11

Las nueve menos cuarto.

Me fijo en el reloj de pared y seguidamente me concentro en la puerta.

Míralo, ahí está. Puntual, como cada maldita mañana.

Espero a que se siente, preparo su café y voy a su encuentro.

—Buenos días.

Le pongo el café sobre la mesa, junto al azúcar y la cucharilla y me siento enfrente de él sin pedir su permiso. Tengo el placer de ver como sus pupilas extremadamente dilatadas me miran con asombro mientras tomo asiento.

—Muy bien señorita Montero, ha tardado usted cuatro días en venir a hablar conmigo. Estoy emocionado –dice en tono irónico.

—Por favor, ¿puedes dejar de llamarme por el apellido y tratarme de usted? La broma ya ha durado bastante.

Su expresión adusta parece satisfecha. Sus ojos se dulcifican.

—¡Desde luego! ¿Ves? No es tan difícil, con educación todo se consigue.

Suspiro y ahora le miro con frialdad.

—Y aclarado esto, ahora qué, ¿qué quieres hablar conmigo? Creo que no tenemos mucho que decirnos, pero tu presencia aquí me dice que tal vez me equivoco.

Eso le sorprende. Tuerce la boca dedicándome media sonrisa y empieza a remover lentamente su café.

—Bueno, eso de que no tenemos nada que decirnos, es discutible –dice tranquilamente—. Has venido a vivir a Nápoles, prácticamente no te conozco y ya sabes, supongo que en lo que a ti respecta, hay cosas que despiertan mi curiosidad.

Frunzo el ceño.

«Tiene curiosidad por mí, ¡nada más y nada menos!»

—Lo siento pero mi vida es cosa mía, no pienso revelarte nada que no me interese descubrir. Tendrás poder sobre muchas cosas aquí, pero no sobre mi persona.

Tiene los ojos como platos, parece incluso satisfecho con mi inesperado arrebato de sinceridad. Me mira con la boca entreabierta, desconcertándome.

—Creo que no hemos empezado con buen pie y por eso ahora te muestras tan reticente conmigo.

—No es eso —le corto elevando un poco la voz—, es que tú no tienes ningún derecho sobre mí —con la emoción golpeo sobre la mesa con el puño—, no tienes por qué saberlo todo. Debes saber que no hablo de mi vida con nadie, y menos contigo.

—Me parece bien –acepta asintiendo y mirándome fijamente a los ojos. Yo intento que no me afecte, pero reconozco que esos ojos pueden hacer flaquear a cualquiera—, pero ten en cuenta una cosa, Ingrid, no tardará mucho en despertarse tu curiosidad y querrás saber cosas sobre mí, recuerda entonces que yo estaré en mi derecho de hacer lo mismo.

«Ah... mi curiosidad. No había pensado en ella hasta ahora. Pero es cierto, yo también la tengo; de hecho, barajo un sinfín de preguntas y todas dirigidas hacia la misma persona y ese curioso clan al que todo el mundo teme y adora a la vez».

Frunzo el ceño y aprieto los labios formando una fina línea.

«¡Joder qué hábil es! ¡Cómo sabe que hay cosas que yo también me muero por conocer!»

—¿Por qué no te haces un café y lo tomas conmigo?

Vuelvo a centrar mi atención en él. Parece concentrado en cada una de mis reacciones; tanto es así, que me siento desnuda. Mis mejillas enrojecen y cuando siento que mi subconsciente me está volviendo a traicionar, me obligo a recomponer la expresión, tapándola bajo una manta de hostilidad; eso se me da mejor.

—No. Gracias. No me apetece.

Su risa me desconcierta. Asiente divertido mientras da un sorbo a su café humeante.

—¿Puedo tentar a mi suerte y preguntarte qué haces en Nápoles?

—Ah —sonrío con malicia, ¿a quién pretende engañar?—. Ahora vas a decirme que no lo sabes.

—En efecto sé cómo has llegado aquí. Pero no entiendo por qué una chica joven deja su hogar, todo lo que conoce y lo que tiene por instalarse en Nápoles sola. No me cuadra.

—Bueno, eso no es asunto tuyo. ¿Te molesta que esté aquí?

Marcello sonríe y se encoge de hombros.

—En cierto modo sí –reconoce–. Me irritas y no sabes hasta qué punto.

Me acerco un poco más a él, inclinándome sobre la mesa para decir en voz baja y pausada lo que su irritación me provoca:

—Me importa una mierda. Si no te gusta, te aguantas.

En cuanto regreso a la posición inicial, él sonríe. Niega con la cabeza mirando su café hasta que sus ojos claros vuelven a desviarse en mi dirección.

—Eres una provocadora. Supongo que lo llevas en la sangre, debe ser el clima, el sol o tal vez la alimentación... —Hace una breve pausa y continúa—: ¿Sabes? No hace mucho que mi familia se dedicaba a la cría de caballos españoles. Eran unas criaturas nobles y vistosas, pero sin duda, lo que más esfuerzo requería era la doma. Son animales muy terrenales, tercos y salvajes, que no se dejan dominar por cualquiera. Eso es lo que los hace tan valiosos: su entrega una vez se les ha sometido.

—¿Qué tiene que ver eso conmigo? —espeto a la defensiva, consciente de que estoy elevando el tono y alguien puede oírnos.

—Me recuerdas a ellos. No dejas que nadie se te acerque, desconfías de todo el mundo y no dudas en dar coces a todo aquel que pretende invadir tu espacio.

Se me descuelga la mandíbula. ¡¿Será gilipollas?!

