3: ¿Qué diablos me pasa?

Dedicado a: -hixatus.

La cena iba en completa tranquilidad, aunque Leah no dejaba de ver su reloj cada cierto tiempo. Había insistido en que tenía demasiada hambre, y que quería comer pronto para poder irse a la cama temprano.

Su actitud resultaba muy extraña para sus padres, siempre se mantenía tranquila comiendo, e incluso solía ser la que terminaba a lo último ya que se la pasaba viendo la comida pensando en nada. Pero ahora la estaba devorando cómo un oso hambriento.

Se veían extrañados entre sí, ni siquiera habían tocado su comida.

—Hija, ¿qué sucede? —se preocupó su madre, y ahí supo que estaba siendo demasiado obvia.

Tragó lo que tenía en la boca para luego responder.

—Nada, mamá, sólo que tenía mucha hambre —mintió—. Y ya tengo mucho sueño, así que...

Hizo el intento de pararse, pero su padre la detuvo con un movimiento de mano, indicándole que se volviera a sentar, frunciendo el ceño.

—¿Qué sucede, Leah? Sé sincera, te conocemos, y nunca has actuado así —le reprendió su padre.

Alternó su vista entre él y su madre, incómoda. Se cruzó de brazos, recargándose en el respaldo de la silla.

Estaba incómoda, pero aún así mantuvo su rostro sereno.

—No sucede nada, lo prometo, papá. Sólo que anoche no dormí bien, creo que seguía un poco nerviosa porque me perdí en el bosque —mintió—. Así que ahora tengo mucho sueño, y quiero dormir.

Mantuvo su voz lenta y calmada, pacífica, cómo si no quisiera preocuparlos y por eso no hubiera dicho nada del tema.

Su padre la observó, y ella se obligó a mantenerse serena.

El hombre era psicólogo, era muy bueno detectando mentiras y por eso mismo siempre analizaba sus movimientos, expresiones faciales, tono de voz y palabras. Por ello mismo había aprendido a mentir de una forma... muy buena.

De pequeña se metía en muchos problemas con los niños de su vecindario, y aunque trataba de protegerse detrás de algunas mentiras, su padre siempre la descubría. Se había esforzado mucho, y ahora, sólo tenía dudas de si lo que decía era verdad o no.

Había sido difícil, pero lo consiguió.

Reprimió un suspiro cuando su padre asintió. Estaba acostumbrada a mentir, así que no sintió ni un rastro de culpa al hacerlo caer en sus engaños.

—Bien, ve a descansar, mañana temprano te llamamos para desayunar —asintió, suspirando con los ojos cerrados.

—Muchas gracias papá. Descansen, hasta mañana —se despidió, yendo a las escaleras.

No era tarde, apenas eran las siete de la noche, así que el sol ya se estaba ocultando. No llegaría al primer espectáculo, pero esperaba llegar a los otros.

Sacó un endredón limpio de su armario, y lo puso bajo el endredón con el que se tapaba, asegurándose de que se viera cómo si estuviera durmiendo.

Tomó su teléfono, asegurándose de que tuviera batería, la linterna de la noche anterior, y su puso sus tenis negros. Su sudadera oscura y pantalones de mezclilla harían que pasara desapercibida por la oscuridad.

Sonrió, atándose el cabello rubio en un moño alto y cubriéndolo con el gorro de su sudadera.

Se acercó a su ventana abierta, mirando el piso de tierra que estaba a unos cuantos metros de distancia, estaba en un segundo piso, pero al lado de su ventana había algo que se parecía a una escalera, pero estaba cubierto de plantas trepadoras.

Rogó porque las hojas no fueran venenosas –lo último que quería era tener comezón por varios días–, y se trepó.

Casi cae de espaldas, gracias al gran impulso que usó, pero se sujetó bien y empezó a bajar, haciendo el menor ruido posible.

Nunca se había escapado de casa, podía ser una mentirosa, una chica que se metía en algunos problemas, pero se negaba rotundamente a escaparse y arriesgarse a no volver. Sus padres se preocuparían demasiado, y no era lo suficientemente cruel para hacerle eso a ellos, quienes habían dado todo de sí para cuidarla.

Pero ahí estaba, saltando el último medio metro de distancia al suelo hasta caer en la tierra con un leve sonido.

El circo le había llamado la atención, quizás incluso le había gustado. No sabía qué pasaba con ella, pero necesitaba verlo de nuevo.

La sangre, necesitaba ver la sangre otra vez.

Para sentir rechazo a ella, por eso, quería sentirse incómoda ante la presencia de ese líquido escarlata, asegurarse de que su mente era normal y que todo estaba en orden con ella.

Pero eran engaños, se estaba engañando a ella misma, porque su mente ers totalmente retorcida desde su nacimiento.

Aunque ella no lo sabía aún, porque para ella todo a su alrededor, todo lo que la involucraba, era totalmente normal. Era una persona común, con ligeros problemas impulsivos, que sabía mentir casi a la perfección, y que era muy difícil que sintiera culpa por algo.

