Clair de Lune
Un lunático al piano
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Escrito por: TheLonelyFrozenWolf
Otra vez lograba divisar el infame vaso de líquido dorado sobre el piano. El olor a alcohol era prominente, tanto que me causaba arcadas. Estaba entremezclado con colillas de cigarrillo y la humedad de sus mejillas rojizas, dándole a la escena un tinte más lóbrego y solitario.
Él con todas sus fuerzas, deseaba ocultar con ímpetu esas molestas gotas de dolor golpeando con sus manos la superficie del negro piano de cola con sus puños, irradiando su furia en el viejo instrumento que se encontraba en esos instantes cubierto. Su superficie brillaba ante la pequeña luz que emanaba de una farolilla de cera, situada en una elegante mesita al lado de un plato vacío y una tetera que aún humeaba.
Me aferré al umbral de la puerta haciendo el más mínimo sonido para evitar ser descubierta. Siempre había deseado apreciar al maestro al piano pero había días en que lucía mucho más enfermizo y cadavérico que lo normal y siempre causaba intriga alrededor del conservatorio. Ni siquiera su mejor amigo François sabía acerca de lo que le ocurría, ni de la razón del porque se ausentaba unos tres a cinco días cada mes.
Aquel día de arrebol temprano, un jueves, el maestro no había aparecido en la mañana pero el día anterior tenía ese aspecto similar al de los famélicos perros callejeros, sucio, ojeroso y destartalado. Sus ojos perdían brillo, se volvían opacos, un tono amarillento mustio, similar al ocre de la cerveza echada a perder.
El color de sus ojos me había parecido impresionante, único que yo jamás había presenciado en otra persona en toda Francia y su actitud agradable y a la vez misteriosa, me provocaban un misticismo que me atraía hacia él. Quería conocer que era lo que lo hacía ser de esa manera.
Había otra cosa que ansiaba apreciar, su magistral destreza con las teclas del piano. Los que lo habían oído interpretar comparaban su don como incomparable y otros lo tachaban de simple y ordinario, que jamás llegaría a resaltar como otros grandes pianistas o compositores como Bach, Strauss, o inclusive el mismísimo Mozart.
Mi propio tutor, había difamado el talento de Claude tachándolo de sutil y monótono, sin gracia como su apariencia.
Él era como un loco al borde del abismo, que apenas se aferraba desesperadamente a las teclas del piano para no caer al infinito.
De repente, el hombre pasó con delicadeza sus manos por las blancas teclas del instrumento, como si sobara la superficie del lino pulcro. Hinchaba su pecho y lloraba en silencio, colocando ambas manos sobre las teclas y con la delicadeza de un vuelo de mariposa, comenzó a tocar.
Sin partituras, sin ayudas, solo comenzó a guiarse por la suavidad de las notas.
No pude evitar aferrar mis uñas a la madera al oír aquellos apreggios y la dulzura de su tonada. Ascendía y descendía como las hojas arremolinadas por el viento en otoño, y transmitía una paz incomparable a cualquiera que la oyese.
La música bajo de intensidad, tornándose pausada y nostálgica, como si narrara una triste historia que yo era incapaz de descifrar.
No pude evitar llevar mi mano al corazón por la melancolía que me invadía en aquellos momentos.
Al culminar, mi alma sintió flotar en el cosmos. No deseaba que acabase, quería que continuara para inundar mi alma con aquellas notas tan pacíficas y dulces.
Sin embargo, algo me sacó del trance en que estaba. Mi mente cayó en picada de la nube en que me hallaba al oír la gruesa voz del pianista.
—Buenas noches, damisela.
Había un tono molesto en su voz, era bastante evidente. Su poblado bigote se levantó ligeramente al voltear parcialmente la cabeza y observarme con el rabillo del ojo, con ese majestuoso pero intrigante color oro que por unos instantes parecía resplandecer entre la oscuridad del inmenso salón de música.
—Discúlpeme, maestro Debussy. No era mi intención molestarle. Yo solo me retiro...
—No, al contrario. No me molesta para nada —proclamó volteando del taburete frente al piano y conectando directamente su mirada de oro con la mía temerosa.
—Es cierto lo que dicen en el conservatorio. Usted es un genio para el piano...
—Me alegra que seas una de las pocas que piensa así. La mayoría cree que soy una estafa de músico. Aunque probablemente no esté a la altura de otros grandes de la música.
—Esa pieza que acaba de interpretar... ¿La escribió usted? —dije con algo de temor mientras me ponía firme y mostraba más seguridad al hablar.
—Sí. Llevo varios días perfeccionándola. Aunque, no pienso mostrarla en el conservatorio. No es de mis mejores composiciones.
—¿Por qué lo dice?
—Porque cuando la escribí, no estaba al cien por ciento consciente.
—¿Estaba ebrio?
