30

El día ha pasado volando y todo ha sido perfecto, pero ahora me encuentro frente a un gran dilema:

Entro en el vestidor. Anudo fuertemente la toalla que envuelve mi cuerpo y me quedo petrificada mientras observo que gran parte de las estanterías están dedicadas a mí. Marcello ha ordenado clasificar toda mi ropa, que ha llegado puntualmente a las diez de la mañana siguiendo sus instrucciones.

Las cremas y maquillajes están perfectamente colocados sobre el tocador. Me cuesta creer que todo esto sea para mí. Distingo marcas como Ralph Lauren, Dior, Versace... Debe haberle costado una fortuna. Intento no pensar demasiado en eso por mi propio bien, mientras hago un esfuerzo por concentrarme en qué debo ponerme para esta noche.

Marcello entra en la habitación, se dirige directamente hacia su lado del vestidor, mucho más pequeño que el mío, y coge un traje oscuro.

—¿Necesitas ayuda? —pregunta aguantando la risa al verme tan perdida.

—Hay tantas cosas... no sé qué... —suspiro frustrada—. Yo no estoy hecha para llevar este tipo de vida.

—Te acostumbrarás —espeta sin el menor atisbo de duda.

Camina hacia mí, medita un rato y luego saca del armario un vestido negro de satén, es largo y muy llamativo.

—Este me gusta —propone pasando la mano por encima de él para palpar la suavidad del tejido.

—De acuerdo —arrugo el entrecejo—. ¿No es demasiado elegante?

—No, teniendo en cuenta dónde vamos.

—Ah.

Se lo arrebato de las manos y me estremezco; me asustan las sorpresas y las situaciones nuevas que no puedo controlar.

Enseguida me doy cuenta de que ese vestido no se puede poner con sujetador, pues tiene un cuello caído, haciendo elegantes bolsas sobre el escote. Resbalaría por los brazos de no ser por unos finísimos hilos dorados que van anudados a la espalda manteniendo la estructura. Intento alcanzarlos con las manos, pero no soy capaz. Salgo de la habitación enfurecida. Marcello ya está prácticamente vestido. Me observa entrar como un huracán y se queda atónito.

—Necesito ayuda. Soy incapaz de abrocharme esto.

—Claro...

Me vuelvo y espero a que él anude el cordón, consciente de que se está tomando más tiempo del habitual.

—¿Has tenido ocasión de mirarte en el espejo?

—No, ¿por qué?

—Esto no me lo pierdo —me coge de la mano y vuelve a conducirme hacia el vestidor, una vez allí, me sitúa frente a un gran espejo ovalado, donde puedo verme de cuerpo entero.

Mi piel morena se acopla elegantemente a este color; en realidad es un vestido precioso. Me cuesta reconocer que ese cuerpo torneado y esbelto que se proyecta en el reflejo es el mío. Lo que más llama la atención es mi espalda, tan fina, lisa y ligeramente curvada. La verdad es que no me queda nada mal.

—Espectacular. De verdad. Si me permites una sugerencia... —alza sus manos y me recoloca el cabello hacia un lado— creo que deberías recogerte así el pelo. Esta espalda está perfecta completamente al descubierto.

Mis mejillas enrojecen. Soy incapaz de acostumbrarme a que él me observe de ese modo, a que me diga esas cosas... me da muchísima vergüenza.

—Será mejor que me vaya —sonríe quedamente.

Se aleja de mí dejándome sola frente al espejo. Invierto un poco más de tiempo observándome, acostumbrándome a mí. Luego, me pongo un par de horquillas ocultas para que el pelo me caiga cómodamente hacia un lado. Ahora solo queda maquillarme.

Elijo tonos claros, pero ante todo, discretos. En cuanto termino, cojo un pequeño bolso de mano, me calzo los zapatos de tacón y salgo fuera.

Él tampoco está nada mal. Su americana oscura le queda perfectamente entallada a la cintura. La lleva sobre una camisa blanca con la tirilla de los botones de un color azul oscuro. La camisa también tiene doble cuello, bajo el blanco impoluto sobresale un pequeño filo azul conjuntado con la línea abotonada. Sus pantalones, a juego con la americana, se ajustan sutilmente a los sitios estratégicos, por lo que no puedo evitar fijarme en la forma de su perfecto trasero.

Tras acabar de abrocharse el cinturón, se coloca la americana proporcionándole un par de tirones secos para acabar de ajustársela a los hombros, seguidamente se abrocha el botón del centro. Cuando levanta el rostro se sobresalta al encontrarme observándole; no me ha visto venir.

—Uuuuaaaauuuu, me dejas sin palabras —me dedica una sonrisa provocativa.

Me coge de la mano, la aprieta junto a él y me planta uno de sus besos, de esos efusivos con un toque de ansiedad. Pero antes de que la insistencia de nuestro encuentro nos haga perder el control sobre nuestros cuerpos, se retira. Sus labios han quedado ligeramente manchados de mi carmín, alzo la mano y se lo retiro con los dedos sin dejar de reír.

—Eres la tentación personificada. Voy a tener que cuidarte incluso más de lo que pretendía.

—No digas tonterías...

—¡No lo son!, eso es lo peor de todo: que no exagero lo más mínimo.

