9

—¿Qué tal tu día libre? –pregunta Maria al entrar en el bar.

—La verdad es que lo necesitaba –reconozco sonriendo afablemente; obviamente, omito el incidente con la moto; no es el momento—, ahora me siento como nueva, preparada para volver a empezar. ¿Y vosotros? ¿Mucho trabajo por aquí?

—El de siempre cariño, ya sabes...

Me pongo la bata y empiezo a moler el café.

Sin darme cuenta tarareo la melodía de una canción desconocida.

«¿La que canta soy yo? ¡No me lo puedo creer! ¡Ingrid, estás cantando! ¡Tú, la chica triste y malhumorada a la que han hecho daño taaaantas veces, está cantando! ¿Es que tienes algún motivo para eso?»

Repaso mentalmente los últimos acontecimientos:

«Mmmmm... no. No hay nada por lo que deba estar realmente feliz, pero es una sensación agradable. ¡Continúa!»

Cojo un par de platos y me giro para ponerlos en su lugar, cuando percibo la proximidad de alguien sentado tras la barra.

Marcello está sobre uno de los taburetes escondiendo una apretada sonrisa. Con el ruido de la máquina del café no lo oí entrar.

«¡Mierda! Con la de motivos que tiene para reírse de ti, vas, y le das otro.»

—Parece que está muy contenta esta mañana –dice mientras enrosca un diario formando un ancho canuto. Verle hacer eso me pone tensa—. Por mí no se corte, continúe ―añade jocoso.

—¿Qué quieres? –le pregunto de mala gana, avergonzada.

Él me mira sorprendido, pero no dice nada.

Maria sale de la cocina al escuchar la campanilla que anuncia la llegada de los primeros clientes y, al igual que yo, se sobresalta al ver a Marcello ya en la barra.

—Tengo que ir a atender... así que...

Me dispongo a salir de la barra cuando él me impide el paso tocando mi mano con el canuto de diario. Automáticamente le fulmino con la mirada y me aparto.

—Bueno... yo estaba primero —alega con altivez.

Para mayor vergüenza me atraviesa una oleada de calor tiñéndome de rojo; tiene razón, pero atenderle, aunque solo sea para servirle un triste café, me pone enferma. Él parece que se divierte viendo como aquí no tengo más remedio que acatar sus órdenes sin rechistar.

«¿No estarás exagerando un poquito, Ingrid? Mira que te ha reparado la moto...»

—¡Claro! Perdona –me disculpo forzosamente—. ¿Qué vas a tomar?

—Un café, por favor –me dice con una sonrisa en los labios.

Maria, que acaba de tomar nota a los nuevos clientes, se coloca detrás de la barra sin dejar de observar disimuladamente a Marcello.

—¿Café solo? –pregunto forzando mi cortesía.

Marcello ríe para sí. Posiblemente de mi tono despechado.

—Esta vez acompañado, si puede ser.

Le miró extrañada.

Maria, que sí ha captado la indirecta, me ordena que le acompañe hacia una mesa y me siente un rato con él; ella se encarga de llevar su café.

Así lo hago, muy a mi pesar. Aprieto los labios conteniendo la lengua y esbozo una sonrisa forzada mientras me resigno a complacer los caprichos de un niño con aires de grandeza. Al fin y al cabo, todo el mundo parece hacer eso en este lugar.

Ocupamos la mesa más alejada del bar y, para colmo, él se echa a un lado para dejarme pasar; siempre que hace eso me muero de la vergüenza.

Una vez en la mesa, esperamos a que Maria traiga el desayuno.

Ninguno de los dos hace nada para romper el silencio.

Observo al detalle como Marcello vierte los sobres de azúcar en el café y lo revuelve con la cuchara. No puedo evitar reparar en el anillo que invade gran parte de su dedo corazón. Mientras lo hago, me pregunto por qué esta vez ha venido solo al bar, igual nuestra última conversación sí ha servido para algo... pero emito un sonoro suspiro al recordar que justo en este instante, debería estar trabajando y no conversando con clientes, por muy importantes que estos sean.

—¿No tiene nada que decirme? –empieza en tono divertido.

Me encojo de hombros, aunque sé exactamente a qué se refiere.

—Sí, claro. Gracias.

Él reprime una carcajada y me observa una fracción de segundo.

—Podría mostrar algo de entusiasmo por estar aquí conmigo. O al menos fingirlo, ¿no cree? –añade sin despegar la vista de su café humeante.

