6

—¡Será hija de puta! Voy ahora mismo para allí.

Marcello cuelga el teléfono indignado.

—No hará falta –interviene Claudio, sin tan siquiera alzar la vista del periódico que sostiene con ambas manos—, los chicos ya han ido hacia su casa.

—¿Bromeas? –pregunta horrorizado.

—Padre se enteró ayer de que esa puta iba a la policía, ordenó que le hicieran una visita.

Marcello traga saliva, un sentimiento extraño desciende por su garganta, se aloja en su estómago y lo convulsiona provocándole náuseas. Inspira profundamente por la crispación y sale disparado, atropellando a todo aquel que se interpone en su camino.

Sube al coche y arranca haciendo chirriar los neumáticos contra el pulido asfalto.

La puerta está abierta.

Marcello entra sintiendo cómo el corazón le late desaforado.

Todo está revuelto; las sillas por el suelo, la mesa ha golpeado con fuerza la pared resquebrajándola y las cortinas se han desprendido de sus barras.

—¿Hola? ―pregunta mientras se adentra en la estancia sorteando los obstáculos. Busca frenéticamente entre los escombros, temiendo haber llegado demasiado tarde.

Un gemido procedente de detrás del sofá le alerta y corre enérgicamente hacia él.

—¡Pero qué...!

Se arrodilla en el suelo y da la vuelta a la muchacha. Su blusa está abierta y llena de sangre. Toda procede de su cara, la han golpeado con tanta fuerza que le han roto el labio. Una de sus mejillas está ligeramente amoratada al igual que su nariz.


...

Siento sus intrusas manos cerrándome la blusa para tapar lo poco que queda de mi intimidad. Quiero gritar con fuerza para que se aleje de mí, su contacto abrasa mi piel, me hiere más profundamente que cualquier puñal.

Me concentro en incorporarme y apartarle, pero mis intenciones quedan en un burdo intento; estoy muy débil.

La cabeza no deja de dar vueltas tratando de huir de mi propio dolor. De repente oigo sus palabras, tranquilas, pausadas y consoladoras:

—Shhhh... ya ha pasado todo ―susurra mientras me sostiene la cabeza para limpiarme las heridas con un pañuelo.

Abro los ojos cansados. En cuanto le tengo cerca ahogo un angustioso jadeo. Le reconozco al instante e intento apartarme de nuevo, pero él me sostiene con firmeza, inmovilizándome.

—No se preocupe, no he venido a hacerle daño.

La ansiedad recorre mi cuerpo como si fuera ácido abrasándome desde dentro. Por fin grito. Lo hago mientras reúno fuerzas para arrastrarme por el suelo y apartarme de él. Parece haber captado la indirecta y tras un breve forcejeo, me libera. Sus ojos se dilatan observándome con la boca entreabierta, mostrando toda su confusión.

«¿Qué esperaba, que corriera a sus brazos después de lo que me ha hecho? Porque sé que ha sido él, él ha ordenado a esos salvajes que me pegaran».

Le oigo suspirar. Cierra la boca y vuelve a intentar un acercamiento, aunque esta vez lo hace mostrando visiblemente las palmas de sus manos en alto. Me perturba su insistencia, quiero que se vaya lejos para poder relajarme, pero él hace caso omiso a mis señales y persiste en su empeño de intentar aproximarse.

Estoy demasiado débil para moverme, pero le lanzo una mirada de advertencia sin perder detalle de cada uno de sus movimientos.

—No voy a tocarla –declara sin dejar de mirar las palpitantes heridas de mi rostro; a juzgar por su cara de espanto, deben ser horribles—. Solo voy a limpiarle un poco con el pañuelo.

Me lo enseña con cuidado. Me estremezco en cuanto descubro que ya está manchado por mi propia sangre. Pero por alguna razón en esta ocasión permanezco inmóvil.

Con recelo le permito avanzar y ejercer ese leve contacto sobre mi rostro. Apoya el pañuelo cuidadosamente sobre una herida de mi frente, automáticamente siento el pinchazo de escozor y hago una mueca.