Mientras vamos en el coche, conducido por Raffaello, yo no puedo evitar retorcer una y otra vez mis dedos. Estoy muy nerviosa, además, no entiendo a qué viene tanta prisa. Por qué va a presentarme a su familia cuando solo hemos estado tres días juntos. Me parece una locura, pero me abstengo de hacérselo saber. Está ilusionado y no quiero hacer nada que pueda chafarle este momento, pero... ¡puuffff! Esto me cuesta horrores.

Marcello coge una de mis manos y la sujeta para impedir que siga retorciéndomelas. Se acerca a mi oreja, muerde el lóbulo y susurra:

—Como sigas así vas a ponerme nervioso a mí también.

Cierro los ojos, inspiro y espiro tratando de tranquilizarme. Así una vez, dos, tres... Él se ríe de mí.

—¿Qué te asusta?

—No lo sé. ¡Todo! ¡Absolutamente todo! —Ya no puedo parar—. ¿Cómo se te ocurre arrastrarme a algo así? ¿Por qué tengo que acompañarte? ¡Casi ni nos conocemos! Además, es una reunión familiar y yo no debería estar presente.

—Para un momento Ingrid, no te aceleres —sus labios esbozan una cautivadora sonrisa de medio lado. Levanta mi mano, mostrándome la pulsera que rodea mi muñeca—. A donde voy yo, vas tú. Tranquilízate, hasta ahora mi familia no se ha comido a nadie.

Pongo los ojos en blanco. Su broma no me hace gracia. Solo quiero que el tiempo pase rápido y volver a estar en casa. A veces tengo la sensación de que Marcello no me da tregua, es como si no recordara lo mucho que me cuesta abrirme a la gente, que me miren y demás.

Me recuesto contra el respaldo. Cierro los ojos sin dejar de inspirar profundamente.

—Ya hemos llegado —anuncia divertido. Por su semblante, sé que no me ha quitado ojo durante todo el trayecto—. ¿Preparada?

Arrugo la frente.

—¡Qué remedio!

Me da un rápido beso en los labios y sonríe. Está contento. Lo sé. Y justo en este momento su felicidad es la mía.

Sostengo el brazo que me ofrece dejando la mente en blanco. Él eleva exageradamente el rostro y me mira por encima del hombro esperando a que yo haga lo mismo. Estallo en carcajadas tras ver su cara; lo ha conseguido, adiós a los nervios. Alzo mi rostro imitándole, no puedo parar de reír, seguramente mañana tendré tortícolis por esta postura tan antinatural.

El restaurante está lleno. Debe ser muy exclusivo porque todos visten trajes de chaqueta y corbata, excepto los más jóvenes. Las mujeres tampoco se quedan atrás, lucen peinados extravagantes y vestidos hechos a medida, siguiendo las últimas tendencias.

Marcello hace su habitual gesto con la mano. Un camarero se acerca a nosotros, tras saludarnos, nos retira las chaquetas y las lleva a otro lugar. Otro empleado nos guía por el centro de la sala, la atravesamos ante la atenta mirada de decenas de personas que no pierden detalle de nuestros movimientos. El silencio es perturbador. Me cuesta caminar con seguridad subida a estos zapatos, aunque eso no es lo peor, el momento más desconcertante llega cuando Marcello alza mi mano que lleva la pulsera y la coloca sobre sus labios para besarla. Habría pasado por un gesto inocente, afectuoso y casual, pero no. Bajo ese acto se esconden unas intenciones mucho más profundas. No solo me exhibe ante los demás, les muestra mi reluciente pulsera remarcando su significado con un beso posesivo.

Una vez más se confirma mi teoría: no soy más que un juguete. O al menos yo me siento así, como el juguete deseado que recibe un niño por Navidad.

Estoy preparada para decirle algo, recriminar al menos su actitud, pero su mirada eufórica y complacida me desarma. Jamás había visto esa desmedida ilusión en el rostro de ningún hombre, ese orgullo y deseo a la vez.

«Realmente soy importante para él. No lo comprenderé jamás, pero acabo de descubrir que esto me gusta. Ser capaz de provocar todos estos sentimientos en alguien como él, me hace sentir poderosa e imprescindible».

Antes de traspasar la puerta del reservado que tiene su familia, se detiene. El camarero nos deja atrás y sigue avanzando sin percatarse de nuestra ausencia.

—Eres mía Ingrid, mía y de nadie más —sus manos me sujetan el rostro y me besa con vehemencia. Cuando se retira, necesito unos segundos para recobrar el aliento.

Decido no llevarle la contraria ahora, se le ve demasiado contento, aunque detesto cuando dice ese tipo de cosas.

Entonces coloca una mano cálida sobre la piel desnuda de mi espalda y la mantiene ahí mientras avanzamos por el pequeño pasillo que conduce hacia la sala.

Todos los miembros de su familia se han puesto en pie al vernos entrar. Yo estoy completamente roja. Hay demasiada gente ahí: sus padres, sus hermanos y las esposas o amantes de estos. Mis ojos se desvían hacia sus muñecas tras reconocer una joya en particular... es la misma pulsera que llevo yo.

Monica es la única que no parece complacida al verme, lo cual me extraña. Me mira de arriba abajo, evaluándome, y luego se queda petrificada tras ver mi pulsera. Marcello me sujeta ahora de la mano y vuelve a elevarla para besarla. Aunque en realidad lo que está es exhibiéndome como si fuera una de esas enormes truchas que acabara de pescar.

Como odio que haga eso...

