32


Estiro los brazos mientras bostezo. La luz de la mañana ha empezado a entrar por la ventana a medio cerrar. Me llevo un susto cuando entra Marcello en la habitación; como siempre, parece que hace una eternidad que está despierto. Se ha duchado y vestido con esa americana entallada que tanto me gusta. Me mira sonriente mientras avanza hacia la ventana y descorre la cortina para que entre el sol. Veo el filo del puño blanco de la camisa dos centímetros más larga que la americana, le da un toque moderno a su atuendo habitualmente clásico. Luego se acerca a mí y me acaricia el rostro fugazmente con el dorso de la mano y percibo el roce de su anillo en la piel. Sus manos también son mi debilidad, me encanta el ligero relieve que marcan sus venas haciéndolas masculinas, pero a la vez, son suaves y delicadas. Podría estar observándolas durante un día entero sin cansarme.

—Te he traído esto —saca una pequeña pastilla de dentro de un sobre y me la entrega junto al vaso de agua que descansa sobre la mesita.

—¿Qué es?

—Supongo que no querrás quedarte embarazada.

Mis ojos se abren desmesuradamente por la sorpresa.

—Ayer no tuvimos cuidado y eso no puede volver a pasar. A partir de hoy debemos mentalizarnos en utilizar siempre anticonceptivos. Ya discutiremos en otro momento cuál nos resulta más cómodo.

—Vaya... siempre estás en todo.

Me dedica una sonrisa pilla y se sienta junto a mí en la cama.

—Uno de los dos tiene que estarlo. No podemos dejarnos llevar así, Ingrid.

Me siento avergonzada. Al fin y al cabo, fui yo la que llevé las cosas al extremo la pasada noche sin pensar en las consecuencias, y eso que sería la mayor perjudicada si pasara algo para lo que no estoy preparada.

—Tienes razón... —miro la pequeña píldora rosa, me la llevo a la boca sin pensar mientras cojo el vaso de agua que me entrega.

—¿Qué hace esta pastilla exactamente?

—Te provoca la menstruación.

—Ah —me giro avergonzada porque él entienda más que yo en estos asuntos.

—Y ahora vístete. Tenemos mucho que hacer.

El móvil de Marcello suena. Se levanta de la cama y sale al jardín.

¡Genial! ese "tenemos mucho que hacer" no me ha gustado ni un pelo. No sé dónde quiere llevarme ahora. Me estiro en la cama y me ladeo para mirarle. No sé con quién habla, pero sonríe. Está feliz, encima hoy se ha puesto muy guapo. No aparto mis ojos de él mientras camina, gesticula de forma divertida y vuelve a reír. Sonrío como una tonta. ¡Me encanta!

En cuanto se despide, vuelve a entrar. Al verme todavía sobre la cama sonríe, corre hacia mí y se tira en plancha haciéndome botar sobre el colchón. Se me escapa la risa y ya estamos otra vez: felices, despreocupados, sin nada que perturbe nuestra paz.

—No seas tan perezosa, va, levántate.

—Solo un ratito más...

—¡Ni hablar! —sonríe—. Ahora mismo vas al baño, te das una ducha rapidita y te pones el vestido que te he dejado preparado en el vestidor.

—¿Me has preparado la ropa y todo?

—Sí.

Achino los ojos. ¡Dios como puede ser tan, tan... MANDÓN!

—¿Y si yo quiero ponerme otra cosa?

Me mira, esconde una sonrisa y se acerca.

—No sabes a dónde vamos, pero si te apetece ponerte otra cosa... ¡adelante! En eso no me voy a meter. Todo lo que hay en tu armario me gusta.

—Dirás armario. No es mío —le recuerdo.

—Ingrid...

—Marcello...

—No empecemos, ¿vale? —Se pone en pie en cuanto intuye que la conversación se empieza a tensar, no quiere discutir.

Yo hago lo mismo. Me encamino hacia el baño profiriendo un largo suspiro. No me gustan las sorpresas ni que no me diga lo que vamos a hacer. Abro el grifo del agua caliente y la dejo correr.

—¿Y dónde se supone que vamos hoy? —Le digo desde el baño, sabiendo que él todavía sigue en la habitación.

—Hoy hemos quedado con mi familia y unos amigos.

«¡Mierda!»

—¿Con mucha gente?

Se echa a reír. Yo no le veo la puñetera gracia por ningún sitio.

—Yo quería celebrar una gran fiesta y de paso presentarte. Pero luego pensé en que tú estarías incómoda y entonces decidí hacer algo muy, muy íntimo. Solo mi familia que ya conoces y mis amigos más allegados. Así que no te preocupes, tu identidad sigue oculta y casi nadie sabrá de tu implicación conmigo por el momento. Iremos poco a poco, ¿vale?

¡Poco a poco dice! ¡Y ya piensa presentarme a sus amigos! ¿Qué más le queda? ¿Hacer pública nuestra relación a todo el país? ¿Lanzar incluso un comunicado a nivel mundial? ¡Por Dios, esto no hay quién lo aguante!

De mala manera me meto dentro de la ducha bajo el agua caliente. Me enjabono con fuerza y bufo. Suspiro. Doy golpes. Maldigo en voz baja. No quiero ir, ¿por qué no es capaz de entenderlo?

—¿No dices nada? —pregunta divertido desde la otra punta.

—Prefiero no abrir la boca en este momento, si no te importa. Estoy tan furiosa que podría escupir fuego.

Sus carcajadas me enfurecen todavía más. ¡Maldito ravioli!

—Será algo muy íntimo, te lo prometo. No va a ser una presentación formal ni nada por el estilo, así que tranquila...

—¿Es que si seguimos juntos voy a tener que hacer una presentación oficial o algo así?

—Por supuesto que sí —su voz tan cerca me hace dar un respingo. Acaba de entrar en el baño y apoyándose contra el lavabo me observa—. La presentación oficial será en cuanto te lleve a alguno de los actos públicos a los que mi familia y yo solemos acudir. Entonces ya pasarás de ser Ingrid a Ingrid, la pareja de Marcello —sonríe y a mí me hierve la sangre—. Suena bien, ¿eh? –se mofa.

