2 - 'Imprevistos'
Había pasado una semana desde su charla.
Esos días habían sido los más largos de su vida. No dejaba de pensar que, si unos rebeldes locos no entraban por la puerta y los mataban, lo harían los propios padres cortándoles las manos.
Miraba continuamente encima de su hombro, tensa. No podía evitarlo. 42 había empezado a preguntarle si se encontraba bien, pero Alice era incapaz de decirle nada. Su padre le había pedido que no lo hiciera. Tenía que obedecer. No podía traicionarlo.
Las comidas de la cafetería de parecían eternas, sus horas en la biblioteca sin sentido y no dejaba de mirar a los padres y a los científicos como si fueran unos traidores. En su cabeza, todos ellos sabían que podían atacarlos y no decían nada a nadie. Eran unos traidores.
Aunque... claro, ella también era una traidora, de alguna forma.
Más de una vez se encontró a sí misma de pie en el vestíbulo del edificio principal, mirando la gran estatua que había en el centro. Era una estatua blanca y perfecta de un hombre con una bata de científico. No era nadie en concreto, pero se suponía que representaba a los padres. A Alice solía darle igual. Ahora, le parecía estúpida.
Sí, había sido una semana larga. Hasta que llegó ese día.
Mientras subían las escaleras por la noche hacia los dormitorios, le tocó andar a la par que 47. No pudo evitar mirarle la mano. A no ser que te fijaras mucho en ella, no podrías ver que no era la suya. 47 pareció darse cuenta y la escondió mejor. Los chicos llevaban manga larga, así que era más fácil ocultarlo.
Y, tras eso, los dos se giraron de nuevo hacia delante, incómodos.
Cuando por fin llegaron a sus camas, Alice supo que esa noche tampoco dormiría mucho. Como cada noche, miraba el techo durante horas y horas y le daba la sensación de que podía notar el bulto del revólver en la espalda, aunque en realidad los separara el colchón.
Estaba segura de que todo el mundo vería que lo tenía y, en cualquier momento, entrarían en la habitación los científicos y la llevarían con su padre para castigarlos a ambos. Incluso podía ver la malévola —y a la vez terroríficamente entrañable— sonrisa del padre Tristan mientras ordenaba a los guardias que se les cortaran las manos.
Se tumbó de lado y se quedó mirando la cama de su compañera, 42. Ella dormía profundamente, con el pelo rubio desparramado por la cama. Alice también tenía el pelo muy largo, estaba modificado para no crecer.
Había oído que en algunas partes se cortaba el pelo de las chicas como castigo, como una pérdida de su feminidad, aunque no lo entendía. ¿Qué tenía que ver el pelo con eso? Se suponía que seguían teniendo rasgos femeninos. Los humanos eran un verdadero misterio.
42 suspiró y murmuró algo en sueños. Se conocían desde el día de su creación, que había sido simultánea, pero con diferentes padres. El padre John y el padre George. Según lo que sabía Alice, su creación había sido dos años atrás, pero en su memoria sentía como si hubiera vivido toda una vida.
Se preguntó hasta qué punto podía confiar en 42 y se giró hacia el otro lado, frunciendo el ceño. ¿Debía decirle que corría peligro? No, su padre le había dicho que no lo hiciera.
Justo en ese momento, escucho un pequeño ruido del exterior. Su ceño se profundizó. Apenas había sido un susurro, pero lo había oído. Y nunca había ningún ruido cuando daban el toque de queda. ¿Había alguien despierto a esas horas? Quizá era una madre vigilando los pasillos.
Intentó ignorarlo con todas sus fuerzas pero, justo en ese momento, volvió a escuchar el ruido, esta vez más insistente y justo detrás de la puerta del pasillo. Sintió que se le erizaba el vello de todo el cuerpo y se incorporó inconscientemente.
—¿43?
Dio un respingo ante el susurro de su compañera 42, que la miraba con los ojos muy abiertos.
—¿Qué haces? —susurró 42, asustada.
—¿Lo has oído? —preguntó Alice en voz baja.
Ella negó con la cabeza con tanta rapidez que Alice supo que mentía. En un momento de pura curiosidad, dejó los pies colgando de la cama —el suelo volvía a estar frío— y se levantó. Pareció que a 42 iba a darle un infarto en cualquier momento, pero también se incorporó.