—Buenas noches —digo fingiendo toda la cortesía del mundo.

—Buenas noches, Ingrid —responde Monica sin dejar de estudiarme.

Los hombres se acercan para darme la mano y besármela. Como no, mi cuerpo se tensa, pero consigo mantener el temple.

—Esta es Ingrid Montero —me presenta.

—La recordamos. Estuvo en la fiesta de papá —Su hermano sonríe de medio lado—. Eres más listo de lo que pensaba, hermanito, te nos has adelantado a todos...

La cara me arde. Marcello frunce el ceño y está a punto de decir algo, pero Monica interviene previendo las intenciones de su hijo.

—¡Tranquilízate Claudio! Ingrid está con tu hermano.

Bajo el rostro avergonzada.

—Me complace verla aquí de nuevo, con nosotros —Stefano parece sincero, me sonríe afablemente y yo le devuelto la sonrisa.

—Gracias. Para mí es un honor —Marcello finge que tose para ocultar las ganas de reír, le dedico una fulminante mirada que corta su diversión en el acto.

Una vez en la mesa, nos traen los entrantes. Son unas ovaladas bandejas de ensalada con marisco. Una langosta de tamaño considerable viste el centro, los lados son adornados por medias conchas de mejillones al vapor, alternadas con vieiras y ostras. Los camareros se afanan por servirnos a la par que rompen estratégicamente el caparazón del marisco para que una vez depositado en nuestro plato, no nos cueste comérnoslo.

Aprovecho el vaivén del servicio para hacer un rápido estudio de la familia de Marcello.

Presidiendo la mesa se encuentran Stefano y Monica. A la derecha de Stefano está el hermano mayor, Antonello. Es bastante alto y con algunos quilos de más, no se parece en nada a Marcello. Lleva el pelo castaño claro repeinado hacia un lado, contrasta fuertemente con su tez blanca como la cal y sus ojos miel. Mientras le observo me acuerdo de la primera vez que le vi en el pub de Iván, recuerdo que estaba rodeado de mujeres y entre todas ellas, ninguna era su esposa: Fabiola. Ella es guapísima, está a su lado, poco concentrada en la conversación dado que no deja de reprender a sus dos hijos gemelos: Alessio y Enrico. No tendrán más de diez años, pero por su comportamiento parecen mucho más pequeños.

Siguiendo hacia la izquierda, está el segundo hermano, Claudio. Lleva el pelo ondulado y engominado hacia atrás, tanto sus ojos claros como su barba incipiente le dan aspecto de chico rebelde, supongo que eso forma parte de su atractivo. Pero ahí va lo mejor: está acompañado por dos mujeres, ambas con brazalete pero ninguna de ellas es su mujer, porque Claudio no está casado. Las chicas se llaman Betta y Chiara, y cómo no, son dos supermodelos delgadísimas, altas y esculturales.

Luego está Paola, la hija menor. Está sentada al lado de su madre y es encantadora. Sus ojos vivarachos lo observan todo, apuesto a que no se le escapa detalle. Tiene veinte años aunque aparenta menos. Al mirarla descubro que se parece bastante a Marcello, aunque a diferencia de él, sus dos ojos son del mismo color azul turquesa. Mientras cenamos, nuestras miradas se cruzan y ella no duda en sonreírme, transmitiéndome muchísima confianza.

En lo referente a Marcello, solo puedo decir que está inusualmente callado esta noche. Advierto que estos encuentros familiares no son de su agrado, o tal vez el desafortunado comentario de su hermano respecto a mí aún continúa dando vueltas en su cabeza, ¡a saber! A veces tengo la sensación de que jamás acabaré de entenderle del todo.

Nos sirven el segundo plato, unos exquisitos medallones de ternera con una salsa de almendras que está increíble. Prácticamente se deshace en la boca. Marcello espera a que llenen mi copa, esta vez con vino tinto, para posteriormente, alzarla y chocar el cristal contra la mía. No sé qué tipo de vino es este, pero por su textura y sabor duradero debe ser muy, muy caro.

—Estás radiante... y debo decir que ese ligero rubor en las mejillas te hace adorable.

Dejo la copa en la mesa. Aunque su comentario se ha producido entre susurros, miro a mi alrededor, temerosa de que alguien más haya podido escucharlo. Por suerte para mí, están enfrascados en otros temas de conversación ajenos a nosotros.

—Hoy no has dejado de adularme, debes querer algo... –me atrevo a añadir en voz baja.

—Puedes apostar que sí...

Cojo mi copa otra vez, entorno la mirada sobre el fino cristal del borde mirando a cada una de las personas que componen la mesa.

—Tengo unas ganas locas de llegar a casa y follarte. —Termina de repente.

El sorbo de vino queda atascado en mitad de mi garganta. Toso tapándome la boca con la mano mientras intento sofocar el picor que se extiende por la laringe. Marcello no abandona la sonrisa mientras me da pequeños golpecitos en la espalda esperando a que se me pase.

—Oh, vamos, esto ya no es nuevo para ti Ingrid...

—No. Pero yo no lo habría dicho de ese modo.

Se encoge de hombros al tiempo que coge una servilleta y la despliega para limpiarse la boca con delicadeza.

—Ya te he hecho el amor varias veces, pero todavía no te he follado —remarca utilizando otra vez esa espantosa palabra—, y resulta que ahora tengo muchas ganas.

