Retrato 3. Jennifer

Mi nombre es Jennifer Rodríguez, soy la pequeña de seis hermanos, mis padres son españoles y nunca iban a misa. En la dictadura la iglesia obligaba a poner nombres incluidos en el santoral español, mis padres se desquitaron con los tres pequeños.

Una tarde al salir del instituto; David se fue solo, como siempre, a su casa. Yo iba con algunos compañeros y compañeras. Uno de ellos tuvo la ocurrencia de gastarle una broma por teléfono. Sentí compasión por David, mas no quise decir nada, para que no la tomasen conmigo. El bromista llamó al móvil de David y habló en inglés, prefiero traducirlo porque estoy escribiendo en español:

—Hola, soy David Gilmour. He visto sus dibujos y me gustaría que hiciera la portada de nuestro próximo disco.

Internet y los móviles estaban en pañales, ya existía You Tube y David subió algunos de sus dibujos. El bromista puso el altavoz en su móvil y todos oímos su respuesta:

— ¿En serio? Señor Gilmour, le admiro y sería un gran honor para mí. Puedo ir el próximo fin de semana a visitarle.

—No te preocupes, David. Te avisaré la víspera de cuando yo vaya. Debo colgar ya. Ha sido un gusto hablar contigo.

—Para mí mucho más. Nos vemos.

Tuve que unirme a la carcajada para no delatarme, mas por dentro mi corazón sufría, le llamé después:

—David, debo decirte algo importante.

—Hola, Jennifer. Cuenta.

—Antes una pregunta: ¿No te pareció conocida la voz de quien te llamó, aunque hablara en inglés?

—Sí, le he oído varias veces y distinguí la voz de mi músico favorito.

—Siento mucho desilusionarte, no era quien piensas, era tu vecino José Morales.

—No te creo, me estás gastando una broma.

—No. La broma te la gastó él. Te he llamado para abrirte los ojos. ¿Puedes creer en serio que un famoso se interese por ti?

Él no podía hablar. Esperé a que se recuperase.

—Jennifer, ¿sigues ahí?

—Sí. Cuenta conmigo.

—Gracias por avisarme, eres una buena amiga.

—David, te admiro por tus dibujos y te aprecio por tu inocencia. Me disgusta que abusen de ti.

—Debo ser el hazmerreír de clase.

—Más o menos. Quiero contarte que no esperes nada de mí en público, pero te ayudaré a solas.

—Te comprendo, para que no se metan contigo.

—Ahora no pareces tan inocente, sigue así.

Por desgracia, sólo mostraba esos momentáneos lapsos de razón conmigo. Me sentía como si me abriera una ventana en su muro, aunque aún no me dejaba atravesarlo.

Algún que otro domingo por la mañana, iba a su casa. Más grande que la mía, ¡qué paradoja! Ellos sólo tres y nosotros ocho. Yo avisaba más por anunciar que por temor a que David hubiera salido, nunca lo hacía. Siempre iba con el temor de que algún compañero me viese. Sobre todo su vecino Jose, no es malo, su único defecto es ser tan bromista; mas yo me sentía más a gusto con David, me gustan los chicos formales.

La primera vez me llamó la atención que hubiera tantas obras de arte hechas por ellos. Distinguí algunos de los dibujos de David hechos en el colegio. También tenían y conservan posters de Pink Floyd. Siempre sonaba un disco de ellos, la primera vez era Deseo que estuvieras aquí. Nunca antes les había escuchado, mas su atmósfera me envolvió. Me sentí bienvenida por su padre, no tanto por su madre. David debió contarles cosas buenas. Le pregunté por algo habitual en mí:

— ¿No vais a misa?

—Nuestro grupo favorito está en contra.

—Mis padres tampoco son creyentes. Cuando hice la primera comunión, me hice devota. ¿Quieres ir conmigo?

—Sí.

David inventó una excusa y le creyeron. Salimos a la iglesia, ya no me importaba que me viesen, porque es mucho mejor ir a misa acompañada.

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Nuestra profesora de Plástica tenía el exótico nombre de Juddelys. Nació en la República Dominicana; su piel, por decirlo de una forma respetuosa, más oscura que la nuestra, baja, simpática pero se hacía respetar, se notaba que disfrutaba con su especialidad. La más joven de los profesores, pocos años más que nosotros. Era más exigente con David que con cualquier otro alumno, porque sabía de su potencial y no estaba dispuesta a que la pereza, algo habitual en él, le dominara.

—Señor Gil, que sea la última vez que no trae sus ejercicios.

Un día nos encargó un ejercicio bastante peculiar: leer un relato concreto de Lovecraft y dibujar algún monstruo descrito en ese relato. Me esforcé y me pareció que estaba bien logrado, mas al ver el de David, sentí auténtico terror.

