Capítulo 37: Sebastián

Génesis estaba pastando cerca de las escalinatas de la iglesia. Sebastián suspiró aliviado en cuanto reconoció a la yegua color plata de su prima. La presencia del animal significaba que Amanda se encontraba allí. El muchacho amarró su caballo y se apresuró a entrar en el templo.

—¡Amanda! —gritó y las pocas personas que se encontraban rezando lo fulminaron con la mirada.

Se dirigió a toda prisa hacia la cocina del padre Facundo. Encontró cerrada la puerta, por lo que golpeó e ingresó antes de que alguien le respondiera. Dejó caer el saco que contenía las pertenencias de Amanda para poder abrazar a su prima que corrió hacia él apenas lo vio. La estrechó con fuerza entre los brazos. No entendía cómo su familia había sido capaz de echarla. Sentía que odiaba a su padre más que nunca.

—¿Te encuentras bien? —preguntó él en cuanto se separaron.

No lo estaba. No había nada en toda aquella situación que pudiera estar bien.

—Sí —mintió Amanda.

El joven reparó en que Julia lo observaba sentada en la cabecera de la pequeña mesa y la saludó con una sonrisa triste. Ella hizo un pequeño gesto con la mano y le indicó que tomara asiento. Le sirvió un mate y le alcanzó una porción de budín.

—Gracias —dijo y aceptó lo que la joven le ofrecía. No había tenido oportunidad de desayunar.

Amanda se acomodó frente a ellos y le explicó todo lo que le había sucedido.

—La Rosa se convirtió en un infierno. Tu madre no deja de llorar. Sofía me ayudó a guardar todas tus pertenencias y logramos evitar que mi padre las prendiera fuego. Está más loco que nunca. Es un monstruo —explicó Sebastián.

—Puede quedarse aquí todo el tiempo que quiera —añadió Julia.

—Gracias —dijeron Sebastián y Amanda al mismo tiempo.

—Es lo mínimo que podemos hacer. De no haber sido por las ideas de mi hermano, nada de esto hubiera sucedido —agregó Julia con pesar.

—No. El padre Facundo no hizo nada malo. No es su culpa que mi familia sea tan conservadora —dijo Amanda defendiendo al sacerdote.

Julia bajó la mirada avergonzada, pero no dijo nada.

—Intentaré traerte algo de dinero en cuanto pueda. Tuve una pelea muy fuerte con mi padre y me quitó todo lo que tenía. Él supo de inmediato que me pondría de tu lado... Diego, por su parte, bueno... es un idiota y cree que volverás arrepentida, pero no puedes ceder. Buscaré la forma de ayudarte, te lo prometo. Son ellos quienes tendrían que venir a buscarte y pedirte perdón —añadió Sebastián.

Una expresión de dolor surcó el rostro de Amanda ante la mención de Diego. Sebastián y quizá Sofía eran los únicos que no le habían dado la espalda. El muchacho cogió la mano de su prima sobre la mesa en un intento de brindarle apoyo.

—Gracias —agregó ella.

Conversaron durante horas sobre lo insensibles que resultaban ser la mayoría de los Pérez Esnaola. Más tarde la conversación viró hacia temas un poco más amenos como que Julia y el doctor Máximo Medina iban a casarse. Se habían enamorado mientras ella trabajaba a su lado como enfermera. Enfrentarse juntos a la cruel epidemia los había unido. Su amor parecía haber surgido como un arcoíris después de una tormenta.

Sebastián se alegraba por ellos, aunque no podía dejar de sentir un poco de pena por su mejor amigo. Era consciente de que Pablo hubiera renunciado a sus múltiples conquistas solo por ella. Julia hechizaba al criollo con su encanto de una forma casi hipnótica, pero era como una mariposa que flotaba en el aire fuera de su alcance y su corazón ya tenía dueño.

El joven Pérez Esnaola se despidió de Julia y luego le dio un cálido abrazo a su prima antes de irse. Era muy triste la situación que Amanda estaba atravesando, pero por lo menos se encontraba a salvo en la iglesia. El padre Facundo y su hermana eran buenas personas y cuidarían de ella.