—¿Qué quieres? –mascullo con la voz débil y cansada, intentando ignorar el dolor tras la leve presión.

Él no contesta, se queda quieto, pensando. La duda también llega a sus ojos que me contemplan con desconcertante tristeza.

«¿De qué va todo esto?»

De repente no puedo contenerlo más, las ganas de llorar me agitan y necesito hacerlo para liberarme de esta ansiedad y rabia que siguen alojadas en el estómago. Tengo ganas de maldecirle, de insultarle, de recuperar las fuerzas y atizarle con un palo en la cabeza, pero ahora mismo me urge mucho más valorar los daños.

Mis manos se alzan y palpan las heridas con desesperación. Los sollozos se incrementan dificultándome la respiración.

—Shhhhh –Retira mis manos de la cara con mucho cuidado y yo vuelvo a gritar angustiada.

«¡No quiero que me toque! ¿Es que no lo entiende?»

Enseguida aparta sus manos de mí con un movimiento enérgico, como si mi convulsa reacción le hubiese transmitido electricidad. Y no me extraña, estoy que echo chispas, así que más le vale no tocarme un pelo o no respondo.

—No es tan grave como parece —intenta consolarme—. Si me permite, la llevaré al hospital para que la atiendan.

—¡No me toques! –grito cuando intuyo que va a hacerlo—. ¿Qué... qué, qué haces aquí? –tartamudeo.

Entonces ocurre lo inevitable, y no puedo hacer nada para frenar las lágrimas que invaden mi rostro dejándome en evidencia. Me ve derrotada, desesperada y toda mi entereza se desmorona; me odio a mí misma por ofrecerle mi sufrimiento en bandeja para su regocijo.

—Ingrid... —¿por qué sabe cómo me llamo?–, no sé qué decir, me parece despreciable lo que le han hecho, de verdad, esto no tendría que haber sucedido –su arrepentimiento parece sincero, pero estoy tan enfadada que me resisto a dar credibilidad a esa posibilidad—. ¿Por qué tuvo que ir a la policía? ¡Le advertí de que no serviría de nada!

Empiezo a sollozar de nuevo; jamás en toda mi vida me había sentido tan frustrada.

—¡No puedo pagar! —admito elevando el tono—. No tengo el dinero y mañana volverán a por mí —mi conclusión ante esa lógica me hace ahogar un angustioso gemido—. ¡Oh, Dios! ¿Qué voy a hacer?

Él suspira y saca la cartera del bolsillo trasero de su pantalón. La abre y me muestra un billete de cien euros.

—Este mes ya ha pagado ―vuelve a depositar el dinero en su sitio y guarda la cartera―. Ahora deberíamos ir al hospital. Me gustaría ayudarla a incorporarse, pero si no quiere que la toque, no lo haré. Puedo llamar a la ambulancia, aunque será más rápido si va conmigo.

Intento levantarme. Me incorporo torpemente hasta quedar de rodillas.

La cabeza me da vueltas y siento como mis fuerzas flaquean.

—¿Puedo? –Él se levanta con agilidad y me tiende una mano para que la coja, pero yo la ignoro.

Hago un último esfuerzo y consigo ponerme en pie. Tambaleándome me dirijo hacia la salida bajo su atenta mirada.

Él se adelanta y me abre la puerta del copiloto de su vehículo. Dudo un momento si subirme o no, pero lo cierto es que ya nada me importa. Al fin y al cabo, si hubiese venido para rematarme ya lo habría hecho.

Entro y espero a que él dé la vuelta al coche y se ponga al volante.

El hospital no está tan lejos. O al menos eso creo, aunque es difícil de adivinar puesto que su coche va todo el trayecto a más de ciento cuarenta kilómetros por hora.

Entramos en el edificio. Las ventanas tienen unos gruesos barrotes de hierro blanco. Por un momento tengo la sensación de que en lugar de un hospital es una cárcel.

