29
Llegamos a mi casa por la tarde, después de comer.
Marcello entra el coche en la finca y lo aparca escondiéndolo un poco de las miradas indiscretas.
—Mis hombres vendrán en media hora —comenta mientras guarda su teléfono móvil en el bolsillo del pantalón—. Tendremos que buscarles una habitación en la casa hasta que construyamos una cabaña fuera.
—Bueno, eso no será problema.
Abro la puerta con una ilusión desbordante. En cuanto doy a la luz, esta parpadea un par de veces y se apaga de repente.
—¿Qué ocurre?
—No lo sé, la luz no va.
—Serán los plomos. Abramos todas las ventanas.
Hago lo que dice, pero cuando entra la luz del exterior nos miramos una décima de segundo con el rostro descompuesto. Hay goteras por todas partes, la lluvia se ha filtrado por las paredes creando enormes surcos de humedad. Le miro sin saber qué decir.
—Solo es una sugerencia, pero... podemos ir a mi casa.
—Yo quiero quedarme aquí.
Suspira y vuelve a sacar el móvil del bolsillo.
—Entonces será mejor que llame a un lampista.
Camino enérgicamente por el comedor. No me da tiempo a llegar a la cocina cuando piso un charco y resbalo. Mi cuerpo cae hacia atrás y mi cabeza impacta bruscamente contra el suelo. Emito un grito mientras llevo instintivamente una mano a la cabeza.
—¡Ingrid!
Marcello corre hacia mí y me ayuda a levantarme.
—¿Te has hecho daño? Déjame ver.
—No, no ha sido nada.
Aparta mi mano y me examina. No tengo sangre, solo siento el dolor del golpe.
—Creo que ya hemos tenido suficiente. Tú decides: o mi casa o un hotel, pero aquí no nos quedamos esta noche.
Miro a mi alrededor. Todo está en ruinas. El deterioro de la casa se hace mucho más evidente después de haber estado en la espectacular mansión de Marcello.
—Tienes razón. No puedo creer que quiera meterte aquí... será mejor que haga la maleta.
Sus manos me impiden avanzar hacia las escaleras.
—A mí me da igual, pero no veo por qué tienes que estar en un sitio así. Mereces mucho más. Yo puedo dártelo, ¿por qué te cuesta tanto aceptar eso?
Miro al suelo. Me siento fatal.
—Yo tengo lo que tengo ―señalo a mi alrededor―. No necesito cosas que no me he ganado.
Sus manos acarician mis brazos, sus ojos se dulcifican y se acerca a mí para besarme.
—Esto es lo que me gusta de ti, que no te interesa absolutamente nada mi dinero ―vuelve a besarme y yo siento como si me derritiera—. Por eso quiero dártelo todo. Ahora mismo nos vamos a vivir a mi casa. Te dejo carta blanca para remodelarla y hacerle los cambios que quieras. Incluso si prefieres la tiro abajo y hago que nos construyan una réplica de esta. Lo que sea con tal de que seas feliz, pero aquí no nos quedamos ni un minuto más.
—Pero...
—No hay peros que valgan. Ya va siendo hora de que vivas como la reina que eres. Coge lo que creas imprescindible o déjalo todo. No necesitas nada, ahora mismo nos vamos de compras.
—¿Qué? ¡No! —grito alterada tras escuchar sus intenciones.
—Esta vez no cederé. Eres mía —dice mientras alza la mano en la que llevo puesta la pulsera—, si quiero comprarte cosas no me lo vas a impedir.
Tira de mí conduciéndome hacia la salida.
—¡Espera! —Le detengo—. No quiero dejar aquí los vestidos que me regaló tu madre y... tengo que coger algunas cosas...
Se detiene y me mira.
—Está bien —acepta dejándome libre—, sería una pena dejar aquí ese vestido azul, o aquel rosa pálido —se muerde el labio inferior y se acerca con sutileza—. Tengo que llevarte a cenar a un sitio elegante donde puedas lucirlo. Me muero de ganas de volver a verte con ese vestido...
—¡Qué dices! —Me separo de él con timidez—. No es para tanto.
—No es para tanto porque tú ya estás acostumbrada a verte, pero para el resto de los mortales no es así ―me dedica una sonrisa pícara.
Niego con la cabeza; es increíble que no pueda dejar de sonreír. Subo rápidamente las escaleras y saco una maleta para meter aquello que me resulta imprescindible; todo lo demás se queda.
