12: La casa de un muerto.
Dedicado a:
—Esta será tu casa a partir de ahora —Román abrió la puerta de una casa rodante—. Puedes acomodarla como te guste y no te puedes ir del circo con ella, no a menos que pidas permiso.
Habían caminado desde la carpa del circo hasta ahí, por un camino entre en bosque y la oscuridad, no por mucho, sólo unos cuantos metros, quizás un kilómetro.
Para su buena fortuna, nadie la había visto llegar, no quería que la vieran en un pijama sucio y sangriento, tampoco con el cabello tieso por la sangre seca.
No le daba vergüenza, al menos no tanta, pero eso sólo llamaría la atención más de lo que su llegada en sí iba a causar.
El lugar era amplio –o lo que se pudiera considerar amplio cuando se trataba de una casa rodante–, lo que hacía de paredes era blanco, el piso estaba tapizado con una alfombra color crema al igual que el techo, el cual tenía algunos foquitos que iluminaban el lugar.
Al entrar se veía un sillón blanco con almohadones de apariencia cómoda, una mesa para dos del otro lado y una pequeña mesa con televisión –bastante vieja– al fondo.
A la derecha estaba una cortina, seguramente dividía la parte del conductor y el copiloto del resto del lugar, y a la izquierda había otra puerta.
Román la guió por esa puerta, mostrándole una pequeña cocina al lado izquierdo, con estufa, fregadero, microondas y alacenas encima, junto a un pequeño refrigerador.
Y a la derecha había otra puerta, una que llevaba a un baño diminuto con regadera, inodoro y lavabo. Por último la llevó a la puerta del fondo.
Era la habitación, con una cama matrimonial de sábanas blancas y tres almohadas, un escritorio junto a una pequeña ventana y un ropero con espejo.
El lugar estaba en perfectas condiciones, pero habían ciertos detalles que indicaban que alguien había estado ahí antes que ella.
Habían pósters de bandas desconocidas para ella pegados en las paredes, del armario se asomaban algunas prendas, en el baño, el jabón y el papel de baño estaban casi acabados.
Román miró a su alrededor con las manos en la cadera, satisfecho, identificó Leah.
—Aquí vivía uno de nuestras estrellas, espero que disfrutes de tu nuevo... hogar —suspiró.
—¿Qué pasó con él? —cuestionó Leah sin poder evitarlo.
—No soportó estar en el circo, así que se suicidó en el baño —le dedicó una media sonrisa.
Así que no sólo estaba en un circo de asesinos, sino que también viviría en la casa de un muerto. Genial.
Román miró el reloj en su muñeca derecha, uno que Leah no había notado ya que la manga de su traje lo cubría.
—Una cincuenta y dos —dijo en voz alta—. Es algo tarde, date un baño y duerme, nos veremos mañana.
Se vio tentada a pedirle indicaciones sobre lo que tendría que hacer, pero se arrepintió cuando vio su ceño fruncido, parecía de mal humor.
Así que sólo asintió y lo vio salir y cerrar la puerta.
Un sonido le quitó la tranquilidad, un ligero click, como si el cerrojo de algo se hubiera cerrado.
Se acercó a la puerta con pasos apresurados, intentó abrir con insistencia pero, aunque la puerta parecía abrir, algo impedía que se abriera en sí.
Se asomó en la pequeña ventana que había en la puerta y logró ver a Román, con una sonrisa sacudió una llave a la altura de su cabeza, presumiendo su inteligencia.
El imbécil le había puesto un candado a la puerta, como si la hubieran adaptado para hacer aquello.
—Maldita sea —gruñó por lo bajo, sin dejar de verlo.
—¿Creíste que no tomaría precauciones? —su voz se escuchaba demasiado débil, apenas lo entendía, por la puerta de los separaba—. No dejaré de encerrarte hasta estar seguro de que no intentarás huir, ¡buenas noches!
Siguió intentando abrir la puerta mientras veía cómo Román se iba, aunque supiera que no se podría abrir.
Desistió cuando ya no lo pudo ver más. Maldijo en un susurro, no era su intención huir, pero la sensación de estar encerrada era... demasiado molesta.
Suspiró y volvió a girar, viendo el lugar otra vez, un relámpago seguido de un fuerte trueno iluminó la habitación a oscuras, la tormenta iba a empezar de nuevo.
Encendió las luces con un interruptor que estaba junto a la puerta, y el lugar pareció verse más acogedor. Nada mal para ser una casa rodante.
Caminó hasta la habitación, rebuscó entre el armario repleta de ropa de hombre y finalmente agarró una playera negra y el bóxer más pequeño que pudo encontrar.
Fue al baño, se quitó la ropa manchada de sangre, y se baño, casi ni le importó que el agua estuviera apunto de convertirse en granizo por lo fría que estaba.
Se sentía tan bien quitarse la sangre seca del cabello y la piel, sus pies le dolían a horrores, seguramente estarían todos cortados por las ramas y las piedras que había pisado al correr hasta el circo.
