casi. No voy a llorar, te lo juro.
Sí que estaba llorando como un idiota. Porque me dolía el puto corazón. Le di un golpe al volante y grité una maldición.
—Ya no me quiere, Lenn. Y me ha... está... me ha engañado con otro. Buen panorama. Gran final de relación. ¿No?
Mi hermano mayor pareció necesitar unos segundos para procesar mis palabras.
—Hal, yo... lo siento mucho.
—Lo peor es que no pensaba decírmelo. Yo le he pedido el divorcio porque sospechaba que no me quería y de repente... guau, vaya sarta de verdades o mentiras ha soltado. No sé ni qué... no sé qué ha pasado.
En ese momento me di cuenta de que llevaba el anillo de casado en el dedo anular y me lo quité con fuerza. Lo miré unos segundos. No fue el brillante oro lo que me revolvió el estómago, sino la inscripción que había en su interior "Por siempre y para siempre".
Putas mentiras.
—Te dejo, Lenn. Voy para allí. Enseguida te veo. Recuérdame que mañana vaya a vender este anillo de mierda. No quiero verlo nunca más en mi vida.
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