Capítulo 42: Sebastián
Cuando Óscar Pérez Esnaola recibió la carta en la que se le comunicaba que sus tierras de España habían sido ocupadas puso el grito en el cielo y comenzó a organizar sus asuntos para viajar lo antes posible. Como era de esperarse su esposa lo acompañaría.
—No es necesario que hagan un viaje tan largo. Yo iré y resolveré todo. Además, no querrán perderse la boda de Sofía —sugirió Sebastián.
Su padre no dudó de la veracidad de la carta. Las palabras que Sofía e Isabel habían escrito para él resultaban muy convincentes. Tan solo fue necesario que Sebastián colocara la carta entre la habitual correspondencia de su padre y esperar a que este la leyera. Por desgracia, sus esfuerzos fueron en vano, puesto que Óscar se negó a permitir que su hijo viajara.
—¡De ninguna manera! Conociéndote te harás amigo de los maleantes y acabarás por dejarles mis tierras —se burló el hombre.
—Me ofendes, padre. Confía en mí. ¡Juro que lo resolveré! —insistió el muchacho.
—Arreglaré todo yo mismo y con suerte estaré aquí para cuando Sofía dé el sí en el altar —gruñó con el rostro cada vez más colorado.
—¿Puedo acompañarlos? —interrogó Sebastián, aunque sabía que era imposible negociar con su padre cuando estaba tan nervioso.
El resto de la familia escuchaba con cautela detrás de la puerta de la cocina. Las palabras de Óscar retumbaban por toda La Rosa.
—¡Soy tu padre y si no quieres que le deje tu parte de la herencia a Diego, harás lo que yo digo! —gritó y dio por terminada la discusión.
Los días pasaban y Sebastián temía que en cualquier momento alguien se presentara a su puerta para arrestarlo. Sus primas, Diego y Pablo Ferreira no dejaban de proponer posibles soluciones que por desgracia resultaban inaplicables.
Óscar se mostraba más malhumorado que nunca, en especial con su hijo mayor. El hombre seguía convencido de que unos intrusos habían invadido una de sus estancias en España y los barcos no partían todos los días. Sebastián no se atrevía a iniciar otra pelea con su obstinado padre para que lo llevara con él, pero sentía que el tiempo y las ideas se le agotaban.
El jueves por la tarde un esclavo le avisó que Isabel lo invitaba a merendar en Águila Calva. No se demoró en ensillar su caballo y partir hacia allí. Era posible que su prima tuviera noticias relevantes para él, después de todo su cuñado y Mariano Bustamante eran muy cercanos.
Al llegar a la estancia de los Páez una criada lo condujo hacia la cocina en donde lo esperaba Isabel. Su prima se encontraba sentada frente a un corpulento hombre al que Sebastián no conocía. No llevaba calzado y su ropa delataba que era una persona muy humilde. Sorbía guiso de un cuenco que bajó apenas al notar la presencia del muchacho.
Sebastián tuvo un mal presentimiento. Si bien alimentar a los pobres era algo que quizás Amanda podría haber hecho, Isabel no era así. Su prima tenía un plan y él creía saber cuál era.
—Querido primo, quiero que conozcas a Estanislao —los presentó Isabel.
El hombre dejó el cuenco sobre la mesa y se limpió la boca con la manga de su mugrienta camisa. Sebastián se acercó y extendió su mano para saludarlo, pero su prima lo detuvo.
—Yo no lo haría. Está muy enfermo y no vivirá mucho —explicó con frialdad como si Estanislao no la estuviera escuchando.
Sebastián retiró su mano y dio un paso atrás. No había prestado atención antes al rostro del sujeto, pero debajo de la suciedad de su piel pudo distinguir algunas llagas rojizas y amarillentas.
—Mucho gusto —se limitó a decir.
Sebastián rodeó la mesa y se sentó junto a Isabel.
—Estanislao es pescador. Tiene dos hijos pequeños y una esposa embarazada en la ciudad. Le he prometido que cuando muera velaremos por el bienestar de su familia. Nos aseguraremos de que no les falte techo ni comida. Él solo debe seguir a Ana Bustamante y confesar su amor por ella cuando lo atrapen. Morir en la cárcel con la seguridad de que sus seres queridos tendrán un futuro, es sin dudas mejor que morir en su lecho sabiendo que sus hijos sufrirán hambre y frío —explicó Isabel.