—No soy de las que fingen –digo alzando una ceja.

Marcello empieza a reír bajo mi atenta mirada.

–Es bueno saberlo —aprueba al fin.

Le miro enfurecida tras captar en el acto el doble sentido vulgar de sus palabras.

Me dispongo a levantarme, pero vuelve a impedírmelo con ese estúpido periódico que utiliza como si fuera una prolongación de su cuerpo para poder tocarme sin que yo me altere. Lo que no sabe es que ese estúpido canutito me enfurece todavía más, y me despierta una rabia palpable.

—Perdone mi insolencia, no se enfade –vuelvo a sentarme de mala gana ¿Cuánto más va durar esto?—. Ahora en serio –alza su penetrante mirada azul y verde, eso me pone tensa. Sus ojos abiertos pueden resultar hipnóticos si no tienes la entereza necesaria para soportarlo—, no pretendo entretenerla demasiado. Para cuando esto empiece a llenarse yo ya me habré ido.

Sonrío. Solo quedan veinte minutos para que los clientes habituales empiecen a llegar.

Marcello niega varias veces con la cabeza, sorprendido.

—¿Ingrid, está contando los minutos que faltan para que me vaya?

Me quedo paralizada y la sonrisa queda congelada.

—Está bien. Quieres hablar... –acepto al fin—. ¿Dónde están tus amigos?

Marcello remueve nuevamente su café con actitud cansada.

—No son mis amigos. En cualquier caso, hoy no me acompañan.

Suspiro.

—¿Ocurre algo? ―pregunta con curiosidad.

—Si pretendes tener una conversación, deberías poner más de tu parte, ¿no crees? Ya veo que hoy no te acompaña nadie, simplemente podrías haberte limitado a decir el porqué.

Arruga el entrecejo aturdido, no sabe si reír o reprenderme.

—Digamos que tienen cosas más importantes que hacer que seguirme por toda la ciudad –ríe en lo que parece ser una broma privada—. ¿Funciona bien la moto?

—De maravilla –admito—. Supongo que, una vez más, debo darte las gracias.

—No se merecen.

—¿Por qué siempre dices eso?

—¿El qué?

—Mira, es igual... —me recuesto en el banco de cuero y clavo mi mirada en él—. ¿De qué quieres hablar?

—Es realmente difícil conversar con usted, Ingrid, y más cuando no hace más que incomodarme con sus banales preguntas.

—No sé quién incomoda realmente a quién.

—¿Qué quiere decir? –pregunta incrédulo—. ¿Se siente incómoda hablando conmigo? ¿Acaso la molesto? –mira a su alrededor y solo ve una mesa ocupada ya atendida—. ¿Tiene algo mejor que hacer?

—No todo se reduce a ti, ¿sabes? Podría estar limpiando los cristales ahora mismo, pero en lugar de eso, tengo que estar aquí sentada.

—¿Por qué siempre detecto cierto tono de hostilidad cuando me acerco a usted? ¡Santo cielo! ¿Es que no es capaz de relajarse nunca?

—No es hostilidad, es solo que... me da rabia, ¡rabia! Por tener que complaceros, por ceder como todo el pueblo a vuestros caprichos. De tener que estar alerta cuando os veo aparecer. Todo este rollo extraño no va conmigo. Lo siento si te ofendo, pero es lo que siento.

Marcello me mira con los ojos desorbitados unos segundos.

—No tiene por qué sentirlo –se encoge de hombros—. Agradezco su sinceridad. Cuesta encontrar a gente así y aunque debería molestarme, lo cierto es que no. Me parece admirable que tenga la valentía necesaria para decirme todo eso a la cara y más después de lo que le ha pasado.

—¿Crees que debería temerte a raíz de lo que pasó?

—No creo que tenga que temerme, aunque todo iría mejor si tuviera miedo.

—¿De qué?

—No particularmente de mí, sino de lo que represento. No todos los miembros de mi familia aceptarían de buen grado como me ha tratado hoy o todo lo que acaba de decirme, Ingrid. Debe tener cuidado con eso porque puede acarrearle problemas.

—¿Es que tú eres diferente?

—En absoluto –es tajante en la respuesta—. Soy como el resto de mi familia, así que será mejor que nunca olvide eso. La gente no se hace así misma, nace acarreando ciertas responsabilidades. Puede que desde fuera y aunque no me toque de cerca, vea las cosas como usted, aunque es algo que en público jamás admitiré; a mí ya me va bien que las cosas sean así.

