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—¿Lo dices en serio, Simon? ¿Es verdad? ¡Eso es fantástico! ¡Es maravilloso! —Isabelle alargó el brazo para coger la mano de su hermano—. Alec, ¿has oído lo que ha dicho Simon? Jace no es el hijo de Valentine. ¡Nunca lo ha sido!
Alec pasaba la mirada de Jane a Simon con expresión de odio. El azul de sus ojos se veía incluso aún más intenso que nunca, como si una tormenta estuviese comenzando en su interior. Jane se sentía mal, tan abrumada, que estuvo a punto de echarse a llorar en más de una ocasión.
—Entonces ¿de quién es hijo? —respondió Alec, aunque Simon tuvo la impresión de que sólo prestaba atención en parte.
El muchacho parecía estar ausente. Sus padres permanecían cerca, mirando con cara de pocos amigos en dirección a ellos; a Jane le había preocupado que tal vez tendría que explicarles todo el asunto también, pero ellos le habían permitido amablemente disponer de unos pocos minutos a solas con Isabelle y Alec.
—¡A quién le importa! —Jubilosa, Isabelle alzó las manos al cielo y luego torció el gesto—. A decir verdad, ésa es una buena pregunta. ¿Quién era su padre? ¿Michael Wayland, después de todo?
Jane negó con la cabeza.
—Stephen Herondale.
A penas el nombre abandonó su boca, sintió una extraña punzada en el pecho. Stephen Herondale, ese era su padre, su verdadero padre.
—Así que era el nieto de la Inquisidora —dijo Alec—. Ése debe de ser el motivo por el que ella… —Se interrumpió, mirando a lo lejos.
—¿El motivo por el que qué? —exigió Isabelle—. Alec, presta atención. O al menos dinos qué estás buscando.
—No «qué» —respondió Alec—: a quién. A Magnus. Quería preguntarle si querría ser mi compañero en la batalla. Pero no tengo ni idea de dónde está. ¿Le has visto, por casualidad? —preguntó, dirigiéndose a Simon.
Éste meneó la cabeza afirmativamente.
—Estaba arriba en el estrado con Clary, pero… —estiró el cuello para mirar— ahora no está allí. Probablemente está entre la multitud.
—¿De veras? ¿Vas a pedirle que sea tu compañero? —preguntó Isabelle—. Éste asunto de los compañeros es como un cotillón, excepto que incluye matar.
—Así es, exactamente como un cotillón —afirmó el vampiro.
—A lo mejor te pediré que seas mi compañero, Simon —dijo Isabelle, enarcando una ceja con delicadeza.
Al oírla, Alec se puso serio. Iba, como el resto de cazadores de sombras de la estancia, totalmente equipado: todo de negro, con un cinto del que colgaban múltiples armas. Sujeto a la espalda llevaba un arco; a Jane le alegró ver que había encontrado un sustituto para el arco que Sebastian había hecho pedazos.
—Isabelle, tú no necesitas un compañero, pues no vas a pelear. Eres demasiado joven. Y si se te ocurre siquiera pensarlo, te mataré. —Alzó la cabeza violentamente—. Aguardad… ¿Es ése Magnus?
Isabelle, siguiendo su mirada, resopló:
—Alec, es una mujer lobo. Una chica lobo. De hecho, la conozco, es… May.
—Maia —corrigió Simon.
La muchacha estaba un poco alejada, ataviada con pantalones de cuero marrón y una ajustada camiseta negra en la que ponía «LO QUE NO ME MATE… SERÁ MEJOR QUE ECHE A CORRER». Un cordón le sujetaba los trenzados cabellos atrás. Se dio la vuelta, como si percibiera que tenían los ojos puestos en ella, y sonrió. Simon le devolvió la sonrisa. Isabelle puso mala cara. Simon dejó de sonreír a toda prisa… ¿En qué momento exacto se había vuelto tan complicada la vida?
El rostro de Alec se iluminó.
—Ahí está Magnus —dijo, y se largó sin siquiera mirar atrás, abriéndose paso por entre la muchedumbre hasta la zona donde el alto brujo estaba parado.
—Mi hermano es idiota —dijo Isabelle—, ya sabes, de un modo un tanto lamentable.
—¿Por qué lamentable? — quiso saber Simon.
—Porque Alec está intentando conseguir que Jane lo tome en serio —explicó Isabelle—, pero jamás les ha hablado a nuestros padres sobre sus sentimientos hacia ella, y para rematar ahora la ignora.
— En realidad hubo un malentendido — dijo Jane bajando la mirada — Hice una estupidez y Alec me vio, lo cual hizo que se disparasen todas sus inseguridades. Debe de pensar que no lo amo. Pero la verdad es que sí lo hago.
Simon bajó la cabeza, con la mandíbula apretada. Se podría decir que parecía celoso.
— Lo que ocurrió fue…
—¿Qué es lo que ocurrió, exactamente? —preguntó Maia, acercándose a grandes zancadas de modo que la oyeran—. Quiero decir que no acabo de entender este asunto de los compañeros. ¿Cómo se supone que funciona?
—De ese modo.
Simon señaló en dirección a Alec y Magnus, que se mantenían un poco aparte de la multitud, en su propio pequeño espacio privado. Alec dibujaba en la mano de Magnus, con el rostro concentrado y los cabellos oscuros cayéndole sobre los ojos.
—¿Así es que todos tenemos que hacer eso? —dijo Maia—. Conseguir que nos hagan un dibujo, quiero decir.
—Únicamente si vas a pelear —respondió Isabelle, mirando a la otra muchacha con frialdad—. No parece que tengas los dieciocho aún.
Maia le mostró una sonrisa tirante.
—No soy una cazadora de sombras. A los licántropos se los considera adultos a los dieciséis.
—Bien, pues tienen que hacerte el dibujo, entonces —dijo Isabelle—. Lo tiene que hacer un cazador de sombras. Así que será mejor que te busques uno.
—Pero…
Jane no se quedó para escuchar el pero de Maia. No podía soportar ni un segundo más en esa posición.
Con dificultad, se abrió paso entre la gente hasta llegar a donde se encontraban Magnus y Alec. El pelinegro abrió mucho los ojos al verla, y luego le dio una mirada fría, cortante. Jane sintió que el mundo se le caía a los pies, pero reunió el valor y habló.
— No sé que piensas que está sucediendo, pero estoy segura de que te equivocas — los ojos de la rubia se llenaron de lágrimas — Estoy harta de malentendidos y fatalidades entre nosotros. Realmente lamento mucho lo que viste, pero él me besó a mí, no yo a él. Te amo demasiado Alexander Lightwood, y no sé qué más puedo hacer para que olvides todas tus inseguridades y te des cuenta de eso.
Sin esperarlo, Alec rodeaba con sus brazos a Jane y le estaba besando, en la boca. Jane, que parecía estar en estado de shock, permanecía paralizada. Varios grupos de gente —cazadores de sombras y subterráneos por igual— los miraban atónitos y cuchicheaban. Echando una ojeada a ambos lados, Simon vio a los Lightwood, que, con los ojos desorbitados, contemplaban boquiabiertos la exhibición. Maryse se cubrió la boca con la mano.
— Yo también te amo, Jane Hall.
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