38


Parpadeo un par de veces adaptándome a la luz. Me levanto solo para ir al baño y regreso a la cama.

No sé qué hora es, pero es de noche otra vez. Me dirijo a la cocina con más hambre de la que he tenido en toda mi vida, encuentro un paquete de galletas y como unas cuantas. El cansancio vuelve a apoderarse de mí tras engullir la última y regreso al dormitorio.

Me despierto sobresaltada y confusa al escuchar el estrépito de unos golpes dentro de mi propiedad. Un pitido agudo atraviesa el interior de mi cabeza y presiono la sien con la mano, intentando inútilmente mitigarlo ¿Cuánto tiempo llevo dormida? Los golpes vuelven a producirse y en esta ocasión distingo con claridad que provienen de la planta baja, alguien está aporreando la puerta de entrada sin piedad.

Camino con torpeza, dando tumbos hasta encontrar el reloj que he dejado sobre la cómoda. Marca la una del mediodía.

Siguen llamando a la puerta y me entra el pánico. ¿Quién puede ser a esta hora? Bajo las escaleras, agarrándome con fuerza al pasamanos para no caer. Una vez en el comedor tropiezo con la silla, ignoro el daño que me he hecho en el pie y sigo hasta el recibidor. Giro la llave que está dentro de la cerradura y abro una pequeña rendija para ver quién es. La luz del sol me ciega, desvío la vista al suelo mientras abro un poco más para no perder detalle de la persona que hay frente a mí.

Lo primero con lo que me encuentro cuando consigo adaptarme a la claridad que procede del exterior, es el rostro afligido de Marcello. Me quedo embobada mirándole. No entiendo nada. Tiene buen aspecto, aunque todavía siguen presentes sus heridas; los ojos ya no están hinchados, aunque sí se aprecia en ellos la sangre invadiendo gran parte de su globo ocular, su mirada roja me produce escalofríos. Alrededor de ellos se extiende un hematoma purpúreo que le da un aspecto todavía más aterrador. Cuando miro su boca me doy cuenta de que la brecha de su labio inferior sigue abierta, aunque ya no sangra. Del mismo modo su barbilla tiene una herida que mantienen unida unas tiras de sutura. Recorro con la mirada su cuerpo: lleva un brazo en cabestrillo y se intuyen los vendajes del torso a través de la ropa. Se apoya en una muleta para mantenerse erguido. Intento no dar importancia al hecho de que va enfundado en una ridícula bata blanca de hospital, de esas que se anudan por detrás.

A su espalda aguarda un séquito de personas que nos mira sin perder detalle de nuestras reacciones. Distingo a médicos, guardaespaldas, enfermeras... una de ellas lleva a cuestas una silla de ruedas vacía.

«¿Qué es todo esto?»

Me cuesta procesar la información que captan mis sentidos. Trago saliva con nerviosismo, acabo de despertarme y no sé por qué Marcello está aquí y me mira así.

«Y ahora, ¿qué va mal?»

Me centro exclusivamente en él, que no ha dejado de mirarme con severidad, intimidándome e instintivamente empiezo a temblar.

—Marcello... –susurro sin apartar mis ojos de los suyos.

Veo un destello de decepción en su rostro y entonces comprendo que merece una explicación. ¿Por qué actué de esa manera? ¿Por qué no revelé a su familia dónde lo encontré y la implicación de Gianni en su secuestro? He estado postergando el tema todo lo que he podido hasta hallar una solución que nos beneficie a todos, pero aún no he tenido tiempo de pensar en eso y ahora me doy cuenta de mi gran error.

—Lo, lo... siento –tartamudeo intentando ordenar mis pensamientos–, sé que no ha sido la mejor manera de proceder, tendría que haberlo dicho pero no encontré la forma... Estabas malherido y eso era lo más importante; lo demás podía esperar.

Su ceño se frunce, está molesto y puedo entenderle.

—Y lo dices así, como si nada...

— ¿Y cómo quieres que te lo diga?

—Han pasado dos días, podías haber venido a verme y explicarme los motivos.

—¿Dos días? –pregunto confusa, tocándome la cabeza–. No tenía ni idea de que habían pasado dos días, he dormido desde que... –interrumpo mi discurso para mirarle, está tan distante que me recuerda a nuestros primeros encuentros.

