13. Chequeo Regular
Mi móvil seguía echando humo, días después, cuando me hice un café y un par de tostadas antes de comenzar a trabajar. Borré la aplicación y la cuenta de inmediato.
«Tienes unas ideas horribles cuando estás borracha».
Lo que más me gustaba de mi trabajo era que tenía el despacho en el salón, una zona enorme, muy iluminada y que me llenaba de paz. Además, Jemmy tenía un árbol para gatos junto a mi mesa, y le encantaba subirse en la camita de arriba para dormir en lo que yo llamaba su torre de vigilancia.
En cuanto abrí la bandeja de correo electrónico esa mañana, me arrepentí.
Señorita Baldrich:
Le escribimos en lo que se refiere al estado de salud de su padre. Como bien sabe, desde hace dos años ha estado luchando contra el cáncer. En estas últimas semanas, ha empeorado y los médicos nos han informado de que le quedan, como mucho, tres meses de vida. No deja de preguntar por usted. Sabemos que puede no querer venir a verle, pero tenemos la obligación de informarle de la situación.
Por el momento, se encuentra ingresado en el Pabellón Hospitalario Penitenciario.
Saludos cordiales,
Abogados Gómez
Lo leí tres veces. Y las tres me repetí exactamente lo mismo.
«No pienso ir. Puede morirse hoy mismo si quiere».
No contesté al correo electrónico del abogado de mi padre y me pasé el resto de la mañana con los auriculares puestos, música a todo volumen y la cabeza metida en el proyecto de la página web de la academia de Ballet.
Nadie te va a querer si vas con esas pintas de furcia, Laia. Te pareces a la guarra de tu madre.
Sacudí tantas veces la cabeza que creí que cogería torticolis. Recordar a ese hombre me daba escalofríos. Sus ojos azules, fríos como el hielo, se colaban en mi cabeza, y creía sentirlos en mi nuca. Su voz, como un eco, se unía a su mirada que me acechaba desde cada esquina. En días como esos, no soportaba mirarme al espejo porque nací con la desgracia de sus ojos en los míos: idénticos.
El silencio se enfadaba conmigo si me negaba a hacerle frente y me unía a la música.
Eran esos momentos en los que me sentía miserable.
Todas las cosas que él decía debían ser ciertas, pues eran lo que era él.
¿Y yo qué era?
Una versión más débil.
A media tarde decidí salir a pasear con la esperanza de despejarme, pero se me volvió a llenar la cabeza de pensamientos.
Nadie te quiere.
Esas amigas tuyas son todas unas guarras falsas.
No haces nada bien.
Eres un desastre, un desastre que no sirve para nada.
¿Es que nunca escuchas?
Tal vez escuchaba mucho las palabras de un loco. Eso me dijo Meritxell, la psicóloga que me atendió a los diecisiete. La única que había visto y abandonado tras una sesión.
Dijo que era mi culpa. Que yo escuchaba demasiado. Que yo me creía cosas que no eran. Que yo... ¿Pero qué mierda pasaba con él?
Tuve que hacer una pausa para salir a pasear, pues sentía que se me iban a caer las paredes encima. Escuchar mis pensamientos era demasiado agotador, tanto que me hubiera encantado tener un interruptor con los que poder apagarlos.
Pero no se iban.
Esos malditos no se iban.
Tal vez solo debía perderme todavía más por las calles de aquella ciudad, hasta que me dolieran tanto los pies que fuera imposible pensar en mi corazón.
Hasta que encontrara a mi yo de dieciocho años, que huyó de su país natal en vista de una nueva vida que terminó en desastre.
Intenté centrarme de nuevo en mi trabajo cuando volví de caminar. Jemmy ayudó con su cariño, pues se subió a mi regazo y se acurrucó para dormirse. Ese animal me daba paz.
Me llegó un nuevo correo electrónico. Era una escritora que me pedía presupuesto para diseñar su página web. Enseguida acepté. Ya tenía algunos clientes habituales, pero en ese momento, sentí que necesitaba más. No por el dinero, sino porque bajo ninguna circunstancia quería estar desocupada.
Pasear no siempre era suficiente.
Nochebuena llegó.
Mis mensajes seguían vacíos, a excepción del chat de Harald, que llevaba activo los últimos días. Ese chico hablaba un montón. Me hablaba de sus libros favoritos, e incluso, la noche anterior, se había dedicado intentar averiguar qué libros habíamos leído ambos, para después pasarse la siguiente media hora intentando debatir la trama de dichas novelas. Otras veces, me hablaba del amor y la traición, mientras yo me preguntaba por qué demonios me explicaba todas esas cosas.
Revisé de nuevo mis mensajes.
«¿Debería escribir a mamá?»
«No».
«¿Y quizás... felicitar a algún amigo del grado? ¿Alguien del instituto? ¿Algún espectador de la vida que tuve antes de quedarme sin palabras?»
«No. Nadie espera nada de ti hoy y nadie pensará en ti. Puedes quedarte como siempre».