Él intenta tocarme cuando cedo tras un pequeño traspié frente a la entrada, pero yo me aparto rápidamente, antes de que logre alcanzarme.

Nada más vernos entrar en la recepción del edificio, un grupo de médicos acuden a nuestro encuentro. Él se acerca para explicar lo ocurrido, le miro impresionada al ver que no ha omitido la verdad.

Me suben en una silla de ruedas y me llevan hacia una habitación enorme de color blanco.

Me tienden en la camilla para examinar una a una mis heridas. Me inyectan un calmante y enseguida me siento mejor. Por fin ese punzante dolor queda atrás.

Luego me conducen a una sala contigua para hacer las radiografías. En ese momento me permito el lujo de respirar aliviada; estoy a salvo, eso es lo único que importa.

—Todo está en orden, señorita Montero. No tiene nada roto así que se recuperará pronto. –Vuelve a examinar mis heridas—. No le quedarán marcas si usa esta crema, así que no se preocupe.

Yo asiento agradecida cogiendo el pequeño tubo de pomada que deposita en mis manos. Ahora me encuentro demasiado cansada como para pensar en lo ocurrido, discutir o hacer cualquier otra cosa. Suspiro y cierro los ojos intentando hallar por fin algo de tranquilidad.

En cuanto el médico y las enfermeras abandonan la habitación, entra él. Su presencia me hace contener la respiración y palidezco en el acto. Bajo esta luz me parece diferente. Le miro con atención con los ojos muy abiertos para no perder detalle de cada uno de sus movimientos mientras avanza serenamente para sentarse en una silla junto a mí. Estoy a punto de envalentonarme y decirle cuatro cosas bien dichas, pero ya sea a causa de los golpes o los analgésicos, estoy tan cansada que lo que menos me apetece es airarme contra él.

Él percibe mi rigidez, pero eso no le detiene. Arrastra su silla hacia atrás, colocándose a una distancia prudencial. Me contempla de arriba abajo con esos ojos suyos tan raros, ojos despiadados, ojos de un monstruo inhumano; sin embargo, me parece ver un poco de remordimiento en ellos.

Le contemplo con desconfianza, destilando todo mi odio.

«Como se acerque un poco más, no dudaré en decirle a gritos todo lo que pienso».

—¿Cómo se encuentra? –pregunta en tono bajo y pausado sin dejar de mirarme.

—¿Cómo me ves? –respondo dedicándole una forzada sonrisa—. Me encuentro tal y como me ves –le aclaro bruscamente.

Él baja la cabeza. Suspira y sus ojos se encienden en cuanto vuelve a mirarme. Advierto que mi comentario no ha sido de su agrado y lo cierto es que me da igual.

—Comprendo que esté enojada, no es para menos. Debo decirle que lamento lo ocurrido.

Miro una vez más sus ojos, el derecho es azul, tan claro que casi parece gris. En cambio el izquierdo es verde esmeralda, con pequeños pigmentos azules salpicándole parte del iris; en toda mi vida he visto nada igual.

Parpadeo varias veces y desvío la mirada hacia las blancas sábanas de la cama, apartándome de él.

—¿Por qué me dais una paliza y luego me lleváis al hospital? No tiene ningún sentido —espeto esperando a que pueda aclarar mis dudas.

Alzo la vista un segundo y contemplo como frunce el ceño. Sé al instante que no sabe qué contestar, sus ojos son tan extraños como expresivos.

—Tiene razón —confirma mientras se pasa los dedos por su lacio cabello castaño—. Será mejor que no tenga en cuenta esto.

—¡¿Cómo que no?! –discrepo confundida—. ¡No estaría aquí de no ser por ti! Hasta hoy ni siquiera sabía dónde estaba el hospital.

—Soy consciente de que acaba de llegar, que no tiene a nadie más y... —hace una pausa y desvía súbitamente la mirada—, le sorprenderá saber que no estaba al tanto de esto hasta que ha sido demasiado tarde... ¡Dios santo! –Cierra los ojos un instante—. Pese a que es terca y cabezota sigue siendo una mujer —presiona fuertemente el puente de su nariz con los dedos. Yo permanezco lívida, sin saber qué contestar—. Me parece mezquino. Realmente me avergüenza lo que le han hecho, no puedo evitarlo.