Estanislao miraba el cuenco vacío con pesar y Sebastián sintió que se le oprimía el alma. No quería que otra muerte pesara en su conciencia, pero tenía que reconocer que era un buen plan.
—No lo sé... —dijo Sebastián.
—Sabes que es tu mejor opción, primo. Además, le darías un sentido a la muerte de este pobre hombre —lo apremió Isabel.
Nubes grises lo acompañaron en su regreso a La Rosa. No podía creer que hubiera aceptado el plan de Isabel. No le gustaba la persona en la que se estaba convirtiendo. Si con la muerte del señor Bustamante salvó tanto la vida de Ana como la suya, ahora solo se beneficiaba a sí mismo.
Cuando Diego y Sofía quisieron sonsacarle información sobre lo sucedido en Águila Calva, Sebastián intentó evadir las respuestas a sus preguntas. Sin embargo, no dejaron de insistir hasta que les contó todos los detalles. Distinguió sus propios miedos e inseguridades en los ojos de su hermano y de su prima. Aun así, no lo juzgaron. No tenía demasiadas opciones.
El domingo en la iglesia, todo el mundo hablaba sobre el sujeto que habían atrapado acosando a Ana Bustamante mientras dormía. Se acusaba al hombre de ser el autor del crimen del viejo. Decían que estaba obsesionado con la mujer y, aunque estaba fuera de su alcance, esperaba que sin el obstáculo de su marido, al fin pudieran estar juntos. Lo más extraño era que nadie en el pueblo lo había visto nunca, pese a que por su aspecto no resultaba fácil de olvidar.
Todo parecía haber resultado bien para Sebastián. No obstante, la culpa lo agobiaba y parecía expandirse en su pecho como una mancha de tinta que cubre las palabras de una carta.
—Me alegra que no tengas que marcharte —comentó Amanda, sentada a su lado.
Junto a ella, Pablo asintió con la cabeza.
—No tenías otra opción —añadió.
Sí, la tenía, pero nadie se atrevió siquiera a sugerirla. Podría haber confesado y pagado por su error. Toda su vida huyó de sus problemas. Siempre, alguien lo protegía y lo ayudaba a salirse con la suya. Escapó de España al enterarse que Adriana estaba embarazada y estaba dispuesto a irse del virreinato, aunque toda la culpa recayera sobre Ana. Había matado a un hombre y dejaba que un inocente cargara con el peso de su error.
Después de misa Sebastián confesó sus pecados con el padre Facundo, pero la penitencia para obtener el perdón no aminoró la culpa que sentía.
—Gracias, padre —dijo y el cura le dio su bendición.
Al salir de la iglesia sintió los ojos de María Bustamante clavados en su espalda. Era como si la niña pudiera leer sus pensamientos y conociera su secreto. Se limpió el sudor de las manos en el pantalón y se apresuró a llegar hasta el carruaje y encerrarse en él. Su corazón latía a toda velocidad y respirar se volvía cada vez más difícil. Estaba a punto de gritar cuando Diego abrió la portezuela del vehículo.
Sofía aceptó la mano que su primo menor le ofrecía para subir y observó a Sebastián con cautela.
—¿Todo está bien? —interrogó.
No había nada en toda esa situación que estuviera bien. Había arruinado su vida y la de otros. Era una pésima persona y cada decisión que tomaba desencadenaba una serie de desgracias imposibles de reparar.
—Sí —le respondió por cortesía.
Sus padres y su tía Catalina se habían marchado en otro carruaje, por lo que cuando Diego se acomodó, el chofer azotó a los caballos y comenzaron a ganar velocidad.
Sebastián se mantuvo ajeno a las conversaciones de los jóvenes y apenas arqueó la ceja cuando Sofía tomó la mano de Diego. No dijo nada. Era la persona menos indicada para opinar sobre una relación. Solo deseaba que su hermano pudiera recomponer su corazón cuando el inglés regresara para reclamar a Sofía como esposa.
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