Me aclaro la espuma. Continúo enfadada, tengo los labios apretados y el ceño fruncido. Todo esto va a poder conmigo. ¿Por qué tiene que ser todo tan rápido? ¿Por qué ya tenemos que formalizar las cosas? ¿Qué significa esto, que soy su novia o algo así? Pero él no me lo ha preguntado siquiera. Lo da todo por sentado y eso a mí me exaspera. No aguanto más, mi cabeza va a estallar, tengo demasiadas dudas, hay demasiadas cosas que no entiendo y tengo la impresión de que él no es claro conmigo.

—Pero vamos a ver, Marcello, lo que tú y yo tenemos está bien, pero no deja de ser sexo. Creo sinceramente que te estás precipitando con todo esto, prácticamente ni me conoces y ya quieres presentarme en tu entorno como una más, es demasiado...

En cuanto salgo de la ducha y me cubro con la toalla, le miro. Su rostro me estremece. Está serio, pensativo, incluso me atrevería a decir enfadado.

—¿Eso es para ti? —Le miro confusa. Me acabo de quedar en blanco. ¿Qué demonios le pasa ahora?—. No sé por quién me tomas, pero sí, puede que tengas razón en una cosa, tal vez me estoy precipitando.

Y con esa contundente afirmación se vuelve, cerrando la puerta tras su marcha de un fuerte portazo. Me quedo blanca. Temblando y sin saber qué contestar. Mi comentario le ha ofendido, pero no he dicho más que la verdad.

En cuanto acabo de vestirme, peinarme y maquillarme como cada puñetero día desde que estoy con él, me dirijo hacia el comedor. Está leyendo la prensa, al reparar en mí se pone en pie sin decir nada. Y eso que me he puesto el vestido verde oscuro que él ha escogido especialmente para mí. Es ajustado, corto y se anuda al cuello con un par de corchetes. Los brazos están desnudos, pero como intuyo que iremos a sitios que están perfectamente climatizados, no me hará falta llevar chaqueta.

—¿Nos vamos ya? —pregunta en tono serio.

Asiento. Prefiero no decir nada. Sigue molesto.

El coche nos deja en la puerta de un restaurante lujoso. Esta vez no entramos por la entrada principal como en otras ocasiones, vamos por un callejón estrecho y cruzamos una pequeña puerta trasera que está abierta. Sus matones, cómo no, van detrás.

—Buenos días, señor.

Marcello sonríe y espera a que el empleado le acompañe a una habitación que tiene reservada. La sala es grandiosa y está muy iluminada. Su familia se levanta y sonríe al vernos llegar, el recibimiento es mejor que el de ayer. Sus hermanos me saludan efusivamente y yo les correspondo, luego Stefano me besa cariñosamente la mano.

—Felicidades cariño —Monica se acerca a Marcello y le planta dos sonoros besos en las mejillas. Me quedo ojiplática contemplando la escena.

—Felicidades Marcello —Paola le abraza y él le corresponde. De repente me siento mal. Muy mal—. Quiero que primero abras mi regalo.

Marcello sonríe, le acaricia el rostro y se deja guiar por ella a una mesa repleta de regalos envueltos con papel dorado. Una punzada de dolor me penetra el pecho. Ahora entiendo su ilusión de esta mañana y todo lo que ha hecho por incluirme en sus planes sin que me sintiera mal. Después de todo, solo ha decidido hacer una celebración íntima para que yo también estuviera a gusto. Soy una tonta.

Paola le entrega una caja enorme. Marcello la abre con energía y de su interior saca un árbol de madera. Ha sido tallado y pintado a mano, pues se notan las imperfecciones. Sobre este, cuelgan diminutos marcos de fotos. Él de pequeño, con su familia, jugando con sus hermanos... Paola le abraza y él le agradece el detalle.

Su madre se acerca con otra caja. Marcello la mira con complicidad, la abre y dentro hay una elegante bufanda, blanca y gris, tejida a mano con sus iniciales bordadas. No puedo ni parpadear de lo mucho que me sorprenden este tipo de detalles. Son todos artesanales, nada especial, pero elaborados con muchísimo mimo. Es natural, teniendo en cuenta que ellos tienen de todo, que se pueden comprar cualquier cosa que deseen, solo se sorprenden con este tipo de detalles que el dinero no puede comprar.

Me sacude una oleada de tristeza, me enternece ver su compenetración, su dedicación y cariño hacia su familia. Verles juntos es conmovedor.

Claudio se acerca risueño. Coge un paquete rectangular y se lo entrega a su hermano. Sus dos mujeres se miran y sonríen, aunque se quedan dos pasos por detrás.

—El mío te va a encantar, hermanito...

—Miedo me da descubrirlo.

Stefano se echa a reír.

—Ya lo puedes decir, ya...

Marcello retira el papel y se encuentra frente a un libro.

—Manual de sexo para pardillos —empieza a reír a carcajadas. Lo abre y dentro las páginas están escritas a mano, en ellas también hay dibujos explícitos, recortes y fotografías de posturas junto a comentarios divertidos...

—Creo que lo vas a necesitar —Claudio mira en mi dirección y yo me pongo completamente roja. Todos empiezan a reír y Antonello, dándose cuenta de la incómoda situación que ese libro ha generado, le entrega el suyo para distraer la atención.

Abre la caja que le entrega y en ella hay regalos de plastilina además de dibujos hechos por los niños. Marcello agradece el detalle, besa a su cuñada y seguidamente se abraza juguetón a los niños. Los levanta dándoles vueltas en el aire hasta casi marearlos, ellos ríen y tiran de él para que siga jugando. En cuanto logra zafarse de los pequeños, mira al grupo y dice:

—Muchas gracias a todos, de verdad. Sois increíbles.

—Cariño, tú te lo mereces todo —su madre vuelve a besarle.

—¿Qué os parece si empezamos a comer? ¡Tengo un hambre que me muero!

Nos acercamos a la mesa. Con disimulo los camareros han ido colocando unas bandejas con comida, en España le llamaríamos tapas, aquí todo está mucho más elaborado y en cada bandeja hay cosas rarísimas: patatas bañadas en extrañas salsas y gratinadas con queso, pasta de todas las formas y colores posibles, marisco, risotto...