—¡No puedes levantarte de la cama durante el toque de queda! —susurró, siguiéndola.
—No —Alice empezó a dirigirse lentamente hacia la puerta—. He oído algo.
—¿Y qué? No te preocupes, encontrarán al que lo haya causado. No es...
Pero la interrumpieron unos claros pasos alejándose por el pasillo, y el sonido de la puerta del pabellón del fondo abriéndose de un portazo. Las habitaciones estaban insonorizadas, por lo que apenas se había oído. Los demás seguían durmiendo.
—¿Q-qué ha sido eso? —preguntó 42, temblorosa.
—Alguien entrando en la otra habitación —susurró ella.
Y, sin pensarlo demasiado, abrió la puerta solo para ver a través de una rendija y se asomó. Con sorpresa, vio que 42 también se asomaba, justo debajo de ella.
El pasillo estaba oscuro, pero sus ojos estaban adaptados a la oscuridad, así que le bastó un pequeño escudriño para ver la silueta de tres hombres vestidos de negro que llevaban... ¿qué era eso? Parecía un saco. Frunció el ceño cuando vio que tiraban el saco al suelo y uno de los hombres levantaba algo que llevaba en los brazos y lo apuntaba. Cuando vio lo que era, cerró la puerta de golpe, justo a tiempo para que el disparo apenas se escuchara en la habitación.
No era un saco. No lo era. No era nada parecido a eso. Era una persona. Y la habían disparado.
—¿Eso era...? —preguntó 42 entrecortadamente.
—Eso creo —y la miró un momento, su corazón iba a toda velocidad, no podía pensar—. Tenemos que irnos.
—¿Qué? ¿Irnos?
—Ya me has oído —se dirigió de nuevo a su cama y agarró el revólver con una fuerza un poco desmesurada. Le dio la sensación de que pesaba más que la última vez.
—¡Suelta eso, 43, vas a hacerte daño!
—¡Ellos nos harán daño si lo suelto! —replicó ella.
—¡No sabes usarlo!
—¡Prefiero que me maten intentándolo!
Alguien se movió y ellas se dieron cuenta de que estaban hablando en voz demasiado alta. Sin embargo, nadie parecía haberse despertado. 41, 44 y 45 seguían durmiendo.
42, por su parte, parecía estar a punto de echarse a llorar.
—Tenemos... que... no lo sé... avisar a las demás.
Alice pensó en lo que había dicho su padre, pero ahora no importaba, ¡no podía dejarlas morir de esa forma! ¿En qué clase de ser la convertiría eso?
Pero justo en ese momento la puerta se abrió de golpe. Ellas dos se encontraban justo al lado, así que les vino justo que no las aplastara contra la pared. Quedaron ocultas ahí detrás mientras los mismos tres hombres pasaban dentro de la habitación y empezaban a gritar. Las tres androides restantes empezaron a levantarse apresuradamente, desconcertadas, y los hombres levantaron las armas.
—¡Faltan dos! —gritó uno.
Alice se sorprendió cuando 42 la tomó de la muñeca y se deslizó con ella hacia la puerta sin hacer ningún ruido. Cuando estuvieron en el pasillo, como si estuvieran coordinadas, empezaron a correr con todas sus fuerzas. Los disparos empezaron, igual que los gritos. Gritos de 41, 44 y 45. Las habían abandonado para que murieran mientras ellas escapaban.
Pensó en 44. En lo molesta que le había parecido una semana atrás. Ahora, estaba a punto de llorar por haberla dejado morir.
Alice sintió náuseas cuando vio montones de figuras en el suelo y tuvo que esquivarlas. No quería pensar en qué serían. O más bien en quiénes serían.
Sin darse cuenta, se había quedado ella en primer lugar y al bajar las escaleras advirtió que, probablemente, los de su habitación no serían los únicos invasores que habían entrado en la zona, así que se detuvo de golpe en las escaleras. 42 chocó con ella y estuvieron a punto de rodar hasta el piso inferior.
—¿Qué haces? —preguntó 43, en tono agudo—. ¡Tenemos que avisar a alguien!
—No... no podemos ir por aquí
—¡Claro que sí!
Ella abrió la boca para replicar, pero 42 pasó por su lado y terminó de bajar las escaleras. Apenas hubo tocado el pabellón inferior con la punta de los pies, volvió atrás, pálida y miró a Alice con los ojos llenos de lágrimas.
