Capítulo 38: Amanda
La vida en la iglesia no era sencilla, pero Amanda agradecía casi no tener tiempo para compadecerse de su propia desdicha. Cuando pensaba en su familia, algunas veces sentía un profundo odio, pero otras veces la melancolía la invadía y la pena se apoderaba de su corazón.
La joven se presentaba como voluntaria para cualquier tarea que el padre Facundo le ofreciera. Estaba convencida de que tener tiempo libre la podía sumergir en una profunda depresión. Durante su primera semana «en el exilio» brindó clases de alfabetización todas las mañanas en la iglesia. Algunas tardes ayudó a Julia en sus tareas de enfermera y realizó algunos recados para los habitantes del pueblo.
El temido domingo finalmente llegó y la joven no pudo evitar preguntarse si su familia asistiría a misa o si olvidarían su fe con la misma facilidad con la que fingían que ella no había nacido. Cuando el carruaje de los Pérez Esnaola se detuvo en la entrada del templo, Julia la tomó del brazo y Amanda agradeció tener a alguien en quien confiar. Observó al padre Facundo a su lado, quien le regaló una sonrisa afable que le inspiró algo de seguridad y los tres continuaron saludando a los feligreses que, poco a poco, ingresaban al templo.
La muchacha contuvo la respiración y se sintió mareada cuando su madre pasó frente a ella evitando observarla. El único que la miró con tristeza fue Sebastián, pero no la saludó. Estaba claro que si lo hacía tendría problemas más tarde con su padre. Tal vez por eso tampoco se habían visto desde que le llevó sus pertenencias. Isabel y su familia saludaron al padre Facundo con una inclinación de cabeza e ignoraron a Amanda. Se sostuvo con fuerza del brazo de Julia para contener el impulso de salir corriendo.
—¿Cómo se encuentran las dos damas más hermosas del virreinato? —saludó Pablo Ferreira, deteniéndose a unos pasos de Julia.
—¿Te refieres a nosotras? —preguntó Amanda, recuperando la compostura.
—Por supuesto, ¿de quién más podría estar hablando? —añadió Pablo y Julia soltó una risita.
—Ah, entiendo... Es que por un momento pensé que me había vuelto invisible —concluyó Amanda, llevando una mano a su rostro como si estuviera contando un secreto.
Julia volvió a reír y Pablo alzó una ceja confundido. El padre Facundo los apremió a entrar, puesto que la misa comenzaría pronto. La hermana del cura se dirigió a sentarse junto a su prometido, pero Amanda reparó en que estaba demasiado cerca de sus tíos a quienes quería evitar a toda costa. Por fortuna, Pablo se dio cuenta de que se había quedado paralizada y la condujo para que tomara asiento junto a una pareja de pastores. Desde aquel sitio no podía ver a ningún miembro de su familia.
—¿No te sentarás con Sebastián? —preguntó Amanda en voz baja.
—Estoy seguro de que sobrevivirá si me alejo de él un par de horas —bromeó el muchacho.
—¿No te enteraste de que la nueva moda es ignorarme? Tu buena reputación podría correr peligro si te vieran conmigo —advirtió Amanda.
—¡Qué tonterías! Yo nunca tuve buena reputación —aseguró el criollo.
Los dos comenzaron a reír. Un hombre sentado frente a ellos se giró y llevando un dedo a su poblado bigote les indicó que hicieran silencio. El cura había comenzado a hablar.
Luego de la misa, Amanda esperó con paciencia a que la iglesia se vaciara. No le apetecía en absoluto tener que volver a cruzarse con ningún miembro de su familia.
—¿Podemos hablar un segundo? —pidió el padre Facundo cuando casi todos se habían ido.
—¡Claro! —dijo Amanda.
Pablo se alejó unos metros para darles privacidad y comenzó a conversar con Mariano Bustamante. El joven parecía triste y no era para menos. Hacía días que su padre había desaparecido y todos rezaron para encontrar al hombre sano y salvo.
—Quiero que conozcas a alguien —comentó el padre y la guio hasta una anciana que aguardaba cerca del atrio.
—Amanda, ella es doña Nazarena de Hidalgo y le encantaría acogerte en su hogar una vez que Julia se haya casado con el doctor Medina —dijo el padre Facundo.
La joven no respondió.
