↬ A Letter of Confession
Resumen: John ha escrito una carta de amor a Alexander y se la llevaron. Ahora debe recuperarla.
Palabras: 3741
Advertencias: Ataque de pánico, mención de la religión, homofobia internalizada y un chiste de esclavitud (recuerden que es 1778)
Este escrito participó en el concurso Cazadores de Escritos de la editorial CaveCrew en la edición 17: Cartas.
Valley Forge, Pensilvania, 11 de enero de 1778
My Dear Boy:
No sé realmente qué hago escribiendo esta carta o si llegará a tus manos algún día, quizás solo la destruya en mil pedazos y la arroje al río para que nadie sepa de mi pecado. Lo que menos deseo, mi estimado Hamilton, es contagiarte.
Han pasado meses desde que lo conocí, aún recuerdo cuando lo vi por primera vez porque el general nos presentó. Por un momento, tuve la ligera percepción de que no le agradaba, sus ojos tan violetas y únicos me miraban de arriba abajo, seguro preguntándose qué hacía un joven de la alta sociedad de Carolina del Sur uniéndose al Ejército Continental.
Me enteré por James McHenry que el día que le escribo esta carta es su cumpleaños, los demás aides-de-camp dijeron que beberían luego de terminar el trabajo de traducción, escuché del propio Meade que encantaría a las mujeres que están a cargo del ron para que le den un poco.
A decir verdad, yo le preparé algo. No es tan valioso considerando que le podría pedir a mi padre que mande algo más costoso, siendo que usted merece todo lo que pueda darse. Solo que no tengo el valor suficiente para hacerlo, disculpe mi cobardía.
¿Sabe? Yo
―¿Qué estupidez estoy haciendo? ―se preguntó el rubio, dejando la pluma descansando en la tinta. Sujetó su cabeza y acomodó sus codos contra la mesa. Era el único en la sala de los aides-de-camp, por ello aprovechó a escribir una carta.
Era una estupidez. Había muchas razones para arrojar ese intento de carta al fuego antes de que lo descubrieran. Uno, ni siquiera tenía una relación tan amical con Hamilton; o sea, sí se llevaban muy bien y eran íntimos (en el buen sentido) solo que no pensaba que había tanta confianza entre ellos. Estaba seguro que hasta Lafayette se llevaba mejor con Alexander. Dos; lo que menos deseaba era contagiarlo de su enfermedad, no podía hacerle eso al pelirrojo de pecas hermosas.
Muy hermosas, a decir verdad, que parecían aquellas constelaciones que veía en sus días por Ginebra. Deseaba tanto agarrar una pluma y trazar sobre ellas hasta formar algún dibujo que valiera todo lo que Alexander era. Hamilton era tan valiente, audaz, inteligente, explosivo, reservado, intuitivo. Había tantos adjetivos para describirlo que nunca terminaría.
Agitó la cabeza intentando olvidar aquellos pensamientos. Estaba pensando en su enfermedad, ya había contagiado a dos personas en su pasado, con las cuales ya no mantenía contacto. Lo que menos deseaba es que Alexander saliera perjudicado por su culpa. Debía luchar por su país y conseguir la ansiedad libertad.
Además, estaba el tema de Martha. Nadie sabía de eso y lo que menos deseaba era que se supiera.
―¿Laurens? ―una voz entrando a la habitación hizo que alzara la cabeza. Se encontró con McHenry. Como pudo escondió la carta entre varios documentos hacia el General e intentó mostrarse lo menos nervioso.
―Buenas tardes, McHenry ―saludó.
―¿Qué haces aquí? Pensé que estarías con Meade y Tench intentando conseguir ron.
―No soy mucho de celebraciones, aún soy nuevo aquí.
―¡Tonterías, amigo! ―James colocó una mano en su hombro―. Somos una familia, hasta el gruñón de Harrison se acopla más. Y estás aquí desde octubre, no eres nuevo.
John rio. Desde su llegaba, entabló una fuerte amistad con tres personas: Hamilton, el Marqués y McHenry. Los dos primeros eran lo más cercano a su edad, aunque fueran menores que él. Alexander tenía fuertes ideales parecido a los suyos en cuanto a la esclavitud, cosa que ayudó a convencer a Lafayette de ser abolonista.
