Capítulo 47: Sebastián
Sin sus amigos y su familia, Sebastián se sentía como si fuera un extranjero en su propia patria. La vida no era igual sin ellos, pero quedarse allí, en el virreinato, no hubiese sido una buena opción. Ahora podría empezar de nuevo en la tierra que lo vio nacer.
Su hogar y los campos estaban tal y como los recordaba. Cuando su madre abrió la puerta principal con cautela, el olor a encierro les dio la bienvenida y aunque una delgada capa de polvo lo cubría todo, parecía como si nunca se hubieran ido. Aun así, él había cambiado mucho en tan solo algunos años. Nunca olvidaría el tiempo pasado en Buenos Aires. La Rosa se había convertido en su hogar, mientras que la sala en la que estaba en ese momento se sentía familiar y distante al mismo tiempo.
Comenzó a recorrer su casa e ignoró los gritos de su padre que no entendía quién podía haber sido tan cruel como para hacerlos cruzar el océano por nada. Era evidente que no había rastros de nadie que hubiese vivido allí durante su ausencia. A pesar del mal trago que había pasado, Óscar parecía aliviado de no tener que recurrir a la fuerza para enfrentar a los intrusos. María Esther volvió a contratar a algunos de sus antiguos criados y en pocos días la estancia volvió a estar impecable.
Al tercer día de su regreso a España, alguien llamó a la puerta. No esperaban visitas porque aún estaban terminando de desempacar y de organizar sus cosas. Sebastián se sorprendió mucho cuando una de las criadas le comunicó que alguien esperaba por él. Era la persona con la que más temía encontrarse y al mismo tiempo en quien más había pensado mientras estaba en el barco.
—¡Adriana! —dijo Sebastián acercándose muy despacio.
Lucía tan hermosa como la última vez que estuvo entre sus brazos. Sobre su pecho caían salvajes sus bucles de un color rubio tan pálido que parecía blanco. Sebastián aguardó con cautela mientras sus ojos turquesas se llenaban de lágrimas al verlo.
—Siempre supe que regresarías —confesó ella y se secó la mejilla con el dorso de la mano.
—Lo siento —dijo aunque sabía que no era suficiente.
—Quiero que conozcas a alguien —agregó y se movió apenas.
Sebastián reparó en que una niña pequeña se escondía detrás del vestido de Adriana y sintió una opresión en el pecho. Se arrodilló para verla mejor. Era preciosa, tenía el mismo cabello rebelde y platinado de su madre, pero en sus ojos de color verde esmeralda estaba la prueba de que era una Pérez Esnaola.
—Lo siento —repitió él, porque no encontraba ninguna palabra que pudiera compensar sus acciones.
Durante su viaje de regreso a España, no dejaba de preguntarse qué había sucedido con Adriana una vez que él se marchó. Le alegraba saber que optara por conservar el fruto de su amor. Muchas mujeres morían si intentaban interrumpir su embarazo y muchas otras parían en secreto antes de entregar a su bebé. Por fortuna, no había sido así. Su pequeña estaba viva y lo observaba con timidez, asomada detrás del vestido de su madre.
—Te presento a Victoria, tu hija —añadió Adriana que intentaba contener las lágrimas.
Sebatián se preguntaba qué habría pasado con su familia. Tal vez sus padres la habían apoyado. Aunque tampoco la juzgaría si se hubiera casado con otro para que su hija tuviese un padre. Necesitaba saberlo todo sobre ellas, pero solo pudo decir:
—Lo siento.
—Eso ya lo dijiste.
—Lo sé, pero de verdad lo siento y lo siento mucho —dijo él poniéndose de pie para mirarla a los ojos.
—¿Qué es lo que sientes en verdad? ¿Sientes haberte ido sin avisar? ¿Sientes haberme dejado embarazada? —quiso saber la joven.
—Lo siento por todo eso —se apresuró a decir Sebastián.
—Fue muy difícil —agregó con un hilo de voz.
—Lo sé y lo siento —dijo y se acercó hasta que quedaron muy cerca.
—Ya deja de decir que lo sientes —replicó y golpeó su pecho, pero sin hacerle daño.
—No sé qué más puedo decir... Fui un completo idiota —dijo y la abrazó.
Adriana se puso a llorar en sus brazos. Era tan dulce y frágil que no podía creer que fuera él quien le había hecho tanto daño. Si no hubiera tenido miedo y se hubiese casado con ella en cuanto quedó embarazada o incluso antes, no habría viajado al virreinato ni matado a un hombre. ¿Cuántas vidas podía ser capaz de destruir una sola persona?
—Una parte de mí siempre supo que regresarías. Nadie más lo creyó, pero yo sí y a pesar de todo no podía evitar extrañarte más que a nada en este mundo —confesó Adriana.
—También pensé mucho en ti. No sabía si estarías bien o si nuestro bebé habría nacido —dijo.
Ella se separó apenas y lo miró a los ojos. Su mirada era triste, inocente y pura, tan diferente a los ojos pícaros de Ana Bustamante a quien también creía haber amado.
—¿En serio? ¿Me extrañaste? —quiso saber.
—Sí —reconoció.
—¿Por qué no me dijiste que te ibas? —insistió y se alejó de él para alzar a la pequeña Victoria.
—No tuve el valor de hacerlo. Lo siento...
—¡Si dices que lo sientes una vez más me iré! — lo amenazó.
—No te vayas. Sentémonos en la sala y conversemos —le pidió suplicante.
Ella asintió y accedió a acompañarlo. Adriana siempre había sido una joven tan buena que parecía un ángel y a pesar del dolor que debía haber atravesado por su culpa, no estaba allí para juzgarlo. No había ningún rastro de odio ni de reproche en su mirada.
Se sentaron en el sofá y aunque Adriana acomodó a su hija sobre sus piernas, una caja labrada llamó la atención de la niña que se liberó de los brazos de su madre y se fue corriendo a jugar.
—¡No rompas nada! —dijo la joven.
—No pasa nada, déjala jugar. Me alegra mucho ver que estás bien... que ambas lo están —agregó Sebastián y acarició con ternura su mano.
Lo podría haber rechazado, pero no lo hizo.
—Cuando me dejaste y mi familia descubrió mi embarazo me llevaron con una curandera. Querían quitarme a mi bebé con unas hojas de perejil, pero no permití que nadie me tocara... —explicó Adriana y se estremeció al recordar.
—¡Gracias a Dios, no les hicieron daño! —exclamó.
Besó la parte superior de su cabeza, la abrazó y no la soltó hasta que terminó de contar su historia.
—Mi padre estaba muy, muy enfadado. El mero hecho de verme le producía malestar... Me encerraron en un convento y de no haber sido por la buena voluntad de mi tía Marta me hubiera quedado allí para siempre.
—Lamento escuchar eso. No debí marcharme y no volveré a irme si me aceptas otra vez a tu lado. ¿Podrás perdonarme? —le pidió.
Adriana lo miró, se mordió apenas el labio y asintió:
—Creo que sería lindo que pudiéramos estar juntos después de tanto tiempo.
Él se acercó despacio y la besó. Fue un beso suave y tierno con el que sellaba la promesa de que no la volvería a dejar. Ya había causado suficiente daño y no quería que Adriana volviera a sufrir por él.
Un golpe sordo hizo que se separaran. María Esther observaba a la pequeña con los ojos muy abiertos por la sorpresa y a sus pies se encontraba la cacerola cuyo contenido se esparcía por todo el piso. Era evidente que había notado el parecido de la niña con su propia familia.
—Mamá, quiero que conozcas a Victoria, tu nieta. ¿Recuerdas a Adriana?
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