Y aquí es donde se acaba una etapa de mi vida. Esta maleta me lo recuerda constantemente: me la entregaron cuando ingresé en el orfanato, luego la hice para independizarme, pasaron largos años antes de que volviera a abrirla y venir a vivir a Italia, y ahora la lleno una vez más. Se avecina otro cambio sustancial en mi vida, lo presiento.
Marcello me contempla recostado en el marco de la puerta con los brazos cruzados sobre el pecho. Cojo toda la ropa que me gusta y la meto con cuidado en la maleta. Observo un rato mi camisa blanca. Recuerdo la expectación que generó en el bar la primera vez que me la puse, así que se me pasa una idea descabellada por la cabeza. Me emociono solo de pensar en esta locura, pero tengo muchísimas ganas de ver su reacción. Intento no mirarle mientras me quito la insulsa camiseta que llevo puesta y la tiro al suelo. Luego me pongo la camisa. Abrocho los botones uno a uno con la picardía de dejar los tres primeros desabrochados, siendo plenamente consciente de que realza mi pecho al tiempo que se ciñe estratégicamente a mi cintura.
Le miro fugazmente, tiene el rostro encendido y sé que no ha dejado de mirarme. Destensa los brazos, camina hacia mí para detener mis manos en el momento justo en el que iba a cerrar la cremallera de la maleta.
Mi corazón late enloquecido.
—Me gusta lo que acabas de hacer. Parece que empiezas a tenerme confianza, ya no te escondes de mí.
—Tengo un brazalete que lleva tu nombre, no tiene mucho sentido esconderme.
—Eso mismo pienso yo —ciñe sus manos a mi cintura—. Eres muy sexy Ingrid Montero. Me dan ganas de hacerte el amor a todas horas.
Sonrío e intento zafarme de sus brazos, pero él me retiene aún más fuerte.
Entonces sus manos se levantan y me desabrocha los botones, rozando con su dedo índice el canalillo de mis pechos.
—¿Qué haces? —pregunto fingiendo sorpresa.
—Solo interpretar tus señales; créeme, son evidentes desde kilómetros a la redonda.
—¿Ah, sí? ¿Y qué dicen? —Le provoco.
—Que ahora mismo me deseas...
Me muerde el cuello con delicadeza. Se me escapa la risa tonta por el cosquilleo y me separo un poco de él, pero Marcello me sujeta una vez más para que no me escape. Vuelve a besarme con insistencia mientras siento que me derrito como un caramelo al sol.
Él se separa lo justo para quitarse la camiseta y quedarse a torso descubierto delante de mí. Sus manos vuelven a sujetarme, atrayéndome muy despacio.
—Eres tan impulsivo...
—Carpe diem...
Acaba de desnudarme con muchísimo cuidado. Se contiene conmigo, lo sé, y eso me gusta.
En cuestión de segundos estamos tendidos sobre la cama. Él me mira, y yo le miro como si fuera la primera vez.
Es tan condenadamente guapo... apuesto a que no sabe lo exótico que es, lo penetrante que es su mirada. Me encantan sus ojos raros, hacen que no pueda dejar de mirarlos. Su nariz recta y simétrica, la sensualidad de sus labios... ¡madre mía si es que es perfecto! Le acaricio la nuca con el pulgar mientras entrelazo los dedos en su cabello. Él echa la cabeza hacia atrás y ahoga un excitante gemido que me vuelve loca.
Nuestros cuerpos se unen una vez más. No puedo creer lo fácil que resulta dejarme llevar cuando es él quien me guía. Incluso me veo capaz de hacer cosas que jamás pensé que haría.
Me mira fijamente desde las alturas, mientras su cuerpo se hunde dentro de mí desatando todo ese deseo. Puede que haya malgastado muchos años de mi vida, pero ahora no pienso desaprovechar ni un día más y voy a recuperar el tiempo perdido; así que prepárate, Marcello, porque aprendo rápido.
—¿De qué te ríes? —demanda jadeante.
—Todavía no me creo lo que estoy haciendo, ha sido todo más rápido de lo que imaginaba.
—Te lo dije; el miedo solo está en tu cabeza. Y por lo que a mí respecta, pienso encargarme de que no vuelvas a tenerlo nunca más.
