36


La puerta se abre causando un gran revuelo. Entra Stefano con sus hijos y los guardaespaldas. Parecen cansados.

—¿Qué ha pasado? —pregunto corriendo en su dirección.

—Allí no hay nada. Solo armas. Hemos revisado cada pequeño rincón de la nave y nada.

Ahogo un gemido de angustia.

—¡Joder! —Stefano se dirige hacia el sofá y se deja caer con toda su rabia—. Ahora no sé por dónde buscar. Estoy perdido...

—Todavía queda tiempo. Nos quedan dos días —interviene Claudio.

—¿Y qué podemos hacer en dos días? ¡No sabemos ni por dónde empezar!

—¡Señor!

La mujer del servicio entra apresuradamente en la habitación.

—Han dejado un paquete en la puerta a nombre de Marcello.

—¿Para mi hijo? ¿Cómo diablos ha pasado los controles de seguridad?

Uno de los guardaespaldas mira a Stefano con pesar.

—Ha burlado la vigilancia de los detectores porque ha venido por dron –le muestra el pequeño aparato que lleva en las manos–, es lo suficientemente pequeño para no activar los sensores de movimiento.

—¿Quién lo manipulaba? ¿Se está haciendo una búsqueda?

—Sí, nuestros hombres están trabajando en eso ahora mismo y algunos coches han salido a inspeccionar la zona.

—Bien.

Le arrebata el paquete que lleva precintado el dron y corre hacia una mesa cercana. Todos dejan sus quehaceres y rodean la mesa esperando ver el contenido de la diminuta caja.

—No tiene ningún mensaje —observa el guardaespaldas—. Podría tratarse de una trampa.

Stefano se pasa las manos por la cabeza.

—¿Una bomba?

Todos se miran entre sí.

—¿Llamamos a los artificieros? ―propone Claudio.

—No tenemos tiempo de esperarles. Y yo no puedo más con esta intriga, es desesperante. ¡Dame los guantes!

Leonardo se los entrega.

Stefano suspira sonoramente, se siente inseguro pero el cansancio y la impaciencia juegan en su contra. Sin pensárselo más, desgarra el papel con los dedos. Todos permanecemos expectantes sin atrevernos a decir una sola palabra mientras desenvuelve la pequeña cajita.

Abre la tapa enérgicamente y su cuerpo se tambalea tras ver el contenido.

De la caja extrae un trozo de tela cubierto de sangre. Mi corazón bombea con fuerza, el llanto se acumula en las puertas de mis ojos, estoy a punto de entrar en un estado de nervios irreversible.

Desdobla los pliegues con cuidado, todos tememos ver qué habrá dentro de ese pedazo de tela. En cuanto lo abre, descubre una pequeña memoria USB. La eleva y se la entrega a un segundo hombre que también la sostiene con guantes.

—Antonello, lleva a analizar todo esto. ¡Ya!

Antonello coge todas las pruebas y sale disparado de la habitación. Yo sigo a Stefano mientras avanza y se coloca frente al ordenador, esperando saber qué revelará el contenido del USB que lleva el nombre de su hijo.

El técnico inicia una reproducción. Se me congela el aliento al ver a Marcello arrodillado en el suelo, con la cabeza apoyada contra la pared y las manos anudadas tras la espalda.

Las personas que hay tras la cámara empiezan a hablar con voz distorsionada.

—Esto no es una broma. Estamos a mitad del plazo y aún no hemos obtenido respuesta acerca de nuestro acuerdo. ¿Debemos interpretar vuestro silencio como un no?

La cámara se mueve. La dejan fija sobre algo y las figuras de dos personas aparecen en un primer plano. Visten de negro, llevan guantes y sus rostros están cubiertos por pasamontañas y gafas de sol. Además, el cuarto en el que graban está tan oscuro que resulta muy difícil distinguirlos. No hay ventanas, y la iluminación únicamente proviene del foco de la cámara. Vuelvo a fijarme en Marcello, sé que es él pese a que aún no ha alzado el rostro.

Uno de los hombres descubre un bate de béisbol. Ahogo un grito y me cubro la boca con la mano cuando este impacta bruscamente sobre la espalda de Marcello. Él grita y cae al suelo derrotado. Ellos no se detienen ahí, le asestan un segundo golpe en las costillas. Todos vemos como se revuelve en el suelo y escupe sangre.

Me cuesta seguir mirando, las lágrimas no cesan mientras observo como el segundo hombre lo agarra del pelo obligándole a levantar la cabeza dirigiéndolo hacia la cámara. Marcello aprieta fuertemente los ojos mientras realiza una mueca de dolor escalofriante. El hombre a su espalda aplasta su cabeza contra el suelo una, dos, tres, cuatro veces. Cada vez más fuerte. Tras la última sacudida vuelve a alzar su rostro, está lleno de sangre, seguramente le han roto la nariz.