Le hubiera gustado conversar con el cura antes de marcharse, pero no se encontraba allí y era mejor regresar a La Rosa temprano. La relación con su padre ya era demasiado tensa y no quería darle un nuevo motivo para comenzar una pelea. Estaba a punto de subirse sobre su caballo, pero se detuvo al observar que su preciosa Ana se acercaba caminando tomada del brazo de Magdalena. En cuanto lo vio se quedó paralizada en la nostalgia a estrecha distancia de la escalinata de piedra de la iglesia.

—¡Ana! —llamó Sebastián sintiendo como su corazón se aceleraba.

—Sebastián —dijo ella en un susurro tan bajo como el rumor del viento y sus ojos se llenaron de lágrimas.

Hacía tiempo que no la veía y anhelaba poder estrecharla una vez más entre sus brazos. Estaba más delgada que la última vez que la había visto y una costura irregular surcaba su frente. Aquello no opacaba su belleza, pero provocó que una oleada de rabia hacia el señor Bustamante recorriera su cuerpo.

Avanzó hacia ella y tuvo que contenerse para no rodearla con los brazos. Había algunas personas en la calle y en la iglesia, no podían arriesgarse. Sin embargo, la echaba mucho de menos y necesitaba asegurarse de que se encontraba bien.

—Mis días son eternos desde que no la veo —dijo Sebastián apenas separando los labios.

—Lo daría todo por abrazarlo de nuevo —confesó ella sonrojada.

—La esperaré afuera del pueblo. Venga conmigo —rogó el muchacho.

Ana miró insegura a Magdalena.

—Ve. Yo te espero aquí, pero regresa antes del anochecer. Recuerda que tu esposo enviará a alguien a recogernos —dijo Magdalena.

—Puede llevarse aquella yegua. Es de mi prima y se la devolveremos luego —sugirió Sebastián, al tiempo que señalaba a Génesis.

Ana se limitó a asentir con la cabeza y él le explicó cómo llegar al lugar del bosquecillo en el que la esperaría. Solo tenía que seguir el curso del arroyo. Sebastián subió a su caballo y salió a toda velocidad. No podían partir juntos, pero estaba seguro de que ella lo encontraría pronto.

El muchacho llegó al punto acordado y amarró su caballo a un árbol. Se sentó sobre una roca y aguardó ansioso la llegada de Ana. Por fortuna, no tuvo que esperar demasiado. Escuchó el galope de un caballo y un instante después divisó el precioso rostro de su enamorada.

Se levantó y fue a su encuentro. La ayudó a descender de la yegua y unió sus labios a los de Ana. Eran tan suaves y dulces como los recordaba. La había extrañado demasiado y no quería volver a separarse de ella jamás. La joven mordió su labio inferior y comenzó a besar su cuello. El mero contacto con sus labios lo volvía loco.

—La amo, mi hermosa Ana —dijo con sinceridad Sebastián.

—También yo —correspondió ella y comenzó a desabrocharle la camisa.

Él desató el lazo que ajustaba su corset y tiró de él hasta quitarlo por completo. La incómoda prenda cayó sobre las hojas secas que cubrían la tierra y él bajó la parte superior del vestido de Ana. Era muy hermosa y sintió la necesidad de abrazarla para sentir el contacto de su piel desnuda.

Un chasquido lo hizo llevar su mirada hacia la derecha y al ver a Juan Bustamante apuntándole un escalofrío recorrió su cuerpo. Ana se separó de Sebastián y cruzó los brazos sobre su pecho desnudo.

—Sabía que me engañabas, pero nunca pensé que fuera con este mocoso mal agradecido —dijo con frialdad el hombre sin apartar su arma del muchacho.

No existía ninguna excusa para su comportamiento. El marido de Ana los había encontrado abrazados y semidesnudos. Tenía un arma y estaba dispuesto a matarlos.

—Ella no quería. La forcé a venir conmigo —mintió Sebastián con la esperanza de poder salvar por lo menos la vida de Ana.

—¡Vístete, ramera! Ya me encargaré de ti en casa —gruñó el viejo.

Ana tomó el corset sollozando y caminó hacia su esposo.

—¡Juan, por favor! No tienes que hacerlo... —rogó la joven.

—No te atrevas a dirigirme la palabra —espetó él.