Pongo una mirada interrogante.

—¿Qué diferencia hay?

Se acerca demasiado a mí. Mi vello se eriza por su cercanía. Su cálido aliento roza el lóbulo de mi oreja mientras susurra:

—Te lo enseñaré cuando lleguemos a casa.

Y así queda dicho, como una promesa de lo que me espera. Ese comentario y todo el misterio que suscita debería aterrarme; sin embargo, ese pellizco en el bajo vientre indica las ganas que tengo por saber a qué se refiere exactamente. Quiero conocer todas las formas y vertientes de hacer el amor y si follar es una de ellas... ¡adelante!

La diversión se esfuma de mi rostro en cuanto me doy cuenta de que Monica no nos quita ojo. Parece muy interesada en conocer aquello que cuchicheamos. Me pongo completamente roja y agacho la mirada mientras pincho un minúsculo trocito de carne en salsa.

El postre es una espléndida copa de chocolate blanco con zumo de fresa y arándanos. Clavo una cuchara en la mousse para probarla. El contraste dulzón del chocolate con el ácido de la fruta es una mezcla increíble para mi paladar, tal vez para ellos esto sea lo normal, pero para una persona que nunca ha probado este tipo de cosas, es increíble.

Me giro hacia Marcello y él se inclina facilitándome la acción.

—Esto está buenísimo.

Me sonríe mientras se lleva una cucharada a la boca, luego, dejándome pasmada se acerca a mí y me besa recorriendo con su lengua cada rincón de mi boca. Percibo la dulzura del chocolate mezclado con su saliva, los minúsculos trozos de fruta campan a sus anchas, fundiéndose con el beso. En cuanto se separa recobro el aliento.

—Justo lo que le faltaba a mi postre, un ligero toque de Ingrid.

Hace esfuerzos por contener la risa, aunque no es por lo que acaba de hacer, sino más bien por la cara de espanto que se me ha quedado. Parece que su arrebato ha pasado desapercibido para todos, menos para una persona, que ahora mismo tiene la misma cara atónita que yo.

Los cafés, los chupitos... no recuerdo haber cenado tanto en toda mi vida.

Marcello intuye mi distracción y me coge de la mano por debajo de la mesa, la lleva hasta su rodilla y la deja ahí, tranquila, mientras entrelaza sus dedos en los míos. Le miro de reojo. Parece no prestarme atención, pues está hablando con Claudio, pero sé que, por encima de todo, está pendiente de mí.

—Y bien, Ingrid, ¿qué habéis decidido hacer? Dado que mi hijo y tú habéis formalizado vuestra relación, ¿viviréis en casa de Marcello u os trasladaréis a la residencia familiar?

Monica da un pequeño sorbo a su café. Su actitud me confunde, algo ha cambiado respecto a la última vez que nos vimos. Antes parecía ser mi amiga, incluso si hoy estoy aquí, en parte es gracias a ella; sin embargo, me vigila como lo haría con su peor enemigo.

Marcello se centra en nosotras y contesta por mí.

—No, madre, viviremos temporalmente en mi casa.

—¿Temporalmente?

—Todavía es un tema que tenemos que tratar. Tal vez nos traslademos a la casa de Ingrid, ya veremos...

—¿¿¿Qué??? —Monica deja caer rápidamente su taza, que hace un estridente ruido al chocar bruscamente contra el platillo. El sonido paraliza a la mesa entera, que progresivamente va bajando el tono de voz para prestarnos toda su atención—. Debes estar de broma. ¿Por qué ibais a hacer eso?

—He buscado un trabajo que está más cerca de mi casa —Intento justificarme.

—¿Un trabajo? ¿De qué?

Marcello aprieta los labios y alza las cejas en mi dirección, animándome a que continúe. Pero su mano se ha deshecho de la mía y ese detalle me hace sentir insegura.

—Bueno, todavía no es definitivo. La semana que viene tengo una entrevista en una librería.

Unas incómodas risitas desvían mi atención, Claudio se esconde de mí.

—¿Una librería? Marcello, dime que no es cierto.

—Me temo que sí.

—Pero... tu trabajo es cuidar de mi hijo, es lo único que debe preocuparte ahora.

—¡Por favor madre! No necesito que nadie me cuide y si Ingrid quiere trabajar, no veo por qué no puede hacerlo.

—¡No dices más que sandeces! Ningún miembro de nuestra familia ha realizado esa clase de trabajos, no están a la altura —su mirada pasa de su hijo a mí—. ¿Por qué quieres hacer algo así?

Mi respiración se altera. No me gusta que nadie me ponga límites, que se atreva a decirme qué puedo o no puedo hacer. Yo soy la única capaz de marcar mis propios límites. Nadie más.

—Porque mientras pueda seguir valiéndome por mí misma, por poco que pueda hacer o aportar, lo haré. No he nacido para ser la mantenida de nadie.

Su mirada desafiante se suaviza. Pero sigue retándome, se niega a hacer a un lado sus arraigados principios. Lo que no entiende es que todas esas tradiciones absurdas no hacen más que condenar a las mujeres o tratarlas como simples objetos a merced de un hombre, y eso no va conmigo. He tenido que luchar mucho en mi vida para hacerme valer, no pienso abandonarlo todo por un romance inesperado.

Ahora devuelve la mirada a su hijo.

—¿Le has dicho lo que va a conllevar su capricho?

