Capítulo 36
Alice pateó, golpeó, mordió, se retorció e hizo lo imposible y más para que la dejaran en paz, pero no fue capaz de librarse de los guardias. Terminaron prácticamente arrastrándola por los pasillos y las escaleras hasta la planta baja, y de ahí al exterior del edificio. Fue entonces cuando Giulia terminó su paciencia y le dio un golpe seco en la boca, dejándola quieta el tiempo suficiente como para que la ataran con fuerza en las muñecas y los tobillos.
Alice levantó la cabeza cuando la sujetaron del pelo y le pusieron otra venda, esta vez en la boca. Vio que su padre se quedaba mirándola desde un lado, sin decir nada. Finalmente, se acercó y la miró con cierto escepticismo.
—No la golpeéis si no es absolutamente necesario —dijo a Giulia—. No he tardado tanto en encontrarla como para que ahora dañéis el sistema.
¿Sistema? Alice intentó hablar, pero solo se escuchó un murmullo detrás de la tela que le cubría la boca. Además, su padre ya se estaba alejando de ella y subiéndose a uno de los coches.
—Quieta —le dijo Giulia, agarrando algo de la mano de su compañero y clavándoselo a Alice en el cuello.
Se quedó dormida antes de poder pensar en lo que estaba ocurriendo.
***
Cuando abrió los ojos de nuevo, le dolía la cabeza. Parpadeó varias veces cuando notó que no podía moverse —y no tenía muchas fuerzas para ello— y vio que estaba siendo transportada por alguien por un camino de piedra que no había visto en su vida. Levantó un poco la cabeza. Giulia iba delante de ellos. Detrás, dos guardias que no le prestaron atención. Cuando echó una mirada a su alrededor, no conoció nada, pero supo enseguida dónde estaba.
Ciudad Capital.
Lo veía todo borroso, así que no tuvo la oportunidad de contemplar ningún detalle de su alrededor. Se limitó a cerrar los ojos con fuerza cuando entraron en un edificio. Le dolía el cuerpo entero. Apenas era consciente de dónde estaba. Cuando volvió a abrirlos, vio que cruzaban un pasillo blanco iluminado y que se detenían delante de una de las múltiples puertas. Giulia la abrió de un manotazo.
Alice notó el golpe seco contra el suelo cuando la soltaron bruscamente. Se quedó sin respiración unos segundos, mirando el suelo blanco. Luego, se permitió mirar a su alrededor. Estaba en una celda, no había duda, pero era de una capital, así que los lujos —o lo que ella consideraba lujo— eran abundantes: dos camas individuales, dos mesas auxiliares con lámparas encendidas, un cuadro pequeño encima de la puerta y otra puerta que, al parecer, conducía a un cuarto de baño.
—¿Qué tenemos que hacer? —preguntó el hombre que la había transportado. El gigante. Alice miró su placa.
Capitán Clark. Tenía nombre de dibujo animado.
Pero daba miedo.
Giulia no respondió. Se limitó a agacharse con un cuchillo y a quitar las cuerdas a Alice, que habría deseado huir, pero no tenía fuerzas ni para ponerse de pie. ¿Qué demonios le habían dado?
—De pie —dijo Giulia cuando le hubo quitado todas las cuerdas y la mordaza de la boca.
Alice se quedo en el suelo, negando con la cabeza.
—Como quieras.
Clavo los dedos en el brazo de Giulia cuando la agarró del pelo y la arrastró por la habitación hasta el cuarto de baño. Alice consiguió no caerse de morros de nuevo cuando la soltó, apoyándose torpemente en el lavabo y evitando mirarse al espejo.
—Desnúdate.
Alice miró a Giulia. Los otros tres hombres estaban en la otra habitación. El capitán Clark parecía de todo menos interesado, y los otros dos vigilaban la puerta, dándole la espalda.
—No hagas que te obligue —replicó Giulia lentamente.
Ella movió un brazo, pero estuvo a punto de caerse al suelo. Giulia, irritada, se acercó y le quitó la ropa de mala manera, dejándola completamente desnuda. Después, la metió en la bañera y le enchufó un chorro de agua fría en la cabeza. Alice sintió que sus sentidos empezaban a despertarse cuando Giulia le tiró el jabón bruscamente.
—Lávate de una vez —le dijo—. No querrás presentarte mañana con esas pintas que llevabas.