Madre mía, ya es oficial: estoy embelesada con este hombre. Cierro los ojos y me dejo llevar por las mágicas sensaciones que me poseen. Él acerca su boca a la mía para absorber cada uno de mis gemidos. Me acaricia la cara, el pelo, la barbilla, los labios... sus manos me recorren con detenimiento mientras me hace el amor de forma dulce. Tranquila. Sin impacientarse. Quiero volver a sentir otra vez la prisa de esta mañana, esas ganas locas de moverme sobre él, de elevarme hasta el séptimo cielo y sostenerme ahí durante un tiempo, pero en esta ocasión es diferente. Es como si quisiera alargar al máximo este momento, retenerlo todo lo posible para que no termine nunca. Así que me adapto a su ritmo, me dejo llevar por su experiencia mientras me pierdo en la profundidad de sus ojos distintos, que no se apartan de los míos.
Intentando aplacar la insistencia de un corazón enloquecido, me doy la vuelta. Sus dedos no tardan en recorrer la línea curva de mi espalda esquivando las marcas de cigarrillo que grabaron en mi piel años atrás; luego, recorre esa misma línea en dirección opuesta hasta la nuca. Me separa el pelo, se acerca y me besa el cuello. Me encojo ante su contacto, pero esta vez no digo nada. Entonces sus manos palpan mi cicatriz, el escalofrío me recorre el cuerpo poniéndome la piel de gallina. Me giro hacia él, cojo su mano y la desplazo con sutileza para que se entretenga en otro lugar de mi cuerpo.
—¿Cómo te la hiciste? —pregunta con la voz apagada.
—Con un cuchillo de sierra.
Su rostro cambia inmediatamente. Parece traspuesto tras la respuesta. Sus ojos me piden más información; suspiro sonoramente antes de proceder.
—Yo solía esconderme. Eso a él le cabreaba muchísimo. A veces incluso pasaban largas horas antes de que consiguiera dar conmigo, pero cuando lo hacía... —cierro los ojos y trago saliva—. Un día, después de buscarme durante toda la tarde me cogió del pelo y me condujo hacia la cocina. Me puso sobre la mesa, abrió el cajón y sacó un cuchillo, clavó la punta sobre mi cuello. Recuerdo lo que dijo justo antes de clavármelo: "Por mucho que huyas de mí, siempre me llevarás contigo". Entonces empezó a cortar, creí que moriría ahí mismo, pero no. El corte no fue tan profundo para quitarme la vida, pero sí para dejarme esta espantosa señal, la inicial de su nombre. La letra "C" —alzo el rostro y la expresión de su cara no tiene nombre—. ¿Sabes que no hay nada que pueda borrar los cortes producidos por un cuchillo de sierra?
Me incorporo en la cama cubriéndome con la sábana mientras busco mi ropa con la mirada; la urgencia del momento se ha desvanecido. Él permanece largo rato inmóvil, en silencio.
Encuentro mi ropa y empiezo a ponérmela rápidamente. En cuanto estoy a punto de saltar de la cama, Marcello sujeta mi mano con firmeza.
—Por favor, Ingrid, pídemelo.
Frunzo el ceño.
—No sé qué quieres decir...
—Dame tu permiso. ¡Pídemelo! —ruge y su mano se ciñe aún más fuerte a mi muñeca. Mi corazón se acelera como mecanismo de defensa.
—¿Qué quieres que te pida? —pregunto con la voz engolada, presa del pánico.
—Pídeme que lo mate. Puedo hacerlo. Líbrate de ese problema, táchalo para siempre de tu vida.
—¡¿Qué estás diciendo?! ¡Has perdido la cabeza!
Aparto el brazo con fuerza para deshacerme de él.
—No hay justicia si un individuo así sigue con vida. Piénsalo, será limpio y eficaz. Te lo prometo.
—¡Pero yo no puedo vivir el resto de mi vida sabiendo que soy responsable de la muerte de alguien!
—¡Maldita sea, ese cabrón se lo merece! ¡Da igual, no necesito tu puto permiso, lo haré de todos modos!
—¿Qué? ¡No! ¡Marcello ni se te ocurra!
Mi cara es el vivo reflejo del pánico en estado puro. Él se enfunda los pantalones con energía y se acerca al suelo para recoger su camisa.
—Dame solo una razón, una por la que no debería hacerlo y tal vez me lo piense.
—¡Porque eso ya es agua pasada!, ¡Y además, no es asunto tuyo!