—No lo entiendo, Ingrid, ¿por qué?

Entrecierro los ojos.

—Ya sabes por qué.

Desvía el rostro y suspira.

—Sabía que mi mundo no era para ti, ojalá pudiera volver atrás en el tiempo, no dejo de pensar que si no me hubiera separado de tu lado tal vez ahora... Pero para qué engañarme, lo mejor para los dos habría sido que jamás nos hubiéramos conocido.

Me duelen sus palabras hasta un punto inimaginable.

—¡Pues yo no me arrepiento de haberte conocido! Y siento tener la templanza que no tiene ninguno de vosotros para pensar las cosas dos veces antes de cometer cualquier locura. Iba a contarlo, pero no en caliente; hay cosas que analizar porque no me cuadran y sé lo que sois capaces de hacer sin medir las consecuencias, de ahí mi silencio.

Su ceño se frunce todavía más.

—¿De qué cojones estás hablando? ¿Se lo ibas a contar a mi familia antes que a mí? Y ¿qué cosas no te cuadran? Es una ecuación sencilla maldita sea, ya no quieres estar conmigo por los motivos que sean, tal vez porque todo esto te ha superado, y lo entiendo, pero tengo derecho a saberlo de tus labios.

Le miro extrañada; creo que estamos hablando de cosas diferentes.

—Yo nunca he hablado de dejarte.

—Eso es verdad, técnicamente no has dicho una palabra al respecto.

—¿Entonces? –pregunto desesperada.

Marcello emite un bufido frustrado. Deja la muleta a un lado, mete la mano sana en el bolsillo delantero de su bata y saca la pulsera plateada con incrustaciones rojas que un día me entregó.

—¿Qué significa esto?

Le miro sin saber bien qué decir.

—Un momento... ¿has venido hasta aquí dolorido, descalzo y con una bata de hospital como atuendo, con un grupo de personas que están mirando tu culo ahora mismo, solo porque has visto la pulsera en tu casa y has pensado que iba a dejarte?

—Marcello, por favor, esto ya ha durado bastante, regrese a la silla, no debería moverse. Necesita mucho reposo para sanar la costilla rota y...

—¡Cállate! —exclama con severidad. Vuelve a girarse en mi dirección, parece que está muy enfadado ahora mismo—. ¿Puedo pasar? Ya sabes, para que dejen de mirarme el culo...

Asiento enérgicamente escondiendo una sonrisa y le dejo entrar. Le sigo de cerca asegurándome que no se cae mientras llega hasta una silla cercana y empieza a doblar las piernas para poder sentarse. Su mueca de dolor me oprime el pecho. Trago saliva y coloco una silla frente a él.

—Pregunté por ti y me dijeron que te habías ido a casa. No quise molestarte, pero me extrañó que al día siguiente no vinieras a verme. Entonces me dijeron que habías regresado aquí, confieso que eso no me lo esperaba. Pero luego decido ir a asegurarme y encuentro esto en la mesa —vuelve a enseñarme la pulsera—- ¿Qué querías que pensara?

—Sé lo que parece. Pero no es así.

—Bueno, entonces, tal vez podrías explicármelo, la verdad es que estoy ansioso.

Trasluce un tono irónico en sus palabras que me pone tensa.

Me rasco la cabeza con nerviosismo. No sé por dónde empezar. Tengo muchas cosas que contarle que no le van a gustar.

—Estos días han sido horribles y yo... bueno, yo me he visto en la obligación de hacer cosas inimaginables por intentar encontrarte.

—¿Qué cosas? —Me pregunta con voz tajante.

Le explico a grandes rasgos lo acontecido: Las pruebas de las que disponíamos, las pistas falsas, la fiesta de Francesco... no omito nada, pues sé que tarde o temprano se enterará. Una vez que rompo mi silencio y me lanzo a hablar, no puedo parar. Marcello me contempla estupefacto, por la expresión de su rostro sé que todavía nadie le ha comentado nada, así que me escucha atentamente sin añadir una sola palabra.

Continúo con lo del USB, cómo exigí una copia y analicé en su casa la grabación hasta encontrar algo a lo que aferrarme. Le explico también cómo conseguí que Gianni se delatara a través de sus expresiones. No me dejo absolutamente nada. La verdad fluye de mí sin más, como el agua por una presa abierta.