—¿Presentarme? —preguntó Alice lentamente.
Giulia señaló el jabón y ella empezó a frotarse sin ganas, dándose cuenta de la cantidad de suciedad que tenía encima. Cuando terminó, Giulia volvió a mojarla con agua fría y la obligó a ponerse de pie envuelta en una toalla suave. La obligó a sentarse encima de la tapa del retrete y Alice frunció el ceño cuando vio que sacaba un cuchillo.
—Bueno, tengo sedante para esto, pero no creo que lo necesites, ¿no?
Alice apenas era consciente de nada, pero se tensó cuando notó que la agarraba de la cabeza con una mano y con la otra apuntaba con el cuchillo en su sien.
—Supongo que ya podemos quitarte esto.
Alice intentó decir algo, pero las palabras se quedaron ahogadas con el grito cuando la punta del cuchillo se introdujo en su sien, removiendo hasta que consiguió sacar una pequeña placa redonda de metal. Alice empezó a jadear cuando notó las gotas de sangre resbalándole por la cara, y a la toalla blanca.
—Eres más dura de lo que pensaba —dijo Giulia, metiendo la placa en una bolsa de plástico pequeña y guardándola en su bolsillo—. Me esperaba más gritos. Las otras me los dieron.
Agarró un paño, lo empapó con un líquido que le dio el Capitán Clark, quien se había acercado sin que Alice se diera cuenta, y lo estampó sobre la herida. Alice se mareó con la mezcla de dolor y escozor que tenía en la cabeza. Quería vomitar, pero no tenía nada en el estómago.
—Podrías haber hecho una herida más limpia —replicó el capitán, mirando a Giulia.
—Podría haberla sedado. Pero así era más divertido.
—Esto no es un juego, Giulia. Si dañamos a su favorita, estamos fuera.
—Todavía estamos dentro, ¿no? —Giulia la miró con una sonrisa engreída—. La ropa está en la cama. Te recomiendo que te vistas antes de que venga alguien.
Dicho esto, se marcharon, dejando a Alice sola y mareada.
***
No sabía cómo, pero había conseguido ponerse la camiseta blanca y los pantalones del mismo color, de algodón, que le habían dejado encima de una de las camas. Había conseguido parar el sangrado ella sola cuando había conseguido despertarse del todo, pero ahora tenía una marca azulada en la sien, justo donde habían clavado el cuchillo. Además, le dolía el cuerpo entero, como si hubiera estado un año entero corriendo y ahora se hubiera detenido de golpe. No sabía qué era ese suero que le habían dado, pero no quería volver a probarlo nunca.
Estaba tumbada en su cama cuando escuchó que la puerta se abría. Se asomó por encima de su brazo, deseando que fuera alguien llevando comida, pero en su lugar vio que era un guardia que empujó bruscamente a un hombre en el interior de la celda. El hombre hizo un ademán de dirigirse a la otra cama, pero se detuvo en seco al darse cuenta de su presencia.
Alice se quedó mirándolo.
—¿Max?
Él abrió la boca y la volvió a cerrar, sin palabras.
—¿Alice? —preguntó finalmente, anonadado—. ¿Qué...?
No supo como continuar. Alice lo miró a arriba a abajo. Él también llevaba puestos unos pantalones y una camiseta de manga corta. Todo blanco. Era extraño ver a Max en algo tan impoluto. Era extraño verlo ahí.
—Así que estabas vivo —murmuró ella, sonriendo sin ganas—. Después de todo, nuestros esfuerzos no fueron para nada.
—¿Qué esfuerzos?
—Intentamos salvarte —murmuró Alice, agachando la cabeza—. Pero solo llegó hasta ahí. Solo el intento.
Max permaneció en silencio unos segundos, y después se dirigió hasta la otra cama, sentándose lentamente. Alice lo miró de reojo. Se sentía avergonzada y humillada. Quería esconderse bajo las sábanas. Y eso que ver a Max, de alguna forma, había hecho que su ánimo mejorara.
—¿Qué... qué te han hecho durante este tiempo? —preguntó Alice, sin poder evitarlo.
—Nada doloroso —aseguró Max, frunciendo el ceño—. Solo preguntas sobre la ciudad.
—Ya veo...
—¿Y los demás?
