Capítulo 9: Diego

Durante algunos días, un tema frecuente de conversación en casa de los Pérez Esnaola fue el llanto del monstruo que los persiguió el domingo por la noche. El peón que manejaba la carreta lo había llamado: puma y lo había descrito como un gran felino. Sin embargo, en las más íntimas pesadillas de Diego, aquella bestia se transformaba en el diablo mismo. Luego, aquel ser se alimentaba de niños recién nacidos frente a sus ojos.

Óscar, cansado de los cotilleos de sus hijos y sus sobrinas con respecto a la criatura, les había prohibido volver a mencionarla dentro de la casa. Además, les comunicó que se había comprometido a que tanto Diego como Sebastián harían algunas diligencias para el señor Juan Bustamante. El mayor de los hermanos, quien casi siempre se mostraba reacio a obedecer a su progenitor, extrañamente parecía encantado con la idea. Diego atribuía esto a que Pablo Ferreira también participaba de aquellos negocios. Su hermano veía en el criollo al compañero de aventuras que él mismo nunca podría ser.

Una tormenta de verano confinaba a toda la familia en el interior de la vivienda. Acodado sobre la mesa, Diego observaba a Sofía que estaba tarareando una melodía mientras avanzaba con su bordado. Si la memoria no le fallaba, la canción la había interpretado el pianista que tocó en la tertulia organizada por los Bustamante.

Sintió cierto pesar al recordar a Sofía bailando en los brazos de Pablo. Casi con seguridad, si él hubiera estado más atento a las necesidades de la muchacha, aquello no habría tenido lugar, pero al descubrir su talento para los juegos y el placer de ganar una y otra vez, se había alejado de quien realmente le importaba.

Intentó convencerse de que aquel baile no significaba nada y que pronto tendría la oportunidad de bailar durante horas con Sofía. No obstante, una parte de él sabía la verdad y algo había cambiado en los ojos azules de la joven. Ella, que vivía enamorada de la idea misma del amor, había encontrado en quien depositar todos esos sentimientos y sin lugar a dudas, no era en la persona indicada.

—¿Cuándo iremos a hablar con el Señor Bustamante, padre? —preguntó Sebastián, sacando a Diego de sus pensamientos.

—El sábado por la mañana enviará una carreta a buscarlos a ustedes y al muchacho este... Ferreira —explicó Óscar con cierta dificultad para recordar el nombre del criollo.

—¿Iremos a su casa? —preguntó Sebastián con sospechoso interés.

—No me dio demasiados detalles, pero el pago será muy generoso si todo sale bien. Ya no son niños y es importante que aprendan a moverse como hombres de negocios, mis muchachos. Recuerden mantener completa discreción sobre esto.

A pesar de que los negocios de Óscar muchas veces rozaban lo ilegal, todos los miembros de la familia le tenían mucho respeto y ninguno cuestionaba sus métodos. Gracias a él, los ahorros y las tierras de la familia habían crecido de manera considerable. Además, a todos les gustaban demasiado los lujos.

El hombre les explicó a sus hijos, a grandes rasgos, en qué consistiría su misión. Se acercó hasta ellos y habló en voz baja. Pero aun así, tanto Antonio como las mujeres se las ingeniaron para escuchar hasta los más mínimos detalles de la conversación. Catalina incluso les acercó una bandeja de bollos y permaneció de pie a escasos centímetros hasta que su cuñado terminó de hablar.

El plan era sencillo. Serían guiados por Pablo Ferreira, que ya conocía el camino y no había motivos para que tuvieran algún problema. Llevarían algunas mercancías hasta un puerto por un camino poco ortodoxo. Allí se reunirían con Antony Van Ewen, un renombrado comerciante inglés, que les entregaría una enorme cantidad de dinero para Bustamante. De esa suma un generoso porcentaje sería repartido entre los tres muchachos.

Sebastián parecía emocionado, mientras que Diego no podía evitar preocuparse por lo que les depararía el destino. En momentos como aquellos, deseaba ser tan valiente como su hermano mayor. Dios había sido injusto al otorgarle a cada uno sus cualidades, pues Sebastián era más guapo, más fuerte y más valiente que su hermano menor. Diego era precavido y obediente. Además, era la luz de los ojos de María Esther que solía sobreprotegerlo. Esto hacía casi imposible que él pudiera acercarse a alguna mujer, sin contar a sus primas, claro.

Diego esquivó la mirada preocupada de su madre. En el fondo, ambos sabían que Óscar no pondría en peligro a sus propios hijos, pero el contrabando de materias primas no era lo que tenían pensado para su futuro.

Cuando aminoró la intensidad de la lluvia, Diego fue el primero en salir. Miró al cielo, disfrutando las refrescantes gotas de agua que caían sobre su rostro.

—¿Tienes miedo de hacer la entrega? —preguntó Sofía sobresaltándolo, puesto que no la había escuchado llegar.

—No —mintió desviando la mirada de aquellos cautivantes ojos de color azul violáceo.

—Yo tengo miedo. Si algo les ocurriera, creo que me moriría —reconoció la joven.

Diego se acercó a ella y colocó con suavidad una mano en el brazo de Sofía. Los instantes en los que podían estar completamente solos los dos eran escasos y preciosos para él. Desde siempre, ella había sido la persona que más le importaba en el mundo y por eso, no se sentía cómodo al mentirle.

—Bueno, debo reconocer que me asusta un poco. Pero te juro que nada malo nos va a suceder.

Ella lo rodeó con sus brazos por la cintura y él correspondió a ese mágico abrazo. Cerró los ojos y apoyó la cabeza en su hombro. Se quedaron así durante algunos segundos, que Diego hubiera deseado que duraran para siempre. Luego Sofía se separó, lo observó con seriedad y dijo:

—Por favor, cuídate mucho y no dejes que nada malo le ocurra a Pablo. Promételo, ¿sí?

Sus palabras estaban cargadas de ternura e ingenuidad. No había malicia en ellas, pero aun así rompieron en mil pedazos el corazón de Diego. Él se limitó a asentir, pues un nudo se había formado en su garganta y las palabras se negaron a salir.

—Gracias. ¡Eres el mejor! Te quiero muchísimo —dijo Sofía y sin darse cuenta del daño que le había causado, lo besó en la mejilla y regresó a la estancia.

Diego permitió que una lágrima solitaria descendiera por su rostro. Ese día descubrió que el amor puede ser doloroso, en especial si no es correspondido. No dudaba que su prima lo quisiera, pero era de una forma diferente a como él la amaba. En el fondo, sabía que los sentimientos de Sofía por Pablo eran algo pasajero. Cuando el criollo se marchara, él seguiría estando ahí para ella y aunque no le iba a exigir ni a recriminar nada, una parte de él iba a desear siempre algo más.




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