Clemencia
Aquella no era una noche rutinaria. Los ciudadanos del pueblo de Allagí sabían que la velada de ese día sería en la penumbra de los sótanos y acurrucados entre las sábanas polvorientas que cubrían cuerpos una vez al año. Las calles abandonadas tan solo generaban un ambiente de un silencio ensordecedor mientras las luces de los faroles iluminaban los recuerdos de las personas que habían transcurrido allí tan solo el día anterior.
Las ventanas de los hogares estaban apagadas. Detrás de todos los muros de aquellas fortalezas, era posible observar la nada. Tal vez un par de juguetes olvidados antes de correr al escondite evitando que les ganara la hora de la famosa "Llamada al conticinio". Los apenas audibles pasos de perros callejeros era uno de los sonidos más fuertes que transcurrían cerca de las residenciales de la zona, pero no tardarían mucho en desaparecer.
Se respiraba un oneroso aire a pesar de la ausencia de personas en la calle, era como si la hipofrenia de aquellos recónditos espacios fuera contagiosa, como un virus pandémico que se contagia incluso en los que hacen lo posible por protegerse. Pero ningún escudo es lo suficientemente fuerte ante aquella perfidia.
En la parte más alta de una montaña, pese al sigilo presente en el pueblo, una mansión contaba con todas las luces internas y externas encendidas, mientras era posible escuchar desde la esquina más alejada, la música fortísima que sonaba entre esas paredes. La rasasvada de aquellos individuos era apreciable desde el exterior.
Un hombre caminó silbando la misma melodía de aquella morada mientras deambulaba sosegado, con un cigarrillo entre sus labios. No camina con temor ni mucho menos, se le veía lleno de vida y con una vida demasiado inmarcesible. Continuó su camino hasta comenzar a subir los escalones de piedra que dirigían hacia la enorme casona que tenía gran movimiento en su interior.
Llegó al pórtico donde fue recibido por el mayordomo de la morada, quien le quitó el saco y lo recibió con una sonrisa, pero no era cualquier sonrisa, sino una que estaba impresa en las máscaras tétricas que llevaban ambos hombres. La expresión de esas máscaras, ese semblante feliz era antagónico a las muecas funestas de los niños de cada casa en el pueblo.
—Clemencia, mi señor, la mayoría de los integrantes ya se encuentran alrededor de la mesa —comentó el asistente mientras entraban al recibidor y colgaba el abrigo de piel en el perchero.
—Clemencia para ti también, Daniel. ¿Ya ha comenzado la tertulia? —preguntó el que parecía, dueño de aquella casa. Las voces de ambos sonaban distorsionadas a causa de las máscaras que cubrían sus rostros.
—No, señor, me parece que tan solo lo están esperando —contestó.
Ante eso, el propietario de la vivienda pasó a través del recibidor. Su ropa, cubierta de estampados de animales exóticos brillaba en la penumbra. Cadenas de oro decoraban el pantalón de vestir que portaba, haciendo sonar aquel eco del metal encontrándose con cada uno de sus pasos. Colores vino sobresalían de su traje, corbatas bañadas en oro y un dije de un crucifijo decoraban la parte alta del pecho.
Dobló una esquina donde la silueta del movimiento de las velas era lo más dinámico de aquella tertulia. Los pisos de mármol y los cuadros religiosos que rodeaban a la habitación eran símbolo de las creencias que compartía ese grupo, al parecer. Un grupo de hombres con lentes oscuros y ropa del mismo tono descansaba, sin moverse, contiguos a las paredes de aquella habitación.
El hombre llegó a aquella sala y decidió acomodarse en la única silla disponible, la cabecera de aquella mesa. Seis sillas altas en cada uno de los tres lados de la mesa podrían albergar incluso a alguien que les doblara la estatura. Una mesa larga que se extendía alrededor de toda la sala, rodeada de sirvientes y carritos de bebidas alcohólicas y comida insólita. Cubiertos dorados, bañados en oro, descansaban frente a cada uno de esos comensales, pero sabían que esa noche no irían a comer, esa noche era de portar con orgullo aquella careta boyante.
—Que el fuego los llene siempre de clemencia —comenzó el hombre de la cabecera.
—Y nos queme en el anonimato —respondieron todos los presentes al unísono.
—Eleazar, como te haces llamar, compártenos tu conocimiento —ordenó el líder a uno de los hombres del extremo de la mesa mientras asentía con la cabeza.
—Mi señor, es mi deber informar que la mujer que suele vender pan en la esquina de la calle Sklaviá tiene la costumbre de regalar un poco a los niños desamparados —mencionó seriamente mientras un bullicio de decepción se pudo escuchar en toda la habitación.
—Gracias, Eleazar, el señor te lo agradece. Es evidente que no podemos permitir que alguien más juegue a ser un Dios y decida quién tiene derecho a nutrirse. —Un grupo de afirmaciones fue audible para que segundos después, el líder diera una palmada y uno de los hombres que descansaba en la habitación antes inmóvil, saliera de la habitación sin decir una palabra.
El hombre no se detuvo cuando llegó al exterior de la morada, continuó bajando los escalones y dobló la esquina en la calle Sklaviá. Una mujer descansaba en el sótano, rodeada de más niños con apariencia demacrada. El hombre, sin un gesto en el rostro asesinó a la antigua panadera sin detenerse por los gritos de terror de los niños. Posteriormente, se hizo lo mismo a sí.
En la mansión, todos los integrantes de aquella tertulia continuaron dando su reporte mientras había cada vez menos hombres en la habitación hasta que llegaron al último miembro.
—Mi señor, debo informar con gran pesar que a usted lo vi ofreciendo ayuda a una mujer de la que parecía estar enamorado —mencionó con naturalidad.
—Yo... yo solo... —comenzó. Pero antes de poder explicarse, un hombre le había arrebatado la capacidad de ser dios, dejándolo con su sombra en el suelo.
—Que el fuego nos llene siempre de clemencia —expresaron todos al unísono.
Portada por gessh0ku
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