Nos sentamos en la misma posición en la que lo hicimos el día anterior. Las manos de los pequeños se abalanzan sobre la comida con desesperación y su madre les reprende. En cuestión de segundos, empiezan a hablar. La conversación se hace amena, pero me siento incapaz de abrir la boca. He pasado de la lástima hacia Marcello al enfado en un segundo.

—¿Por qué no me has dicho que era tu cumpleaños? –susurro por lo bajo.

Él me mira. Sonríe forzosamente y añade:

—¿Por qué debería hacerlo? Es solo sexo —me recuerda antes de volver a girarse hacia su familia y continuar con la conversación.

Madre mía... estamparía el plato en su cabezota ahora mismo. Es el ser más rencoroso que hay, además de machista, dominante y controlador... ¡Vamos, toda una joya!

Inspiro profundamente y mi enfado crece y crece...

Monica me observa. Ella no es tonta, sabe que algo pasa pero no dice nada. Incapaz de callarme, continúo picándole:

—¿Y tengo que enterarme de los años que cumples por las velas del pastel?

Sonríe con resentimiento. Se vuelve hacia mí y contesta:

—Treinta y uno.

Me acomodo en la silla.

«Bueeeeeno, al menos ya ha dicho algo».

Seguimos comiendo. Sonrío, asiento y digo pequeñas frases aquí o allá; disimulo mi malestar lo mejor que puedo, pero siento que no es suficiente. Marcello, en cambio, sí es un buen actor; pese a que está tan incómodo como yo, habla como si nada, bromea y sigue los diálogos. En el fondo me alegro de que sea así.

El postre, cómo no, es una gran tarta. Tras la tradicional canción de cumpleaños feliz, retiran las velas y los camareros nos llenan los platos con una porción, que a juzgar por el color debe ser de limón. Adornan el plato con sirope de fresa y virutas de chocolate blanco antes de entregarnos uno a cada uno.

Yo apenas lo pruebo. La verdad es que no tengo mucho apetito. En cuanto acabamos de brindar por el anfitrión – que por cierto, se ha negado a chocar mi copa el muy capullo–, los padres de Marcello son los primeros en levantarse. El resto les siguen poco después.

—Ingrid, Marcello... espero que lo acabéis de pasar bien con vuestros amigos. Nosotros nos vamos ya.

Miro a Marcello extrañada. Pero este asiente y abraza a su familia para despedirse. Yo le sigo. No entiendo por qué se van, no quiero que lo hagan, temo quedarme sola con Marcello y sus amigos, teniendo en cuenta que él no me habla.

Monica debe advertir algo porque no duda en acercarse a mí, y tras un beso, susurra:

—Tranquila cariño, son buena gente. No temas.

Asiento y casi estoy a punto de llorar. Tanta presión acabará por volverme loca. Naturalmente hago un último esfuerzo por sonreír, demostrándole que estoy bien.

En cuanto nos quedamos solos, se dirige a paso ligero hacia otra sala. Yo le sigo como un perrito faldero, pero lo cierto es que ya me estoy hartando de su estúpido comportamiento.

—¿No vas a dirigirme la palabra en todo el día?

Se gira para mirarme, casi me tropiezo con él cuando se para en seco.

—¿Qué quieres que te diga?

Resoplo.

—¿Por qué sigues tan enfadado?

Vuelve a sonreír con malicia. No me gusta nada cuando hace eso porque su cara se transforma de tal manera que da miedo.

—No estoy enfadado. ¿Por qué iba a estarlo?

—¡Oh, vamos!, estás así desde que hemos hablado esta mañana.

—A ver, Ingrid. Nosotros solo tenemos sexo, y ahora no es uno de esos momentos, con lo cual... —Se encoge de hombros ante mí—, continúo con mi vida con naturalidad.

—¡Ah, no! No me vengas con esas ahora...

—¡Marcello! —Unos gritos inesperados interrumpen nuestra conversación, ambos nos giramos, Marcello sonríe y corre hacia sus amigos que acaban de llegar. Juntos entran en la habitación.

Miro al techo pidiendo clemencia: ¿Es que no habrá ni un minuto de paz?

Me quedo un rato petrificada en el pasillo, maldiciéndole. Pero como no sé qué más hacer, camino protestando hacia esa sala.

Está muy oscura y la música demasiado alta. Los guardaespaldas esperan impacientes a que por fin cruce el umbral, no quieren meterme prisa, pero intuyo que les pone nerviosos no tener a Marcello dentro de su campo visual. Me hago a un lado y observo como todos sus amigos le abrazan y bromean. Hay algunas chicas, novias de estos que tampoco se cortan un pelo en deshacerse en caricias con él. Encuentro un rincón donde quedarme para pasar desapercibida y me siento en una butaca de cuero.

La fiesta empieza. La gente está animada. Bebe, baila y no paran de abrazarse entre ellos. De pronto siento que me duele la cabeza. Me recuesto en el respaldo y coloco la mano sobre mi frente. Este es con diferencia uno de los peores momentos de mi vida. En cuanto tenga la menor oportunidad, le diré a ese engreído todo lo que pienso. ¡Vamos! No voy callarme absolutamente nada.

Estoy absorta viendo a toda esa gente cuando uno de sus amigos empieza a dar vueltas como un loco por la pista con el cubata en la mano.

Los demás se ríen, pero este no controla sus movimientos y al final, como había imaginado, acaba cayéndose de bruces contra el suelo justo delante de mí.

No salgo de mi asombro; se ha pegado un buen talegazo, pero él no deja de reírse.

Se levanta dando un traspié, advierte que se ha volcado el vaso que sostenía encima y continúa riéndose de su torpeza a mandíbula batiente.

—¡Pero qué torpe soy! —comenta dirigiéndose a mí—. Me llamo Enrico.

Tiende su pegajosa mano en mi dirección. Me limito a mirarle, rechazando la idea de tocarle, y elevando la voz, digo:

—¿Te encuentras bien?

Vuelve a reír.

—Ahora que te he encontrado, sí.

Se acerca un poco más, tambaleándose y luego se deja caer en una butaca a mi lado.

—¡Pero qué guapa eres!

Suerte que con esta luz no puede ver el rubor de mis mejillas. Por más tiempo que pase, no logro acostumbrarme a los constantes halagos de los italianos.

—Estás borracho —confirmo, consciente de que eso a él le da exactamente igual.

—Bueno, he estado mejor otras veces, eso no te lo voy a negar.