—¿Lamentas lo que me han hecho porque soy una mujer? ¿Si fuera un hombre no estaría ahora en un hospital?

—No —contesta un no rotundo e inquebrantable—. No es lo mismo —rectifica al ver la sorpresa en mi rostro.

Suspiro y dirijo la vista al techo. Las ganas de llorar vuelven a asaltarme cuando analizo fríamente mi situación: estoy atravesando un momento bajo, en un país extraño, estoy sola y encima malherida en un hospital, sin ingresos, sin medio de transporte... no, definitivamente nada puede ir a peor.

—No tengo trabajo –confieso con pesar—. No podré hacer frente a los pagos el mes que viene y entonces...

Él me mira horrorizado y me hace callar enseguida.

—¡Por favor no piense en eso ahora! La primera vez ha sido un descuido, no permitiré que la vuelvan a tocar de nuevo, sería imperdonable por mi parte. Si lo que le preocupa es obtener un trabajo yo me encargaré de ello. Ahora invierta todos sus esfuerzos en recuperarse.

Le miro extrañada; este hombre me confunde.

—Ahora la dejo para que pueda descansar. Tengo ciertos asuntos urgentes por resolver —se levanta y me mira a los ojos por última vez—. Aquí la tratarán bien, le proporcionarán todo cuanto necesite, se lo garantizo, y no se preocupe por nada, ¿de acuerdo?

Asiento dudosa. No estoy segura de que su palabra valga realmente algo. Pero no tengo más opción que confiar en él.

—Una cosa más –recuerda y se detiene frente a la puerta de la habitación—. Sé que no sirve de nada, pero... lo siento. –Es una palabra que le cuesta pronunciar, por lo que le sale con aspereza—. No espero que nos perdone, pero lo siento de verdad, de alguna manera me hago responsable y lamento lo ocurrido.

Por alguna razón que aún ignoro, la infinita furia que sentía hace un momento se ha desvanecido. Sus palabras me han ablandado un poco; deben ser los medicamentos.

Siento la necesidad de añadir algo tras sus disculpas y me decido a hablar antes de que abandone la habitación:

—Técnicamente tú no has sido el autor de esto... —señalo mis heridas con las manos.

—Ya... —se encoge de hombros, pero lo hace con pesar—, procure descansar.

Una vez en casa, Marcello camina hacia el jardín.

Allí están: Alessandro y Ernando, los hombres que han ido a casa de Ingrid siguiendo las instrucciones de su padre.

Fuman y ríen distraídos en el porche. Marcello camina cabreado en su dirección y sin mediar palabra alguna, golpea a uno de ellos que cae inmediatamente sobre el césped. Una vez en el suelo le patea las costillas haciendo oídos sordos a sus quejas.

Su compañero, que está pasmado contemplando la escena, no dice ni hace nada. Se prepara cuando observa cómo Marcello, una vez acaba con su compañero, se dirige hacia él y le asesta un puñetazo con todas sus fuerzas. Le coge del pelo y golpea su rostro violentamente contra la fuente hasta que la sangre tiñe el cemento, pero eso no le detiene.

Unas voces desesperadas pronuncian su nombre entre gritos.

—¡Marcello, detente ahora mismo!

Stefano le separa empujándolo hacia un lado, justo antes de que pueda dar la última patada al hombre que yace tendido sobre el suelo.

—¡¿Qué estás haciendo?! ¿Te has vuelto loco?

Marcello se yergue jadeante y mira a su padre con un odio inmenso. Sus ojos claros oscurecen un tono, invadidos por el rencor y la rabia desmedida que siente hacia su familia y todo lo que representa.

—Han maltratado a una mujer. ¡Estos cerdos me dan asco!

—¡Cálmate! –le ordena Stefano.

