Capítulo 44: Diego

Toda la familia se acomodó en los sillones de la sala para escuchar lo que Sebastián les tenía que decir. El joven no tuvo más opción que confesar una parte de la verdad ante sus padres. Diego lo observaba preocupado. Nunca lo había visto tan asustado. No era la primera vez que su hermano se metía en problemas, pero ahora su vida pendía de un hilo y la buena voluntad de su padre era lo único que podía llegar a salvarlo.

—Los hijos de Bustamante creen que fue el amante de Ana quien mató a su padre. Hice y dije algunas cosas que podrían hacer que sospechen de mí. Lo siento, pero si no me dejan ir con ustedes a España me arrestarán —explicó el joven con un hilo de voz.

—¡Ay, Sebastián, por el amor de Dios! No me digas que te acostabas con esa mujer... —exclamó Óscar negando con la cabeza.

—Ana es hermosa —dijo confirmando la suposición de su padre.

—Ya me parecía que algún motivo tenías para querer viajar a España. No creí ni por un momento tu repentino interés por proteger las tierras de la familia —agregó Óscar masajeando su sien.

María Esther que se encontraba sentada junto a Sebastián se le acercó más, tomó su mano y comenzó a acariciarlo. Diego no la había visto comportarse así con su hermano ni siquiera cuando eran niños. Clara, la madre de Leónidas, solía ser quien lo consolaba y ayudaba cuando tenía algún problema.

—Sería una acusación muy grave. Mariano Bustamante tiene contactos importantes en todo el virreinato del Río de La Plata y podrían enviar a Sebastián a la cárcel por culpa de una mujerzuela que no se respeta a sí misma —añadió María Esther mirando preocupada a su esposo.

El hombre guardó silencio como si estuviera teniendo un debate interno. Durante los últimos meses, la rivalidad entre ambos resultaba insostenible, pero Diego estaba seguro de que Sebastián aún le importaba lo suficiente a su padre como para salvarle la vida. Al ver que ninguno decía nada, Diego intentó interceder en favor de su hermano:

—Papá, por favor, tienes que dejar que viaje a España con ustedes. Yo me quedaré y me ocuparé de la producción de los cultivos de La Rosa.

En los instantes que siguieron a las palabras de Diego, parecía que todos en la sala estuvieran conteniendo la respiración al mismo tiempo. Después de unos instantes en los que la tensión no dejaba de aumentar, Óscar respondió:

—De acuerdo, puedes venir con nosotros. Pero a decir verdad, yo que tú no me preocuparía tanto. Debe haber una larga lista de hombres que pasaron por el lecho de Ana Bustamante. No me extrañaría que sedujera a un asesino para que se deshiciera de su esposo. Las mujeres como esas son de lo peor.

Los hombros de Diego se relajaron. En unos pocos meses su hermano podría estar a salvo al otro lado del océano. Con sus palabras Óscar no ponía en duda la inocencia de Sebastián. Tal vez creía que su hijo era incapaz de cometer un acto tan atroz como un asesinato o bien lo asustaba demasiado la posibilidad de conocer la verdad.

—Gracias —dijo Sebastián con la mandíbula tensa.

Era evidente que no le gustaba la forma en la que sus padres veían a Ana, pero al mismo tiempo, ellos eran su salvación y el viaje la única ruta de escape con la que contaba.

Durante las semanas que siguieron a la confesión del joven, los Pérez Esnaola estuvieron atareados con los preparativos para el viaje. Cuando llegó el día de la partida, toda la familia fue al puerto para despedirse de Sebastián y de sus padres.

Diego se quedaría en el virreinato junto a sus primas y a su tía. Óscar les explicó a sus hijos que su idea siempre había sido que uno de ellos se quedase con sus tierras en Europa y el otro en Buenos Aires a cargo de la estancia. Ante la posibilidad de que no volvieran a verse hasta dentro de muchos años, el hombre contrató a un abogado para que gestionara los trámites para que Diego se convirtiese en el propietario de La Rosa. El muchacho tomaría las decisiones en la estancia aunque Catalina sería su tutora legal hasta que él cumpliera la mayoría de edad o bien, contrajera matrimonio.