Deja su vaso vacío sobre la mesa y me mira.

—¿Quieres bailar?

—Me temo que no —respondo secamente.

Sonríe.

—¿Tan feo soy?

Marcello, que no ha dejado observarnos, se acerca. Rodea a su amigo por los hombros y hace el intento de levantarlo del sofá.

—Vamos Enrico, necesitas una copa, pero de agua —sonríe—, hoy te has pasado.

Lo conduce hacia donde están el resto de sus amigos y sigue la fiesta. ¡Uuuuuufffff! ¡Qué rabia me da! No lo aguanto más. Me pongo en pie. Marcello me mira desde la distancia. Entro en el baño echa una auténtica furia y abro el grifo al máximo. Me lleno las manos de agua y me refresco un poco. ¿Hasta cuándo piensa comportarse así conmigo? Cojo unas hojas de papel para secarme la cara.

En ese momento se escucha la cadena de uno de los váteres, se abre la puerta y aparece una chica muy guapa. Tiene una larga cabellera pelirroja y unos ojazos verdes increíbles. Me sonríe. Saca de su pequeño bolso un lápiz de labios color granate, empieza a retocarse frente el espejo y luego me mira a través de este. Sus ojos se centran en mi pulsera. Incómoda, la retiro de su vista. Me dispongo a irme, pero ella empieza a hablar y me detengo.

—¿Estás con Marcello? —pregunta cerrando su barra de labios.

Suspiro. No sé qué responder a eso, así que me limito a asentir y vuelvo a hacer el intento de marcharme.

—Marcello no es para ti, guapa —alzo una ceja. ¿De qué coño va esta tía?—. Solo hace falta verte para saber que este no es tu sitio y nunca lo será.

Inspiro profundamente. Estoy a punto de perder los nervios.

—Pero sí es el tuyo, ¿no?

Ella sonríe, cuadrándose frente a mí.

—Salta a la vista que sí. Tú solo dame tiempo y esa pulsera que ahora llevas ocupará esta muñequita de aquí —agita su mano delante de mi cara, por un momento me da la impresión de que me va a pegar, la espero, quiero que me toque un pelo para tener una excusa y tirarme a por ella sin contemplaciones. Pero no lo hace.

Cojo toda mi rabia y toda mi ira concentradas y solo puedo añadir:

—Muy bien, que tengas suerte.

Salgo del baño. El corazón me va a mil. Marcello me mira, en cuanto cruzo mi mirada con la suya la aparta. Camino hacia mi rincón, dispuesta a sentarme. Pero entonces me detengo. ¡Y una mierda! Cojo mi bolso y salgo rápidamente de la habitación. Camino por el pasillo por el cual hemos venido, cruzo el restaurante y salgo por la puerta principal. No tengo ni idea de dónde estoy, pero alzo mi mano y rápidamente acude un taxi.

Una vez en casa todo se ve diferente. Respiro hondo. Vuelve ese olor a humedad, pero esta vez puedo soportarlo. Me quito los incómodos zapatos y los dejo por ahí, me bajo las medias mientras camino dejándolas en las escaleras y continúo subiendo. Me desabrocho los dos corchetes del cuello para desprenderme del vestido. Hago lo mismo con mi ropa interior y, para cuando entro en el baño, ya estoy completamente desnuda.

Salgo como nueva. Al terminar de secarme, me aplico la crema hidratante por todo el cuerpo y paso la mano por mi escaso vello púbico. Me gustaría quitármelo. Se me ocurre que si me aplico la cera un poco más abajo... sonrío. La idea me emociona.

Saco las bandas de cera del cajón, la caliento previamente con las manos, despego las tiras y... ¡Dios dame fuerzas! Las coloco cuidadosamente por la zona a eliminar, cuento hasta tres, luego hasta cinco... finalmente decido que diez es el tope y... ¡zas!

—¡¡¡Joder!!! ¡Me cago en la leche como duele!

Empiezo a dar saltitos por el baño, luego me miro. La zona está algo enrojecida, pero ha quedado sin un pelo y muy suave; ha valido la pena.

Repito el proceso una vez más.

—¡Mierda! Sigue doliendo...

Cuando ya no queda ni un solo pelo, me aplico crema hidratante para calmar el escozor. Poco a poco el color rojo va disminuyendo. Sonrío mientras tiro las bandas de cera usadas a la basura.

Estoy tan concentrada contemplando mi nuevo aspecto frente al espejo, que me quedo sin respiración justo en el momento en que la puerta se abre de par en par.

Un hombre me apunta con una pistola. Emito un enorme chillido y sin pensármelo dos veces le lanzo el bote de crema a la cabeza. Cojo rápidamente una toalla para cubrir mi desnudez mientras él se sujeta la cabeza con la mano.

Marcello aparece en la habitación poco después con el rostro desencajado. Estoy muy asustada, por lo que poco a poco he ido retrocediendo hasta encogerme en una esquinita del baño.

—¡Santo cielo Ingrid! ¿Estás bien? —Viene corriendo hacia mí y se agacha para estar a mi altura.

—No... —digo con la voz entrecortada, a punto de llorar—. Me has dado un susto de muerte.

Marcello hace un gesto con la mano para que sus guardaespaldas se vayan. Luego suspira. Se sienta a mi lado y me abraza.

—Lo siento... —Hace una pausa, le noto tenso—. De pronto te perdí de vista, fue solo un instante, pero me giré y ya no estabas. Mis hombres tampoco se habían dado cuenta. Me volví loco Ingrid, creí que... —me aprieta fuertemente contra él mientras trato de recomponerme—. ¿Por qué no me dijiste que te ibas? ¿Cómo se te ocurre marcharte sin decirme nada? ¿Te haces una idea de lo mucho que me he preocupado?

Ya me he recuperado. La realidad ha vuelto a mí en forma de bofetón.

—¡Venga ya! Si no me has hecho caso en todo el puñetero día.

—¡Estaba enfadado! —Intenta excusarse.

—Bueno, pues ahora la que está enfadada soy yo. Así que, si no te importa, ahora que ya me has encontrado y sabes que estoy bien, vete a tu casa.

—Ingrid...

—No. No digas nada. Si no te importa necesito estar sola.