Aún bajo la lluvia artificial, miró su mano, la venda estaba asquerosa. La quitó con cuidado sintiendo algo de dolor, si tardaba un minuto más con esa venda la infección hubiera sido horrible.
Se enjuagó lo más que pudo, y cuando estuvo segura de que ya no tenía ni una gota de sangre encima tomó la toalla y se secó con ella.
Agarró la ropa y se la puso, la playera casi le llegaba a las rodillas y el bóxer se le caía si no lo sostenía. Odiaba dormir sin ropa interior, más si no era su cama, pero no había otra opción.
Encontró un botiquín de primeros auxilios, se limpió la herida y se la volvió a vendar, no esperó mucho más para tirarse en la cama y dormir.
Era una tortura, estaba detrás de las rejas, con un frío horrible y con no más que una bata de dormir delgada empapada con la sangre de su marido.
Y su hija estaba en quién sabe dónde.
Se sentía tan culpable, si tan sólo hubiera delatado a su esposo mucho tiempo atrás, su pequeña Leah no habría tenido la necesidad de asesinarlo para protegerla.
Si ella hubiera actuado cómo debía de haber hecho, ahora mismo ella y su hija estarían cenando tranquilamente en la cabaña de sus padres.
No tendrían problemas, y serían felices, sólo ella y Leah, pero tenía que sentirse dependiente de ese hombre, tenía que renunciar a su trabajo de ensueño sólo porque él lo decía.
Tenía que abandonarse a sí misma sólo para tenerlo a él.
Y así habían resultado las cosas, con ella en prisión, su marido muerto y su única y preciada hija siendo una prófuga de la policía por haber asesinado a su padre.
No llevaba más de una hora en la celda, pero el frío ya atravesaba su piel, y el miedo sacudía su corazón.
No quería que atraparan a su hija, pero tampoco quería que se quedara a la deriva en ese bosque. Tenía un miedo horrible porque su hija terminara en ese lugar, pero también tenía miedo porque no volviera a saber de ella nunca más.
Dejó caer su cabeza sobre sus rodillas, estaba contra la esquina de su celda, justo donde la luz no la alcanzaba, no quería que la vieran llorar.
Notó que una sombra se movía en la luz, levantó la cabeza y notó que el policía la observaba.
Quizás con pena.
Se acercó a la reja y se aferró a ella, sin importarle ya que viera su rostro rojo e hinchado por las lágrimas, tampoco le importó que viera su bata abierta hasta mostrar su camisón tan revelador repleto de sangre.
Estaba desesperada.
—¿E-encontraron a mi hija? —sollozó—. Por favor, necesito saber si está bien... por favor.
Apoyó su frente en uno de los barrotes, llorando otra vez.
El oficial tragó saliva, ella casi lo pudo escuchar, y se tensó cuando escuchó su voz.
—No la hemos encontrado, señora King, pero hacemos todo lo posible. Tenga —una manta apareció frente a ella, y no tardó mucho en cubrirse, sintiendo el calor.
Sentía la pesada mirada sobre ella como plomo. La estaba inspeccionando, buscando una verdad que ella no conocía.
—Buenas noches.
Se estremeció al escuchar ese sonido, tan serio que el miedo por lo que pudiera pasarle a su hija si ese hombre la encontraba le atravesó el corazón.
Sólo se pudo acurrucar entre las sombras otra vez, pero con una manta sobre los hombros.
—¿Crees que lo haya hecho la mujer? —su compañero le preguntó.
No siempre ocurrían crímenes así por el rumbo, no cuando lo único cerca era un pueblo pequeño y pacífico y el resto eran kilómetros de una carretera desierta.
Así que toparse con un aviso de violencia doméstica y después encontrarse con el asesinato del agresor fue algo que nadie se esperaba.
La escena del crimen era... de todo menos normal.
El hombre había sido apuñalado con un cuchillo delgado, uno que ni siquiera causaba tanto daño, pero habían sido tan profundos y en los lugares precisos para que tuviera un desangrado rápido.
No habían más manchas de sangre que en el piso bajo el cadáver, cuando debió de haber salpicado en otras partes, la mujer debió de haberlo limpiado.
El arma tampoco tenía las huellas suficientes cómo para que ella la hubiera usado para matarlo, y aunque estaba manchada con sangre, parecía haberse remojado en ella y no salpicado, cómo debería de haber pasado en una situación así.
También habían tres platos servidos, una habitación de adolescente con la cama desordenada y unas terceras huellas dactilares en la mesa del comedor.
Alguien más había estado en la escena, y no era difícil saber que había sido la hija.
Así que bien la hija pudo huir cuando la el hombre se puso violento, o cuando la mujer lo mató.
O incluso cuando murió bajo sus propias manos y la mujer le dijo que huyera para que no la atraparan.
Y si era honesto... él sospechaba de la hija, Leah King. Ahora sólo debían encontrarla.
La mujer estaba tan asustada por su propia hija, cómo si temiera que la atraparan y la encerraran en ese lugar.
Temiendo que descubrieran lo que en verdad pasó.
—No, ella no lo hizo.
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