Entrecierro los ojos y me incorporo para sostener nuevamente su mirada desigual. Ya no me intimidan como antes sus ojos de colores, puedo aguantar esa presión sin mirar a cualquier otro lado.

En contrapartida, la actitud ausente de su rostro me da pena; Marcello tiene todo cuanto puede desear, aunque no por ello parece feliz. No es tan ostentoso ni alardea constantemente como he observado, de lejos, hacer a otros miembros de su familia. De hecho, de no ser por la ropa de marca, su selecto perfume y sus flamantes vehículos, nadie advertiría que forma parte de una de las familias más influyentes de toda Italia. Tiene un lado humilde bajo algunas capas de vanidad. De hecho, ahí está, hablando conmigo, sin importarle que la gente que empieza a frecuentar el lugar, nos mire de soslayo, murmurando entre dientes, desatando pequeños rumores que quedarán entre estas paredes sin ser divulgados por temor a las represalias. Él parece percatarse de la expectación que genera en los demás, pero simplemente le da igual; se ha acostumbrado a ignorar lo que no le interesa.

Maria, en cambio, nos observa de forma diferente. Es como si hubiera apreciado algo que a simple vista es imposible ver. En su rostro se refleja la ternura, pero a la vez, un aire de preocupación que la deja visiblemente intranquila. Nerviosa.

Marcello se percata de mi distracción. Apura su café y se levanta.

—Hoy me acordaré de usted, Ingrid.

Vuelvo a mirarle extrañada.

—¿De mí?

— Esta noche hay partido. Inter de Milán contra Barça.

—Ah —hago una mueca—. El futbol no es mi fuerte.

—¿No? —sonríe maliciosamente—. ¿Y qué lo es?

Le reto con la mirada, pero él ni se inmuta. Coloca un billete de veinte euros sobre la mesa y se despide sin más.

El resto del día acontece sin sobresaltos. Tras su marcha todo ha vuelto a la normalidad.

Entro en casa, me tiro en el sofá poniendo los pies en alto y suspiro con fuerza. Estoy a punto de abandonar el mundo terrenal y sumirme en la placentera sensación de un estadio superior, perdida en la inconsciencia, cuando suena mi teléfono móvil. Frunzo el ceño sin saber quién me llama a estas horas. Desde que llegué aquí nadie lo ha hecho y por eso me sobresalta el número desconocido que parpadea en la pantalla.

—Ingrid.

—¡Buenas noches, preciosa!

Sonrío; ya sé quién es.

—¿Cómo has conseguido mi número?

—Lo cogí del currículum que le entregaste a mi tía. Espero que no te importe...

Arqueo las cejas sorprendida.

—No. En absoluto. Aunque no sé por qué no me has preguntado mi número antes ―hago una breve pausa—, te lo habría dado.

Ríe al otro lado.

—Por si acaso... —dice mientras se le escapa una carcajada—, en realidad te llamo para recordarte que hoy es la inauguración del pub.

—Oh, vaya... —me muerdo el labio inferior intentando encontrar una excusa que ofrecerle.

—Mi hermana pasará a recogerte a las doce.

—Verás, Gianni, de eso quería hablarte...

—¡No acepto un no por respuesta! Vístete y ni se te ocurra anularlo, porque entonces iré yo a buscarte aunque tenga que llevarte a rastras.

Me quedo en silencio unos segundos. Sé que está de broma, pero siento una punzada de dolor tras escuchar sus últimas palabras. Cojo aire y lo exhalo con brusquedad. Finalmente decido aceptar su propuesta.

—Vale. A las doce.

—Estupendo preciosa. Te lo vas a pasar genial.

Me despido y cuelgo.

Después de ducharme me enfrento a mi mayor dilema: ¿Qué ropa es la adecuada para ir a la inauguración del pub de un amigo? Cojo un vestido de la percha. Es negro y muy suelto. Pero recuerdo que la última vez que me lo puse me sentí desnuda; no es mi estilo.

Así que opto por mis vaqueros ajustados y una camisa holgada de color blanco. Me miro en el espejo y hago una mueca de espanto. Me quito la camisa y cojo el top compresor para ocultar el pecho, de forma que la camisa caiga con más holgura a mi alrededor.

Ya está.

Mi pelo tiene poco arreglo, así que me hago una coleta alta y lo doy por acabado.

