19. Cuando todos miran
Se me había hecho un nudo en la garganta.
Me quedaba sin aire.
Me iba a asfixiar.
«No. Solo es ansiedad. Está todo en tu cabeza. No pasa nada. No pasa...»
Dios mío, me sudaban tanto las manos que creí que se me iba a resbalar el libro.
Harald, esa chica de moños y ese chico moreno me habían mirado con excesivo interés. Él... demonios, me había sonreído y esa chica me había mirado como si tuviera algo muy extraño en la cara. El otro no me había prestado mucha atención, pero aun así... ¿Por qué me había mirado? ¿Hablaban de mí?
«No, por favor. No...»
Divisé a Hal al fondo del pasillo, que se acercaba a mí con el ceño fruncido. Se había puesto sus gafas. Le di la espalda, pero eso no relajó mis pulsaciones. Por dios, ¿qué debía estar pensando de mí? ¿Por qué había accedido a venir?
Tenía que volver a casa.
Tenía que volver a mi sitio seguro de verdad. El que no me fallaba, el que no me aceleraba el corazón, el que... La señora que estaba sentada frente a mí también me estaba mirando. Todos los ojos de la maldita sala de espera estaban en mí. Echaba de menos esa época de mi vida en la que una mirada no me causaba ansiedad. ¿Qué mierda me pasaba? La frustración que se enroscó en mi garganta no hizo más que incrementar el malestar de mi situación.
Tengo que irme.
Tengo que...
Dios mío, la mascarilla me estaba ahogando. Quería quitarme esa porquería.
—Buenos días, Laia —Hal me saludó.
Estaba agachado frente a mí y me dedicaba una mirada de preocupación. También se había puesto una mascarilla, supuse que al salir de la cafetería. No fui capaz de contestarle. No podía, estaba llorando y no sabía la razón.
—¿Qué sucede? ¿Quieres que entremos a la consulta? —me preguntó.
Negué. Asentí. Todo al mismo tiempo.
Estaba aterrada de toda esa gente. De mí. De él.
Harald suspiró. Me hubiera gustado poder ver su rostro al completo, su sonrisa, era más bonita cuando no solo se veía en sus ojos.
—Estaba ahí tan tranquila y de repente se ha puesto así —dijo la señora que estaba frente a mí. Tenía un tono preocupado.
—Gracias —le dijo Hal. Después se dirigió a mí—. Voy a llevarte dentro de la consulta, ¿vale? —me dijo—. ¿Te levantas conmigo?
—No... no puedo.
—Entonces me quedaré aquí contigo, ¿vale? Hasta que puedas entrar.
Asentí.
Dios mío, todo el maldito pasillo me estaba escuchando llorar. Quería que la tierra se abriera y me tragara.
¿De verdad me estaba derrumbando porque había entrado en una cafetería y gente que ya estaba sentada se me había quedado mirando? ¿De verdad? Si ellos no me hubiesen mirado, ¿hubiera podido entrar a la consulta sin parecer una desquiciada?
Hal debía estar pensando mal de mí. Seguro.
Alcé la mirada y me encontré con una sonrisa en la suya a través de la mascarilla. Pude adivinar una esquirla de preocupación en su gesto.
Un doctor se acercó a Hal y se agachó a su lado. Era mayor, rondaría los sesenta y tenía la cabeza brillante por la falta de pelo. No supe qué expresión tenía.
Le susurró algo que no escuché y el chico rubio asintió.
Negué.
—Laia, voy a necesitar que hagas un esfuerzo —me dijo—. ¿Puedes hacerlo?
No lo sabía, pero lo intenté.
Estaba siendo patética. Entramos a la consulta y me ayudó a tumbarme en la camilla. Me tapé el rostro y seguí llorando como una idiota. Ni siquiera sabía por qué lloraba.
Hal me tomó del brazo.
—Voy a tener que hacerte una exploración, ¿va bien? Puedes quitarte la mascarilla si sientes que te oprime el aire.
—Gracias —susurré, antes de que se me escapara un sollozo y me bajé la mascarilla.
La sensación de ahogo mejoró, pero todavía me sentía oprimida.
Le dejé que me enrollara algo en el brazo. Ni siquiera sé qué era. Supuse que estaría mirando mi tensión o algo así, porque enseguida sentí una presión en el brazo, como si algo se hinchara e hiciera fuerza.