Era buena profesora, nos infundía su pasión por las artes plásticas, no se cansaba de repetir que lo que mejor se hace es aquello que nos gusta. Fue quien aconsejó a David que subiera sus dibujos a internet. Aprendimos mucho con ella.

Para acabar con el tema del instituto. Una mañana, José prosiguió con sus bromas:

—Buenos días, señor Gil. ¿Sabe qué significa su apellido?

David pasó de largo haciéndose el sueco.

—Pues está muy claro, gil-ipollas.

David se revolvió, sus ojos echaban fuego, así descubrimos su lado oscuro:

—Estoy hasta las narices de tus bromas, sinvergüenza. Debería partirte la cara.

—No tienes huevos.

Tuve que intervenir:

—Basta ya. José, eres insoportable, yo también estoy hasta las narices de ti. Ahora mismo vas a darle tu mano y pedirle perdón.

Yo sabía que le atraía, comprendió que la única forma de llevarse bien conmigo era hacerme caso. Extendió su mano y se disculpó. Desde entonces, no volvió a meterse con él y empezaron a tolerarse, incluso llegaron a llevarse bien. Cada uno ayudaba al otro en lo que se les daba mejor. No obstante, el muro de David impedía la amistad.

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Seguí estudiando dos cursos de Formación Profesional, porque no me veía capacitada para empezar mi actividad laboral. Sirvió como una vuelta al principio, sin coincidir con los antiguos compañeros, ni nadie que me distrajera.

Tomé a David como ejemplo, me empapé el disco de El Muro hasta fascinarme. Es una obra de arte más por lo literario que lo musical, aunque esto también importa.

Cumplí dieciocho después de acabar mi formación, quise celebrarlo de la mejor manera: encontrando empleo. La crisis se ensañaba más con quienes buscábamos nuestro primer trabajo que con cualquier otro colectivo. No me amilané, me sentía mejor preparada que nadie.

Menos mal que mamá es peluquera. Me peinó y maquilló cambiando mi imagen. Ese era el primer día del resto de mi vida y yo quería empezarlo con una imagen distinta.

Existe una agencia de publicidad en todo el centro de Madrid, concretamente en la Gran Vía. Desde niña, cuando paseaba por allí, me daba por pensar: algún día trabajaré ahí.

De la peluquería fui en metro a la agencia, cargada de autoestima y dispuesta a comerme el mundo. Llegué poco antes de las 12.

—Buenos días. Quiero hablar con el jefe.

— ¿Qué jefe?

—De personal.

—Es el propio director quien se encarga. ¿Tiene cita?

—No, pero esperaré a que me reciba. No tengo prisa.

—Esto no es habitual, ¿para qué ha venido?

—Sólo se lo diré a él.

—Siéntese allí enfrente y espere.

—Muchas gracias.

Llamó por teléfono, no me hicieron esperar mucho:

—El señor Gil puede recibirle ahora. Suba en el ascensor a la quinta planta, primer despacho a la derecha.

Subí pensando en David, ¿cómo se llamaba su padre? Sería demasiada casualidad, Gil no es un apellido abundante, sí habitual.

Leí la placa en la puerta antes de llamar: Director General. Don Jesús Gil y Gil. El mismo nombre del padre de David. No vi timbre, di en la puerta.

—Adelante.

Abro y la sorpresa se confirma. Me llené de aplomo, saludé y me presenté. Me reconoció cuando dije mi nombre. Su trato era serio y cordial a la vez, no nos tuteamos. Estaba reacio hasta que comprobó mi decisión, me puso a prueba y llamó a alguien tuteándole. No hablamos hasta que llegó y tuve una nueva sorpresa, su hijo David. Ahora más alto, más hombre y más atractivo.

David me llevó a una gran sala llena de mesas ocupadas. Nos sentamos en la suya, codo con codo. Me informó de su proyecto, me involucré en él con espíritu de equipo. Hice un boceto con mis ideas y se lo mostré, le gustó y llamó a su padre. Nos recibió una hora después de salir de su despacho.

David entregó mi boceto como si lo hubiéramos hecho a medias. Le gustó a Don Jesús y me contrató.

La competencia en publicidad es dura, no debemos fiarnos de nadie. Cuando alguien ve una buena idea, la toma como suya. Es difícil esconderlas porque todos estamos en el mismo espacio. David ya estaba acostumbrado y me aconsejaba. Formábamos un equipo, nos avisamos cuando alguien se acercaba para esconder nuestras ideas, hasta que nos libramos de los espías.

Tuve la impresión de que había madurado, mas seguía encerrado en su muro. Rehusó mis primeras invitaciones para salir juntos.

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