Justo a tiempo, escucho un claxon en el exterior y me dirijo hacia la salida con prisa.

—Buenas noches, Ingrid.

Me sonríe una chica menuda de ojos grandes y castaños. Su pelo es rizado y lo lleva perfectamente moldeado sobre los hombros.

Va vestida con un conjunto verde, pantalón corto y camisa del mismo color. Parece muy moderna y extrovertida.

—Me llamo Annetta.

—Buenas noches Annetta, encantada de conocerte.

—Mi hermano me ha dicho que tendría que insistir para que vinieras, me alegro de que no haya sido así.

Sonrío.

—Bueno... no pienso estar mucho rato, solo iré a darle la enhorabuena y regresaré pronto a casa. Llamaré un taxi –le aclaro para que no vuelva a tomarse las molestias de traerme.

—¿Hace mucho tiempo que no sales?

—No recuerdo haber salido nunca.

Me mira con los ojos desorbitados.

—Pues has venido al lugar adecuado para empezar a salir. Aquí hay donde escoger.

La miro con un ápice de dolor; no me apetece hablar de eso.

Poco después llegamos al local. Por fuera está perfectamente iluminado con luz cálida en tonos naranja. Las letras doradas de La notte, resplandecen sobre un fondo negro, como el de la invitación.

No es un local muy grande. Subo unas estrechas escaleras y llego al primer piso. La parte de arriba parece una vivienda. Puede que sea ahí donde vive Gianni. Se abren las puertas y entro en el local. Al entrar me quedo sin palabras tras ver lo espacioso y moderno que es todo. La luz tenue se refleja en los rostros de la gente de forma sutil.

Annetta me da un beso en la mejilla y me dice que va a buscar a su hermano. Yo asiento y me quedo petrificada en medio de un montón de personas que bailan y exhiben sus cócteles adornados con cañas rizadas de colores fluorescentes.

Me siento rara; además, mi ropa no es la adecuada, solo a mí se me ocurre vestirme de blanco para ir a un lugar como este, en el que la luz negra me hace destacar entre los demás. Pero mi ropa es lo de menos, no encajo aquí de ningún modo por muchos otros motivos.

Me aparto y dejo pasar a un grupo de chicos con traje que caminan a paso ligero hacia la barra. Suspiro. Empiezo a encontrarme mal.

Decido recorrer el bar enganchándome a las paredes sin perder de vista todos los detalles, adornos minimalistas en las paredes y puntos de luz de colores en cada rincón. Los conductos de aire son tubos negros que están en el techo, perfectamente pintados. Del techo también cuelgan unas lámparas de araña similares a las de mi casa, solo que en lugar de ser de cristal, son de plástico negro. Todo encaja a la perfección, creando un conjunto romántico y moderno.

Casi choco contra una columna mientras intento apartarme de la gente que se divierte delante de mí.

Me detengo en la entrada de lo que parecen unos pequeños reservados privados. Las puertas correderas de cristal mate están abiertas y dentro predominan los colores dorados. Hay un sofá en forma de U y una mesa en el centro de color negro. Parece que el grupo que hay dentro se lo está pasando bien. Levantan sus copas y gritan palabras que no consigo descifrar. Hay chicas por todas partes. Chicas guapísimas sentadas con elegancia en el sofá, sobre las rodillas de alguno de ellos e incluso una pareja se besa en una de las esquinas de la habitación sin desprenderse de las copas.

No puedo evitar sentirme mal. El amor parece algo fácil, sencillo en este rincón del mundo, la gente está relajada y lo recibe sin más; sin embargo, para mí es una auténtica tortura.

Me distraigo de mis cavilaciones cuando la pareja que hay en la esquina de la salita se separa y una segunda chica entra en acción. Besa al chico con mucha efusividad mientras la primera le acaricia la entrepierna al mismo tiempo. Me parece increíble que hagan ese tipo de cosas en público sin ningún pudor. Mi sorpresa se acentúa cuando el chico se deshace de una de ellas y puedo verle con claridad.

«¡Menudo pervertido!»

Sus ojos desiguales me miran una décima de segundo, el tiempo suficiente para que me reconozca. En ese momento su expresión cambia, se vuelve taciturna, seguramente intenta averiguar qué hago aquí.

Ni siquiera yo misma tengo una respuesta a esa pregunta. Cuanto más los veo, más convencida estoy de que este no es mi mundo.