Con James McHenry, la situación iba por la carrera del castaño. John estudió derecho civil en Middle Temple, pero lo que lo apasionaba además del arte eran las ciencias naturales y la medicina. Su compañero era cirujano, incluso curó sus heridas en batalla. Hablaban de ello cada vez que podían, aun cuando McHenry ya no estaba tan encargado del área médica del campamento sino de la escritura.
―¿El general dio permiso para celebrar hoy? ―intentó cambiar de tema vagamente.
―Sí, escuche de Fitzgerald que el Marqués lo convenció. Son muy unidos.
―Creo que el General lo ve como un hijo ―comentó.
Continuaron hablando, sin darse cuenta de que Tench Tilghman había entrado. Sin querer interrumpirlos, el aide-de-camp agarró los documentos que correspondía llevar para que Washington les diera permiso de no hacer sus obligaciones y celebrar el cumpleaños de Hamilton. Sin más, se retiró llevándose las hojas.
Laurens giró levemente su cabeza hacia su sitio, dándose cuenta de que estaba vacío. Se alteró un poco. ¿Dónde estaba sus cosas? ¡La carta de amor estaba ahí! Mierda, mierda. ¡Si alguien lo leía y reconocía su letra estaba perdido! Moriría como un sodomita y la gente lo olvidaría, su legado sería borrado. McHenry alzó una ceja sin comprender que pasaba.
―¿Qué te sucede, Laurens? Nunca te había visto así ―preguntó.
«¿Qué digo? ¡Piensa rápido!» pensó.
―Le escribí una carta a mi esposa en Inglaterra y no la encuentro, juré haberla dejado aquí junto con las cartas de Francia.
―Quizás alguien entró y se las llevó al General ―se encogió de hombros, restándole importancia.
¡Doblemente mierda! Tragó saliva. ¿Qué podía decir para ir a buscarla? Bueno, hora de recordar cómo le mentía a su padre cuando era niño y jugaba con sus hermanos.
―Si me disculpa McHenry, deseo ir a la cocina por algo de comer. Seguro las señoras han hecho la cena ―era la excusa más real en la que podía pensar en ese momento.
Su cerebro estaba trabajando a mil por hora.
James parpadeó, asintiendo sin más. Se despidieron y mientras el castaño se sentaba a trabajar un rato porque no tenía nada más que hacer. John entró en crisis ―no la existencial― y salió caminando de forma tranquila del lugar (en realidad, estaba corriendo).
No sabía qué odiaba más, el hecho de que la oficina del general quedaba al costado de la de los aides o que Washington estaba dentro. ¿Ahora qué podía decir? Lo que menos deseaba era molestarlo, que lo echara del ejército y tener que volver a Inglaterra para estudiar derecho al lado de una familia que no deseaba.
¡Y jamás conseguiría su legado!
«Piensa John, tu padre dice que eres muy listo. Vegobre lo decía. ¡Hasta Francis!» En eso, una vela se iluminó encima de su cabeza, si había algo o mejor dicho alguien que podía hacer que Washington saliera de su oficina ―aparte de su Lady― era Lafayette.
¿Pero dónde estaba ese francés?
Seguramente en su habitación, por lo que decidió subir sin hacer mucho ruido, con lo que no contó fue que el hombre de sus sueños y quien lo había metido en este lío, bajaba las escaleras con una sonrisa que adornaba sus bellas pecas.
―Hola, Laurens ―saludó.
―Ho–Hola, Hamilton ―¿en serio tartamudeó?―. ¿A dónde vas?
―Meade me dijo que Harrison quiere que lo ayude.
Oh, seguro quería mantenerlo ocupado hasta la sorpresa de esa noche. Asintió, de alguna manera quería llegar con Lafayette de una vez y terminar con todo ese asunto de una vez. Con lo que no contó es que una mano se situará en su frente, tocándola. ¡Fuera impulso de decir algo estúpido!