—¡Trabajar no es un capricho, sino un derecho y un deber de las personas honradas!

La mesa me observa con atención. Apuesto a que nadie se ha atrevido a hablarles con tanta claridad como lo hago yo, pero siento que estoy en uno de esos momentos de mi vida en que no tengo ganas de callarme nada.

—¿No te ha comentado que tu trabajo supondrá para nosotros muchas más pérdidas que ganancias? Aumentar la seguridad, la vigilancia de los clientes que acudan a la tienda o traten contigo...

—Por favor madre, no siga por ahí...

—¡No, Marcello! ¡Ponle desde el principio las cosas claras!

—¡Basta! Deje de decirme lo que tengo que hacer. ¡Yo se lo he autorizado, no lo veo mal, así que no hay más que hablar!

—No me puedo creer que tú hayas cedido en algo así.

—Pues ya lo ve, será que al final me he ido modernizando con los tiempos.

—¿Estás siendo sarcástico? ¿Te atreves a hablarme de ese modo?

—¡Está bien! —Marcello se pone en pie de un salto y tiende la mano en mi dirección, mi cuerpo reacciona apartándose por la sorpresa—. Nos vamos Ingrid, no pienso continuar con esta conversación.

Miro a Stefano, que continúa callado sin atreverse a intervenir. Monica está que echa humo y los demás no saben si reír de la situación o apaciguarla de algún modo.

—¿Ingrid? —Me reclama Marcello bajo la atenta mirada de los suyos.

—No, Marcello, no vas a irte así. Debes quedarte para solucionar las cosas —me pongo en pie, sobre los tacones me veo altísima, me dan cierta seguridad—. Pero yo sí debería irme, creo que el trasfondo de esta conversación pendiente no tiene que ver únicamente con el hecho de que quiera trabajar.

Su gesto se ensombrece.

—Hablaré con mi madre a solas, pero ni se te ocurra marcharte —su seriedad me hace pestañear aturdida. Lo ha dicho en un tono tan intimidante que infunde un profundo respeto.

—No veo por qué tengo que quedarme –espeto con chulería–. Mi presencia aquí no es necesaria.

—¡He dicho que te quedas y no hay nada más que hablar!

Su tono me enerva.

—Y yo he dicho que me voy.

Me mira. Yo le miro. Nos retamos. Ambos tiramos de los extremos de una cuerda que está a punto de romperse.

—No lo voy a permitir. Si te vas iré a buscarte, te arrastraré si es preciso y te traeré de vuelta.

—No serías capaz —contesto desafiante.

—Soy capaz de eso y de mucho más, créeme. Ahora voy a ausentarme un momento, espero encontrarte aquí cuando regrese.

Mi cara refleja la más profunda indignación. ¿Cree que puede amenazarme? Me siento como una niña pequeña a la que le han prohibido salir de casa. Solo tengo ganas de enfadarme, dejarle las cosas claras e irme de allí sin mirar atrás. Pero algo me dice que no es el momento de llevar las cosas al límite, hoy no al menos. Así que bajo su atenta mirada y la de los demás presentes, me siento en la silla.

«Juro que esto no va a quedar así, no ha nacido persona que me dé órdenes».

Una vez aclarado esto, se acerca a Monica y juntos se dirigen a una pequeña sala de reposo, contigua a la nuestra.

Miro a mi alrededor. Creo que lo peor ha pasado ya, pero entonces no entiendo cómo puedo estar tan nerviosa. Me sujeto las piernas por debajo de la mesa porque no puedo dejar de moverlas.

—Tienes huevos —me sobresalta Claudio de forma inesperada. Se sienta en la silla que hasta hace poco ocupaba Marcello y me ofrece la botella de limoncello. Niego con la cabeza mientras cubro la copa con la mano—. Supongo que se debe a que en realidad no nos conoces.

—¿Y qué más me queda por conocer?

Claudio se ríe y da un sorbo a su copa.

—Solo has descubierto la punta del iceberg. Hay mucho más bajo la superficie.

—Prefiero ignorarlo. Con lo que ya sé me basta y me sobra.

Su sonrisa se hace inmensa, pestañeo aturdida un par de veces antes de desviar la mirada.

—Me gusta cómo eres, Ingrid. Muy auténtica.

Mis pómulos empiezan a arder.

Me atrevo a echar un vistazo a las dos amantes que le observan de lejos, impasibles, obedientes. Yo sería incapaz de actuar como ellas, ¿a esto es a lo que están acostumbrados? Esto no es más que otro indicio que demuestra que yo jamás podría encajar en un mundo como este.

Claudio se aleja con su copa y rodea a sus mujeres con ambos brazos. Ellas sonríen, parecen felices así, compartiéndole a la vez que acatan cada uno de sus caprichos.

Paola me sonríe y se acerca trotando como un potrillo hacia mí. En cuanto me tiene delante se sienta, flexiona los codos sobre la mesa para sostener su cabeza.

—No te preocupes por lo que acaba de pasar... no es nada. Marcello y mamá siempre están igual.

—¿Ah, sí? —pregunto incrédula.

—Sí. Es que te has ido a fijar en el ojito derecho de mi madre. Marcello siempre ha sido su niño del alma, por lo de la enfermedad y todo eso.

—¿Enfermedad?