—Teníamos un plan, así que nos separamos. Los que se quedaron conmigo resultaron ser unos traidores —ella apretó los labios, pensando en Ben.
Max la miró durante unos segundos sin decir nada, cosa que ella odió profundamente. Se sentía como si la estuviera juzgando. Y lo odió porque sabía que merecía ser juzgada.
—Viste a tu padre, ¿no? —le dijo Max.
El solo pensamiento de su padre hacía que a ella le volviera la jaqueca. No entendía nada. No sabía si quería entenderlo. Era todo tan confuso... había estado intentando no pensarlo, pero era inútil. Era obvio que tendría que hacerlo en algún momento.
—¿Cómo sabes que es mi padre?
—Digamos que me ha mantenido bastante actualizado de vuestra relación.
—¿Cómo?
—Su chivato, el que te traicionó, le ha estado informando de todos tus movimientos —Max negó con la cabeza—. Nunca me gustó el padre de Rhett, pero jamás habría pensado que llegaría a algo así.
—Pero... —Alice se frotó los ojos—. Mi padre... él no..
—No es como recordabas —terminó Max por ella.
—Eso no es ni de cerca lo que siento —murmuró Alice—. Creí que estaba muerto. Lo... lo estaba. Vi cómo lo disparaban. Lo vi. Estaba muerto. Tenía que estarlo. Yo...
No levantó la cabeza para mirar a Max, pero supuso que estaba apretando los labios.
—Parece que no lo estaba.
—Eso ya lo sé —Alice frunció el ceño—. ¿Cómo es posible eso?
—No lo sé, Alice.
—¿Y... por qué me hace esto? ¿Qué pretende?
—¿Hablas en serio?
Ella levantó la cabeza. Max la miraba, perplejo.
—Alice, no tienes ni idea de quién es tu... padre, ¿no?
No pudo evitar fijarse en la manera tan despectiva que usó para llamarlo padre.
—¿Qué quieres decir?
—Él vive aquí —dijo Max, negando con la cabeza—. Es el líder, por así decirlo, de ciudad Capital. De los rebeldes. Es nuestra mayor representación de poder.
—No —Alice negó con la cabeza—. Eso es imposible. Él ha vivido conmigo en mi antigua zona. Y durante años.
—¿Ah, sí? Tengo entendido que tus recuerdos de esa zona son implantados.
—Sí, pero solo los de mi infancia —replicó ella—. Yo solo llevo en funcionamiento cuatro años.
—Si te han implantado recuerdos falsos sobre tu memoria, ¿qué te hace pensar que no lo son la mayoría de los que tienes de tu padre?
—¿Qué?
—Por lo que sé, solo llevas en funcionamiento un año, Alice.
—No —ella no quería creerlo—. Y mi padre no es el líder de los rebeldes. Es imposible. Él crea androides. Crea vida. No la destruye. Y... ¡lo mataron, maldita sea!
—Alice...
Ella se pasó las manos por el pelo, desesperada. Necesitaba entenderlo y no podía. Era frustrante.
—No pienses en ello ahora —le dijo Max—. Solo conseguirás estar horas y horas pensando en algo que solo hará que te sientas peor.
—¿Y en qué quieres que piense, Max?
—En algo más positivo.
—Nunca creí que serías tú el que me dijera eso a mí —murmuró ella, sonriendo sin ganas.
—La vida da muchas vueltas.
—¿Y qué se supone que es lo positivo de la situación?
Max lo pensó un momento, suspirando.
—Bueno, estamos vivos, ¿no?
Alice asintió con la cabeza tras unos segundos.
—Me alegra que estés vivo —dijo, al final, mirándolo.
Max la miró un momento, y luego clavó la mirada en cualquier otro lado.
***
Ninguno había hablado demasiado ese primer día. De hecho, Alice había estado tumbada en su cama todo el día, mirando el techo y pensando. Odiaba pensar en qué estaría pasando fuera de esa habitación, pero no podía evitarlo. Max tenía un pequeño libro que iba leyendo, en silencio. Era como estar sola de nuevo.
De hecho, estaba a punto de ir a cuarto de baño solo para hacer algo y distraerse, cuando abrieron la puerta. Dos guardias se acercaron a ella y le pusieron unas esposas. Alice miró a Max, que tenía el ceño fruncido, antes de que la condujesen fuera.