—Un gusto conocerte, querida. Desde que mi marido falleció y mis hijas se casaron, me he sentido sola. Será muy hermoso volver a tener compañía —añadió la mujer y le regaló una sonrisa a la atónita muchacha.
Amanda no lo podía creer. Después de todo a lo que había renunciado por él, el padre Facundo también quería deshacerse de ella. ¿Planeaba dejarla con una anciana desconocida como si de una huérfana desprotegida se tratara? Entendía que no podía acompañar a Julia y al doctor en su vida de recién casados, pero habría jurado que la iglesia seguiría estando abierta para ella.
—Yo creí que... que iba a poder seguir viviendo aquí —soltó Amanda después de unos instantes en donde ninguno dijo nada.
—Lo siento. Es que no sería correcto. Si bien decidí darle mi corazón a Dios, algunas personas no verían con buenos ojos que te quedaras a solas conmigo —explicó el padre.
—Ya verás, nos llevaremos muy bien —aseguró la mujer.
—Lo entiendes, ¿verdad? —preguntó Facundo e intentó colocar su mano en el brazo de Amanda, pero ella lo esquivó.
Sintió que las lágrimas nublaban su vista, pero no quería ponerse a llorar delante de él. Había sido una tonta al pensar que alguna vez podría pasar algo entre ellos. El cura parecía demasiado preocupado por lo que pensaran los demás. Jamás la vería como una mujer y tal vez, ni siquiera la veía como una amiga.
—Disculpen. Necesito un poco de aire —dijo con un hilo de voz y se marchó intentando no llamar la atención.
Salió de la iglesia y se dirigió hacia el parque que rodeaba la construcción. Se sentó debajo de un árbol y se permitió llorar. Dirigió su mirada al cielo que aparecía fragmentado entre las ramas desnudas. Se preguntó si todo hubiera sido igual si su padre siguiese con vida. Quería creer que Antonio Pérez Esnaola no hubiese permitido que la desterraran de la familia, pero muy en el fondo sabía que su padre no era muy diferente a su tío. Pese a que se sentía traicionada los echaba mucho de menos. Su vida no era más que eso, extrañar el pasado.
La desilusión que sentía por el padre Facundo había servido para que una vez más se abriera la herida que su familia había dejado en su alma. Le dolía el desprecio del cura, pero era todavía más doloroso el rechazo de su madre y de sus hermanas. Quizás ambas traiciones se habían unido para hacer más profundo el hueco dentro de su pecho.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por la llegada de Pablo que se sentó a su lado, aunque ninguno de los dos dijo nada durante algunos segundos.
—¿Qué quieres? —le preguntó Amanda sin esforzarse en parecer amable.
No entendía por qué no podía dejarla llorar en paz. Ya bastante malo era todo lo que le sucedía como para tener que fingir que todo iba bien delante de alguien.
—El padre me contó lo que sucedió con la viuda de Hidalgo. Es un idiota —dijo él a modo de respuesta.
—¡No es un idiota! —exclamó Amanda, a pesar del daño que le había hecho, la invadía la imperiosa necesidad de defenderlo ante Pablo.
—Sí, lo es. Ven a vivir a mi casa —agregó sin mirarla, al tiempo que arrancaba algunas hierbas del suelo.
Si era una broma no resultaba graciosa o bien Amanda estaba de muy mal humor como para entenderla. Lo fulminó con la mirada antes de responder.
—Sé lo que intentas y no voy a acostarme contigo. Tampoco quiero tu consuelo o tu lástima. No pienso deberte nada —dijo cortante.
—No quiero acostarme contigo —añadió él intentando defenderse.
—En ese caso, no quiero tu lástima —repitió ella.
—No es lástima. Necesito tu ayuda. Quiero casarme contigo —añadió llevando sus profundos ojos marrones hacia ella.
No tenía ningún sentido. Amanda no respondió. Pablo le contó una disparatada historia sobre la muerte de su abuela y cómo Sebastián, Leónidas y el cura lo habían ayudado a encubrirla. Su absurdo relato, por lo menos la distraía de pensamientos más dolorosos.
—¿Por qué querrías casarte conmigo? —preguntó cuando el muchacho terminó de hablar.
—Ya te dije. Si alguien se entera que mi abuela falleció antes de que sea mayor de edad o me case, perderé mis tierras —explicó.
—Sí, pero no entiendo por qué conmigo. Cásate con Magdalena o con otra de las mujeres que se mueren por ti —replicó Amanda.