—De niño, superó una meningitis. Era prácticamente un bebé, creo que por eso le sobreprotege tanto. Además, Marcello siempre ha sido diferente, no se parece en nada a Antonello o Claudio —se le escapa una tierna sonrisita infantil—. Me gusta que seas tú la que esté con él. Desde que va contigo parece mucho más feliz. Mi padre también está encantado, dice que por fin se está implicando en asuntos de la familia que hasta ahora no hacía más que evitar. Es como si de repente sí tuviera un motivo para ser un Lucci, con todo lo que ello conlleva.

La miro frunciendo el ceño.

—¿Y qué me dices de ti?

Se echa a reír.

—Bueno, para mí es diferente –se encoge de hombros–. Soy una mujer.

La miro atónita.

—¿Y?

—Pues que yo no tengo las mismas responsabilidades que ellos, gracias a Dios.

—Ya veo... aquí las mujeres sois más un elemento decorativo que otra cosa... No te ofendas, pero desde fuera es eso lo que parece.

Sonríe.

—No es así. Dime una cosa Ingrid, ¿Te gusta sentir que tu sola presencia forma parte de un todo para otra persona? ¿Te gusta que te cuiden, te mimen, simplemente te adoren y lo único que esperen de ti es que estés a su lado, que les ayudes y formes parte de todos los momentos de su vida?, ¿que te traten como una reina por ser el motor que pone en marcha un engranaje, que sientan que sin ti el puzle no encaja? Es una responsabilidad muy grande ser uno de los pilares maestros que sostienen una compleja estructura. A veces ellos dan la cara mientras que nosotras ponemos el cerebro. Si somos quienes somos, en parte es por las mujeres de nuestra familia, que están en la sombra, pero no por ello son menos importantes. —Mis ojos incrédulos buscan los suyos— Bueno, —suspira— al menos eso es lo que siempre dice mi madre.

Y sí. Esa es la canción que cada uno de ellos tiene aprendida desde la cuna, Marcello me contó algo parecido tiempo atrás, pero todavía no acabo de entenderlo y creo que no lo haré nunca.

—Aun así, no veo qué tiene eso de incompatible con el trabajo.

—Será porque te desvías de lo que es realmente importante. Estar con mi hermano implica renunciar a todo lo demás. Siempre se ha hecho así; además, ya sabes lo posesivos y controladores que son los italianos. Pues si eso lo multiplicas por cien y lo elevas al cubo, te sale uno de los Lucci como resultado.

Bufo con pesar. Realmente no me he planteado todo lo que esta relación va a suponer. ¿Por qué lo tienen que hacer todo tan complicado?

—Bueno jovencitas, ¿nos vamos a por unas copas?

Paola se levanta de un salto y abraza a su padre con fuerza.

—¿Un cóctel? —pregunta con entusiasmo.

—Pero solo uno.

Paola se aleja sonriente. Yo me quedo ausente observando a Stefano. Parece un hombre sensato y flexible. Confieso que la imagen que tenía de él estaba equivocada. De hecho no parece un gran líder, es muy cercano, lo cual me extraña.

—¿Más tranquila? —pregunta al tiempo que me tiende el brazo para que le acompañe a la otra sala. Se lo cojo, y haciendo alarde de una gran confianza, dejo que me guíe hacia la otra habitación sin inmutarme lo más mínimo.

—Estoy inquieta... espero que todo esté yendo bien entre Monica y Marcello.

—No te preocupes, yo sé que sí. Lo cierto es que tengo que darte las gracias.

—¿A mí? ¿Por qué?

—Por hacer que Marcello se quede. No es bueno que ninguno de los dos se vaya enfadado, el problema se magnifica y luego solucionarlo cuesta el doble. Además, me has ahorrado un buen problema con Monica esta noche —se acerca a mi oreja y automáticamente aguanto la respiración—. Si quieres saber un secreto, no hay quien la aguante horas después de que discuta con Marcello. Por eso yo procuro mantenerme al margen de estos temas. Ya se aclararán entre ellos.

Me echo a reír. ¡Qué imagen más cotidiana! Debe ser algo normal entre familias tan grandes. Conocer los defectos y las debilidades de cada uno para actuar en consecuencia.

Stefano me suelta en cuanto llegamos a la barra. La iluminación de la sala es mucho más íntima. Antonello y su mujer ya han dejado a los niños en manos de una cuidadora y ahora se disponen a beber tranquilamente su copa en unas amplias butacas.

—Ahora si me disculpas, voy a saludar a un compañero.

Asiento rápidamente. En cuanto me quedo sola me siento en un alto taburete junto a la barra. Cruzo las piernas y me coloco lo mejor que puedo para no caer de bruces contra el suelo.

—¿Qué le pongo señorita?

Miro el enorme número de botellas que hay detrás del camarero y hago una mueca.

—Algo muy suave...

—¿Martini con limón?

—Vale.

El camarero me sonríe. Coge el vaso, pone los cubitos y el licor, luego añade el limón y una colorida pajita.

Estoy a punto de beber cuando el contacto de unos labios sobre mi hombro me lo impide. Mi cuerpo se estremece y me giro rápidamente para plantar cara a quien sea que haya tenido semejante confianza. Mis pulmones expulsan rápidamente el aire cuando veo plantado a Marcello frente a mí.

—No me acordaba de lo hermosa que eres... ha sido volver a verte y el corazón me ha dado un vuelco.