—¡Ingrid!

Me giro sobresaltada y ahí está Gianni. Tiene un arrebato espontáneo, posiblemente ha bebido demasiado, y me abraza. Es un abrazo rápido, corto y terriblemente doloroso. Por suerte ha tenido mucho cuidado en no tocar ninguna parte de mi piel desnuda.

Le dedico media sonrisa mientras me dejo guiar por el pub. De algún modo me encuentro mejor una vez él está conmigo.

—Pensaba que no vendrías, que tendría que ir a buscarte por la fuerza...

—Bueno, ya ves... será que tienes un gran poder de convicción.

Sonríe.

—¿Y bien? ¿Qué te parece?

—¡Es precioso Gianni! Tienes buen gusto... —Le guiño un ojo.

—¿Lo dudabas?

Se gira y coge un par de copas de la bandeja que lleva uno de los camareros. Me tiende una a mí y alza la suya para brindar conmigo.

—¡Por la felicidad!

Su brindis me sorprende. Ha buscado algo para que los dos tengamos motivos por los que brindar. Le dedico un asentimiento de cabeza y juntamos las copas.

Mientras me comenta cuáles han sido las reformas que ha hecho al local, las luces pierden intensidad dejando la habitación mucho más oscura. La música se detiene unos segundos y yo miro a Gianni como diciendo: "¿Todo va bien?" Él sonríe y, en respuesta a mi pregunta, empieza a sonar una melodía lenta, suave, distinta a la música electrónica que aturdía nuestros oídos hace unos segundos.

Le miro sorprendida. Reconozco la voz de Tiziano Ferro, pero no la canción.

Gianni hace un gesto con la mano, invitándome a bailar.

«¡Mierda! ¿Qué hago ahora? No sé bailar y no me gusta que me toquen».

De pronto se acerca y me pasa una mano por la cintura con suavidad. Automáticamente me retiro; no quiero que perciba mi cuerpo a través de la camisa. Él me mira intensamente, sus ojos brillan. Ahora no hay duda: ha bebido demasiado.

Entonces hace algo insólito: se acerca a mí hasta casi colocar su frente sobre la mía, pero no la apoya, y mientras me dedica una arrebatadora sonrisa, se mueve lentamente de un lado a otro, sin tan siquiera rozarme.

Le devuelvo la sonrisa e imito sus movimientos. Un paso corto hacia la derecha, otro hacia la izquierda y así sucesivamente. Parece como si estuviéramos unidos por un cordón invisible que tira de nosotros en la misma dirección.

Y nos quedamos así un buen rato. Siguiendo la dulce melodía sin tener que dar explicaciones de por qué rehúyo el contacto. No hay presiones, ni malos entendidos.

En cuanto la canción termina, la luz vuelve a subir mínimamente de intensidad y empiezan las mezclas disco de antes.

Gianni se separa y me mira con una expresión alegre grabada a fuego en su blanco rostro.

—Ha sido idea mía introducir de vez en cuando alguna canción más lenta. Da mucho juego para las parejas que acaban de conocerse, ¿no crees?

Me dedica otra de sus sonrisas y yo me sonrojo.

—Veo que has pensado en todo.

Él se ríe echando su cabeza hacia atrás.

—Bueno, Ingrid, voy a ver cómo están mis invitados. Diviértete un rato, pero no te vayas, en cuanto pueda estoy por ti.

—No te preocupes, de todas formas me iré pronto... —le digo mostrándole una mirada compasiva—. Mañana trabajo.

Él asiente y suspira.

—Enseguida vuelvo –me guiña un ojo y se pierde entre la multitud.

Me fijo en la gente. Todos son rostros desconocidos para mí y me pregunto si alguna vez conoceré a más de uno; parece una población pequeña.

Me encojo de hombros y doy otro sorbo al champán ligeramente afrutado que me ha dado Gianni; no está mal.

—Buenas noches.

Me ladeo intentando esconder la sorpresa tras ese saludo inesperado y me encuentro con Marcello. Sus ojos brillan a consecuencia de los focos que apuntan directamente hacia su rostro, destellando rayos de luz de forma rítmica y constante.

—Buenas noches –le contesto por educación. Aunque no entiendo por qué su presencia me incomoda hoy más que las últimas veces. Será por todo lo que le he visto hacer con esas dos mujeres.

—¿Se lo pasa bien, señorita Montero?

Me pongo en guardia.