Sus ojos vidriosos se clavan en mí. Yo le sostengo la mirada, no me amilano pese a su ceño fruncido y esa cara de evidente cabreo.

—¿No quieres saber por qué estaba enfadado?

Apoyo la cabeza contra la pared. Me estoy empezando a cansar, pero ya que está dispuesto a hablar...

—A ver, dime, ¿por qué?

—Me molestó mucho que dijeras que lo único que hay entre nosotros es sexo. ¡Porque eso no es así! Yo no meto en mi casa a todas las mujeres a las que me tiro, ni las persigo hasta la saciedad, ni les doy esa pulsera —su tono se eleva gradualmente—. Pero entonces tú vas y dices eso y pienso: ¡Joder! A ver si el único de los dos que está poniendo de su parte soy yo y ella solo busca eso de mí. Me hiciste sentir estúpido, como un tonto. De hecho todavía estoy muy, pero que muy enfadado, así que será mejor que me aclares cuáles son tus intenciones de una vez para que pueda dejar de hacer el capullo a todas horas.

Intento reprimir la risa. Ahora le entiendo un poco más, pero en lugar de hablar así desde el primer momento ha tenido que montar este numerito innecesario. Aunque reconozco que después de escucharle me siento mucho mejor.

—¿Y bien? ¿Ahora la que no va a hablarme en toda la puñetera noche vas a ser tú?

—Mmmm... no lo sé. Me lo estoy pensando.

Él maldice y yo empiezo a reír. Eso le tranquiliza.

—Tienes razón —admito—. Para mí no es solo sexo, ya deberías saberlo. No he estado con nadie más en tooooda mi vida, por algo será que contigo es diferente —trago saliva, me retiro el pelo de la cara y continúo—. Pero es que no logro entenderlo. Yo no cuadro en esta ecuación —me encojo de hombros—, hoy he visto a tus amigos y... me veo tan distinta, tan poca cosa, que...

—¡Pero qué dices! Eso no es así.

—Sí lo es. ¡No lo niegues! Soy inferior: vengo de una familia humilde, con antecedentes, además. No he recibido vuestra educación, ni conozco vuestro mundo, me encuentro muy perdida y...

—¡Vale ya! —Me sujeta de las manos con firmeza—. A mí no me importa nada de eso y no considero que seas inferior. ¿Acaso yo te he tratado alguna vez como si lo fueras? —Niego con la cabeza—. ¿Y mi familia, te ha dicho algo que te hiciera sentir así? —Vuelvo a negar—. ¡Pues ya está! Como todo lo demás, el problema solo está en tu cabeza. Eres tú la que se lo cree, dime una cosa: ¿Por qué te pones tantos impedimentos para ser feliz?

Abro los ojos de par en par; nadie hasta ahora me ha hablado con tanta firmeza. Finalmente logro calmarme y recuesto la cabeza sobre su hombro. Es lo único que puedo hacer para demostrarle mi cariño. Me he quedado sin palabras.

Él me aprieta las manos para hacerme reaccionar.

—Será mejor que te pongas algo de ropa, o al final vas a coger frío.

Suspiro y me pongo en pie anudándome más fuertemente la toalla al cuerpo. Me acerco a la puerta, pero antes de abrirla me detengo.

—¿Qué ocurre? —pregunta a mi espalda.

—Uno de tus guardaespaldas me ha visto desnuda —Marcello se coloca a mi lado, me vuelvo en su dirección y, con los ojos desorbitados, añado—: completamente desnuda.

Una sonora carcajada sale de él. Se cubre los ojos con la mano e incluso retira un par de lágrimas de sus mejillas.

—¡Pues qué suerte ha tenido! —responde cuando ha conseguido recomponerse.

—Me muero de la vergüenza.

Sus manos me rodean y me abraza con ternura.

—Tranquila, Ingrid, después del testarazo que le has dado apuesto a que lo ha olvidado todo.

No me queda otra más que aferrarme a esa remota posibilidad. Salgo del baño, me visto en la habitación y en cuanto termino voy en busca de Marcello, que se ha opuesto a que me quede en mi casa. Quiere que vuelva a su mansión y yo, decidida a firmar temporalmente la paz, no opongo resistencia.

Después de cenar una ensalada, nos tumbamos un rato en el sofá. Ha puesto un canal donde una italiana con enormes pechos grita sin parar. Es una especie de concurso, pero no le presto la más mínima atención. Digamos que ahora mismo tengo otro tipo de cosas en mente...

Sonrío con malicia para mí. Lo cierto es que, mira tú por donde, después de todo lo vivido durante el día de hoy, necesito liberar tensión. Pero como de costumbre, mi impulsividad sexual es cero. Me genera timidez acercarme a él sin más y hacer algo tan insignificante como plantarle un beso, no me siento lo suficientemente segura todavía y siento como si ese tipo de reacciones no nacieran de mí.

Entonces empiezo a urdir un plan que me allane el camino a mi objetivo, que no es otro que el de provocar a Marcello.

No creo que sea algo tan difícil después de todo, ya lo hice una vez en mi habitación al quitarme la camiseta, pero aquí... no se me ocurre nada.

Le miro de soslayo. A diferencia de otros días, hoy parece cansado. No quita ojo a la televisión mientras la italiana tetona grita y grita y mueve los hombros para agitar sus pechos con descaro. Me muerdo el labio inferior y empiezo a retorcerme las manos, me está entrando calor solo de pensar lo que voy a hacer.

—Voy a lavarme los dientes —anuncio sin más.

—Ve y punto, no hace falta que lo digas —responde.

Me lavo los dientes. Me cepillo el pelo enérgicamente y voy al vestidor. Recuerdo haber visto un camisón azul cielo que me dio vergüenza nada más verlo. Lo busco, lo encuentro y sin pensármelo mucho me lo pongo.

Después de mirarme en el espejo compruebo que no me queda nada mal. Me pongo el tanga que tengo a juego y observo cómo se transparenta a través de la tela. Hago una mueca; jamás imaginé que llegaría a ponerme algo como esto.

Cojo mi móvil junto al cargador y camino descalza hacia el comedor.

Marcello está concentrado en ese programa, no sé qué le ve, ni siquiera se ríe de las bromas. Me acerco con sigilo por detrás. Él no advierte mi presencia, menos mal. En mi mente acabo de planear todos los movimientos que voy a realizar a continuación y los ejecuto con precisión.