—Están... están... todos...
—Está bien —no quería que lo dijera en voz alta. Ahí dormía también su padre. ¿Estaría...? No. No quería pensarlo. Su padre estaría bien—. ¿Había alguien... vivo?
—No, pero no hay otro camino —murmuró 42, a punto de llorar—. Tenemos que pasar.
Alice se pasó las manos por la cara. El revólver cada vez le parecía una opción más útil, aunque al final se limitó asentir una vez con la cabeza.
—Tú... sígueme. Y no mires al suelo, ¿vale? Solo mírame a mí.
Bajó las escaleras y 42 se apresuró a seguirla. Alice no estaba segura de por qué lo hacía, teniendo en cuenta que estaba tan asustada como ella. De todas formas, hizo de tripas corazón y cruzó el pasillo con la vista clavada al frente, aunque sentía un característico olor. Olor a sangre. Era nauseabundo.
—43 —susurró su compañera.
Alice se puso en guardia, pero 42 solo estaba señalando un punto del suelo.
Eran dos mujeres vestidas como los invasores de su habitación. Llevaban ropa muy extraña, unos monos de cuerpo entero y de color gris ceniza. Estaban ambas tumbadas en el suelo, una todavía sujetaba un arma, la otra estaba boca abajo.
—Se han defendido —susurró 42 como si fuera difícil de creer—. Los de nuestra zona... se han defendido.
Alice, sin saber por qué, supo qué hacer.
—Tenemos que ponernos su ropa.
—¿Qué? —chilló 42.
—Si nos ven descalzas y en camisón... nos atraparán enseguida. Tenemos que encontrar una manera de salir de aquí.
—¿Salir de aquí? ¿De la zona? ¿Te has vuelto loca?
—Ya te lo explicaré cuando nos vayamos —ella temblaba, y quería encontrar a su padre cuánto antes, pero sabía que buscarlo en esas condiciones no era lo más inteligente.
—Tienen sangre —susurró 42, a punto de llorar—. Es asqueroso.
Alice se separó de ella, se aseguró de que nadie las veía y tomó del tobillo a una de las mujeres. 42 parecía estar a punto de vomitar cuando agarró a la que estaba boca abajo. Las metieron en los lavabos del pasillo y se empezaron a cambiar de ropa. Alice advirtió que casi todo le iba grande, pero no era nada comparado con 42. Ella estaba tan delgada que parecía una muñeca de trapo vestida con ropa de guerra. Tenía los ojos llenos de lágrimas mientras intentaba no tocar la sangre.
42 le dio la vuelta a la mujer para desabrochar mejor las botas y retrocedió enseguida, soltando un grito.
—¡Cállate! —le espetó Alice sin poder contenerse.
Cuando miró abajo, deseó no haberlo hecho. Alguien había disparado a esa mujer en la cara y ahora parecía cualquier cosa menos una persona. Solo un cráneo agujereado. Sintió una nausea subiendo por su garganta y se tapó la boca.
Pero no podían perder el tiempo, y menos después de ese grito.
—No la mires —le dijo a su compañera, recuperando la compostura—. Quítale las botas y ya está.
—No puedo... no...
—¡Hazlo de una vez!
No le gustó gritarle. Nunca había gritado a nadie. Pero al menos hizo que 42 reaccionara. Siguió llorando, pero al menos le quitó los zapatos.
Alice terminó de atarse las botas y la esperó. Cuando estuvieron listas, se ataron el pelo la una a la otra, como cada mañana. Alice agarró el revólver y respiró hondo. Fingió serenidad y, sin tener otra opción, bajaron al piso inferior.
Le sorprendió encontrar las luces encendidas y ningún cuerpo en el suelo. Aceleró el paso y miró en cada habitación —los científicos tenían habitaciones individuales—, pero no encontraba a nadie. Ese pabellón estaba vacío. 42 pareció relajarse un poco.
—¿Dónde crees que están? —le preguntó, como si Alice tuviera las respuestas que ella tanto quería.
—No lo sé.
Como si quisieran responder, escucharon un disparo en el patio delantero y las dos se quedaron pálidas. Bajaron rápidamente las escaleras. Alice apretó el arma entre las manos y se preguntó cómo funcionaría.
El piso inferior ya era el comedor, que estaba desierto y tranquilo. Lo cruzaron rápidamente y se asomaron a los ventanales del fondo. Alice era más alta, así que se puso de puntillas. 42 tuvo que subirse a una silla.