—Era la mujer que avisó a la policía, solo seguíamos órdenes, nos dijiste que le diéramos un escarmiento por su insolencia y rebeldía, eso hicimos –alega Alessandro mientras mira a Stefano con temor, sin saber exactamente a qué viene la colérica reacción de su hijo.

—Es cierto. Yo les dije que le dieran un escarmiento —confirma Stefano a su hijo.

—Dime, padre, ¿así es como actuamos? ¿Ahora nos dedicamos a maltratar a chicas indefensas que acaban de trasladarse a la ciudad? ¡Me parece imperdonable! ¡No tenían derecho a hacerle lo que le han hecho! La brutalidad gratuita y las injusticias me exasperan.

Marcello intenta huir pero su padre se lo impide, sabiendo que si le deja marchar en ese estado, se alejará aún más de él.

—Está bien, explícame qué ha pasado.

Alessandro intenta hablar, pero Stefano alza la mano para hacerle callar de inmediato. Quiere escuchar primero la versión de su hijo.

—Ingrid acaba de trasladarse...

—Ingrid —repite Stefano sorprendido—, sabes su nombre.

—¡Eso no tiene nada que ver! ―se justifica enseguida—. Esa muchacha no nos conoce, no sabe nuestra labor ni entiende nada de nuestra cultura, además, no ha encontrado trabajo y no dispone de mucho dinero en este momento. Deberíamos haberle dado más tiempo, debemos ser justos, no podemos presionar así a una chica que intenta abrirse camino.

—No olvides que no únicamente se negó a pagar, decidió acudir a la policía. Dos veces.

—Lo sé. Pero repito que ella no sabe cómo funcionan las cosas aquí. Se merecía una advertencia, una nota, unos cristales rotos, incluso un robo. Pero que le dieran semejante paliza me parece un abuso. Es una mujer y ellos son dos hombres que no dudaron en... ―Marcello se aleja asqueado—. No puedo con esto —zanja de repente, negándose a entrar en detalles.

—Está bien, tienes razón ―acepta Stefano dirigiéndose a los hombres que ahora intentan recomponerse tras el inesperado asalto de Marcello.

—Mi hijo tiene toda la razón. La violencia es a lo último que debemos recurrir, nosotros tenemos otros medios para presionar a la gente. Y ahora contestad: ¿habéis golpeado brutalmente a esa muchacha?

Los hombres asienten avergonzados, sin atreverse a alzar el rostro.

—Está bien, quedáis relegados de puesto y sueldo hasta que Marcello considere que habéis pagado con creces vuestro asalto. Ahora dependéis de él, debéis informarle de todo y esperar su autorización. Aunque yo os diga que castiguéis a alguien, él debe saber y aprobar cómo pensáis llevar a cabo la amenaza. ¿Ha quedado claro?

Los hombres asienten sin atreverse a contradecir sus órdenes.

—¡No somos meros matones carroñeros! No nos ganamos la vida de esa manera. No necesitamos que nadie nos tema, solo que nos respete, el miedo es el que hace que la gente cometa locuras, es como una enfermedad que se contagia y desestabiliza las cosas. No podemos sembrar el pánico, debemos crear seguridad o todo lo que durante generaciones hemos intentado construir, se viene abajo.

Stefano mira a Marcello y le acaricia la mejilla. Él se aparta con desgana, interrumpiendo ese fugaz contacto.

—Ordenaré que reciba una compensación en cuanto salga del hospital. Se ha trasladado a la vieja villa de las afueras, creo recordar... —Marcello asiente—. Llamaré a un buen lampista para que la acondicione, le proporcione agua caliente y luz. Debemos intentar que se sienta cómoda cuando vuelva a casa. ¿Te parece bien?

Marcello no dice nada, aún se muestra algo reacio con su padre.

—A esa chica nadie volverá a tocarle un solo pelo. Avisaré a los demás.