Empezó a caminar, haciéndole caso a la voz en su cabeza que le decía que se apresurara. Pero no duró mucho con ese paso tranquilo, ya que pronto empezó a correr, iluminando el camino con su pequeña linterna de mano.

Y no paró hasta distinguir la bandera roja de nuevo, aquella que le indicaba dónde estaba el circo.

Estaba de nuevo en ese lugar, bajo las gradas, viendo el espectáculo por entre las piernas de muchas personas que también disfrutaban de la función.

Se había perdido la primera y la segunda presentación, pero había tardado tan sólo veinticinco minutos en llegar ahí. Así que estaba satisfecha.

Una mujer entró al escenario.

Tenía un vestido corto de mangas largas y abultadas, en color blanco con orillas rojas, se veía muy bien en su piel oscura. Su cabello afro estaba peinado en una coleta alta haciéndolos parecer más bien un chongo.

Sus labios estaban de un rojo sangre y sus ojos parecían afilados gracias al delineado, era hermosa.

Sonrió, mostrando sus dientes aperlados, y observó al público.

—El siguiente acto es nuestra bella Mimo. ¡Un aplauso, por favor! —exclamó el presentador de la noche anterior, y todo el público hizo lo indicado.

Una música de fondo empezó, alegre y tranquila. Siendo sólo un acompañamiento para lo que sería el acto principal.

La mujer hizo una gran reverencia, levantando las orillas de una falda invisible. Y sonriendo, señaló a una parte del público, para luego indicar con su dedo índice que la persona fuera hasta ella.

Un hombre bajó, alto, delgado y atractivo, con traje elegante y mirada seria.

Llegó al lado de la mimo, mirando al frente. La morena lo miró, de arriba a abajo de forma exagerada, para luego hacer una seña con su mano, juntando el índice y el pulgar.

El público río.

La mujer se agachó, con sus manos, hizo la forma de un baúl, fingió abrirlo, y de ahí sacó algo, cerrándolo de nuevo.

Hizo la mano cómo si estuviera sujetando un cilindro, pasó el dedo por una hoja filosa, y fingió que se cortaba, chupando su dedo. Era un cuchillo.

Se puso un cinturón, no, una funda, ya que colocó el cuchillo ahí, pareció mostrar que tenía varios.

Y luego guió al hombre hacia algo que estaba cubierto con una tela blanca. Con gestos de emoción la destapó, mostrando una gran ruleta en blanco y rojo –más rojo que blanco, probablemente no era pintura–, con cuatro cintillas que formaban un cuadrado.

Señaló la ruleta con sus dos brazos, emocionada, y Leah juró haber visto al hombre tragar con fuerza, probablemente ya sabía qué venía.

La mimo hizo que subiera unos escalones de madera, para poder amarrarlo ahí, de manos y pies, quedando en la posición de una estrella, sujeto únicamente a aquellas cintillas de cuero.

La ruleta se movió ligeramente, pero la mujer la hizo girar un fuerza, echándose para atrás y fingiendo reír a carcajadas, hasta que la ruleta se detuvo  y el hombre vómito, quedando de cabeza y manchando su cara en el proceso.

Probablemente había entrado en su nariz, qué asco.

El público hizo un sonido de asco, y la mimo se metió dedo en la boca sacando la lengua, mostrando disgusto.

Puso sus brazos en posición de jarras y negó, con los labios fruncidos. Hasta que levantó el índice derecho e hizo la señal de que tenía una idea.

Leah se acercó lo más que pudo a la franja por la que veía, quería prestar atención, toda la que pudiese, así que apenas se permitió parpadear.

La mimo sacó un cuchillo invisible, apuntó al hombre y todos se removieron con expectación, pero soltaron un ruido de lamento cuando la mujer se detuvo, negando otra vez.

Se acercó a la rueda, la hizo girar una vez más y volvió corriendo a su lugar anterior, lanzando el cuchillo a la ruleta y un grito se hizo presente.

El público festejó con gritos.

La ruleta paró, ¿qué pasó?

El hombre tenía una cuchilla clavada en el muslo detecho, muy cerca de su cadera, ¿cómo había llegado esa cuchilla ahí? La mimo se volteó, y cómo si le estuviera respondiendo, se encogió de hombros.

Las mangas abultadas, quizás tenía un disparador ahí que se activaba con cierto movimiento.

El hombre gruñía en su lugar, sintiendo la sangre empezar a mojar ligeramente sus pantalones.

—Por favor, hazlo rápido —lo escuchó decir, y todos los presentes se partieron de risa, cómo si hubieran escuchado el mejor chiste de la historia.

La mimo volvió a hacer girar la ruleta, preparándose para disparar y, cuando la cuchilla provocó un grito de dolor, Leah no pudo reprimir la sonrisa que se formó en su rostro.

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