—¡Oh, claro que lo es! Ahora tú eres asunto mío y todo lo que te rodea también.
—¡Esto no! Marcello, por favor. Él ya está pagando por lo que hizo.
—No es suficiente.
—No hagas que esto sea una carga más en mi espalda. Me conozco, no lo superaría.
Marcello suspira sonoramente. Me mira y sus ojos brillantes me indican que está a punto de ceder, pero entonces vuelve a mirarme con severidad.
—La cicatriz del cuello, las señales de tu espalda... también abusó de ti, ¿verdad?
Aprieto los labios y me cuadro frente a él con el semblante más serio que puedo mostrar.
—No. Hagas. Nada –le advierto en tono amenazante–. Me ha costado mucho sobreponerme a eso y lo último que necesito es que alguien se empeñe en remover mi pasado. Yo soy lo que ves –extiendo los brazos–, me has conocido así: con mis traumas, mis defectos y mis inseguridades, nada de lo que hagas podrá hacer de mí una persona diferente porque el daño ya está hecho. Si hasta ahora no te ha importado y has decidido estar conmigo a pesar de todo eso, acéptalo y déjalo en el olvido, donde debe estar.
Nunca me había atrevido a hablar a alguien así, Marcello también parece sorprendido por mi firmeza, tanto es así que me aparta la mirada, bufa con resignación y pasa las manos por su cabello alborotado.
—Está bien. Pero lo que sí voy a hacer y no admite discusión, es tenerle vigilado. Y cuando acabe de cumplir condena impedirle la entrada a Italia de por vida. No quiero tenerle a menos de tres mil kilómetros de ti.
—Me parece bien —hago esfuerzos por esconder la sonrisa tras haberme salido con la mía. Me acerco lentamente y le acaricio el rostro, su ceño continúa fruncido—. ¿Por qué siempre me proteges? Incluso desde el primer día.
Se encoge de hombros. Se distancia un poco de mí para acabar de abrocharse la camisa.
—Será mejor que salgamos. Necesito que me dé un poco el aire.
Corro hacia la maleta y antes de que pueda cogerla, Marcello la retira de mi alcance para llevarla él.
—¿Adónde vamos? —pregunto mientras me coge de la mano y me acompaña a paso ligero por las escaleras.
—Nos vamos de compras. ¿No te acuerdas?
Su humor ha vuelto a cambiar. Ha recobrado la energía y parece mucho más contento que hace un momento.
Y otra vez esas tiendas llenas de elegantes vestidos y gente amable por todas partes. He perdido la cuenta de los sitios en los que hemos entrado, en todos ellos Marcello ha encargado un montón de ropa exclusivamente para mí.
Me siento como el juguete nuevo de una familia adinerada. Se empeñan en vestirme y peinarme como si fuera una muñequita de porcelana.
—Yo no quiero todo esto...
—Me da igual, yo quiero dártelo.
—Estás gastando demasiado en mí, no me gusta nada.
—No es demasiado.
Caminamos a paso ligero por esas calles adoquinadas, con los guardaespaldas detrás. Le obligo a detenerse unos minutos. No veo qué prisa hay para que tengamos que correr tanto.
Justo en ese momento, como una señal del destino, diviso en una tienda a mi izquierda un letrero en el escaparate que pone: "Se necesita dependienta".
Es una tienda de libros de segunda mano. Abro la puerta de cristal y hierro para dirigirme a su interior.
—Vaya... —digo impresionada.
Hay altas estanterías repletas de libros, algunos incluso deben ser importantes pues están en vitrinas de cristal. Lo que más me llama la atención del lugar es el olor, los libros huelen de maravilla, me traslada a un mundo agradable.
—¿En qué puedo ayudarla? —pregunta el encargado. En cuanto distingue a Marcello detrás de mí su rostro se contrae. Marcello levanta su mano colocándola sobre el hombro y eso me recuerda que un día tengo que preguntarle por ese gesto.
—He venido por lo del anuncio.
Marcello me mira enojado.
—¿Quieres trabajar aquí? —pregunta extrañado.
—No veo por qué no. Necesito hacer algo, tener algún tipo de ingreso para ser independiente, ¿no crees?
—Eso es una tontería. Sabes que conmigo no va a faltarte de nada; además, a partir de ahora yo te mantengo.
—No quiero. Mis gastos los pago yo, ya te debo bastante y no veo el momento de devolvértelo.