Camino enérgicamente, sin dar importancia a mi vestimenta tan fuera de lo normal. Sin mirarle rodeo el sofá, me coloco delante de la televisión y me arrodillo sobre la mullida alfombra para alcanzar un enchufe que hay debajo del televisor. Me inclino hacia delante para conectar el cargador de mi móvil. En cuanto me levanto, doy un pequeño respingo al sentirlo pegado a mí. Intento contener la risa para que no descubra mi plan. Bloquea mi espalda impidiendo darme la vuelta. Percibo como sus manos acarician mis brazos pasando de los hombros a las muñecas mientras entierra la cabeza en mi cuello y aspira mi aroma. ¡Qué fácil ha sido!

Sus fuertes manos ciñen ahora mi cintura y me atrae hacia a él con ímpetu. Me estremezco al sentir su erección detrás de mí, sobre mis nalgas. Decido jugar un poco y, haciéndome la tonta añado:

—No he encontrado en el armario ni un solo pijama que ponerme, creo que esto es lo más parecido que hay.

—No sabes cuánto me alegro de que no hayas encontrado nada mejor.

Sonrío para mí al constatar que está mordiendo el anzuelo.

Sus manos siguen recorriéndome entera desde atrás. Ahora suben por mi estómago y buscan mis pechos.

Poco a poco me voy dando la vuelta, su cabeza se inclina y nuestras narices casi chocan. Está a punto de besarme, quiero que lo haga, pero me puede más la diversión del momento y saber si puedo llegar todavía más lejos. Lo cierto es que estoy empezando a ser consciente de mi poder y cómo puedo influir en él, conociendo sus puntos débiles es mucho más fácil mover los hilos que deseo. Toda esta situación hace que arda en deseos de experimentar, de poner a prueba mi habilidad y su resistencia.

Me retiro con sutileza, me recoloco el sinuoso vestido donde ya se perciben mis pezones endurecidos.

—¿Nos sentamos a mirar el programa?

Marcello parpadea confuso. Se gira hacia la televisión, recoge el mando del sofá y la apaga. Mi alter ego comienza a dar saltitos de alegría frente a lo que me espera, pero la parte más dura de mí le arrebata el mando y vuelve a encenderla; he decidido seguir jugando...

—Me gusta este programa —menciono de pasada dirigiéndome hacia el sofá.

Él me sigue. Se sienta a mi lado, pero de repente las tetas de la italiana gritona no le interesan. Ahora prefiere las mías. No deja de mirarme, se acerca y alza un dedo índice para presionar ligeramente mi labio inferior, luego lo desliza por la barbilla, el cuello y llega hasta el centro del pecho, una vez ahí abre la mano y abarca la totalidad de mi seno izquierdo, lo masajea y yo estoy a punto de dejarme llevar, como en otras ocasiones. Pero no, me he prometido sobrepasar nuevos límites.

—Vaya, parece que al final ese tío va a llevarse el coche —comento sin dejar de mirar la televisión. Marcello ni se inmuta. Se acerca un poco más y me besa un hombro. Mi corazón late muy fuerte, le deseo con todas mis fuerzas. Como siempre, su delicadeza me deja paralizada a la par que anhelante, pero esta vez me resisto a caer en la tentación. Cogiendo fuerzas de donde no tengo, me aparto, me vuelvo a centrar en la televisión e incluso subo el volumen.

«Lo lamento, Marcello, pero no, no quiero delicadeza ahora, quiero que aguantes hasta que no puedas más, me cojas y me hagas tuya sin contemplaciones».

Al ver que yo no pongo de mi parte, cambia de táctica. Me coge la mano, la besa y la masajea un tiempo, cuando se cansa, la deja caer sobre su muslo muy cerca de su entrepierna. Abro unos ojos como platos. Retiro la mano rápidamente dándole a entender que no me he dado cuenta de nada. Marcello suspira, está empezando a ponerse nervioso. Yo le miro como diciendo: "¿Qué pasa?", pero él no responde. Vuelve a suspirar frustrado, coge un cojín y se lo planta sobre las piernas, posiblemente para que yo no vea su erección. Entonces ya no puedo aguantarlo más, empiezo a reír a carcajada limpia y él me mira muy serio, intentando averiguar qué me hace tanta gracia. Finalmente consigo disimular fingiendo que lo que me ha hecho reír es el programa.

Me recuesto nuevamente sobre el sofá. De reojo percibo que aún me mira. Así que estiro las piernas, paso distraídamente las manos entre mis suaves muslos, incluso me atrevo a ajustarme las gomas del tanga a las caderas con disimulo.

Noto como Marcello coge aire. Le miro. Él me contempla con los ojos encendidos y sin más, deja el cojín a un lado y me dice:

—Lo siento, Ingrid, pero vamos a hacer el amor, luego ya puedes ver el dichoso programa si quieres.

Me quedo muy seria. No me toca, no invade mi espacio, pero me acecha como un puma agazapado, y sé que al mínimo movimiento me atrapará y me hará suya.

Sonrío.

—Yo no quiero que me hagas el amor —le suelto frente a su cara desconcertada.

Divertida y plenamente consciente del deseo que en este momento siente por mí, abro poco a poco mis piernas dejando a Marcello impresionado en cuanto capta la indirecta de mis palabras. Entonces se abalanza sobre mí, sus labios aplastan los míos sin piedad, su lengua abrasadora me invade y yo simplemente correspondo a su deseo. Sus manos me envuelven, abarcando cada parte de mi cuerpo; ese es él. Así es como lo vi aquella noche en el pub frente a esa chica. Él es pasional, ardiente y tremendamente impulsivo.

Sus manos se cuelan dentro de mi camisón, me acaricia los pechos, los aprieta y yo jadeo sintiéndome la fuente de su deseo. Me colma con cada roce, caricia, beso... en cuanto llega al tanga, lo desliza rápidamente hacia abajo. Sus manos siguen acariciándome y al palpar algo que no le cuadra se detiene.

—¿Te has depilado? —pregunta jadeante.

—Sí —contesto y empiezo a reír.

Sus dedos me acarician haciéndome cosquillas.