Los sollozos me salen descontrolados, no soy capaz de refrenarlos y empiezo a temblar.

Tras ese último plano, lo dejan tendido sobre el suelo medio inconsciente. Abren un estuche negro, lo despliegan poco a poco ante la cámara y muestran un surtido de cuchillos afilados y de distintos tamaños, junto a otros instrumentos de tortura. No puedo seguir mirando, pero me obligo a hacerlo. No quiero perderme ningún plano de él porque mientras siga respirando en esa grabación, seguirá con vida, y eso significa que aún tenemos una posibilidad.

—La próxima vez no dudaremos en utilizar todo esto. Veremos realmente la resistencia que tiene un Lucci.

La cámara vuelve a moverse, enfoca directamente a Marcello que tose mientras se arrastra por el suelo de cemento.

Cuando el video se detiene, todos nos hemos quedado traspuestos, sin saber qué decir.

—Traedme los papeles ahora. Voy... a...

Nos giramos para mirar a Stefano. Aprieta su puño izquierdo varias veces antes de caer de rodillas al suelo. Nadie se lo espera y corren para ver qué ocurre.

El médico se abre paso enseguida.

—¡Le está dando un infarto! ¡Rápido, llevémoslo a la habitación y traigan mi maletín!

Me quedo petrificada frente al ordenador, incapaz de reaccionar por todo lo que está pasando mientras la habitación no deja de dar vueltas a mi alrededor; estoy a punto de desmayarme.

Cada uno de los pilares de esta enorme fortaleza se está derrumbando produciendo caos a su alrededor. Como las piezas de un dominó van cayendo una encima de la otra sin que se pueda hacer nada para detenerlo. Ahora entiendo perfectamente a lo que se refería Marcello, entiendo cuando me decía que había nacido acarreando ciertas responsabilidades que no podía eludir. Con él he descubierto la importancia de una familia que se apoya para formar algo más grande que ellos mismos, la complejidad de una estructura firme pero a la vez quebradiza, que no puede subsistir si falta una sola de sus piezas. Los Lucci podrían superar prácticamente cualquier cosa estando juntos, pero no podrían seguir adelante, ni un solo día más, si uno de ellos cayera.

Llevan a Stefano a una sala acondicionada para darle la asistencia médica que precisa. El doctor lo monitoriza y le inyecta un sedante. Claudio está con él, ayudando a la enfermera a desvestir a su padre con premura. Las cosas no pueden ir peor, ahora me doy cuenta. Me pican los ojos y tengo la boca seca. Me vuelvo hacia el ordenador. Un hombre está revisando uno a uno los fotogramas del USB, intentando buscar cualquier pista. Me acerco a él.

—Quiero una copia —le ordeno con firmeza.

—Lo siento señorita, pero ningún Lucci me lo ha autorizado.

Le doy la vuelta bruscamente haciendo girar su silla.

—No te lo volveré a repetir. Quiero una copia de ese video o te juro que no cesaré en mi empeño de poner a los Lucci de mi parte para que te echen a patadas de aquí. No tienes ni idea de lo que soy capaz de hacer cuando estoy cabreada.

Sus ojos me contemplan desorbitados, asiente mostrando todo su respeto y efectúa rápidamente la copia que le he pedido. En cuanto me la entrega, doy media vuelta, cojo la bolsa con mis pertenencias, saco mi teléfono móvil y llamo a Raffaello.

—Necesito que me lleves a casa de Marcello.

—Enseguida, señorita.

Una vez en casa cierro la puerta. Estar sola me ayuda a pensar, me relaja y empiezo a ver las cosas con claridad. Me apoyo en la pared intentando poner mis pensamientos en orden; esto aún no ha acabado.

Me dirijo hacia el comedor, me arrodillo frente al televisor e introduzco el USB en la ranura del reproductor.

«Será doloroso, lo sé, pero tengo que verlo otra vez, necesito encontrar algo, una pista, un indicio, lo que sea que me ayude a abrir otra línea de investigación».

Esto no es una broma. Estamos a mitad del plazo y aún no hemos obtenido respuesta acerca de nuestro acuerdo. ¿Debemos interpretar vuestro silencio como un no?

Paro la imagen y vuelvo a rebobinar.

Esto no es una broma. Estamos a mitad del plazo y aún no hemos obtenido respuesta acerca de nuestro acuerdo. ¿Debemos interpretar vuestro silencio como un no?