—Hasta pronto. Te echaré mucho de menos —se despidió Sebastián y le dio un abrazo muy fuerte a Diego.

—¡Cuídate mucho! —exclamó el muchacho sin soltarlo.

Cuando los hermanos se separaron, María Esther abrazó a su hijo menor con fuerza y Óscar que nunca había sido muy efusivo le palmeó el hombro. Diego sabía que pasarían muchos años hasta que los volviera a ver y aquello le producía una dolorosa opresión en el pecho. Era posible incluso, que esa fuera la última vez que estuvieran todos juntos.

—Cuida muy bien de tu tía y de tus primas —ordenó el hombre retorciendo su poblado y negro bigote.

María Esther lo abrazaba tan fuerte que Diego sentía que su madre le quebraría las costillas. Las lágrimas surcaban los rostros de Catalina, de Amanda y de Sofía e Isabel, por su parte, tenía la mirada perdida en el horizonte. El joven tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para no acompañarlas. Incluso el fortachón de Pablo tenía los ojos enrojecidos.

—Tenemos que irnos ya o perderemos el barco —advirtió Óscar jalando apenas de la manga del vestido de su esposa.

María Esther se aferró más a Diego.

—Tal vez debería quedarme con él en La Rosa. Mi niño aún me necesita —sugirió a último momento la mujer acariciando la mejilla de su hijo favorito.

Si bien a Diego solía molestarle bastante que su madre lo tratara como a un niño pequeño, esta vez cerró los ojos y la estrechó con la misma intensidad que ella lo hacía.

—Estaré bien, mamá. Prometo que los visitaré dentro de algún tiempo —dijo intentando que su voz se escuchara segura y tranquila.

—¡No digas tonterías, mujer! Diego ya es un hombre y sabe muy bien cuidarse solo. No sabemos cuánto tiempo tardaremos en desalojar a esos malditos intrusos y tu lugar siempre estará a mi lado —la reprendió Óscar.

María Esther soltó a Diego con pesar y el joven distinguió que tenía el rostro cubierto por las lágrimas. La mujer se demoró mucho menos tiempo en despedirse de Pablo, de Roberto, de sus sobrinas y de su cuñada. Sebastián abrazó a Amanda por última vez y su padre resopló:

—Si perdemos el barco por tu culpa...

—Cuida mucho de Pablo y no dejes que se meta en muchos problemas, pero no lo regañes demasiado cuando lo haga —le pidió Sebastián a Amanda que se rio entre llantos.

—¿Quieres que le deje algún mensaje a Ana de tu parte? —preguntó Pablo cuando su amigo se separó de Amanda.

—No, será más fácil que ella me olvide si no tiene nada mío para recordarme —respondió y la tristeza se filtró en el timbre de su voz.

—Lamento que haya tenido que ser así —dijo Pablo.

—También yo. Me hubiera gustado mucho quedarme aquí y con el tiempo covertirme en una mala influencia para sus hijos —bromeó Sebastián mirando a la pareja y Diego notó la forma en la que Amanda se sonrojaba.

Pablo sonrió y rodeó la cintura de Amanda con un brazo. Diego pensó que tal vez se había equivocado al juzgar su unión. Hacían una bonita pareja después de todo y solo esperaba que ninguno de los dos arruinara la relación que acababan de comenzar. Ambos eran rebeldes, divertidos e impulsivos y si no terminaban matándose el uno al otro, era posible que tuvieran un matrimonio muy feliz.

Sebastián miró hacia atrás mientras avanzaban en dirección al barco. Llevaba del brazo a su madre que se cubría el rostro con un pañuelo. La brisa trajo con ella el olor a la podredumbre del puerto y le produjo a Diego cierta sensación de melancolía. Recordaba como si hubiera sido ayer el día en el que los Pérez Esnaola pisaron Buenos Aires por primera vez. Aquel día Sebastián se había burlado del nombre de la ciudad. Ahora sus padres y su hermano regresaban a España sin él. Los extrañaría con todo su ser, pero sabía que su hogar se encontraba en La Rosa, junto a Sofía.



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