«Solo es Nochebuena. Solo es un día más del año. Nada importante».
En mi infancia, era el día más mágico de todos. Papá no se enfadaba. Mamá sonreía. Y toda mi familia se reunía en casa de mi abuela. Mis tíos cantaban villancicos mientras comíamos turrones. Venía el tió y cagaba regalos.
A días de hoy, todavía me cuestiono cómo un niño puede dar por válida la lógica de esa tradición. Un tronco que caga regalos cuando le cantas y maltratas a golpes. En serio, ¿cómo no me di cuenta antes?
Quizás, empaticé con ese maldito tronco porque se parecía a mí, cuando solo respondía a la violencia.
Eso era lo único que había en mi salón. Un tronco, pequeñito, con un sombrero y una manta. Había intentado quitarlo, pero cada vez que lo hacía me temblaban las manos. Así que ahí estaba. Ni siquiera sabía por qué me lo había traído, pero ahí estaba, siempre, juzgándome.
«Quítalo, va. Con un poco de vino quizás lo consigues».
No quería depender del vino. Ni de las pastillas.
Mi móvil sonó y casi creí que se me iba a salir el corazón del pecho. Leí "Harald" en la pantalla. Me puse tan nerviosa que no fui capaz de contestar de inmediato.
Harald [5:46 PM]:
Tengo una nueva fantasía literaria.
Dorian y Lord Henry se lían.
La tensión gay de este libro es majestuosa
Solté una carcajada. No esperaba ese comentario. Quise contestar, pero no lo hice porque se me volvieron a llenar los ojos de lágrimas y apenas era capaz de ver nada. ¿Cómo era posible que me sacara una risa en mi momento más melancólico?
Al final le contesté con unas risas y dejé el móvil a un lado.
Minutos más tarde, Hal me llamó. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué me llamaba?
Me limpié las lágrimas y contesté.
—Hola —saludé—. ¿Pasa algo? ¿Por qué me...?
—¿Qué tal estás?
—Bien.
—Eso ha sonado muy falso.
—¿Cómo?
Intenté serenarme, pero no sé si lo conseguí.
—¿Estás llorando, Laia? —su voz sonó preocupada.
—No.
—Sé que estás llorando.
—No, no estoy llorando. Solo... la navidad. Es muy bonita y eso. Estoy un poco emocionada. Ya sabes, Londres está deslumbrante con todas esas luces exageradas y las decoraciones.
—Laia, te lo dije en serio. Puedes llamarme para hablar cuando quieras.
«¿Hablar de qué, Harald? ¿De mi vida de mierda?».
—Ya no eres mi psiquiatra. No hace falta que te preocupes por mí de ese modo. He cancelado las citas. Te libero de esa responsabilidad.
Lo oí respirar hondo.
—¿Amigos?
—Yo no tengo amigos.
Otro silencio largo. Tuve que reprimir un sollozo. Por suerte pude ponerlo en silencio antes de que lo oyera. Qué incómodo.
«¿Qué mierda te pasa? ¡Para ya de llorar como una imbécil! ¡No tienes motivos!».
Lo peor de mis ataques de ansiedad y las lágrimas, es que muchas veces no sabía a qué venía todo eso. De repente, se desbordaba el vaso y todo se vertía sobre mí. Sobre todas partes.
No era capaz de entender qué me pasaba.
—Laia, ¿estás sola en Navidad? —me preguntó de sopetón. Activé la voz de la llamada.
—¿Por qué preguntas?
—Chequeo regular —contestó, con un tono divertido.
—No estoy sola —mentí—. Bueno, ahora así. Pero... enseguida saldré. Sí, iré... por ahí, a cenar.
—Estarás sola —sentenció.
—No, no lo estaré.
—Yo voy a pasarlo con mi familia.
—Eso es... —No me dejó terminar.
—Laia, ¿quieres venir conmigo? Puedo ir a buscarte. Estoy en Oxford, pero en una hora y media puedo estar allí. No me importa, aquí tenemos habitaciones de sobra y...
—No. No. De verdad, tengo planes.
¿Estaba loco? Sí, debía ser eso. Loco de remate. Definitivamente, era él quien necesitaba asistencia psiquiátrica.
—Me alegro entonces, porque nadie debería estar solo en Navidad. —No pareció muy convencido, pero no insistió más.
«Es cierto. No quiero estar sola en Navidad, pero no tengo a nadie con quien estar».
Se acaba de ofrecer...
«Calla».
—Tengo que irme, Harald. En dos días hablamos sobre el libro, ¿te parece? Hoy estoy muy ocupada.
—Oh, bueno, como quieras.
—Gracias.
Podría haber hablado con él un rato más, pero estaba a punto de romperme de nuevo.
No iba a hacerlo con él al teléfono.
—Feliz Navidad, Harald.
—Feliz Navidad, Laia.
Cuando colgué ese maldito tronco con ojos pintados seguía mirándome.
«Qué decepcionante. Rechazas a la única persona que te habla. Pero haces bien, no eres buena compañía».
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