Cruzaron los mismos pasillos que el día anterior, aunque esta vez se detuvieron en una zona que ella no había cruzado. Era un pasillo más ancho, con gente vestida con batas blancas y androides que estaban siendo reformateados, sentados en camillas de metal. Era extraño ver un androide abierto. Parecían tan humanos... y sin embargo cuando los abrías eran circuitos y circuitos de placas y cables combinados con sistemas humanos.
Abrieron una de las habitaciones del fondo y la empujaron dentro sin decir una sola palabra.
La dejaron sola, y ella miró a su alrededor. Una de las paredes era solo ventana, pero desde ahí se podía ver que era lo suficientemente gruesa como para que nadie pudiera intentar nada con ella. Por lo demás, había un enorme foco de luz que iluminaba perfectamente la habitación entera, además de una camilla y un montón de aparatos que no reconoció.
Llevaba tanto tiempo esperando que se había sentado en el suelo, cuando la puerta se abrió. Ella levantó la cabeza bruscamente y se quedó muda cuando vio que el padre Tristan entraba hablando con un hombre. Con su padre.
Ninguno de los dos la miró mientras ella los observaba con la boca abierta de par en par. Dos guardias se quedaron mirando en la puerta.
—...pueden ser por eso —señalaba el padre Tristan, marcando algo en su cuaderno.
—Mhm... —se limitó a decir su padre.
Por primera vez, ambos la miraron. El padre Tristan frunció el ceño al ver la expresión escéptica de su padre.
—¿Por qué sigue llevando esa ropa? ¿Dónde está la otra?
Uno de los guardias se apresuró a agarrar una bolsa y lanzársela a Alice, que todavía tenía las manos esposadas. La agarraron del brazo y la llevaron a una habitación contigua diminuta, en la que había solo una mesa de metal y un espejo. Los recuerdos a su habitación en su antigua zona hicieron que pusiera mala cara, pero la puso peor cuando abrió la bolsa.
—No —susurró.
—Póntelo —el guardia, al que ahora había identificado como el capitán Clark, la empujó contra la mesa de nuevo.
—No... no puedo.
—Si no te quitas eso ahora mismo, lo haré yo. Así que date prisa.
—No pu...
Un bofetón en la mejilla hizo que volviera de golpe a la mesa, apoyándose torpemente. Notó el sabor a sangre en el labio inferior, pero no hizo un solo gesto de dolor.
—He dicho que te des prisa.
Definitivamente, no quería tenerlo cerca más tiempo del necesario.
Miró la bolsa de nuevo. Era esa ropa. Esa maldita ropa. La que había usado durante su tiempo en su antigua zona. El vestido, las botas, incluso la goma del pelo. Y todo perfectamente blanco.
Agarró el vestido blanco y cerró los ojos un momento cuando recordó todo por lo que había pasado la última vez que se lo había puesto. Había sido su vestido reglamentario durante muchos años. Respiró hondo mientras se quitaba la ropa, quedando en ropa interior, y frunció el ceño cuando notó la fina tela rozándole la piel hasta que estuvo ajustado. Se subió ella misma la cremallera de la espalda y se miró a sí misma. Odiaba esa ropa. Odiaba todo lo que le recordara a esa zona. Odiaba a todo el mundo.
—Zapatos —le dijo bruscamente el capitán.
Ella se los puso casi sin pensar, y luego se miró al espejo. Sabía lo que venía ahora. Agarró la goma del pelo y se lo ató en un moño perfecto, sin un solo pelo suelto. Se miró a sí misma y le entraron ganas de vomitar.
Estaba vestida como la antigua 43, pero ya no era esa chica. Ya no quedaba nada de esa androide asustada que había huido de su antigua zona. Ahora era Alice...
...y tenía que ser fuerte su quería salir de esa.
Y si eso significaba ponerse esa estúpida ropa... tendría que hacerlo.
Se relamió el labio y salió de la habitación con el capitán, que la agarró bruscamente del hombro.
En la sala habían dos doctores más, todos con una máquina diferente. Su padre estaba sentado en una silla que acababan de traer, mirando la camilla vacía. Cuando la vio llegar, suspiró.
—Ya era hora —la miró de arriba a abajo.
—¿Qué...? —empezó ella, sin siquiera saber por dónde empezar.
—Tumbadla en la camilla —dijo su padre sin dejarla terminar.