Sigo mirando, esta vez me concentro en los detalles que hay en la habitación, intentando no mirar a Marcello.

Esos dos hombres son irreconocibles, van tan tapados que no queda al descubierto ninguna parte de sus cuerpos.

La habitación en la que se encuentran es pequeña y húmeda ya que las paredes están chorreando. Debe tratarse de un sótano.

Marcello emite un grito desgarrador. Se me encoge el alma. Cierro los ojos y respiro hondo varias veces. Cuando vuelvo a abrirlos me concentro en la sangre. Ha salpicado el suelo, el reguero rojizo se pierde en un punto en el centro de la habitación, como si hubiera un desagüe.

Estoy empezando a desesperarme, todo esto no me sirve para nada.

Rebobino hacia delante y congelo la imagen antes de reproducirla a cámara lenta.

La próxima vez no dudaremos en utilizar todo esto. Veremos realmente la resistencia que tiene un Lucci.

Sigue respirando. No está muerto, aguanta pese a que sus posibilidades de sobrevivir en ese estado son escasas. Tose un par de veces y se mueve levemente. Vuelvo a congelar la secuencia. Estudio con detenimiento la habitación, hay algo al fondo. Cojo el mando del reproductor, es tan sofisticado que me deja incluso ampliar la imagen.

Trago saliva mientras acerco un poco más, intentando descubrir qué es ese objeto del fondo. La imagen se ve algo pixelada, pero sé que se trata de una caja de cartón mediana. No tiene nada especial, es una simple caja cualquiera, no merecería mi atención de no ser por la punta de un objeto de plástico que sobresale. No sé qué es exactamente, pero es de un llamativo color rosa y ese color no me cuadra para nada en ese escenario.

«Ese color rosa metalizado me suena, lo he visto antes, ¿pero dónde?»

Me devano los sesos intentando encontrar dónde he visto esa punta de plástico. Es la única nota de color que hay en el video, un trozo de plástico alargado que se curva un poco en el extremo...

Entonces lo siento. El interruptor de mi cabeza se enciende y ahogo un grito cuando la nítida imagen de ese detalle se exhibe en mi mente a la perfección. Sé lo que es, ¿cómo no me he dado cuenta antes? El llanto no tarda en salir, tengo mucha rabia acumulada, impotencia y odio; una mala combinación.

Corro por la casa hasta llegar al baño. Respiro hondo mientras me lavo, me peino y me maquillo un poco para intentar recomponer mi aspecto.

Decido cambiarme de ropa. Vaqueros y camisa blanca, con una chaqueta color burdeos. Me acuerdo de una cosa que puede serme útil, aunque no creo que tenga el valor necesario para utilizarla, decido llevármela por si acaso.

Ya estoy lista. Sé lo que tengo que hacer. Pero ahora mi duda es si debo o no confesarle mi descubrimiento a los Lucci. Hay demasiado en juego, tengo que asegurarme primero y, ante todo, no precipitarme.

Mi corazón late desaforado, estoy muy nerviosa y no tengo ni idea de si estoy obrando bien, pero algo me dice que debo acudir yo sola y actuar con la templanza que ahora mismo no tienen los Lucci.

Bajo las escaleras y llego hasta el parquin. Está lleno de coches, algunos no los había visto nunca antes. Entre ellos descubro un pequeño Chevrolet. Parece lo bastante discreto como para pasar desapercibida conduciéndolo. Las llaves de todos los vehículos están puestas en el contacto. Entro en él, abro la guantera donde está el mando del parquin y lo presiono para que se abran las puertas.

Pongo primera y arranco. No veo el momento de llegar y fruto de esa impaciencia, empiezo a correr sobrepasando el límite de velocidad. El guarda de la entrada me mira y al reconocerme asiente abriéndome la barrera, parece que Marcello ya le dejó claro que yo tenía libre acceso a su residencia. Acelero la marcha hasta llegar al núcleo urbano. Por suerte todo está en calma, apenas hay tráfico, por lo que puedo moverme con mucha más rapidez.

Ya es de noche, aunque no demasiado tarde. Aparco el coche en las inmediaciones del lugar y recorro los pocos metros que me separan de él a pie.

Debo controlar mi respiración. ¡No puedo delatarme justo ahora!

Repaso una vez más el plan: qué es lo que he venido a hacer aquí y cómo proceder. Emito un bufido nervioso; puedo equivocarme, no estoy segura de nada, pero debo intentarlo.

Aprieto el botón del portero automático consciente de que a estas horas no espera a nadie y puede que se resista a contestar. Pero yo sé que está ahí, la luz está encendida y pase lo que pase, no pienso darme por vencida.

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