—No puedo... No puedo respirar.
—Laia —me llamó—. No te vas a morir ni a desmayar. Sígueme, ¿vale?
Asentí.
Me tomó de la mano.
—Estoy contigo. Zona segura, ¿recuerdas?
Asentí.
—Sigue mi respiración. Puedes hacerlo.
Volví a asentir y me fijé en las respiraciones sonoras que él estaba realizando, intenté seguirle con todas mis fuerzas, pero se me escapaba el corazón por la boca.
—Estoy aquí —repitió.
No podía respirar, estaba demasiado ocupada sollozando sin motivo, pero poco a poco, creí que iba a mejor. Hal sabía mantenerse sereno a mi lado, sin que mi nerviosismo le afectara y eso, me tranquilizó.
—Tú puedes hacerlo, Laia. Creo en ti.
Alguien entró en la estancia. Me pareció que era el otro doctor, seguido por alguien más, quizás, ¿una enfermera? Quería que se fueran. Mi casi tranquilidad se fue al traste.
—Kaas, aparta —le dijo el doctor que anteriormente le había hablado al oído en el pasillo.
—¿Qué? ¿Por qué? Estoy...
El doctor se acercó a mí.
—Vamos a ponerte algo para que puedas calmarte, ¿sí? —me dijo.
—¿Vas a sedarla? —preguntó Hal.
—Lo necesita.
—Ya estaba consiguiendo que se relajara.
—No. Mira como le sube y baja el pecho. Está sollozando y gritando. Tiembla y tiene taquicardias. No está calmada.
La enfermera rubia, de cabellos rizados, se limitó observar. Los tres estaban a mi alrededor. Tuve que taparme de nuevo el rostro. Creí que me iba a morir.
—No puedo respirar. Hay... hay mucha... hay mucha gente. No... por favor... quiero...
—Hannah, pínchala —le ordenó el doctor a la enfermera.
—No estoy de acuerdo, Jenkins —se quejó Hal.
—Kaas—advirtió el otro.
—Es mi paciente. Se estaba relajando. Necesita que os vayáis.
—Kaas, vamos a ponerle algo, te guste o no. No podemos tener a una paciente así.
—No estoy de acuerdo. Dijiste que era mi caso.
—Bajo mi supervisión. Y ahora mismo no estás tomando la decisión correcta.
Harald y el tal Jenkins comenzaron a discutir, mientras la enfermera, Hannah se dirigía a mí con voz dulce.
—Voy a intentar ir rápido, ¿vale, cielo? —me tranquilizó—. Lo estás haciendo muy bien, ¿lo sabes, no? Solo queremos cuidarte. Quizás te duele un poco, pero... dame un segundo —se dirigió a los dos hombres—. ¿Os podéis ir a discutir a otro sitio? —Ambos hombres se callaron—. Gracias. —la enfermera volvió a mí—. Será un pinchazo de nada —me dijo mientras me obligaba a girarme y me bajaba ligeramente la falda.
—No. No quiero —sollocé. No quería acabar con el culo al aire delante de toda esa gente. Y mucho menos para que me pincharan.
Hal no tardó en salir en mi defensa.
—La estás poniendo todavía más nerviosa con esta insistencia —Insistió Hal—. ¿Podéis iros ya?
—Hannah, dale una pastilla. No pienso discutir más —indicó el doctor, que resignado, salió de la estancia—. Kaas, ven a mi despacho cuando acabes.
Hal resopló. Hannah, que parecía un botiquín andante, se sacó una pastilla del bolsillo de la bata. Se acercó a la máquina de agua que había junto al escritorio, llenó un vaso de plástico y me lo tendió. Hal no se acercó a mí mientras ella realizaba esa secuencia de actos hasta darme la pastilla. Me la tragué como pude.
—Verás que todo irá bien, cielo —me dijo y le echó una mirada a Hal. Una mirada llena de inquisición antes de marcharse—. Me debes bubble tea por un mes. Buena suerte, Kaas.
Al chico le iba a caer una buena por oponerse a Jenkins, ¿y ese comentario sobre el bubble tea? Había sido de lo más raro.
Hal agarró su silla y la movió hasta la camilla para sentarse a mi lado.
—Lo siento —se disculpó él.
Negué con la cabeza. Se mantuvo a mi lado durante un rato, hasta que me relajé. Quizás pasaron veinte minutos.