—¿Cuándo vas a dejar de llamarme de usted? ¿A quién pretendes engañar con esos modales y buenas formas? Hace tiempo que yo no te correspondo del mismo modo.

Entorna los ojos y da unos cuantos pasos hacia mí, pero se detiene.

—Nunca deberíamos perdernos el respeto, Ingrid. Lamento que mi forma de hablar no sea de su agrado —procede sarcástico.

Niego con la cabeza y me doy la vuelta. Su lenguaje me exaspera, bueno, en realidad, todo él.

Noto su mano fuerte y decidida enroscar la mía y girarme con brusquedad.

Instintivamente grito ante la calidez de su contacto, me abalanzo sobre él y le empujo con tanta fuerza que mi respiración se altera. Percibo su cara de espanto y sus ojos inquisitivos posados en mí. Alucinado. Confuso. Pasmado.

—¡Ni se te ocurra volver a hacer eso! –le reprendo en tono amenazante.

Él espera. Me mira visiblemente dolido. Se vuelve a acercar a mí con ímpetu y automáticamente, intuyendo lo que va a hacer, me cubro la cabeza con ambos brazos.

—¡Ingrid! –exclama en tono desesperado—. ¡No voy a pegarla, por el amor de Dios! ―dice y parece sincero.

Descubro poco a poco mi rostro y vuelvo a mirarle.

—¿Es eso lo que teme? ¿Tiene miedo de que le haga daño?

—No sería la primera vez... —digo en tono irónico.

—Me duele que no deje de reprocharme eso. Sinceramente, yo jamás le he puesto la mano encima a una mujer y dudo mucho que alguna vez lo haga.

Sonrío con amargura.

—Solo quería advertirle —continúa muy serio—. Que sea la última vez que me empuja y me falta al respeto ―sus ojos claros se oscurecen, su amenaza suena contundente, pero yo no me dejo intimidar.

—Y si no, ¿qué? –pregunto desafiante.

—No tendrá más remedio que abandonar Nápoles. Todo tiene un límite y usted está a punto de rebasar el mío. Ahora si me disculpa, tengo mejores cosas que hacer que estar aquí intentando razonar con usted.

—Eso es lo que tienes que hacer; de hecho, no sé por qué te molestas en venir a hablar conmigo.

Se vuelve hacia mí. Su sonrisa torcida me pone nerviosa.

—No debería ser tan arisca, Ingrid, corre el riesgo de convertirse en una amargada sin remedio.

Gira sobre sus propios talones y se marcha.

A mi alrededor nada ha cambiado. La música suena alto, la gente baila rápido y nadie parece haber visto nada de lo que acaba de pasar entre Marcello y yo. Cierro los ojos, respiro hondo y saco mi teléfono del bolsillo.

Tras llamar a un taxi envío un mensaje a Gianni comunicándole mi marcha.

Solo me apetece dormir. Despejar la mente y coger fuerzas, porque algo me dice que mañana volveré a verle en la cafetería. Pensar eso me produce una repulsión inconmensurable.

Pasan varios días y en el bar se ha instalado una nueva rutina. Marcello acude temprano cada mañana, ahora solo, y me observa desde su mesa mientras apura su café.

Sus ojos son punzantes. Los siento sobre mí mientras apilo los platos, tomo nota a los clientes más madrugadores o limpio los cristales. Me pregunto por qué se divierte tanto haciéndome sentir incómoda. ¿Qué le he hecho yo, aparte de desobedecerle los primeros días, para merecer esto?

Acabo de lavarme las manos, suspiro sonoramente y decido mirarle.

Él asiente a modo de saludo en cuanto nuestras miradas se encuentran y se lleva la taza a la boca.

«¿Qué querrá? ¿Espera que me acerque y le diga algo?¡Pues ni hablar! Después de lo grosero que fue la última vez no me apetece en absoluto; además, se burla de mí, estoy convencida».

Sigo mirándole desde la barra. Él tampoco ha apartado sus ojos de mí, entonces, cogiendo una enorme bocanada de aire, me dirijo en línea recta hacia su mesa. En lo que respecta a él estoy muy confundida: una parte de mí quiere mandarle a la mierda definitivamente, pero otra, es como si se sintiera en deuda con él. No puedo actuar como si nada cuando he aceptado cada uno de los regalos que él ha querido darme después de... ¡maldición! Sabía que esto pasaría. Tenía que haber sacado a relucir mi orgullo y negarme a recibir nada que proviniera de él. Pero cada vez que me ducho y siento como el agua caliente recorre mi piel... no puedo evitar estarle agradecida.