Alice se quedó mirándolo, sin moverse. El capitán apretó su agarre en el hombro, tratando de moverla.
—Vamos —dijo en voz baja.
—Padre, ¿qué...? —empezó ella.
—No me llames padre —el hombre puso los ojos en blanco, cosa que la confundió aún más—. Por Dios, ¿todavía no has entendido nada?
—¿Entender? ¿Qué hay que entender? —preguntó en voz baja.
—Tumbadla en la camilla.
Esta vez se dejó llevar a la camilla, donde la tumbaron sin atarla por ningún lado, cosa que la extrañó. Vio que el padre Tristan bajaba una máquina pequeña hasta situarla veinte centímetros por encima de su cabeza, y los demás padres hacían lo mismo en sus piernas y brazos. La mayor estaba encima de su estómago. Ella vio que en todas sus pantallas empezaban a salir dibujos incomprensibles para ella.
—¿Qué hacéis? —preguntó, asustada.
—Silencio —ordenó el padre Tristan.
—Pero...
—Te han pedido silencio —replicó su padre, poniéndose de pie y mirando las máquinas con el ceño fruncido.
Alice se quedó mirándolo unos segundos, y ya no pudo aguantarlo más.
—¿Que me han pedido silencio? —repitió—. ¡No quiero estar en silencio!
Todos se detuvieron y la miraron fijamente.
—Padre, yo... necesito... —ni siquiera lo sabía. Seguía confiando en él. O, al menos, una pequeña parte de él, la que había conocido en su antigua zona. No podía haberse transformado tanto en tan poco tiempo. Era imposible. Lo miró, desesperada, pero él permanecía impasible—. Necesito que me expliques qué está pasando.
El hombre se quedó mirándola unos segundos que le parecieron eternos.
Después, hizo un gesto con la mano y, automáticamente, todos retiraron sus aparatos, dejando a Alice tumbada en la cama sin nada encima. Ella respiró hondo cuando su padre se sentó en el borde de su cama, mirándola con una sonrisa calmada que le recordó a su padre, al que ella conocía, y no a ese hombre que se comportaba de esa manera.
—No hay nada que explicar, Alice —replicó él lentamente.
—¿Que no hay nada? ¿No...? ¡Creía que estabas muerto!
—Oh, yo no dejaría que me mataran de manera tan estúpida.
—Pero... —ella se pasó una mano por la cara, frustrada— vi como... como...
—¿Como me disparaban?
Ella se quedó mirándolo, más confusa que nunca.
—Sí. Te vi... en el suelo... estabas...
—¿Y te parece que estoy muerto?
—No, pero...
—Alice, me dispararon la cabeza y no morí —sonrió un poco, poniendo una mano encima de la de ella—. ¿Qué crees que significa eso?
Alice frunció el ceño lentamente.
—¿Cómo?
—Mi conocimiento viene de la experiencia, querida —le paso un dedo por la palma de la mano de manera cariñosa, para después volver a cruzarse de brazos.
Alice notó que se le hacía un nudo en la garganta.
—¿Eres... un androide?
—Obviamente.
Se quedó mirándolo, sin palabras. Todavía estaba asimilando lo que había oído.
—Pero...
Ni siquiera sabía cómo reaccionar.
—Me... me hiciste creer que estabas muerto. Que eras humano —replicó en voz baja.
—Claro que lo hice. Era parte del experimento.
—¿Experimento?
—Oh, sí. Pero hablaremos de todo esto más adelante.
Ella negó con la cabeza, mirándolo.
—¿Quién... eres?
—John, como sabes —dijo él, enarcando una ceja.
—No, me refiero... ¿quién eres aquí?
—Oh, Alice —él sonrió, como si le hubiera contado un chiste—. Soy el alcalde de Ciudad Capital.
Alice se quedó mirándolo unos segundos. No tenía sentido. Era imposible. Aunque Max ya se lo había dicho, todavía no lo había asumido.
—No.
—Sí, lo soy —replicó él—. Lo he sido siempre. Solo que me tomé un tiempo para dedicarme más a fondo a la creación de androides de nueva generación, como tú. Pero de eso también hablaremos otro día.
—Entonces... —ella estaba empezando a atar cabos— ¿tú enviaste a la gente que masacró nuestra zona?
—La gente que masacró la zona era mi gente, querida. Yo vivo aquí.