En cuanto termino, alzo el rostro para encontrarle. No me ha quitado ojo. Su enfado es palpable y la tensión que hay entre ambos se puede cortar con un cuchillo.

—Ahora que ya lo sabes —prosigo mostrando toda mi entereza—, seguramente eres tú quien quiere dejarme.

Se frota los ojos con la mano.

—Ya, ya sé que he hecho cosas que no están bien —vuelvo a pasar las manos por mi larga y enmarañada melena, intentando excusar mi comportamiento—, pero tenía que intentarlo. Hacer todo cuanto estuviese en mi mano para traerte de vuelta.

—¿Por qué lo has hecho? Mi familia ya me estaba buscando.

Suspiro y cierro los ojos, agotada.

—Porque te quiero —susurro en voz baja. Es la primera vez que se lo digo y siento un miedo al rechazo espantoso, sigo siendo extremadamente insegura, después de todo.

Escucho un pequeño quejido de Marcello y alzo el rostro para mirarle. Él se inclina un poco hacia mí, me coge de la mano, la estira y, con delicadeza, me coloca de nuevo la pulsera. El metal está frío, resbala por mi muñeca liberando el hueso al mover la mano.

—No me dejes nunca, Ingrid. Por favor... prométemelo.

Sonrío tímidamente. En este momento su miedo e inseguridad es tan grande como el mío.

—Nunca te dejaré.

Su cara refleja un punto de ilusión. Se pone en pie con cuidado, yo hago lo mismo para acompañarle. Sus brazos se abren en mi dirección y yo recorro el paso que nos separa para darle un fugaz abrazo.

—Creí que después de esto te había perdido para siempre, no podía soportarlo, necesitaba verte y convencerte de que volvieras porque eres demasiado importante para mí.

—Vas a hacerme llorar... —digo reprimiendo una sonrisa.

—Pues ya somos dos.

Me separa un poco y entonces descubro sus ojos brillantes. Parpadea delante de mí y libera dos gruesas lágrimas. Ambos empezamos a reír mientras nos enjugamos los ojos al mismo tiempo.

—Soy consciente del esfuerzo que has hecho y todo lo que esta historia ha supuesto para ti. Te doy las gracias.

Niego con la cabeza.

—No se merecen —estallamos en carcajadas otra vez tras nuestra pequeña broma privada.

—Pero por favor, nunca vuelvas a exponerte, ni por mí ni por nadie. Si te hubiese pasado algo por mi culpa, no me lo perdonaría.

—Pues entonces debes tener más cuidado con lo que haces, no puedo prometerte que no volveré a actuar del mismo modo si te ocurre algo similar. Así que por lo que más quieras, nunca, jamás, vuelvas a salir sin escolta.

Marcello suelta una carcajada, pero se detiene enseguida, cuando el movimiento le resiente las costillas.

—Ahora te pareces a mi madre.

Me acerco para besarle, pero me detengo a mitad de camino. Me siento sucia por haber besado a otro hombre y ahora no puedo actuar como si nada de eso hubiese ocurrido.

—Tendrías que estar en la cama —le digo reprendiendo su actitud—. Ha sido imprudente venir aquí tal y como estás.

—Únicamente regresaré si tú lo haces conmigo.

Me vuelvo enérgicamente en su dirección; ya estamos otra vez con el mismo cuento.

—Me ducho, me cambio y voy a verte.

—No hay trato.

Suspiro.

—¿Qué quieres?

—Que vengas conmigo ahora. Para quedarte.

Abro los ojos de par en par.

—Marcello...

—Si no vienes, de aquí no me muevo.

—Pero ¿por qué?

—Ya te lo he dicho de mil formas diferentes, pero tú no me escuchas. Te quiero en mi vida, a mi lado, conmigo, juntos... no sé de qué otra forma decírtelo.

Los ojos se me vuelven a llenar de lágrimas; está loco.

—Vale, vámonos a tu casa.

Emite un cómico suspiro de alivio y chasquea la lengua. Yo sonrío al ver que vuelve a ser él, incluso debajo de toda esa fragilidad.

—A NUESTRA casa —corrige con contundencia—. Vamos, anda.

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