Antes de poder encontrarme cara a cara con él, una voz a mi espalda me detiene.

—¡Ingrid!

Gianni se interpone en mi camino, colocándose delante de mí, y sin reprimir su sonrisa resplandeciente, añade:

—¿Sabes? La inauguración fue un éxito. Hace días que no se habla de otra cosa.

—¡Lo sabía! –Él se acerca con demasiada efusividad y yo me retiro advirtiendo que está a punto de traspasar un límite infranqueable; enseguida capta la indirecta y me señala los taburetes de la barra para que nos sentemos.

—No únicamente llenamos caja, también hay gente que ha cogido tarjetas y ya tengo las primeras reservas de las salas.

Frunzo el ceño. Recuerdo a Marcello en una de aquellas salas y me pregunto si él y sus amigos han vuelto a reservarla para sus fiestecitas privadas.

—Hubo un momento en que todo el mundo me felicitó. Dicen que está situado en una buena zona y es original. Acogedor.

—No me extraña...

Él vuelve a sonreír y se pasa la mano por el pelo; se siente pletórico.

—La cuestión es que me gustaría proponerte algo.

En mitad de su discurso desvío la atención. Marcello se ha levantado. Deposita un billete de veinte euros sobre la mesa y se marcha. En su cara se refleja una expresión extraña.

«¿Disgusto? ¡No seas ridícula Ingrid! ¿Disgusto de qué? ¿Decepción por no haber ido a hablar con él? ¿Es eso lo que esperaba? Pero si lo que quiere es hablar conmigo, ¿Por qué no viene él?»

—¡Ingrid! ¿Me estás escuchando?

Parpadeo frenéticamente y vuelvo a centrarme en Gianni.

—Perdona... ¿Qué decías?

—Que si quieres trabajar para mí. Tendrías un horario mejor y cobrarías casi el doble.

Le miro confusa. No sé qué decir.

—¿Y qué hay de tus tíos?

Él suspira y se encoge de hombros.

—Encontrarán a otra persona.

—¿Otra persona que trabaje más de ocho horas al día, seis días a la semana por quinientos euros y la comida?

—¿Eso es un no?

El dinero me vendría bien. Más que bien, en realidad. Pero no puedo hacerle eso a Maria y Antonio. Ellos me lo han dado todo, incluso una moto. De hecho, es la primera vez en mi vida que dejo escapar una oportunidad claramente ventajosa para mí.

—Efectivamente, es un no.

Lo curioso es que después de decirlo me siento mejor.

—¡Vaya! No doy crédito –él sonríe y se levanta—. La verdad es que puedo entenderte, pero si cambias de idea... que sepas que puedes contar conmigo.

—¡Gracias! Y ahora... ¿me ayudas a mover las cajas de bebida por favor? –pongo morritos como una niña pequeña a la que le han negado un caramelo.

—¡Venga, vamos!

Le sigo por el pasillo. Caminamos bromeando acerca de curiosidades acontecidas el día de la inauguración; gente borracha, amantes pillados infraganti, caídas graciosas... al parecer pasó de todo.

Cuando entro por la puerta de casa me invade la desolación. Agradezco trabajar y pasar horas en el bar. Lo que llevo realmente mal es encontrarme sola en mitad de la noche en un lugar grande y extraño como este; además, mi casa es la más alejada del centro urbano.

Inevitablemente me acuerdo de Lucas. Él trabajaba mucho, siempre atareado con el difícil horario del hospital, pero sabía que en algún momento llegaría a casa; en definitiva, tenía a alguien a quien esperar.

Aquí todo es demasiado oscuro: las calles, las casas, las noches... miro a mi alrededor y compruebo que estoy completamente sola en kilómetros a la redonda.

«¿Pero es que alguna vez no ha sido así? Vamos, no te engañes, sé sincera al menos contigo misma, incluso con Lucas te sentías sola».

Sí, es cierto.

«Es más, vivías una mentira. Tú te apoyabas en él para superar tus problemas, mientras él se tiraba a otras».

Aparto ese pensamiento desdeñoso y vuelvo al desolador vacío de mi habitación. Sin duda las noches son el peor momento, donde se desata mi vulnerabilidad y toda mi fortaleza se viene abajo.

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