―¿Se encuentra bien, Laurens? Su cara esta roja, si tiene fiebre puedo llevarlo con los doctores para que lo revisen ―le habló―. Creo recordar que hace poco se lastimó el hombro. ¿Le está afectando aún? No sé mucho de medicina, podríamos preguntarle a McHenry.
Ahora comprendía por qué sentía caliente la cara. Tragó saliva, intentó que se le bajará el color rojo de las mejillas y tosió. Por supuesto que se tenía que sonrojar frente a Alexander Hamilton, cuando lo que deseaba era huir en ese momento.
―No es nada, Hamilton. Me siento bien, si me doliera el hombro, yo mismo iría a revisarme ―sin querer usó un tono frío y seco.
Iba a disculparse, pero Alexander simplemente asintió y se retiró.
«¡Estúpido! Padre nos enseñó a ser siempre educados. Aunque también nos enseñó la Biblia y no la cumplo al pie de la letra. Dios, perdóname por pecar.»
Decidió alejar esos pensamientos de su cabeza rubia, continuando su camino al segundo piso. Lafayette dormía en el pequeño cuarto junto a la habitación de los aides-de-camp. Tocó la puerta una vez, dos, tres. Su pie se movía de forma impaciente, a lo mejor no estaba. ¿Qué podía hacer? No tenía tanto tiempo para buscarlo por todo el campamento.
Cuando ya se estaba rindiendo y había comenzado a aceptar su cruel destino en la horca ―aunque también estaba el asunto de huir― la puerta se abrió mostrando al Marqués bostezando.
―Je peux vous aider, Laurens ? (¿Se le ofrece algo, Laurens?) ―preguntó con voz ronca. Estaba tomando una siesta.
―J'aimerais te demander une faveur, Marquis (Quisiera pedirle un favor, Marqués).
―¿Qué sucedió?
―Deseo firmemente que distraiga al General por unos momentos.
Lafayette inclinó la cabeza aún lado sin entender del todo, pero se encogió de hombros. Supo que lo iba a hacer, le dijo al francés que si podía hacerlo ahora que estaba leyendo cartas en su oficina.
―Bien sûr ! (¡Claro!)
Bajaron. Mientras se quedaba esperando en la puerta, observaba lo que pasaba dentro. No escuchó muy bien lo que decían porque Lafayette se inclinaba a susurrarle a Washington en el oído. Pero cuando se acercaron para salir, se metió en la cocina viéndolos como se iban. El joven volteó, guiñándole un ojo.
No quería saber qué se traían ambos. Era lo mejor para su cerebro. Una vez que sintió que estaban lo suficientemente lejos y no había moros en la costa, decidió entrar. Sino fuera porque al dar un paso dentro, una mano lo sujetó del hombro.
¿Iba a mandar a la mierda a quien le arruinó su plan? Efectivamente.
―¿Qué? ―cuestionó irritado.
―¡Laurens! Las señoras no quieren darnos un barril de whisky. Creo que usted les atrae. ¿Podría pedirles? ―habló, Tench.
―Ehhh... ―se quedó callado. ¿Aceptaba? Si decía que no, quizás pensarían que era sodomita.― Claro...
Pudo sentir cómo lo arrastraban, mirando la distancia que crecía entre él y la oficina de Washington con esa carta escondida entre los papeles, la cual ojalá sufriera un accidente y terminara entre las llamas de la chimenea.
Llegó a la cocina, donde se acercó a las damas que preparan la cena, con una leve sonrisa comenzó a halagarlas resaltando su ardua labor. Ellas se sonrojaron levemente y aceptaron en regalarle dos galones. Escuchó a Tilghman agradecerle. Asintió con la cabeza, estaba incómodo. Quería irse de allí y echarse en su cama hasta que hubiera otra batalla.
Pero ahora que sí podía volver a su misión secreta, dio media vuelta y volvió hacia el lugar encontrando a Washington sentado ojeando los documentos. ¿Tan rápido había vuelto? Le hubiera especificado a Lafayette cuánto tiempo en realidad lo necesitaba fuera.
―¿Se le ofrece algo, Laurens? ―esa voz grave lo sacó de sus divagaciones. Estaba en la puerta del General.