Mi pregunta parece haberlo incomodado, pues no quiso responder. Él arrugó las cejas y acomodó su cabello negro antes de volverse a colocar un sombrero de copa que yacía a la derecha del piano y colocarse de pie.
—Bueno, será mejor retirarme. Ha sido un placer dirigirle la palabra mademoiselle, espero tener otra charla agradable con usted.
El músico se levantó del piano y se me acercó con una gracia innenarrable para darme un beso en el dorso de mi mano y proseguir por el oscuro camino.
—Sé que no me incumbe señor Debussy, pero...¿por qué lloraba? —lancé la pregunta sin pensar al hombre que se retiraba.
Él volteó con lentitud y sus ojos irradieron un miedo profundo, aparte de un color extraño. Oro líquido.
—No comprendería si se lo explico. Además, no es necesario que lo haga...
—¿Es por su esposa? Realmente lamento su pérdida...
El oro de sus ojos me cegaba y mis neuronas percibían un peligro emanando del hombre frente a mí. En el conservatorio tachaban a ese hombre de asesino, que había ahorcado de furia a su esposa hace ya ocho días atrás luego de tener una discusión. Que no había muerto por tuberculosis como él había proclamado a la ciudad de París. A la policía noble importó mucho investigar el caso, y lo dejaron morir allí. Algunos decían que el señor Debussy había metido dinero de por medio, para que ya el caso no sea muy investigado.
El olor acre del alcohol barato emanaba fuertemente de sus labios. Su apariencia elegante había desaparecido ante mis ojos, al verlo acercarse peligrosamente a mí. Aspiró con fuerza mi olor corporal y perfume, mezcla de jazmín y gardenias, antes de volverse a alejar. Sus facciones eran bastante toscas aún bajo la poca luz que la lamparilla daba.
Era bastante irónico que la verdadera naturaleza del señor Claude Debussy era solo capaz de apreciarse bajo la luz de la luna llena.
Un gruñido profundo escapó de entre sus labios, sus ojos brillaron cual candiles y un terror se apoderó de mis piernas.
—¿Claude?
El resplandor plateado entró por el enorme ventanal, iluminando la escena y golpeando la espalda del pianista. Él me miró a los ojos, llorando e hizo algo que jamás pude imaginarme.
Me pidió perdón como el caballero que era...
Han pasado cuatro años desde aquello y no había visto al maestro Debussy desde aquel incidente. Las heridas quedaron plasmadas en mi piel y mi mente, dejándome muda por tres semanas debido al terrible shock que sentí en aquellos momentos.
El monstruo me olisqueó, me tocó, me probó, pero jamás me asesinó.
¿Por qué había sido?
Fue grandioso que la última vez que regresé con mi viola al conservatorio, antes de mi partida a Londres, logré reconocer a un hombre disfrazado de mendigo, tocar con delicadeza las teclas blancas del piano, como si las mismas fueran hechas de cristal.
Era él por supuesto, había regresado a las faldas de su viejo piano de cola.
Estaba segura de que él sabía que yo lo observaba tocando desde el umbral de la puerta, como aquella noche de apogeo de luna.
No pude evitar sentir algo de nostalgia hacia él.
Sus ojos, hundidos y taciturnos, miraban un punto fijo en el frente, llenos de lágrimas. No apestaba a alcohol, tenía un aroma bastante cuproso encima de sus vestimentas negras.
Un escozor recorrió la zona de mi hombro y no pude evitar mi mano al mismo. Mis dedos trazaron el surco donde se clavaron sus colmillos hambrientos y zarandearon de mí, rasgando mi carne. Un sonido espantoso, como mi clavícula rendía ante la potencia de su mandíbula.
Siete meses sin poder entonar una nota en mi violín.
Ahora, al oír su tristeza al piano. Mi violín con su canto melancólico lo acompañaría.
¿Por qué lo hacía?
Porque no podía permitir dejar pasar aquella perfecta pieza de melancolía.
No había aprendido a tocarla por nada.
Él volteó al oír el arco frotándose contra las cuerdas. El título de macilento le quedaba corto a su rostro, el cual podía apreciarse los pómulos demacrados y los párpados caídos. Lucía como un enfermo de tuberculosis terminal, aunque sus ojos amarillos tenían ese extraño y fantasmal brillo.
Por única vez, vi una sonrisa en sus labios al oírme entonar su pieza.
Giró al piano y siguió mis pasos, ambos llevándonos de júbilo y felicidad con cada nota que era entonada.
Aquella fue la última vez que ví a Claude Debussy: el genio incomprendido que tocaba el piano con el alma en sus manos.
Me atacó ferozmente, pero me permitió vivir. Tal vez para que yo continúe su legado y esparza sus creaciones al cantar de mi violín. Nadie creía que él era el autor de la mayoría de piezas que yo interpretaba.
Debussy era un lunático para muchos.
Y lo era, en todos los más crudos sentidos...
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