—Eres increíble —dice, y arrancándome del sofá, me levanta. Yo enrosco las piernas alrededor de su cintura. Me aprieto contra él deseosa de percibir el alivio que solo él puede proporcionarme.

Me lleva hasta la pared. Yo me lanzo y le beso con desesperación. Sus manos se separan de mí, pero sigo enroscada como una serpiente a su fuerte cuerpo. Saca un preservativo de sus pantalones, se los desabrocha y abre el paquetito plateado con los dientes antes de enfundárselo. Nada más ponérselo me penetra con fuerza de un movimiento duro y posesivo. Me gusta cómo mi cuerpo le recibe. Él emite un gemido gutural y empieza a moverme clavándome a la pared una y otra vez sin contemplaciones. Me embiste con fuerza una, dos, tres... diez veces. Pierdo la cuenta. Estoy a punto de dejarme llevar. Cierro los ojos y gimo, no puedo más. En este momento mi necesidad es muy fuerte y hace que me libere rápidamente desatando un ansiado orgasmo. Él está a punto también, apoya su mano contra la pared mientras la otra sigue aferrada a mi trasero, entonces sus movimientos salvajes se hacen más fuertes, llega hasta el centro de mi placer una vez más y entre convulsiones siento que vuelvo a alcanzar el clímax. Recuesto la barbilla en su hombro y susurro:

—No pares.

—Ingrid...

Sus movimientos se incrementan, me vapulea, las piernas me tiemblan mientras me dejo ir una segunda vez. Marcello tiembla entre mis muslos, emite un último gruñido varonil y da paso al placer.

Estamos exhaustos, traspuestos tras el esfuerzo. En cuanto me deposita sobre el suelo, siento que me duelen todas y cada una de las extremidades por haberme adherido tan fuerte a él, pero no me importa. Esta forma loca de hacer el amor también me gusta. Cada vez estoy más desinhibida y por primera vez, dejo de cuestionármelo todo para concentrarme únicamente en disfrutar.

—¿Te encuentras bien?

No me había fijado en que estaba mirándome. Siempre pendiente de mí...

—Perfectamente. Lo necesitaba.

Arquea las cejas.

—¿Lo necesitabas?

Asiento y voy divertida hasta el sofá.

—¿Por qué crees que me he puesto esto? ―enfatizo señalando el camisón.

—¿Lo habías planeado?

Empiezo a reír de mi travesura.

—Más o menos.

Se sienta junto a mí. Parece impresionado.

—Pero no me hacías ni caso cada vez que te tocaba.

—Es que quería despertar tu lado salvaje.

Me mira con los ojos muy abiertos. Luego se gira hacia la televisión y otra vez incrédulo, hacia mí.

—Veo que estás aprendiendo muy rápido...

Me echo a reír. Cojo su mano y la beso.

—Tengo un buen maestro.

Su rostro se enternece. Me besa con suavidad y recuesta su cabeza en mi pecho mientras sus brazos rodean mi cintura. Acaricio incansablemente su cabello revuelto tras la agitación. Para qué negarlo, no solo estoy enamorada de él, le quiero. Le quiero tanto que ahora el miedo a que me toque se ha transformado en miedo a que me deje.

Bajo mi cabeza y beso su pelo; huele de maravilla, como todo él. Sigo acariciándole, sintiendo su calor encima de mi cuerpo mientras pienso que este momento a su lado no lo cambiaría por nada del mundo. Y es que la sensación de sentirse querido, de poder tener entre las manos a la persona que más quieres, tocarla, mimarla, percibir su calor... es mil veces mejor que el sexo.

Después de un buen rato, cuando el cansancio empieza a hacer mella en nosotros, me obligo a despertar de golpe. No quiero dormirme. Miro la hora: 23:30. Todavía tengo tiempo. Me muevo debajo de él, sus ojos me indican su agotamiento, pero obviando ese detalle, tiro tiernamente de él obligándole a incorporarse.

—Vamos a la cama —sugiero.

Marcello bosteza, se estira y se pone torpemente en pie. Juntos nos dirigimos hacia la habitación.

Le espero en la cama con impaciencia. Escucho el agua del baño correr y me obligo a tener paciencia.

En cuanto sale del baño con su pantalón de pijama a cuadros, se me escapa la risa; está guapísimo. Él se mete en la cama y corre rápidamente a mi encuentro. Me encanta que me abrace, que me muestre constantemente su cariño. Me siento amada, como nunca antes. Cada vez que tiene ese tipo de detalles, que muestra abiertamente sus sentimientos hacia mí, me entra un "no sé qué" por todo el cuerpo... Jamás había pensado que él era así. La imagen de chico duro y chulo que tenía de él se ha desmontado por completo.

Correspondo rápidamente a su abrazo, pero me niego a quedarme solo ahí. Ruedo hasta colocarme encima de él. Me acerco lentamente a su mandíbula y la mordisqueo, luego hago lo mismo con su cuello hasta que logro despertar su deseo.

Él se echa hacia atrás dándome libre acceso mientras sus manos sujetan mi cintura con delicadeza, automáticamente me entra un cosquilleo en el estómago. Me incorporo un poco, sentándome encima de él y le acaricio el pecho.

Me muevo por su cuerpo, juntando mi pecho al suyo. Él sube el camisón hacia arriba hasta quitármelo por completo para sentir nuestras caricias piel con piel.

—Me encanta tu cuerpo... —susurra junto a mi oreja produciéndome un escalofrío.

Vuelvo a besarle y entonces me doy cuenta de que ambos estamos a punto de perder el control sobre nuestros cuerpos para dejarnos llevar.

—Quiero que te quedes muy, muy quieto... —le ordeno en voz baja y para que entienda lo que quiero decir, estiro sus brazos presionándolos contra el colchón para que no pueda tocarme.

Marcello sonríe. Soy consciente de que me muestro algo insegura, pero comprendiendo mi esfuerzo, él no pone objeción alguna, me concede la oportunidad de llevar a cabo mi experimento.

Cojo aire. Estoy algo rígida y mis caricias temblorosas se lo demuestran. Vuelvo a besarle; después de todo, sus labios son un refugio seguro. Me entretengo en ellos largo rato hasta recobrar la confianza. Él me obedece y no vuelve a tocarme, simplemente se deja hacer.