¿Qué decía? "Quiero que me devuelva la carta que le escribí a Hamilton confesando mis sentimientos hacia él, más no me saque del ejército por ser sodomita." ¡Por supuesto que no! Intentó pensar en algo rápido, pero esos ojos verdes lo estaban llevando al Infierno.
―Solo venía a preguntar si podría darme un batallón en la próxima batalla.
―No, acabas de unirte como aide-de-camp hace unos meses. No estás preparado.
Asintió. Solo deseaba irse de ahí.
―Teniente Coronel Laurens ―volteó ligeramente su cabeza al general―. El próximo mes vendrá un oficial militar prusiano que habla francés, quiero que ayudes con la traducción.
―Como ordene, General ―hizo una leve referencia y se retiró.
Dio unos pasos por el pasillo, apoyándose en la pared. No quería imaginar qué pasaría después. Necesitaba salir de esa casa rápido, todo le empezaba a dar vueltas y quería vomitar donde sea. El aire no estaba llegando a sus pulmones, sentía que se estaba a punto de ahogar sino fuera porque Alexander se arrodilló ante él.
―¿Laurens? ¿Laurens? ¿Me escuchas? ―preguntó con una voz suave, agarró sus hombros con delicadeza― Mírame. ¿Puedes mirarme?
Hizo lo que pidió. Alzó sus ojos azules chocando con esos ojos violetas tan bellos, no dejó de observarlos hasta que pudo sentir como se iba relajando. Pasaron minutos en esa tarea, pero Alexander jamás lo dejo.
―Ya–ya estoy mejor...
Lo siguiente lo tomó de sorpresa.
Alexander lo abrazó.
―Gracias...
―De nada...
Un silencio incomodo cayó entre ellos. No supieron qué más decir, así que se levantaron del suelo. John notó que Alexander abrió la boca para hablar; sin embargo, volvió a cerrarla. Hizo lo mismo tres veces hasta que Meade llegó a interrumpirlos.
―¡Laurens! ¡Hamilton! ―los llamó―. Debemos ir arriba, es importante reunirnos los aides-de-camp.
John sabía qué estaba pasando. Alexander alzó una ceja, en signo de confusión; no obstante, aceptó ir. Los tres subieron hasta llegar a la habitación, Meade la abrió y los demás saltaron diciendo: ¡Sorpresa, Hamilton!
Alexander se asombró, no esperó realmente que en el ejército alguien se tomara la molestia de organizar alguna reunión por su cumpleaños. Bajó la mirada, sus zapatos eran una mejor vista que la de sus compañeros con los tarros de whisky, no había sentido esa calidez desde Nevis. Podía recordar a su madre regalándole libros o a James jugando con él, enseñándole a escribir mejor.
Estaban en una guerra, no se merecía una fiesta. El huracán no le dio una segunda oportunidad para esto.
―¿Hamilton? ―la voz de Laurens hizo que reaccionara―. Ven, no se quede en la puerta. Los demás organizaron esto aun sabiendo que al General no le gusta que nos divirtamos.
Escuchó la risa de Meade.
―Sí, nos tiene como sus esclavos.
―Y eso que somos blancos ―apoyó Harrison.
Tanto Alexander como John fruncieron el ceño ante esos comentarios, mas, Laurens decidió meterse de impulsivo a dar su opinión de por qué aquello estaba mal. El pelirrojo sonrió levemente, mirándolo alzar su voz en protesta por algo que defendía.
Era tan lindo, en especial cuando su cabello rubio se movía. Quizás debería hacer eso.
La fiesta continuó entre risas y bebidas, los aides se divertían contando sus historias de antes de entrar al ejército o de lo que harían si ganaran la guerra.
―¿Tu que harás, Hamilton? ―cuestionó, Fitzgerald, tomando un trago de golpe.
―Continuar mis estudios de derecho, el King's College cerró hace dos años.
De reojo observó a John mirándolo. Cuando los demás volvieron a lo suyo sin hacerle caso, se acercó a su escritorio, y agarrando su pluma, comenzó a escribir una pequeña nota que dobló en cuatro. Volvió con sus amigos, sentándose junto a Laurens en el piso, dejando el escrito entre sus manos.
Cuando el rubio lo miró con el ceño fruncido, le guiñó el ojo.