—Ya te dije que no busco acostarme contigo, a menos que tú quieras, claro. Quiero una esposa inteligente con la que pueda hablar, una amiga. Si te casaras conmigo podrías seguir con tus proyectos. Yo creo que es importante lo que haces y si quieres acostarte con el cura por mí está bien... —comenzó a explicar Pablo, pero Amanda lo interrumpió.
—¿Qué? Yo no quiero.... bueno.... Facundo y yo nunca... —dijo tartamudeando. Podía notar como el calor alcanzaba sus mejillas.
—Bien, bien. Lo siento. Creí que había algo entre ustedes. Pero aun así, estoy seguro de que serías la esposa perfecta para mí y quizás en un futuro incluso podríamos enamorarnos y formar una dinastía —agregó el criollo moviendo su mano despacio al pronunciar la última palabra.
—¿Estás hablando en serio? —preguntó ella.
Algunas veces era difícil saber si el muchacho bromeaba o no. Amanda negó con la cabeza, no podía creer que estuviera considerando la propuesta de su amigo.
—Sí —se limitó a decir.
Ella lo miró a los ojos buscando algún indicio de burla, pero no lo encontró. Si bien la gente solía preferir los colores claros en los ojos, el marrón oscuro de la mirada del criollo le otorgaba profundidad a sus palabras.
Pablo no le brindaba la promesa de un amor eterno y sin embargo su oferta la tentaba. Renunció a su hogar y a su orgullo por el padre Facundo, pero no fue suficiente para él. El criollo, por su parte, le ofrecía ser libre para seguir sus sueños, sin importar cuáles fueran y un apellido. Convertirse en la señora Ferreira parecía mejor que ser una Pérez Esnaola rechazada.
—No tienes que responderme ahora mismo, pero prométeme que lo pensarás —pidió Pablo y se puso de pie.
Amanda asintió con la cabeza y observó mientras el criollo se alejaba. Una parte de ella había esperado que la besara antes de irse dándole una pequeña muestra de lo que podría ser su vida si aceptaba.
—¡Espera! —llamó la joven y Pablo regresó.
—¿Sí? —preguntó deteniéndose frente a ella.
Amanda se sonrojó. Hubiera preferido estar de pie o que Pablo volviese a sentarse.
—Si me casara contigo, ¿seguirías viendo a otras mujeres? —preguntó con timidez.
Podía no tener sentido exigirle fidelidad en un matrimonio falso, pero era algo que Amanda necesitaba saber. Pablo no respondió enseguida y cuando lo hizo el corazón de Amanda se aceleró.
—No lo sé. Es posible, pero siempre estaré para ti, si me quieres a tu lado —reconoció.
Aquello no era suficiente, aunque en parte también resultaba algo tierno. Además, amaba al padre Facundo aunque él estuviera ansioso por deshacerse de ella. Pablo era guapo y había demostrado ser un buen amigo, pero nunca sería completamente suyo. Podía parecer egoísta exigir su amor y fidelidad, cuando ella no estaba enamorada de él. Estaba enfadada con el cura, pero aún lo amaba. Lo que sentía por el criollo era muy diferente y aunque no sería difícil quererlo, tal vez eso no fuera lo más conveniente.
—Muy bien, me casaré contigo —aceptó, pensando en que cuando alguien ya ha tocado fondo es imposible que pueda caer aún más bajo.
Pablo sonrió y se sentó a su lado.
—¿Estás segura? ¿No prefieres más tiempo para pensarlo? —preguntó él.
—Nunca he tenido tantas dudas en toda mi vida, pero tampoco tiene sentido esperar —reconoció ella y apoyó su cabeza en el hombro del criollo.
—Gracias —dijo él con voz suave y apoyó la mejilla en su cabeza.
Amanda jamás se hubiera imaginado comprometida con Pablo Ferreira y mucho menos de aquella forma tan peculiar. Se moría de ganas por ver el rostro de Sofía cuando se enterara y se preguntó qué diría su familia al respecto. ¿Se lo tomarían bien, mal o seguirían fingiendo que no existía? Espantó las dolorosas imágenes de sus familiares y del padre Facundo de su mente y se concentró en el momento. Le gustaba sentir el calor de Pablo a su lado y cuando él tomó su mano, ella no la apartó.
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