25

—¿Hodge? —repitió Simon con perplejidad—. Pero no puede ser. Hodge era… y Samuel, no puede ser…

  —Bueno, es la especialidad de Hodge, al parecer —dijo Alec con amargura—. Hacerte creer quien no es.

  —Pero él dijo… —empezó a decir Simon.

La expresión del rostro de Hodge era suficiente. No era culpa, en realidad; ni siquiera horror por haber sido descubierto, sino una terrible pesadumbre que resultaba duro contemplar durante mucho tiempo.

  —Jace —dijo Hodge con voz muy baja—. Alec…, lo siento mucho.

  Jace se movió entonces del modo en que se movía cuando peleaba,  y se colocó ante Hodge con un cuchillo en la mano cuya afilada punta se dirigía a la garganta de su viejo tutor. El reflejo del resplandor del fuego resbaló por la hoja.

  —No quiero tus disculpas. Quiero un motivo por el que no debería matarte ahora mismo, justo aquí.

  —Jace —Jane pareció alarmada —. Jace, aguarda.

  Sonó un rugido repentino cuando parte del tejado del Gard se llenó de lenguas de fuego anaranjadas. El calor titiló en el aire e iluminó la noche.

  —No —dijo Jace—. Sabías lo que mi padre me hizo, ¿verdad? Conocías todos sus sucios secretos.

  Alec paseaba la mirada con estupor desde Jace hasta su viejo tutor.

  —¿De qué estás hablando? ¿Qué sucede?

El rostro de Hodge se arrugó.

  —Jonathan…

  —Siempre lo has sabido, y jamás me dijiste nada. Todos estos años en el Instituto… y jamás me dijiste nada.

  La boca de Hodge se entreabrió flácida.

  —No… no estaba seguro —musitó—. Cuando no has visto a un niño desde que era un bebé… No estaba seguro de quién eras, y mucho menos de lo que eras.

  —¿Jace?

  Alec los miraba alternativamente, con consternación, pero ninguno de ellos le prestaba la menor atención a nada que no fuese el otro. Hodge parecía un hombre atrapado en un torno que se fuese tensando; sus manos daban sacudidas a los costados como atenazadas por el dolor y sus ojos se movían veloces de un lado a otro.

  —No te creo —dijo Jace.

—Cuando los Lightwood me informaron de que iban a hacerse cargo del hijo de Michael Wayland, yo no sabía nada de Valentine desde el Levantamiento. Llegué a pensar que se había olvidado de mí. Incluso recé para que estuviese muerto, pero jamás lo supe. Y entonces, la noche antes de tu llegada, Hugo vino con un mensaje de Valentine para mí. «El chico es mi hijo». Eso era todo. —Respiró entrecortadamente—. No sabía si creerle. Pensé que lo sabría…, pensé que lo sabría, simplemente mirándote, pero no había nada, nada que me diera esa seguridad. Y pensé que se trataba de una estratagema de Valentine, pero ¿qué estratagema? ¿Qué intentaba hacer? Tú no tenías ni idea, pero lo tuve muy claro, pero en cuanto al propósito de Valentine…

  —Deberías haberme contado lo que yo era —replicó Jace, de un solo golpe de voz, como si le extrajesen las palabras a puñetazos—. Podría haber hecho algo al respecto. Matarme, quizá.

Hodge alzó la cabeza, levantando los ojos hacia Jace por entre los cabellos enmarañados y sucios.

  —No estaba seguro —volvió a decir, medio para sí—, y en los momentos en que me lo preguntaba… pensaba que, tal vez, la educación podría importar más que la sangre… que se te podía enseñar…

  —¿Enseñar qué? ¿A no ser un monstruo? —La voz de Jace tembló, pero el cuchillo que sujetaba se mantenía firme—. No deberías haber sido tan estúpido. Él te convirtió en un cobarde rastrero, ¿verdad? Y tú no eras un indefenso niño pequeño cuando lo hizo. Podrías haberte defendido.

  Los ojos de Hodge descendieron.

  —Intenté hacer todo lo que pude por ti —dijo, pero incluso a los oídos de Jane sus palabras sonaron pobres.

  —Hasta que Valentine regresó —repuso Jace—, y entonces hiciste todo lo que te pidió; me entregaste a él como si fuese un perro que le hubiese pertenecido en una ocasión, un perro que él te hubiese pedido que le cuidases durante unos cuantos años…

  —Y luego te fuiste —dijo Alec—. Nos abandonaste a todos. ¿Realmente pensaste que podías ocultarte aquí, en Alacante?

  —No vine aquí a ocultarme —dijo Hodge, con voz apagada—. Vine a detener a Valentine.

  —No esperarás que te creamos. —Alec volvía a sonar furioso ahora—. Siempre has estado del lado de Valentine. Podrías haber elegido darle la espalda…

—¡Jamás podría haber elegido eso! —La voz de Hodge se elevó—. A vuestros padres se les ofreció la oportunidad de una nueva vida; ¡a mí jamás se me ofreció! Estuve atrapado en el Instituto durante quince años…

  —¡El Instituto era nuestro hogar! —dijo Alec—. ¿Realmente era tan terrible vivir con nosotros… ser parte de nuestra familia?

  —No era por vosotros. —La voz de Hodge sonaba entrecortada—. Os quería, pequeños. Pero erais niños. Y un lugar que no se te permite abandonar jamás puede ser un hogar. A veces pasaba semanas sin hablar con otro adulto. Ningún otro cazador de sombras quería confiar en mí. Ni siquiera les gustaba realmente a vuestros padres; me toleraban porque no tenían elección. Nunca podría casarme. Nunca podría tener hijos propios. Nunca podría tener una vida. Y con el tiempo, vosotros, chicos, habríais crecido y os habríais ido, y entonces no habría tenido ni siquiera eso. Vivía con miedo, si es que aquello era vida.