Su rostro se crispa en el acto.
—No tienes que devolverme nada. ¿Es que no lo entiendes? Tus gastos corren de mi cuenta y no hay nada más qué hablar.
—¡Pero necesito sentirme útil! No puedo estar sin hacer nada...
Sus ojos se suavizan. Bufa y se centra en el dependiente que contempla nuestra discusión atónito.
—Está bien, haz lo que quieras...
Me dirijo al dueño para pedirle información. Tras entregarme su tarjeta quedamos en vernos pronto para revisar mi currículum y realizar una pequeña entrevista.
Salgo de la librería mucho más contenta. Ver que puedo abrirme camino yo sola me enorgullece. Por otra parte, Marcello se muestra más ausente de lo habitual, no le ha hecho gracia que hiciera eso sin consultárselo, pero lo cierto es que no me importa; ya se hará a la idea.
Y por fin llegamos a última tienda que nos queda por ver. ¡Gracias a Dios! Llevamos tantas que incluso he perdido la cuenta.
Un hombre se aproxima sonriente hacia nosotros, ya sabía de nuestra llegada por lo que nos tiende amablemente la mano indicándonos el camino hacia los vestidores.
—Está bien, señorita, si me permite le tomaré las medidas.
Mis ojos se abren en exceso. Miro a Marcello y él se limita a sonreír.
El hombre se acerca con la cinta métrica, está a punto de tocarme y me aparto rápidamente antes de sentir sus dedos sobre mí.
—¿Podría venir una de las chicas a tomarle las medidas?
El dependiente se queda congelado un par de segundos.
—Claro, señor, como guste.
—Gracias.
Respiro hondo en cuanto abandona la habitación. Percibo como a Marcello le divierte mi reacción.
La chica entra enérgicamente, toma mis medidas y se las apunta en una pequeña libreta.
—Bien. ¿En qué estaban pensando? —pregunta dirigiéndose únicamente a Marcello, como si yo no tuviera ni voz ni voto en este asunto.
—Necesitamos de todo un poco: ropa cómoda y funcional, vestidos de cóctel, zapatos, pijamas y ropa interior.
—Bien. ¿Por dónde quiere empezar?
—Creo que por hoy ya hemos tenido bastante. Simplemente quiero que encuentre varias prendas de todo lo que le he dicho y las lleve mañana mismo a esta dirección —dice extendiendo una tarjeta—. Antes de las diez de la mañana.
—¿Pero no me da ningunas directrices acerca de lo que quiere?
—No. Confío en su criterio. Usted se dedica a esto, apuesto a que después de ver a Ingrid ya se hace una idea de lo que le puede resultar más favorecedor.
—Está bien señor, agradezco su confianza.
—Además, me preguntaba si usted podría incluir también algunos perfumes, bolsos, complementos y ese tipo de cosas que usan las mujeres como cremas, suavizantes para el cabello, maquillaje...
—Por supuesto, no hay problema.
—Genial. Esperamos el pedido para mañana a primera hora.
—Descuide.
Marcello le sonríe y ella se ruboriza. Supongo que es el mismo efecto que causa en mí.
—Perdone, señor, ¿cuál es el presupuesto? ―pregunta antes de que traspasemos la puerta de la tienda.
—No hay presupuesto máximo, únicamente le pido que tenga buen ojo.
Marcello me coge de la mano y juntos nos dirigimos hacia la salida. Yo no dejo de observarle.
—Eres un tanto exagerado, ¿no crees?
—¡Para nada! Quiero que no te falte de nada.
—¿Y es necesario todo lo que acabas de hacer? ¿Crees que con eso vas a comprarme?
Me mira con diversión. Pero yo no he dejado de retarle, manteniéndome fiel a mi postura.
—No, Ingrid. A estas alturas ya me ha quedado claro que lo material te importa una mierda. No quiero comprarte, solo hacer que te sientas mejor. Esa es mi única intención, te lo aseguro.
—Sí, esa es otra forma de decirlo...
Marcello sonríe y me besa de improviso.
—Y ahora tengo algo que decirte –me mira sonriente–. Mañana por la noche tenemos un compromiso. Mi familia nos espera para cenar.
Y tras sus últimas palabras mi cuerpo se paraliza, me quedo boquiabierta mientras mis ojos se abren desmesuradamente. Estoy a punto de entrar en estado de shock.
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