—Mataste a... cientos de los nuestros —ella notó que se le cortaba la voz.
—¿Matar? —su padre negó con la cabeza—. No se puede matar lo que no está vivo, querida.
—¿Lo que no está vivo? —ella frunció el ceño—. ¿A qué te refieres?
Su padre sonrió de la misma forma cuando Alice apartó la mano de la suya.
—Has pasado demasiado tiempo con humanos, Alice... ya no recuerdas quién eres en realidad.
—Sé quién soy. Mejor que nunca.
—¿Ah, sí? —sonrió despectivamente, levantando las cejas.
—Y sé que estoy viva.
—Oh, Alice —él suspiró, poniéndose de pie. Todos los científicos los miraban desde el otro extremo de la habitación. Su padre empezó a pasearse—. Tenía miedo de que algo así pasara.
Alice se quedó mirándolo en silencio.
—Querida —él se giró hacia ella, mirándola fijamente—, no eres humana.
Ella tragó saliva.
—Estoy viva.
—No, querida, no estás viva. Solo eres un dispositivo electrónico. Más desarrollado, sí, pero no dejas de ser un dispositivo que puedo encender y apagar cuando quiera.
—Soy más que eso. Y tú también —dijo ella. Le temblaba la voz.
—Yo te creé, Alice. No creas que sabes más de ti misma de lo que sé yo. Incluso te dejé mi marca.
Se acercó y la agarró de la muñeca, justo por la zona que había tocado Charles. Alice vio, por primera vez, una pequeña marca con una J. Apartó la mano rápidamente y se puso de pie, al otro lado de la cama.
—¿Lo ves? —le preguntó su padre—. Siento que te hayan hecho creer esa cruel mentira, Alice, pero sabes que es cierto. Toda tu existencia es un programa diseñado y programado minuciosamente.
—No —ella negó con la cabeza.
—¿Crees que lo que sientes es real? —preguntó él—. Querida, tus sentimientos son solo reflejos de la conciencia que se te ha implantado. No puedes sentir. No puedes tener consciencia. Porque no eres humana.
—Sí... puedo sentir —dijo ella, vacilando.
—¿Por qué? —él sonrió—. ¿Conociste a algún humano que te dijo que te quería, es eso?
—No —dijo rápidamente.
—Oh, querida. Los humanos se dejan llevar fácilmente por sus instintos. Te creamos como un modelo de belleza. Fuera lo que fuera lo que quería ese humano, no era amor, era algo más carnal.
—Tú no sabes nada —replicó.
—Sé cada movimiento que has hecho, desde la huida con 42, hasta...
—¿Dónde está 42? —preguntó ella bruscamente, al recordar que los hombres que se la habían llevado eran hombres de su padre.
—En una celda, en observación por comportamiento defectuoso.
—¿En una celda? ¡Hace meses que os la llevasteis!
—¿Y a quién le importa? —sonrió su padre—. No es humana. Ni siquiera es un prototipo avanzado. Solo la mantengo en funcionamiento porque no consigo ver el fallo en su programa.
—Eres un... —ni siquiera sabía qué palabra usar.
—Bueno, me gustaría seguir con esta agradable conversación, pero tenemos que continuar con el análisis. Parece que estás defectuosa. Puede que haya algún problema en la programación...
—No tengo ningún problema —replicó ella bruscamente.
Su padre borró la sonrisa, mirándola.
—Túmbate en la camilla.
—No lo haré.
—43 —dijo lentamente—. No me hagas que te obligue a hacerlo.
—No me llamo así —dijo ella, furiosa.
—Se acabó —su padre se dio la vuelta—. Que alguien me dé la placa de mando.
Alice cerró los ojos un momento, y luego se dio cuenta de que ya no podía más. Más que nunca, estaba enfadada. Con su pa... no. Ese no era su padre. Ese no era el padre John. Ese era un completo desconocido.
Sin pensarlo dos veces, saltó la cama, dispuesta a chocar con él, pero el capitán se interpuso en su camino. Hizo un movimiento de lucha tan básico que a Alice le dieron ganas de reírse. Rhett se habría reído, probablemente, antes de romperle el brazo. Se apartó tan rápido que pudo agarrar el brazo y doblarlo para inmovilizar al capitán contra el suelo, justo antes de darle una patada en la espalda.