Sebastián tragó saliva en cuanto Bustamante tensó el rifle. Estaba a punto de morir y solo pudo sentir pena por lo que el destino tendría preparado para Ana y para Amanda, las personas más importantes de su vida. Se esforzó por mantener los ojos abiertos en todo momento y los fijó en la mirada iracunda de su asesino. Su padre le había dicho la primera vez que lo llevó de cacería que no mirara a los ojos a su presa o sería más difícil jalar el gatillo. Era todo lo que podía hacer en ese momento. Intentaría que su muerte por lo menos pesara en la mente de aquel hombre.

Bustamante disparó, pero Ana fue más rápida que él. Dejó caer el corset que ocultaba la roca que tenía entre las manos y golpeó con fuerza a su marido en la sien. El hombre cayó de costado y la bala pasó rozando la oreja de Sebastián. El muchacho, algo aturdido, corrió hasta donde se encontraba el viejo retorciéndose de dolor. Había soltado el arma en la caída y Sebastián se apresuró a patearla lejos de él.

Ana se arrodilló junto a su esposo y volvió a golpearlo en la cabeza. Bustamante perdió el conocimiento y el joven amante se agachó para comprobar su respiración. Seguía con vida, pero no por mucho tiempo. Llevó su mano hacia el rostro del anciano y tapó su nariz y su boca impidiendo que pudiera respirar. Podía sentir el rostro húmedo y cálido bajo su mano y presionó con más fuerza al sentir un pequeño movimiento. Se mantuvo así por más tiempo del necesario hasta que Ana dejó caer la roca ensangrentada que tenía en la mano.

—¿Qué vamos a hacer? Nos colgarán o iremos a prisión... —dijo ella más bajo que un susurro.

Sebastián intentó pensar con la cabeza fría. Quizá podrían encontrar la forma de deshacerse del cuerpo y si tenían suerte no los descubrirían. Se arrastró hacia Ana y arrojó la piedra que había derrumbado al hombre hacia el arroyo.

—Ven. Tienes que lavarte —dijo él, intentando mantener su voz firme.

Ana se dejó guiar hacia el agua por Sebastián que comenzó a limpiarle la sangre de la piel y del vestido lo mejor que pudo. La joven tenía las pupilas dilatadas por el miedo y parecía ausente. No era para menos, acababan de asesinar a una persona.

El llanto de un niño les indicó que alguien se aproximaba.

—Tenemos que salir de aquí. Alguien se acerca —dijo Ana reaccionando.

—¡Quieta! —indicó él al darse cuenta que el sonido no provenía de un bebé.

Ana ahogó un grito al ver un delgado y desgarbado puma saliendo de unos arbustos. Atraído por el olor de la sangre, el enorme felino se acercó al cuerpo. El animal había perdido un ojo y parecía enfermo. Observó a los jóvenes en el arroyo y soltó un rugido lastimero antes de arrancar un bocado del brazo de Bustamante y correr hacia la espesura.

Esperaron el tiempo suficiente antes de comenzar a moverse. Sin saberlo, el puma los había salvado.

—Tienes que volver a la iglesia y actuar con normalidad, incluso delante de Magdalena. Una vez que estés en tu casa, espera un poco. Luego dile a Mariano que tu esposo salió de cacería y aún no ha regresado. Intenta parecer preocupada, pero no lo suficiente como para llamar la atención. Todos saben que él era un cretino contigo. Si encuentran el cuerpo, sin dudas van a pensar que el puma lo sorprendió —dijo Sebastián.

Ana asintió con la cabeza y esperó en silencio a que Sebastián acomodara el rifle en las manos de Bustamante. Unos instantes después el muchacho colocó una roca debajo de la cabeza del viejo y movió su cuerpo de forma tal que pareciera que había sido atacado.

—No podremos volver a vernos, al menos por mucho tiempo. Lo entiendes, ¿verdad? —agregó con pesar Sebastián.

Ana volvió a asentir. Se subió temblando el vestido húmedo y se colocó en silencio el corset. La joven evitó en todo momento mirar a Sebastián y los restos de su esposo.

—Lo siento —dijo él.

Ana se secó una lágrima y se subió a Génesis. No hubo besos de despedida y ni siquiera una última mirada de su parte. Sebastián observó a Ana hasta que se perdió de vista entre los árboles. Luego subió a su caballo. No le apetecía en absoluto volver a La Rosa en donde seguramente lo esperaba su padre para reprocharle por haberse llevado las cosas de Amanda. Todo lo que quería en ese momento era desaparecer.



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