―Iré a usar la letrina, espero me dejen un poco de ron. Es mi cumpleaños, muchachos ―rio y salió del cuarto. De igual forma, estaban borrachos, no notarían su ausencia.
John bajó la mirada a la nota en sus manos, no sabía si abrirla o echarla al fuego. ¿Qué le podía decir Alexander? Eran amigos solamente, fuera de eso, no se contaban más cosas. Tragó saliva, no era cobarde. La abrió con cuidado revelando el mensaje: "Lo espero en el bosque atrás de la casa, tengo su carta" y estaba firmada como A. Hamilton.
¡¿Su carta?! ¿Esa carta? «Por favor, Dios, si aún soy un siervo tuyo, no permitas que me ahorquen. Juro arrepentirme de mis pecados. Mi voluntad es tuya, padre.»
Guardó la nota en el bolsillo de su pantalón y se levantó con cuidado de ahí, caminó intentando no pisar a un Tench Tilghman borracho. Los demás estaban cayendo dormidos profundamente, seguro el General les gritaría mañana.
Bajó las escaleras sin hacer el menor ruido, lo último que deseaba era que Washington le cuestionará lo que estaba haciendo. Al salir de la Isaac Potts House y esconderse con su gorro para que los soldados no lo notaran, fue a la parte trasera rumbo al bosque. Podía sentir como transpiraba, su respiración se volvía más profunda. Solo esperaba no volver a pasar la falta de aire como el evento pasado.
Llegó al bosque; sin embargo, no sabía dónde estaría Hamilton. No especifico en la nota un lugar ¿Y si era una trampa? ¿Iban a aparecer soldados a llevárselo? Mierda, no se tuvo que confiar en aquel pelirrojo de ojos tan bellos con unas pecas que resaltaban su rostro de nariz firme.
«¡Concéntrate, John Laurens! ¡No puedes morir sin tu legado!»
―Por un momento pensé que no vendría, Laurens ―una voz dijo. Detrás de los troncos, salió Alexander con una pequeña sonrisa asomándose en su cara.
―¿Tú la tienes? ―interrogó. No estaba para juegos.
―La carta que me escribiste, sí.
John apretó los puños, estaban jugando con él.
―Por favor, Hamilton, quiero que me la devuelvas. Prometo hacer lo que quiera, pero la quiero de vuelta.
―Te la daré con una condición.
―¿Cuál? ―frunció el ceño.
―Complétala.
«¿Dios ya me dejaste sordo ¿Es acaso algún castigo divino? ¿Soy una plaga de Egipto?»
―No comprendo a que se refiere, Hamilton.
Pudo notar el pecho de Alexander inflarse, estaba tomando aire.
―Te quiero, John Laurens. La carta que me escribiste es tan hermosa, jamás pensé que sentirías algo así por mí. ¡Por mí! Un chico que llegó desde Saint Croix en busca de una oportunidad en las trece colonias, que era legalista al principio y terminó robando cañones cuando tomaron King's College para posteriormente unirme a la guerra.
―Yo... ―quiso interrumpir.
―Déjame terminar, por favor. He tenido un amante hombre, he pecado si así deseas decirlo. Cuando te conocí en octubre, fue diferente a Robert ―mordió su labio―. Al principio, pensé que eras un estúpido de la alta sociedad que se unió a la guerra para llevarle la contraria a su padre y que no durarías nada porque no estabas acostumbrado.
»Y te vi ahí, en . Luchaste por tu país como nunca pensé ver a un patriota peleando. No te importo herirte sin haberlo intentando, no sabías nada de pelear e hiciste un excelente trabajo. Creo que fue en aquel momento donde cautivaste mi corazón, me comencé a acercar más a ti cuando te uniste como ayudante de campo de forma oficial, quería estar a tu lado, comprender quién eras en realidad, saber quién era John Laurens en realidad.
»Encontré tu carta cuando estaba revisando los papeles del General, reconocí tu letra al instante porque trabajamos juntos. Al leerla, una parte de mi corazón quería que estuvieras hablando sobre mí; no obstante, otra parte me decía que no. Decías "Mi estimado Hamilton" y mencionabas mi fecha de cumpleaños. Estaba feliz, correspondías aquellos sentimientos que todo el mundo dice que es pecado.