Se me escapa una sonrisilla traicionera. Yo que quería estar seria... Por suerte Marcello está de mucho mejor humor y eso me reconforta.

Sus manos recogen las mías, separándolas del vaso y las masajea sin dejar de mirarme a los ojos.

—Venía dispuesto a enfrentarme contigo. Pero se me acaba de olvidar todo lo que quería decirte.

Se acerca y me planta un beso. Pero no es un beso normal, detecto un deseo oculto, fuerte e invasivo.

—¿Por qué querías enfrentarte conmigo? —Me obligo a preguntarle en cuanto recobro la consciencia.

Él se pone serio de repente. Lo cual hace que me arrepienta en el acto de lo que acabo de preguntar.

—No me gusta que me lleves la contraria en público. La verdad, no entiendo por qué eres tan terca —empalidezco. Estoy a punto de contestar, pero él alza una mano y me lo impide―. Pero tenías razón, solucionar las cosas en el momento nos ha venido bien. Le he dejado claro a mi madre que tú y yo tenemos una relación recíproca; al igual que tú renuncias a cosas por mí, es justo que yo también lo haga por ti. Quiero alterar tu vida lo mínimo posible, y si ella no es capaz de aceptar eso, más vale que mire para otro lado.

—¡Madre mía Marcello me va a coger manía a partir de ahora!

Gira mi rostro con la mano hasta colocarlo a escasos centímetros de él.

—Yo me encargo. No pienso permitir que nadie coja manía a la mujer que está conmigo.

Suspiro y me aparto de él con toda la delicadeza de la que soy capaz.

—De todas maneras eso ya da igual, he estado pensando y creo que no merece la pena tanto revuelo por un trabajo. No iré a la entrevista. Lo tengo decidido.

—¿Por qué dices eso? Te vas a presentar. Es lo que quieres.

—No... era lo que quería –puntualizo–, ahora ya no estoy tan segura...

Me mira sin comprender.

—No descarto la posibilidad de trabajar, pero por ahora será mejor que haga esto con tiento. Acabamos de formalizar algo y todavía me queda mucho por conocer de ti, de vosotros, en realidad.

—Yo me enamoré de ti por tu forma de ser. No quiero que eso cambie nunca, aunque vaya en contra de todo lo que creo o quiero para ti.

Enamorado... lo ha dicho... mi nivel de adrenalina se dispara hasta llegar a aturdirme.

—Sigo siendo yo. Pero creo que todo esto ha ocurrido tan deprisa que necesito concederme un tiempo para asimilarlo bien y no... bueno... —Me encojo de hombros— llenar mi mente con otras cosas —utilizo las mismas palabras que empleó Paola antes. Marcello me mira con atención, intentando adivinar si mi cambio de opinión se debe a una amenaza por algún miembro de su familia. Sonrío y me acerco a él para abrazarle, ahora solo tengo esa fuerte necesidad. En cuanto mis brazos le rodean me siento repleta, a gusto, y por encima de todo, importante.

—Me gustaría que fueses feliz.

—Por eso no te preocupes, por primera vez en toda mi vida lo soy.

Ahora su mirada no tiene precio; dice sin palabras que me quiere de verdad.

—Es una lástima que esto no lo hubieses pensado antes —sonríe quedamente mientras recoge la mano que descansa sobre mis rodillas— Nos hubiésemos ahorrado un mal trago.

—¿Por qué? —pregunto alterada.

—¿Qué haces hermanito, le estás pidiendo a Ingrid que te preste tus huevos?

Marcello me suelta y sonríe mirando al suelo.

—¿Ves? Esto es a lo que me refería...

Se levanta de un salto y sin mediar palabra le asesta un puñetazo a Claudio que está justo detrás de él. Cuando este se vuelve, va directo a su mandíbula. Los dos se sujetan intentando imponer su fuerza hasta que caen al suelo y siguen golpeándose.

Me levanto mientras camino temblorosa hacia ellos. Mi corazón está a punto de estallar, no entiendo a qué viene todo esto.

—Ven, Ingrid —Monica entrelaza su brazo con el mío y me obliga a dar media vuelta—. Stefano se encarga. Estos dos siempre están igual...

Miro de reojo hacia atrás. Stefano ha vertido una botella de agua fría encima de sus cabezas y se han separado. Ambos se ayudan mutuamente a incorporarse. Los miro extrañada desde la distancia.

—A veces son como niños —Monica sonríe mientras me acompaña hacia una mesa. Las dos nos sentamos juntas. Trago saliva y suspiro hondo—. Siento haberme puesto así antes. No me malinterpretes, por favor, no tengo nada contra ti —suspira por la nariz antes de volver a centrarse en mí—. Solo quiero lo mejor para mi hijo.

—Lo comprendo —mi mirada se entristece—. Sé que piensa que yo no soy la mejor opción, pero puede estar segura de que mi intención no es hacer nada que pueda perjudicar a Marcello.

—Lo sé —sonríe y me retira el pelo de la cara colocándolo detrás de la oreja—. Además te equivocas Ingrid, mi hijo no podría haber elegido mejor. Lo supe desde el primer momento en que te vi, pero no me esperaba que todo fuera tan rápido. Solo es eso, me ha pillado por sorpresa porque hasta hoy pensaba que lo vuestro no había cuajado.

Asiento en silencio. La entiendo a la perfección.

—He decidido no trabajar, de momento —le aclaro, esperando que con esto sellemos la paz.