—No conseguirás que sintamos lástima por ti —dijo Jace—. No después de lo que hiciste. ¿Y de qué demonios tenías miedo, si pasabas todo el tiempo en la biblioteca? ¿De los ácaros del polvo? ¡Éramos nosotros los que salíamos y peleábamos contra demonios!

  —Tenía miedo de Valentine —intervino Simon—. No lo entiendes…

  Jace le lanzó una mirada ponzoñosa.

  —Cállate, vampiro. Esto no tiene nada que ver contigo.

—No exactamente de Valentine —dijo Hodge, mirando a Simon por primera vez desde que lo habían sacado a rastras de la celda.

  Hubo algo en aquella mirada que sorprendió a Jane, una especie de afecto cansado.

  —De mi propia debilidad en lo relativo a Valentine. Sabía que algún día regresaría. Sabía que volvería a intentar hacerse con el poder, a intentar gobernar la Clave. Y sabía lo que me ofrecía. Liberarme de mi maldición. Una vida. Un lugar en el mundo. Podría haber vuelto a ser un cazador de sombras. En su mundo. Jamás podría volver a ser un cazador de sombras en éste. —Había un anhelo descarnado en su voz que resultaba doloroso escuchar—. Y sabía que sería demasiado débil para negarme cuando me lo ofreciera.

  —Y mira la vida que conseguiste —escupió Jace—. Pudrirte en las celdas del Gard. ¿Valió la pena traicionarnos?

  —Conoces la respuesta a eso. —Hodge sonaba agotado—. Valentine me retiró la maldición. Había jurado que lo haría, y lo hizo. Pensé que me llevaría de vuelta al Círculo o a lo que quedase de él. No lo hizo. Ni siquiera él me quiso. Supe que no habría lugar para mí en su nuevo mundo. Y supe que había vendido todo lo que tenía por una mentira. —Bajó los ojos hasta sus cerradas y mugrientas manos—. Sólo me quedaba una cosa: la posibilidad de llevar a cabo algo que permitiese que mi vida no fuese un total desperdicio. Después de enterarme de que Valentine había matado a los Hermanos Silenciosos, que tenía la Espada Mortal, supe que a continuación iría tras el Cristal Mortal. Sabía que necesitaba los tres Instrumentos. Y sabía que el Cristal Mortal estaba aquí en Idris.

  —Aguarda. —Alec alzó la mano—. ¿El Cristal Mortal? ¿Quieres decir que sabes dónde está? ¿Y quién lo tiene?

  —Nadie lo tiene —respondió Hodge—. Nadie podría poseer el Cristal Mortal. Ningún nefilim, y ningún subterráneo.

  —Realmente te has vuelto loco ahí abajo —dijo Jace, moviendo bruscamente la barbilla en dirección a las quemadas ventanas de las mazmorras—, ¿verdad?

  —Jace. —Clary miraba con inquietud hacia el Gard, cuyo tejado estaba coronado por una espinosa red de llamas de un rojo dorado—. El fuego se extiende. Deberíamos irnos de aquí. Podemos hablar abajo en la ciudad…

  —Estuve encerrado en el Instituto durante quince años —prosiguió Hodge, como si Clary no hubiese hablado—. No podía sacar ni siquiera una mano o un pie al exterior. Pasaba todo el tiempo en la biblioteca, investigando modos de retirar la maldición que la Clave me había impuesto. Averigüe que sólo un Instrumento Mortal podía revocarla. Leí, uno tras otro, los libros donde se relataban la mitología de Ángel, cómo se alzó del lago llevando con él los Instrumentos Mortales y se los entregó a Jonathan Cazador de Sombras, el primer nefilim. Eran tres: Copa, Espada y Espejo…

  —Lo sabemos —le interrumpió Jace, exasperado—. Tú nos lo enseñaste.

—Creéis que lo sabéis todo, pero no es así. Mientras repasaba una y otra vez las diferentes versiones de los relato, encontré una y otra vez la misma ilustración, la misma imagen… Todos la hemos visto: el Ángel surgiendo del lago con la Espada en la mano y la Copa en la otra. Jamás conseguí comprender por qué no aparecía el Espejo. Entonces lo entendí. El Espejo es el lago. El lago es el Espejo. Son la misma cosa.

  Lentamente, Jace bajó el cuchillo.

  —¿El Lago Lyn?

  —Caí en el lago al llegar aquí — comentó Clary — Descubrí algo respecto a él. Luke me explicó que tiene propiedades extrañas y que los seres mágicos lo llaman el Espejo de los Sueños.

  —Exactamente —empezó a decir Hodge con avidez—. Y comprendí que la Clave no lo sabía, que la información se había perdido con el transcurso del tiempo. Ni siquiera Valentine lo sabía…

Le interrumpió un espantoso rugido, el sonido de una torre que se desplomaba en el extremo opuesto del Gard. El derrumbe provocó una exhibición de fuegos artificiales rojos y chispas centelleantes.

  —Jace —dijo Alec, alzando la cabeza alarmado—. Jace, tenemos que salir de aquí. Levanta —le ordenó a Hodge, tirándole de un brazo para ponerlo en pie—. Puedes contar a la Clave lo que acabas de contarnos.

  Hodge se incorporó vacilante.  Había renunciado hacía mucho tiempo a intentar vivir una vida mejor o una vida diferente; todo lo que quería era dejar de sentir miedo, y por lo tanto sentía miedo todo el tiempo.

  —Vamos.

 

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