Stefano se marcha dejando a su hijo solo. Está orgulloso de él; es noble, justo y sensato. Tiene grandes dotes para ser un buen líder, uno que dispondrá de muchos seguidores, es la clase de persona por la que otros darán su vida sin pensárselo; sin embargo eso también forma parte de su debilidad. No debería implicarse con el pueblo, él es superior, debe desempeñar el papel de jefe y no el de salvador, o de lo contrario, eso le traerá la desgracia.

Por ahora prefiere no reprender a su hijo, está con él y respalda su noble acción.



A la mañana siguiente recibo el alta del hospital.

Respiro tranquila mientras avanzo por el amplio pasillo blanco, llevando una bolsa con los medicamentos que me han recetado para los últimos días.

—¿Señorita Montero Villa?

Me giro sobresaltada tras escuchar mi nombre con ese acento italiano tan peculiar.

Un taxista me abre la puerta del coche y me hace un gesto con la mano invitándome a entrar.

—¿Es para mí? —pregunto sorprendida, intentando pronunciar bien cada palabra.

Desde que llegué descubrí que el italiano no es tan difícil, para mi sorpresa lo entiendo bastante bien y las palabras que desconozco las intuyo por el contexto. Hablarlo correctamente es algo más complicado, pero parece que después de todo, no se me da tan mal.

«Gracias por enseñarme, mamá».

Miro al cielo agradeciendo que al menos hiciera eso por mí; de hecho no recuerdo que me enseñara nada más que su lengua materna. Solía decir que practicarla conmigo le traía buenos recuerdos de una época mejor.

El taxista espera impasible hasta que accedo a entrar en el coche. Le sonrío levemente y entro sin más.

Miro por la ventana intentando recordar el camino para llegar al hospital desde mi casa. Las calles son enrevesadas, algunas estrechas, otras sin asfaltar... para cuando detiene su vehículo, no me acuerdo del recorrido.

—Gracias —digo mientras rebusco entre los bolsillos del pantalón algo de dinero para pagarle el recorrido. El hombre me mira por el espejo retrovisor y se gira de inmediato.

—El trayecto ya ha sido pagado.

—¡¿Cómo?! –pregunto sorprendida.

—No se preocupe –dice como si nada—. ¿Necesita ayuda para bajar?

—¡No! –le digo todavía atónita—. Gracias –vuelvo a decirle sin disimular mi cara de asombro.

En cuanto me apeo del coche, camino lentamente hacia mi hogar. Aguanto la respiración. Los últimos recuerdos vividos me aceleran el corazón. Decido armarme de valor y traspaso la verja de hierro oxidado. Enseguida me detengo atemorizada.

La casa no está vacía.

—Buenos días señorita, hemos venido a reformar su instalación eléctrica.

Unos hombres con uniforme entran y salen de la casa con cables, tubos corrugados y herramientas.

—Yo no he avisado a nadie...

—Nos hacemos cargo, señorita.

—Pero... no puedo pagarles por su trabajo.

—No se preocupe. Ya han corrido con todos los gastos. Además, ya casi hemos terminado, así que si me permite...

El hombre se esfuma y vuelve a su trabajo. Está instalando una caldera nueva en la cocina. Miro a aquellas personas sorprendida y sobrecogida a la vez. Me siento en el sofá esperando sin saber qué hacer.

Al quedarme sola, la felicidad me asalta de forma inesperada. Corro escaleras arriba en dirección al baño y abro los grifos para llenar la bañera de agua caliente. Las cañerías emiten un leve chirrido y el agua sale a borbotones del grifo, hasta que poco a poco el chorro empieza a ser más fluido.

«¡Cómo echo de menos esto! Mmmm.... No me lo puedo creer»

Toco el agua sintiendo una sensación maravillosa invadiendo cada poro dolorido de mi piel. Sin pensarlo demasiado, me meto en la bañera y dejo que la mágica sensación se expanda por todo mi cuerpo.

No sé bien cuanto tiempo he estado en el agua. Pero tengo los dedos de las manos y de los pies arrugados cuando decido salir. Me detengo a ver mi rostro en el espejo; está mejor de lo que esperaba, pero aún me duelen las heridas. Seco poco a poco mi piel en proceso de cicatrización mientras hago un recuento de los arañazos.