—¿Me estás comparando con un caballo? —Mi pregunta ante la lógica que suscita hace que me hierva la sangre. Solo tengo ganas de coger esa dichosa taza que hay delante de nosotros y romperla en su estúpida cara de italiano sabelotodo—. ¿Cómo te atreves?

—Tus actos son los que me lo confirman, pero ¿sabes? No hay caballo en el mundo que al final no se someta ante su amo.

Me sale humo de las orejas, las aletas de mi nariz se abren y dejan al descubierto una respiración forzada, nerviosa. Siento que estoy a punto de perder los papeles, pero esto no puede quedar así. ¡No señor! ¿Con quién se cree que está hablando?

Me pongo en pie mirándole con odio. Él me devuelve la mirada. Yo lo interpreto como una provocación y eso no hace más que aumentar mi enfado. Mi corazón no deja de latir nervioso, pero ni siquiera eso puede detenerme; estoy fuera de mí.

—Ni sueñes que alguna vez voy a obedeceros. ¡Ya puedes venir cargado con un ejército si quieres, prefiero morir mil veces a manos de tus amigos que ceder en algo! Al final te doy las gracias, gracias por hacerme ver que he estado a punto de flaquear y acatar ciertas órdenes por no buscarme problemas. Pero ahora he vuelto a recuperarme, vuelvo a ser yo y ya te puedes ir olvidando de ese impuesto tuyo de bienestar, o lo de ir en moto sin casco y demás, porque no pienso ceder en nada. ¿Me has oído maldito ravioli?

Él también se levanta. Automáticamente yo retrocedo, pero no pienso darle el gusto de achantarme en su presencia. Su cara está seria, fría, terriblemente cabreada. Conozco esa expresión, pero ni siquiera eso hace que me retracte.

En cuanto voy a rodear la mesa para desaparecer de su vista, él me sujeta del brazo. Me aprieta con fuerza y me pongo cada vez más nerviosa. Sus manos me queman y necesito que me suelte ahora mismo o enloqueceré.

—¡No me toques! —grito y me muevo, intentando deshacerme de él, pero se niega a soltarme. Respira con brusquedad, haciendo serios esfuerzos por no soltar toda esa rabia contenida ahora mismo y abofetearme.

La gente nos mira. Todos los clientes están expectantes, incluso Maria y Antonio han salido de la cocina, sus caras ahora mismo reflejan todo el temor y la impotencia por no saber qué hacer.

Vuelvo a moverme con brusquedad intentando zafarme de sus fuertes garras, pero cuanto más esfuerzo hago, más me aprieta.

—¡He dicho que me sueltes! ¡No volveré a repetírtelo!

Su mirada se enfurece todavía más. Me da miedo su rostro, trae malos recuerdos a mi mente, pero hace mucho que decidí rebelarme contra todo lo que me producía dolor. No dejaré que nadie me haga sufrir nunca más.

—Cuidado, Ingrid.

Su contra amenaza me tensa; además, sigue sin soltarme. La presión alrededor de la muñeca hace hormiguear la piel impidiendo la circulación de la sangre y empiezo a notar la mano fría.

No lo pienso más, invadida por la rabia alzo la mano que me queda libre y le abofeteo con todas mis fuerzas.

Las respiraciones interrumpidas de los presentes me hacen temer por mi vida. Marcello, que se ha quedado ojiplático tras el ataque y con la mejilla encendida, resopla. Mueve mi brazo con brusquedad hasta colocarme delante de él. Yo intento soltarme, pero su presión alrededor de mi muñeca se hace más insoportable.

—Tú lo has querido —declara al tiempo que se agacha, y sin soltarme del brazo, me levanta rápidamente dejándome caer sobre su hombro.

Carga conmigo mientras yo le propino todas las patadas que puedo, teniendo en cuenta que uno de sus brazos tiene mis piernas inmovilizadas, mientras que con la otra mano, retuerce la mía haciéndome daño.

Entre gritos y vapuleos me conduce hacia el callejón de atrás tirándome bruscamente contra los contenedores de basura.

Yo me arrastro y cojo una tapa del cubo que se ha volcado tras mi caída para lanzársela a la cabeza. Pero como era de esperar, mi puntería es patética y ni siquiera le rozo un pelo.

Marcello coge la manguera que está sujeta al grifo y se acerca a mí. La abre y un fuerte y doloroso chorro de agua helada impacta sobre mi cuerpo, mi cara y mis brazos mientras lucho insistentemente por apartarme. Estoy acorralada entre la pared y las basuras, inmovilizada por la presión que el agua ejerce sobre mí.

Cuando él estima que ya me ha mojado suficiente, cierra la manguera. Su rostro permanece inalterable mientras yo intento recomponer mi ropa y toso tratando de expulsar el agua que he tragado.

—Ahora escúcheme bien: lo que acaba de ocurrir ahí dentro ha sido una ofensa hacia mi persona, jamás olvidaré que se ha producido. Ya sabes lo que hay y dónde estás, a partir de ahora deberás acatar las órdenes como una más y ceñirte únicamente a un trato cordial conmigo. Porque a partir de este momento, mis contemplaciones se han acabado, ¿lo entiendes?

Ladeo el rostro sin dejar de toser.

Marcello se encamina hacia dentro del local. No sé qué hace. Lo único de lo que soy consciente es que minutos después se acercan Maria y Antonio. Se llevan las manos a la boca en cuanto me ven y corren en mi auxilio.

Mientras me pongo en pie y me estremezco por el frío, le maldigo. Sacando un coraje impropio en mí me digo que esto no va a quedar así. Si piensa que su amenaza me asusta, lo lleva claro.

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