Monica suspira.

—Mira, quiero serte sincera. No puedo consentir que mi hijo se aleje de mí, de su familia. En cuanto oí que quizás os trasladabais fuera de nuestras propiedades se me nubló el entendimiento. Nosotros lo tenemos todo acondicionado, nuestras tierras están vigiladas y vivimos cerca los unos de los otros. Si él se va... no podré estar tranquila pensando en todo lo malo que le puede pasar.

Mantengo los ojos muy abiertos sin dejar de escucharla. Es tan controladora como me había dicho Marcello, pero lo cierto es que me parece que, en eso, los dos son exactamente iguales. No me atrevo a añadir nada, Monica coge aire y continúa sin darme opción:

—Hay una cosa que debes saber. Marcello es del todo imprevisible, no tiene el mismo criterio ni responsabilidad que el resto de sus hermanos; él es demasiado leal y noble. El orden de sus prioridades está alterado y ahora mismo, tú estás en la cima. Esto no sería algo tan grave si él no fuera un Lucci. ¿Entiendes? Tú debes ser su parte racional, la que le centra y le devuelve al camino al que pertenece cuando intenta desviarse.

—¿Y cree que a mí me hará caso? Es bastante tozudo...

Monica sonríe.

—A ti será la única a la que hará caso. Hoy me ha quedado claro —coge la mano que descansa sobre mi falda, acaricia la pulsera y suspira con nostalgia—. ¿Sabes lo que esto significa?

—Sí. Me lo ha explicado.

Arquea las cejas.

—Mejor dicho, ¿sabes lo que esto significa para Marcello?

Frunzo el ceño.

—Eres importante cariño. Él no se la pondría a cualquiera. Así que, si significas tanto para él, también lo significas para mí.

Me he quedado helada. No sé qué decir...

—Gracias... —susurro en voz baja.

Nos miramos en silencio un buen rato, Monica parece a punto de llorar, sus ojos claros hacen aguas frente a los míos. No sé qué hacer para aliviarla, tampoco sabría decir en qué momento de su discurso empezaron a aflorar esos sentimientos.

Marcello no tarda en localizarnos, se acerca con su andar elegante para hacerse un hueco justo entre nosotras. Tiene el pelo mojado, se lo ha colocado con los dedos hacia un lado. Además, se ha cambiado de ropa, lo cual me extraña muchísimo.

—Ahora que están juntas las dos mujeres más importantes de mi vida, ya me siento un poco mejor.

—Oh, cariño —su madre le da un beso fugaz y le acaricia el rostro antes de ponerse en pie—. Voy a ver qué hace tu padre.

Nos sonríe una última vez más y se aleja dejándonos a solas.

—¿Qué te ha dicho?

—¿Quién?

Pone los ojos en blanco mientras se ladea en mi dirección.

—¿Quién va a ser? Mi madre.

Sonrío con timidez.

—Ha dicho que si yo soy importante para ti, también lo soy para ella.

Arquea las cejas sorprendido.

—¡Ves! Ya te dije yo que nadie iba a cogerte manía.

—Por cierto —le miro fijamente con semblante serio—, ¿qué pasa entre tu hermano y tú?

Ríe al tiempo que se relaja en la silla. Me envuelve los hombros de forma despreocupada con el brazo.

—Claudio es un completo gilipollas. Ha estado buscándome toda la noche.

—¿En serio? No me había dado cuenta.

—¿Ah, no? Pues no ha sido nada discreto, la verdad. No ha dejado de comerte con los ojos durante la cena. Lo que en realidad le jode es que yo esté contigo, así que solo necesitaba una excusa para atacar, y la ha encontrado.

— Lo que acabas de decir no tiene ningún sentido –aparto el rostro con timidez.

Marcello me dedica una sonrisa de medio lado.

—Puede que no te acuerdes, pero créeme, yo sí tengo viva en la mente el recuerdo de la fiesta de cumpleaños de mi padre. Claudio es ese ser irritante que no hacía más que ir detrás de ti contándote chorradas —hago memoria. Aquél día hablé con mucha gente, seguramente Claudio fue uno de ellos pero estaba tan nerviosa y pendiente de Marcello que apenas recuerdo haber estado con nadie más—. Y tú no has tenido que aguantarle los días posteriores a la fiesta, preguntando a todo el mundo si te conocían, dónde podía encontrarte... —Su malévola sonrisa se intensifica—. Naturalmente no le dije nada de ti, de hecho no ha vuelto a saber de tu existencia hasta esta noche —mi perplejidad le hace sonreír de nuevo—. Hoy le ha quedado claro que eres mía Ingrid, mía y de nadie más.

Mis mejillas arden, por enésima vez. Miro a Claudio de soslayo junto a sus dos esculturales conquistas, yo no podría estar jamás a la altura de unas mujeres así.

—Vaya, no sé qué decir... no tenía ni idea y tenéis una forma tan rara de entender las relaciones...

—Ya lo sé —vuelve a sonreír, pero esta vez se acerca y me besa de forma intensa. Yo me muestro cohibida, tengo la sensación de que muchos pares de ojos nos observan—. ¿Nos vamos?

Me separo lo suficiente como para asentir. Nada me apetece más que salir de aquí y poder relajarme. Los nervios me han acompañado durante toda la noche, sin darme tregua. Necesito desconectar.

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