Se dio la vuelta hacia su padre, que parecía extrañamente calmado. Ella apretó los puños con fuerza y se lanzó sobre él.
Pero no pudo.
Justo cuando estaba a medio metro de él, se dio cuenta de que no podía moverse.
Parpadeó y bajó la cabeza, mirándose a sí misma. Tenía los brazos y piernas congelados. No podía moverse. Intentó mover, aunque fuera, un dedo, pero era imposible. Ni siquiera los sentía. Le entraron ganas de gritar por la mezcla de furia y confusión.
—Te he dicho que no me obligaras a hacerlo —replicó su padre, haciendo que lo mirara. Sujetaba una especie de tabla táctil—. Querida, esta es tu placa de mando. Si quiero que saltes por la ventana, lo harás.
Ella intentó hablar, pero se dio cuenta de que tampoco notaba la boca. Solo podía mover los ojos y la cabeza. Le entraron ganas de llorar de rabia.
—¿Lo ves? —preguntó él, acercándose y pasándole una mano por la mejilla—. Eres una máquina, por mucho que te duela. Ahora, vuelve a la cama.
Ella volvió a la cama sin siquiera ser consciente de ello. Se quedó tumbada y vio que le ponían las máquinas de nuevo. Clavó los ojos en el techo, con ganas de gritar.
***
Max estaba todavía en la cama leyendo cuando llegó. La miró con curiosidad cuando la dejaron entrar en la habitación. Alice estaba pálida. Parecía estar asustada. La sentaron en la cama y un guardia puso una máquina en su sien. Pulsó un botón y, al instante, Alice volvió en sí.
Ahora, estaba sola con Max en la habitación. Él la miraba con el libro a un lado.
—¿Qué te han hecho? —preguntó Max, mirándola con el ceño fruncido.
—Yo... —Alice notó que le fallaba la voz. No quería hablar. Tenía ganas de llorar—. Voy a darme una ducha.
Max no dijo nada, pero notó su mirada hasta que se metió el cuarto de baño.
Fue la ducha más larga que se había dado en su vida. Se frotó tan fuerte el estómago que terminó con la piel irritada. Odiaba ese número. Odiaba ese lugar. Se odiaba a sí misma. Odiaba a su padre. Odiaba a todo el mundo.
Cuando volvió, con la ropa blanca puesta, Max estaba sentado en su cama mirando un punto fijo. Volvió a centrarse en ella cuando Alice se sentó en su cama, con las rodillas en su pecho, abrazándolas con fuerza.
Estuvieron los dos en silencio unos segundos. Notó la mirada de Max sobre ella.
—Deane tenía razón —dijo, lentamente.
—¿En qué? —preguntó Max, impasible.
—Soy... solo soy una máquina.
Levantó la cabeza para mirarlo. Max no había cambiado su expresión. Seguía mirándola en silencio.
—Ahí arriba... podían hacer lo que querían conmigo. Solo tenían que pulsar un botón y yo... Soy... solo una máquina.
Siguieron los dos en silencio.
Finalmente, escuchó que Max suspiraba.
—Sí, eres una máquina —replicó.
Alice negó con la cabeza, con aún más ganas de llorar. De hecho, tenía la vista borrosa por las lágrimas.
—Una máquina perfeccionada, pero una máquina, después de todo —siguió Max.
—¿Crees que eso me sirve de algo? —preguntó ella, sin atreverse a mirarlo—. Lo acabo de decir.
Vio que él se apoyaba con los codos en las rodillas, mirándola.
—¿Y qué si lo eres?
Alice lo miró un momento, pasando el dorso de la mano por debajo de sus ojos.
—¿Qué?
—¿Que crees que son los humanos? También somos máquinas, de algún modo. Quizá estamos creados por diferentes componentes, pero funcionamos a base de reacciones químicas y biológicas. Igual que tú. A nosotros también se nos puede controlar. A ti con un botón, a nosotros con un precio. ¿Qué importa?
—No es lo mismo...
—Sí es lo mismo —replicó Max—. Por eso, no te eché de la ciudad cuando Deane me advirtió de lo que eras.
Alice levantó la cabeza de golpe.
—¿Qué?
—¿Crees que no lo sabía, Alice? —preguntó, suspirando—. Deane había estado quejándose de ti durante un tiempo, pero ese día explotó. Convenció a dos alumnos para que me contaran lo que eras, y se mostró algo decepcionada cuando no te eché.