Alexander se calló.
John no supo qué responder en ese momento. Parecía que su cerebro había hecho cortocircuito, sus labios no podían articular alguna palabra decente que contestara aquella confesión que le habían hecho. Y ya que una acción valía más que las palabras, se acercó a sujetar su barbilla y alzarla para observar esos ojos morados.
―Ya he sido un pecador antes, no te puedo culpar de haberme cautivado. A decir verdad, me pregunto. ¿Quién estaría a tus pies? Tienes tanta valentía, eres hermoso, inteligente ―sonrió levemente―. Me declaro un siervo tuyo, Alexander.
―Prefiero el término "amantes" si no es mucha molestia, John.
―Jack...
―¿Disculpa?
―Dime Jack, quiero escucharlo de tus labios.
Las mejillas de Alexander tomaron un color rojizo.
―Jack, mi querido Jack.
Hamilton al ser un poco más bajo, se elevó para rodear con sus brazos el cuello del rubio. John envolvió la cintura del pelirrojo acercándolo más a su cuerpo. Fue en cuestión de segundos que unieron sus labios, sintiendo una chispa; pero una chispa como los cañones que lanzaban a los británicos. Era tan diferente y se sentía increíble, una sensación que ninguno podía describir con simples palabras.
Alexander recordaría ese cumpleaños como el mejor de su vida. John se daría cuenta que no le importaría pecar si era con su dear boy. «Dios perdóname porque he pecado, pero jamás pude evitarlo. Ya estoy condenado.»
Valley Forge, Pensilvania, 11 de enero de 1778
My Dear Boy:
No sé realmente qué hago escribiendo esta carta o si llegará a tus manos algún día, quizás solo la destruya en mil pedazos y la arroje al río para que nadie sepa de mi pecado. Lo que menos deseo, mi estimado Hamilton, es contagiarte.
Han pasado meses desde que lo conocí, aún recuerdo cuando lo vi por primera vez porque el general nos presentó. Por un momento, tuve la ligera percepción de que no le agradaba, sus ojos tan violetas y únicos me miraban de arriba abajo, seguro preguntándose qué hacía un joven de la alta sociedad de Carolina del Sur uniéndose al Ejército Continental.
Me enteré por James McHenry que el día que le escribo esta carta es su cumpleaños, los demás aides-de-camp dijeron que beberían luego de terminar el trabajo de traducción, escuché del propio Meade que encantaría a las mujeres que están a cargo del ron para que le den un poco.
A decir verdad, yo le preparé algo. No es tan valioso considerando que le podría pedir a mi padre que mande algo más costoso, siendo que usted merece todo lo que pueda darse. Solo que no tengo el valor suficiente para hacerlo, disculpe mi cobardía.
¿Sabe? Yo lo quiero, me he dado cuenta lo mucho que significa para mí. No deseo cambiar esos sentimientos y sé que tú tampoco lo harás. Por eso, es que te pido que seas mi querido muchacho, mi querido Hamilton hasta que te canses de mi ser.
No será la única vez que hable de mis sentimientos a través de una carta, si con ello puedo asegurar verlo sonreír. Créame que lo haré siempre, porque te digo ahora mismo que amo lo hermoso que te ves sonriendo y que sea dirigida a mí.
Mirarte echado a mi lado en el cuarto cuando nadie más está, es simplemente bello.
Mi amor es eterno
John Laurens.
Extra:
El Marqués solo veía como todo se desarrollaba con tranquilidad, no debía apurarlos. Como francés, sabía sobre el amor y cuánto había que esperar para que todo saliera perfecto.
Se alegraba por sus dos mejores amigos. Ellos habían sido los primeros que le dieron una familia en Estados Unidos, él los apoyaría siempre.
Adrianne estaría orgullosa. Como le gustaría ser así con Washington...
¡Y no se como salió esto! Espero les haya gustado.
Amo escribir de John. Es alguien completo, pero algunas veces también fácil.
Beteado por andreaortiz2901 (t amo, tienes mi alma)
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