Había un grupo de gente vestida de gris ceniza que rodeaba a una hilera de gente vestida de blanco. Un vistazo fue suficiente para ver que los de blanco eran los científicos... o lo que quedaba de ellos.
Alice miró con más desesperación, buscando a su padre, pero no lo veía por ningún lado. Uno de los hombres de gris exclamó algo que no pudo entender y vio que cada persona de gris levantaba el arma y apuntaba a la cabeza de un científico.
Fue entonces, justo en ese momento, cuando vio a su padre. A su creador. Al padre John.
Estaba de rodillas mirando al hombre que le apretaba la pistola contra la frente. Sin embargo, en el último segundo, bajó la mirada y a Alice le pareció ver que sus ojos se cruzaban. Pero fue durante solo un segundo, porque entonces todos apretaron el gatillo a la vez.
Lo último que vio fue el cuerpo de su padre dar un espasmo y caer rendido al suelo.
Por un momento, no se movió, solo se quedó mirando por la ventana mientras los hombres de gris, impasibles, arrastraban los cuerpos hacia un lado y los empezaban a amontonar en un rincón del patio. El montón fue haciéndose más grande a medida que pasaron los segundos y ella siguió con la mirada clavada en su padre. No le veía la cara, y no estaba segura de si quería hacerlo, pero sí vio sus piernas siendo arrastradas hacia el montón por un hombre desconocido.
Se sentía como si estuviera flotando. El cuerpo de su padre empezó a desaparecer cuando amontonaron más sobre él. Y, justo en el momento en que volvía a la cordura, vio la cara del hombre que había dado la orden de disparar. Era el padre Tristan.
Apenas fue consciente de que estaban zarandeándola con violencia. Justo entonces, sintió un picor punzante en la mejilla y se llevó la mano ahí. Parpadeó, volviendo a la realidad. Le zumbaban los oídos.
42 estaba a su lado, tirando de ella en dirección a la cocina. Estaba llorando. Acababa de darle un bofetón, desesperada.
—¡Tenemos que irnos, 43!
Ella clavó los ojos una última vez en el padre Tristan y se dejó guiar hacia las cocinas, como si no pudiera terminar de entender lo que sucedía.
—¡No sé como salir! —42 estaba histérica.
Alice se llevó las manos a la cabeza. Le costaba concentrarse. Le costaba pensar. Parpadeó varias veces e intentó dejar de estar mareada. Sí, tenían que salir de ahí. Como fuera. Tenía que centrarse en eso. En nada más. En nadie más.
—Vámonos de aquí —murmuró, con voz ronca.
Las dos salieron de la cocina por la puerta trasera, que daba directamente a los patios del laboratorio. Los coches pequeños que utilizaban los padres para desplazarse de un lado a otro estaban desiertos. Eran una buena opción para salir de ahí.
Alice agarró de la mano a 42 cuando vieron un grupo de gente de negro dirigiéndose a las cocinas. Actuó tan valiente como pudo y se mantuvo firme hasta que llegaron a su altura. Los encabezaba una mujer, y ella la miró un momento cuando se cruzaron, pero con una mirada que daba a entender que era solo un gusano más. Alice leyó una placa en su pecho. Giulia.
Cuando desaparecieron en la cocina, aceleraron el paso hasta que se vieron a sí mismas corriendo. Alice abrió la puerta del conductor del más cercano. Estuvo a punto de reírse cuando vio que tenía las llaves en el contacto.
Pero... ¿cómo se usaba esa cosa? Puso las manos sudorosas en el volante. No se había dado cuenta hasta ese momento de que las tenía llenas de sangre. Intentó no pensar en ello.
—Tienes que apretar eso con el pie —señaló 42, para la sorpresa de Alice—. Y el otro creo que es para parar el coche.
No necesitaba gran cosa más, así que encendió el motor, que apenas hizo ruido, y sin encender las luces avanzó lentamente. Los primeros movimientos fueron bruscos, pero después se encontró a sí misma conduciendo como si hubiera estado haciéndolo toda su vida. 42 la miró, sorprendida, cuando ella cambió de marcha, pero no dijo nada. Alice avanzó hacia la desierta salida trasera y aceleró cuando abandonaron la zona.
Ninguna de las dos miró atrás.
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