«Sí, parece que no quedarán marcas. ¡Ufff menos mal, solo me faltaba eso!»

Paso la mano por la cicatriz de mi cuello y hago una mueca de dolor.

«Hay heridas que no se pueden borrar, de esas donde la cicatriz es inevitable».

Inspiro profundamente y me dispongo a desenredar mi cabello. Al terminar, me pongo la bata y bajo las escaleras para prepararme algo de comer. Mi sorpresa es mayúscula al constatar que todavía queda alguien en la habitación.

Reconozco a la persona que hay sobre el sofá e instintivamente empiezo a temblar; es obvio que ahora querrá reclamar el dinero de las obras y ya puestos, los intereses también.

—¿Qué haces aquí? ¿Te crees con derecho a entrar en mi casa sin avisar? –pregunto de forma brusca.

Él se ríe sin prestar la más mínima atención a mi enfado.

Me exaspera.

Me indica con la mano el sofá e interpreto que quiere que me siente. Yo decido ignorarle a la espera de una respuesta a mi pregunta.

—Está bien, como quiera –acepta y se gira en la dirección de la mesa—. Solo he venido para ver qué tal estaba. Ya veo que se las apaña bastante bien. ¿Las obras han sido de su agrado?

—¿Tú eres el responsable de esto? —pregunto atónita.

Marcello sonríe de nuevo, pero no contesta. Coge una fiambrera de la mesa y la sostiene frente a mí con ambas manos.

—Le he traído la cena. Pensé que le apetecería comer algo caliente –dice con toda la cordialidad del mundo. Yo le miro dudosa—. Me he percatado de que su frigorífico está atravesando por una importante crisis.

Suspiro y me recuerdo a mí misma no entrar en una sola de sus provocaciones. Estoy convencida de que eso es lo que quiere. Aunque como siga por ahí, al final, me va a encontrar, mi paciencia tiene un límite y él está muy cerca de rebasarlo.

—Tenga...

Dirige la fiambrera en mi dirección y yo la miro sin saber qué hacer; tengo hambre, pero no quiero tener que aceptar más favores por su parte.

—Gracias —respondo con dificultad—, pero no me apetece.

—¿Seguro? —Arquea una ceja al tiempo que reprime una apretada sonrisa—. De todas formas, me complacería que la aceptara.

«Su forma de hablar es tan... ¡puuufff! estoy convencida de que escoge especialmente sus palabras para hacerme cabrear».

Vuelve a tentarme con la fiambrera. Mi estomago protesta diciéndome que no sea orgullosa, que acepte su ayuda y coma; además, necesito coger fuerzas para encararme con él.

Tras un par de segundos, hago ademán de coger la dichosa fiambrera que tan insistentemente me ofrece, pero entonces observo que la sostiene con ambas manos y sus largos dedos la envuelven en su totalidad de extremo a extremo. Es prácticamente imposible cogerla sin tener que tocarle.

Focalizo mi visión en esas manos. Le reto con la mirada. Él sabe perfectamente lo que hace, coge el recipiente de esa forma tan antinatural para que no pueda evitar tragarme mi orgullo y tocarle.

¿Por qué se empeña en que lo haga?

Le miro atentamente y en sus ojos veo una diversión tangible.

Le devuelvo la sonrisa forzosamente y extiendo las manos para alcanzar la fiambrera, pero la sostengo por la base y la tapa para no tener que rozar su piel con la mía.

—Gracias –susurro con aspereza.

No puedo reprimir una sonrisa tras ver el mohín que hace al haberme salido con la mía.

—No se merecen.

Abro la tapa delante de él. Aún está caliente y el humo sale aturdiendo mis sentidos.

Marcello coge un tenedor y me lo entrega.

—¿Tú no quieres? –pregunto mirando el contenido del cuenco, que es más que suficiente para los dos.