Me separo poco a poco, le despojo de su pantalón y descubro su miembro; no creí que pudiera reactivarse tan rápido. En vistas de mi asombro él empieza a reír y a mí me entra la vergüenza; ya estaba echándola de menos...

Inspiro profundamente y me coloco a horcajadas sobre él, moviéndome arriba y abajo de su erección, pero sin llegar a la penetración. Le estimulo mientras le beso, le sujeto fuertemente las manos separándolas y entrelazando mis dedos entre los suyos sin dejar de moverme sobre él. En cuanto percibo su respiración acelerada, soy consciente del esfuerzo que hace por no tocarme y respetar mi deseo.

Vuelvo a separarme y, esta vez, beso su perfecto y definido pecho, continúo por sus abdominales y... me detengo solo para mirar su expresión. Parece confuso tras captar mis intenciones. Sonrío para tranquilizarle y entonces lo hago.

Beso cuidadosamente su miembro; esto también es nuevo, así dejo a mi cuerpo tomar las riendas de la situación y actúo por instinto, guiándome por las emociones que me hace sentir. Paso mi lengua por toda su longitud, escucho un gemido ahogado y eso aviva mi deseo. Alzo una mano para acariciarle mientras él cierra los ojos y se arquea buscándome. Muevo su miembro de arriba a abajo sin pensar en nada más que en su placer, que ahora también es el mío, y sin que se lo espere, me lo llevo a la boca. Introduzco solo la punta, tiene un sabor peculiar, pero no es malo. Presiono suavemente el glande y percibo cómo el vello de su cuerpo se eriza. Verle en ese estado precipita el cosquilleo de mi vientre. No quiero detenerme, así que hundo un poco más su miembro en mi boca, hago un enorme esfuerzo por introducírmelo en su totalidad mientras sello los labios a su alrededor. Me retiro de él en un movimiento lento, lubricando con mi saliva todo el mástil antes de volver a hundirlo en mi garganta. Repito la maniobra varias veces y varío el ritmo, acariciando únicamente el glande con la lengua o repasándolo con los labios antes de volver a engullirlo. Marcello respira con dificultad, sus manos se convierten en fuertes puños y ver su excitación me hace feliz. Vuelvo a lamer con insistencia, su sabor se ha intensificado al tiempo que su cuerpo vibra bajo mis caricias, demandando más.

—Ingrid, súbete encima de mí.

Le miro, sus ojos brillan y cuando lo hacen con tanto fervor casi parecen del mismo color. Quiero hacerlo, me muero de ganas de sentirlo dentro, pero debo aguantar, no he acabado el experimento.

—Relájate. No pienses en nada y disfruta ―le susurro, recordando esa misma frase que él me dedicó tiempo atrás.

Sonríe. Regreso a él y acelero el ritmo, cubro mis dientes con los labios y presiono con más fuerza, deslizándolo dentro y fuera de mi boca para desatar su orgasmo. Sus jadeos me vuelven loca, son el aliciente que necesito para continuar. Entonces ya no lo aguanta más, emite un gruñido grave y se retira rápidamente corriéndose fuera de mí.

Le miro extrañada y me coloco junto a él en la cama.

—Feliz cumpleaños.

Marcello no contesta, me mira y se levanta rápidamente de la cama para meterse en el baño. Aparece poco después con una toalla mojada.

—Déjame ver —dice y empieza a limpiar partes de mi cuerpo que han quedado expuestas a la manifestación de su placer.

—¿Por qué haces esto? —pregunto riendo de la preocupación que refleja su rostro.

—No quería correrme encima de ti.

Arrugo el entrecejo.

—¿Y por qué no has continuado? Yo no quería que te retiraras.

Bufa y cierra los ojos un instante. Su actitud me confunde.

—Es que... bueno... —suspira—, yo he llevado una vida sexual muy movidita todos estos años, he hecho cosas que... –niega con la cabeza y se presiona el puente de la nariz con los dedos, tratando de desterrar de su mente pensamientos que solo sabe él–. No quiero hacer contigo lo mismo que he hecho con otras mujeres, tú eres diferente —sostiene mi barbilla para que no pueda zafarme de su penetrante mirada– , contigo todo es diferente, incluso la forma de tener sexo.

—¿Y eso es bueno?

Se echa a reír.

—Para mí sí.

Esbozo una frágil sonrisa; ojalá pudiera colarme dentro de su mente algunas veces.

En cuanto apaga la luz, se acerca para abrazarme. Sus manos se ciñen a mí limitándome el movimiento, pero no me importa; estoy feliz.

—Te quiero –dice en voz muy baja.

Sus palabras me cortan el aliento. Me vuelvo rígida como una tabla entre sus brazos. Él me besa el cuello antes de recostar la cabeza en mi pecho y hacerse un mullido hueco.

—Respira... —me recuerda en tono divertido. Cojo una gran bocanada de aire y lleno de aire mis pulmones.

—¿Cuándo te has dado cuenta de eso?

Alza el rostro para ofrecerme un cálido beso en los labios.

—Te quise desde que te conocí. ¿Acaso no te has dado cuenta?

Me quedo en estado de shock, eso no es posible.

—Iba a verte cada día al bar, siempre intentando buscar un momento para hablar contigo, me he preocupado por ti, he intentado que estuvieras bien hasta poder tenerte junto a mí. ¿En serio pensabas que todo eso lo hacía únicamente por amistad?

Parpadeo incrédula.

—Bueno, siempre lo vi raro, pero no pensaba que... en fin, ¿quién iba a fijarse en mí? Es ridículo.

—Tienes muchas cualidades para que los hombres se fijen en ti. Y no estoy hablando únicamente de tu físico. Al menos es el efecto que desde el primer día produjiste en mí y pensé: "Vaya, por fin una chica que vale la pena. Ayudarla a descubrirse debe ser increíble, no quiero perdérmelo".

Soy incapaz de articular palabra ante lo que acabo de escuchar. Recuesto mi cabeza sobre la suya, le beso. Últimamente me he vuelto muy cariñosa y es que Marcello despierta ese sentimiento en mí, como todos los demás. Ha fundido mi corazón de hielo y ahora me he convertido en una persona completamente diferente. Aunque lo más difícil para mí es quererle y ser lo bastante valiente para dejar de él me quiera, a pesar de todos mis problemas.

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