—¿Por qué no lo hiciste? —preguntó ella en voz baja, limpiándose otra lágrima.
—Porque esa información no me pareció relevante.
—Eso... ¡lo cambia todo!
—¿Ah, sí? —él enarcó una ceja—. ¿En qué, exactamente?
—Yo... —ella lo pensó un momento—. No lo sé, pero...
—Si el cambio fuera tan evidente, sabrías decirme algo al instante. Pero veo que no puedes.
Alice se quedó mirándolo, confusa.
—Por eso, Deane contactó con los de Ciudad Capital para que fueran a Ciudad Central. Pero esperaba que te atraparan a ti, no a mí, así que tuvo que improvisar y llevarte con Charles. Supongo que esta vez tampoco habrá tenido recompensa.
—Entonces, los que atacaron la ciudad...
—Sí, Deane estaba implicada. Los dejó entrar. Quería tener razones para que la gente se pusiera en tu contra.
—¿Y por qué te atraparon a ti? —ella se sorbió la nariz, interesada.
—Sabían que iríais a por mí al ver que Deane estaba al mando.
—Pues... tenían razón —ella negó con la cabeza—. Pero eso no quita que yo siga siendo un androide.
—¿Sabes? —Max la miró, tras unos segundos de silencio—. Yo nunca he tenido problemas con los androides. De hecho, nunca he tenido una opinión muy concreta sobre ellos. Me daban igual. Los capturaba y vendía por comida sin detenerme a pensar si realmente estaban vivos o no. Siempre es mejor pensar que no sienten nada, así no tienes cargo de conciencia cuando los vendes como si fueran objetos.
Alice no supo qué decir, así que apretó los labios.
—Pero, Alice... he de confesar que me has decepcionado.
—¿Te... sientes decepcionado? —preguntó ella en voz baja, insegura.
—Sí. No esperaba que fueras así —la miró con una ceja enarcada—. Unas horas con ellos y tu primera reacción es olvidar todo lo que has aprendido en meses con nosotros. Y todo para volver a ser el androide obediente que ellos quieren que seas.
—Pero...
—No he terminado —dijo tajantemente.
Ella calló enseguida cuando Max clavó una mirada severa en ella.
—¿Y llorar? ¿Por qué? ¿Porque eres un androide? ¿No lo sabías?
—Tú no sabes lo que siento —replicó ella, ofendida.
—Hace unos minutos me has dicho que no sentías nada por ser una androide. Y, sin embargo, llorar es una reacción muy humana. Así que, dime, ¿eso es todo lo que harás? ¿Llorar?
—Yo... no... —ella tartamudeó, abochornada. En realidad, estaba a punto de hacerlo.
—Creía que no caerías tan fácilmente, Alice. Así que sí, estoy decepcionado. Porque esperaba que, al menos, aguantaras un día. Pero no has conseguido ni eso. No deberías estar triste por ser lo que eres, sino por cómo has reaccionado.
—Es... es complicado.
—Nada es tan complicado.
—No he llorado, ¿vale? —replicó, molesta—. Soy más fuerte de lo que crees.
—Ser fuerte no es cuestión de llorar o no.
Alice se quedó mirándolo, sin saber qué decir. Ya ni siquiera tenía ganas de llorar.
—Ahora, dime, Alice —Max clavó en ella una mirada severa—, ¿vas a hacer esto durante todo el tiempo que estés aquí? ¿Lamentarte por bobadas?
—No —dijo ella en voz baja.
—¿Pretendes que te crea?
—No lo haré, ¿vale?
—¿No vas a llorar?
—No, no lo haré.
—¿Y qué harás?
Alice lo miró durante unos instantes.
—No dejaré que me digan quién soy.
—¿Por qué?
—Porque sé quién soy. Y no soy lo que ellos creen.
—Bien —Max agarró el libro—. Eso está mejor.
Alice se quedó mirándolo fijamente unos segundos, sorprendida por lo rápido que había cambiado de pensamiento. Se miró las manos, avergonzada por haberse dejado manipular por su padre tan fácilmente, y luego lo miró de nuevo.
—Gracias, Max.
Él no respondió, pero se quedaron mirando el uno al otro con complicidad unos segundos, hasta que cada uno volvió a su actividad particular.
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