—No. Yo ya he comido—aclara.

Me encojo de hombros y pruebo un poco de pasta. Está exquisita y tiene un sabor peculiar a albahaca.

—Me pregunto a qué se deben tantos detalles... no estará envenenada la comida, ¿no?

Marcello sonríe.

—No sea tan desconfiada señorita Montero.

Le dedico una sonrisa escéptica mientras pincho un trozo de pollo y me lo llevo a la boca.

«Mmmmmm... la verdad es que está de muerte».

—Tengo una pregunta... —trago el trozo de carne y miro directamente a sus ojos desiguales; aún me sorprende esa mezcla de colores tan extraña—, todos estos favores... tendré que pagarlos con intereses en cuanto me recupere, ¿verdad?

Marcello me mira horrorizado, escandalizado incluso. Mi pregunta ha borrado la sonrisa de su rostro en cuestión de segundos.

—¿Por quién me toma? ¡Claro que no! –espeta indignado.

—Entonces... ¿todo esto por qué?

—Quería asegurarme de que estaba bien. Que no le faltaba de nada para poder recuperarse de... —señala mi rostro con pesar—. En fin, espero que pronto vuelva a sus quehaceres.

Sonrío con picardía mientras me llevo otro trozo de pollo a la boca.

—Te sientes culpable, ¿es eso?

Marcello se sienta en la silla que hay frente a mí.

—Creo que con esto ya doy mi deuda por saldada, Ingrid. A partir de ahora se acabaron mis atenciones.

Me encojo de hombros intentando disimular el inesperado pinchazo de desilusión que me ha sacudido de repente.

—Gracias por todo –respondo una vez más, reconociendo su valiosa ayuda en uno de los momentos más difíciles de mi vida.

Él suspira y asiente.

—No hace falta que le diga que el mes que viene tendrá que pagar sus impuestos puntualmente...

Le miro aturdida por su cambio de actitud, pero asiento sin rechistar.

—En el bar de la carretera principal buscan camarera. Les he hablado de usted. Ellos podrán ofrecerle trabajo hasta que encuentre algo mejor.

—Camarera... —repito sorprendida.

—¿Qué pasa? ¿Es un trabajo demasiado duro para usted? –ríe con malicia—. ¿O tal vez es una profesión muy vulgar?

—¡No es eso! –respondo entre risas—. Es solo que... me gusta –reconozco extrañada―. Me gusta mucho —arqueo ambas cejas sorprendida—. Todavía no me lo creo, ahora sí que todo ha cambiado.

—¿Y eso es bueno? –pregunta dudando por mi expresión.

—¡Es buenísimo! Es justamente lo que necesitaba. Gracias otra vez.

Marcello gira el rostro algo incómodo.

—Deje de darme las gracias, por favor.

—¿Por qué?

—Porque créame, no se merecen, es lo mínimo que podía hacer. Pero bueno –su rostro cambia en el acto, se levanta de la silla y coge su chaqueta de encima de la mesa—, me tengo que ir.

—¿Tan pronto? –pregunto sin darme cuenta de lo que acabo de hacer.

—Tiene de todo y está bien. No hace falta que me quede.

—No... —reconozco intentando borrar el desacertado arrebato anterior—, supongo que no, es solo que es agradable hablar con alguien, aunque sea en otro idioma –sonrío y seguidamente me sonrojo.

«Maldita sea... ¡no dejo de meter la pata!»

—Lamento no poder complacerla en eso, no me queda más tiempo, tengo cosas que hacer.

Asiento. Se levanta y me sonríe, tal vez algo avergonzado también, no sé... la verdad es que sus reacciones me desconciertan bastante. Sin decir nada más se va como una corriente de aire sin dar tiempo a que me levante para acompañarle hacia la puerta. No lo entiendo. Ese hombre entra y sale de casa como si nadie más viviese aquí y aunque eso debería incomodarme, descubro que solo me produce una leve irritación. Será que después de todo lo acontecido recientemente me siento, de algún modo, en deuda con él.

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