—¿Cada cuanto sueles tener estos ataques de ansiedad? —me preguntó.
—Cada semana, una o dos veces, aunque normalmente...—me callé.
—¿Sí? —preguntó con voz dulce al ver que no contestaba.
—La última vez fue... hace dos días cuando te colgué. La anterior creo que fue la semana pasada. También tuve uno hace unas semanas, porque tenía que entrar a una clase de ballet y hacer fotos a mucha gente. Pensé que me mirarían y perdí los nervios. No es... no es racional. Sé que puedo hacer fotos a una clase de niños, pero el hecho de que vayan a estar pendientes de mí, me pone muy ansiosa.
—¿Y hoy? ¿Crees que ha pasado algo?
Suspiré y procedí a contarle lo que había experimentado con las mejillas ardiendo. Le confesé que el hecho de que él y su amiga me miraran tan fijamente, sentados en esa cafetería, me había horrorizado.
—Evitas el contacto social e ir a sitios con gente.
—¿Cómo lo sabes?
—Un día, mientras conversábamos, me dijiste "yo no voy a sitios con gente".
—No me molesta la gente si no me miran. Puedo ir en transporte público perfectamente y siempre y cuando sea invisible, todo está bien. El problema es que me noten. Eso me da mucha ansiedad. Y sé que no tiene sentido, sé que no es para tanto, sé que no es racional, pero me dan esos ataques. No sé... no sé qué me pasa.
—Si te digo que mañana tienes que dar una charla en público, ¿qué piensas?
Se me aceleró la respiración de nuevo, solo de pensarlo.
—Que te has vuelto loco. Me daría un ataque de ansiedad delante de todos. Me sudarían las manos, temblaría, me... me tiembla la voz. No puedo.
Asintió.
—Creo que ya tengo nombre a lo que te pasa.
—¿Qué es?
—Ansiedad social. Fobia.
—¿Qué es eso? ¿Como agorafobia?
Negó con la cabeza.
—Son cosas distintas. Tus ataques de ansiedad tienen un motivo muy concreto, ¿verdad?
—A veces no... a veces, solo... algo se activa.
—Eso es normal. Pero en la agorafobia se caracteriza el miedo es a estar en lugares donde sientas que no puedes escapar o no puedas recibir ayuda. Lo estoy resumiendo de una forma muy básica, porque tampoco es necesario que haga un discurso sobre eso. Pero en el caso de la ansiedad social, tiene que ver con el deseo de socializar que se ve atrapado por la ansiedad. Miedo a la humillación o el rechazo. Resumiendo, son las situaciones sociales las que te provocan esos ataques, sea en casa, en la calle o en cualquier sitio. ¿Sabes de lo que hablo?
Asentí, lentamente.
—Sí.
—Ese nerviosismo que te pasó cuando nos vimos la primera vez y la segunda. Ya no te pasa conmigo.
—Ya no eres un desconocido —confesé—. Sé que soy capaz de hablar y comunicarme. Yo antes lo hacía sin problemas, como tú, como todo el mundo, pero, no sé. No sé qué me pasó. Es muy frustrante saber que no puedes hacer algo porque te da una ansiedad exagerada.
Harald se mantuvo pensativo durante un rato y me hizo algunas preguntas más.
—Para tu suerte, se puede tratar con pastillas. Aun así, te recomiendo que vayas a un psicólogo para que te ayude a gestionar algunas cosas.
—Pero...
—Laia, un psicólogo no hace lo mismo que un psiquiatra.
Suspiró.
—Vale.
Su rostro se iluminó.
—¿De verdad?
—Sí, iré a un psicólogo.
Estaba harta de pasar por eso, y de momento, mi vida estaba mejorando desde que Hal apareció. Había estado hablando más y me había ido bien. Al fin y al cabo no quería seguir pasando por situaciones como esa.
—¡Sí! —exclamó, contentísimo y me dio un fuerte abrazo.
Me quedé paralizada. Mi corazón se iba a acelerar de nuevo y no por la ansiedad.
Carraspeé.
—Perdón. —Se separó, apurado.
¡Hola!
Sé que este capítulo es un poco complicado por la situación que pasa Laia, pero espero que se haya entendido lo que le sucede.
Espero que os esté gustando la novela.
Noëlle
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